JOSE ASUNCION SILVA. OBRAS Y ESCRITOS SOBRE SU OBRA

JOSE ASUNCION SILVA

Escritos sobre su obra

TRANSPOSICIONES, CARTA ABIERTA… José Asunción Silva
SUSPIROS…….José Asunción Silva
EL PARAGUAS DEL PADRE LEÓN…José Asunción Silva
«VIÑETAS DEL NATURAL»………..José Asunción Silva
EN BUSCA DEL SILVA PERDIDO… Gabriel García Márquez
PROLOGO A DE SOBREMESA…. Rafael Gutiérrez Girardot
DE SOBREMESA, UNA POETICA DE LA TRANSGRESION..R. H Moreno Durán
VIAJE AL FONDO DE SILVA…….Alfonso López Michelsen
«LLANTO DE AMÉRICA» (FRAG.)…. ALFONSO REYES
SILVA Y LOS PSIQUIATRAS……..Andrés Holguín
LOS ACREEDORES TAMBIÉN COBRAN VIDAS…..Alfredo Iriarte
FERVOR POR EL POETA………DARÍO JARAMILLO AGUDELO
SILVA, MITO CENTRAL DE LA POESÍA COLOMBIANA….DARÍO JARAMILLO AGUDELO
CIEN AÑOS DESPUÉS…………ENRIQUE SANTOS MOLANO
SILVA Y EL MEDIO LITERARIO BOGOTANO……ENRIQUE SANTOS MOLANO
EDITAR A SILVA DE CARA AL SIGLO XXI…….JESÚS MUNÁRRIZ
SILVA Y ESPAÑA………….JESÚS MUNÁRRIZ
ESTÓMAGO Y CEREBRO: LA INDIGESTIÓN CULTURAL EN DE SOBREMESA…ANÍBAL GONZÁLEZ
EROTISMO Y MUERTE EN JOSÉ ASUNCIÓN SILVA… CECILIA DUPUY DE CASAS
LOS HUMORES DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA…DANIEL SAMPER PIZANO
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: DE LA LEYENDA A LA MODERNIDAD…EDUARDO JARAMILLO ZULUAGA
PREMURA DE JOSÉ MARÍA RIVAS GROOT LEYENDO A SILVA…EDUARDO JARAMILLO ZULUAGA
EL LECTOR EN LA POÉTICA DE SILVA……GUSTAVO MEJIA
POR UN POETA SIN AUREOLA………RICARDO CANO GAVIRIA
LA POLIFONÍA DEL MODERNISMO Y LA MODERNIDAD DE LA POESIA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA……….IVAN A. SCHULMAN
SILVA Y LA POESÍA CUBANA………JORGE LUIS ARCOS
SILVA Y SU EPOCA………JAIME JARAMILLO URIBE
SILVA ANTE LOS LECTORES Y LA CRÍTICA……HÉCTOR H. ORJUELA
SILVA Y LA NOVELA DE FIN DE SIGLO……KLAUS MEYER MINNEMANN DE SOBREMESA: NOVELA MODERNISTA, NOVELA MODERNA.CATHY L. JRADE
DE SOBREMESA Y LA ESTÉTICA DE LA LECTURA…MARÍA DOLORES JARAMILLO
SILVA Y LA POESÍA…………GIOVANNI QUESSEP
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: SENSUALIDAD ESENCIAL…EVELIO JOSÉ ROSERO
SILVA Y EL SIMBOLISMO……..FERNANDO CHARRY LARA
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA Y LA SOCIEDAD DE SU TIEMPO…MALCOLM DEAS
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: EL VERSO ENFERMO…OSCAR TORRES DUQUE
SILVA, LA VOZ DE LAS COSAS….JUAN MANUEL ROCA
VIVIENDO CON SILVA O SILVA Y LOS POETAS…JUAN GUSTAVO COBO BORDA

TRANSPOSICIONES
CARTA ABIERTA

José Asunción Silva

Señora:
Hace dos años, en una larga temporada que pasó usted en el campo, llevando una vida apacible y tranquila, consagrada a la pintura, me hizo usted el honor de invitarme a almorzar una vez en su casa. Las horas que pasé allí me parecieron breves, como nos parece breve todo lo que es muy grato. Antes de que nos sentáramos a la mesa nos mostró usted su último estudio de pintura en pleno aire, acabado en la semana anterior; era aquella figura la de una muchacha campesina, perdida en un trigal y que lleva en las manos unos manojos de yerba y unas flores; un cuadro lleno de luz y de aire de campo. Después del almuerzo, a tiempo del champaña que hervía en las copas, y del café negro aromático como una esencia, nos propuso usted que diéramos una vuelta por las cercanías y todos aceptamos alborozados su idea.
Adelante íbamos usted y yo, y nuestra conversación fue una larga confidencia mutua de nuestra adoración a la Belleza. Me hablaba usted de los incomparables goces que el arte le ha proporcionado en su vida; de la serenidad que esparció en su alma la contemplación de los mármoles antiguos; de la fascinación que ejercen sobre usted la ingenuidad inefable de las Vírgenes de los Primitivos, la sonrisa misteriosa de las figura de Vinci, la claridad que dora las tinieblas rojizas de Rembrandt, la diáfana luz extraterrestre en que baña Murillo sus aspiraciones; me contaba usted que la música de algunos maestros, la hace a usted olvidarse de sí misma y sentir la tristeza, la alegría, los matices de sentimiento que interpretan las sinfonías inmortales. Con frases ardientes, y sin dominar mi entusiasmo de fanático, le decía a usted que en las obras de los grandes sacerdotes de la palabra, ésta acumula todos los medios de que disponen las otras partes para recrear la vida, agregándole el alma de artista; le contaba cómo me desvanece el olor de los cadáveres, de aquella ciudad que agoniza en el último canto del poema de Lucrecio; le contaba que de entre la muchedumbre que gesticula y ama y odia y mata y muere en los dramas de Shakespeare, salen a veces a hablar conmigo, el pálido príncipe que conversa con los sepultureros y el judío ávido que reclama su libra de carne; le decía a usted que los poetas son compasivos con los que los aman, que Musset les da a beber a sus íntimos el champaña ardiente de su sensualismo gozador; que Vigny, un brebaje negro que procura la resignación; Shelley, un haschich sutil que lo hace sentirse a uno hermano de las plantas que florecen en el jardín encantado; Longfellow, el agua de las fuentes campesinas en que se mojan los helechos y se refleja el cielo, y Baudelaire y Poe, un opio enervante que puebla el cerebro de sombras alucinadoras, entre cuya oscuridad brillan los ojos de Lady Ligeia y vibran unas campanas fantásticas, y aletea el cuervo y suenan quejidos de inexplicable angustia.
En los silencios de nuestros diálogos oíamos atrás las voces de nuestros compañeros que discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción; que ponderaban la honradez y la habilidad de un ministro recién posesionado, de quien se prometí maravillas; que pronosticaban la cosecha venidera como muy abundante y calculaban en coro el alza segura del papel moneda. Nosotros, perdidos en nuestra conversación, ellos, discutiendo sus graves cuestiones económicas, y sin que ninguno sintiera la distancia al caminar paso entre paso por la vereda sombreada de salvios oscuros y de lánguidos sauces, fuimos a dar al pueblecito vecino.
Para mí se fundieron en una sola, penetrante, fina y sutilmente voluptuosa, las impresiones del paseo, la temperatura tibia del aire y la claridad de la hora, la expresión aristocrática de la fisonomía de usted y los detalles exquisitos de su vestido; la quietud adormecida del paisaje y el olor de White Rose que emanaba del pañuelo de batista que tenía usted en la mano enguantada de piel de Suecia; la luz sonrosada en que la envolvía a usted, al tamizar los rayos verticales del sol, su sombrilla de crespón rojo; la sonrisa desencantada que asomaba a sus labios y la música de su voz al contarme las dificultades con que había luchado al pintar su último cuadro.
Hoy en unas horas perdidas, mientras que la llovizna monótona extiende sus cortinas grises por el horizonte y enloda las calles y lo entenebrece todo, como un pianista desconfiado que antes de preludia una sinfonía toca interminables escalas para adueñarse de los secretos de la práctica y dominar el teclado sonoro, me he entretenido en hacer ejercicios de estilo, para lograr que las palabras digan ciertas impresiones visuales. Es así como he escrito estas Transposiciones. Mientras las escribía recordaba las hora que pasé aquel día en casa de usted y se me impuso la idea de suplicarle que aceptara estas páginas en recuerdo de ellas y de nuestra plática de Arte.
Nuestros compañeros que conversaban esa mañana del ferrocarril en construcción, de la habilidad del ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio, han tenido después decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces; el ferrocarril está inconcluso y las acciones no tienen cotización; el ministro resulto un imbécil, las sementeras se perdieron y el papel moneda bajó veinte por ciento.
Usted y yo no hemos tenido desengaños acerca de los entusiasmos que motivaron nuestro diálogo de ese día; sigue usted con más amor que nunca, fijando en sus cuadros las poesía eterna del color, de la luz y de la sombra; sigo yo leyendo mis poetas y tratando de dominar las frases indóciles para hacer que sugieran los aspectos precisos de la Realidad y las formas vagas del Sueño; cuando se sienta usted a su piano Weber y pasa los dedos ágiles y finos sobre el teclado de marfil, las sonatas de Beethoven la hacen entristecerse más suavemente que entonces; cuando abro yo mi ejemplar de los poemas de Bourget, tirado en papel de la China y empastado por Thibaron en pasta llana de marroquí rojo de Levante, con filetes de oro, siento una emoción más profunda al releer la Meditación sobre una calavera, o las estrofas penetrantes y musicales de la Noche de estío; cuando los ojos de usted, fatigados por la policromía de la paleta, se detienen en la Ninfa de Clodión, aprecian mejor el moldeado blando del seno y las curvas armoniosas de las piernas gráciles; cuando vuelve usted a mirar la copia del Angelus hecha por sus manos, siente más a fondo la poesía sencilla y grandiosa del lienzo magistral, y se deja invadir lentamente por la melancolía que flota en la claridad moribunda de aquel cielo de crepúsculo y que cae con la sombra sobre la tierra ennegrecida y sobre las figuras de los labriegos.
Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas, donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos.
Señora, déjelos usted que nos llamen chiflados, que se burlen de nuestra inocente manía. Ya ve usted cómo al cabo de dos años nosotros adoramos con más fervor lo que queríamos entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora, si su bondad inefable se lo permite, y si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido en la vida la mejor parte, la parte del ideal, la parte de María, y mientras que Marta prepara el banquete y lava las ánforas, nosotros, sentados a los pies del Maestro, nos embelesamos oyendo las parábolas.
Es fácil que algunos instantes de desabrimiento y de acedía le impidan gozar de éxtasis de las fruiciones estéticas; que las tentaciones del mundo vengan a turbar la paz del espíritu de usted, y que la muselina de Siriganor de un vestido de baile salido de las manos de Worth, o el oriente rosado de las perlas de un collar que tengan en el estuche de raso negro la marca de Braugrand Rivir le parezcan a usted más deseables que el claro oscuro exacto de un esbozo difícil o que la interpretación sincera de una mediatinta fugitiva; yo he tenido días de esos en que desesperado de lograr la armonía de un período o la música de una estrofa, y olvidado de mis poetas, he pecado gravemente, y he perdido mi fervor, sin fuerzas para resistir las tentaciones vertiginosas del oro. Aconsejado en esas horas de aridez espiritual por mi confesor laico, un viejo psicólogo que tiene en su celda, por todo adorno, una copia de la Melancolía, de Alberto Durero, y que posee a fondo los secretos sutiles de la dirección de las almas, he alcanzado grandes consuelos y he restablecido la paz interior leyendo y meditando mucho aquellos versículos suavísimos de la imitación: Excedunt enim spintuales consolationes, omnes mundi delicias et carnis voluptatis. Nam omnes mundance aut vanae sunt turpes. (*)
(De Imitat, Lib. II, cap. X).
………………………..
Que al leer ud. estas páginas sienta algo del encanto que tuve al escribirlas, y al recordar la mañana clara y tibia en que caminamos juntos por la vereda que lleva a la casa de campo donde pasó ud. horas tan apacibles retirada del mundo y distraída de las preocupaciones mezquinas del diario, por el sortilegio misterioso del Arte.

* Porque las consolaciones espirituales superan todas las delicias del mundo y la voluptuosidad de la carne. Porque todas las cosas mundanas son vanas o torpes.

***

SUSPIROS

José Asunción Silva

Si fuera poeta y pudiese fijar el revoloteo de las ideas en rimas brillantes y ágiles como una bandada de mariposas blancas de primavera con alfileres sutiles de oro; si pudiera cristalizar los sueños en raras estrofas, haría un maravilloso poema en que hablara de los suspiros, de ese aire que vuelve al aire, llevándose consigo algo de las esperanzas, de los cansancios y de las melancolías de los hombres.
* * *
Y para huir de los suspiros de convención, de las romanzas sentimentales, llenas de luna de pacotilla y de ruiseñores triviales, hablaría de los suspiros angustiosos que flotan en el aire espeso e impregnado de olor de ácido fénico, en la luz dorada de los cirios, entre el aroma vago de las flores mortuorias, cerca de aquellos cuyos ojos, cerrados para siempre, guardan las huellas violáceas de los últimos insomnios, y cuyos labios se ajaron con el frío de la muerte…
* * *
¡Ah no! Ese suspiro sería demasiado triste para hablar de él; su recuerdo haría nublarse los ojos nuevos de las lectoras, los ojos oscuros unas veces como noches de invierno, azules y claros otras, como el agua de los lagos quietos.
* * *
Para que no se nublaran, hablaría del suspiro de voluptuosidad y de cansancio que flota en el aire tibio de una sala de baile, iluminada como el día, reflejada por espejos venecianos; del suspiro de una mujer hermosa y joven agitada por el valse, cuya piel de durazno se sonrosa, y cuyos dedos de hada estrechan febrilmente el abanico de plumas flexibles que le besan la falda; del suspiro sensual y vago que se pierde entre las blancuras rosadas en el aire donde palpita el iris de los diamantes, donde la luz se quiebra en el aire de los rubíes, en el azul misterioso de los zafiros, en el aire que arrastra tentaciones de ternuras y de besos…
* * *
¡Ah, no! Ese suspiro sería demasiado dulce para hablar de él; su recuerdo haría arrugarse la frente cansada, y blanquearía las canas de los filósofos, por cuyas venas no corre, en oleada ardiente, la sangre de la juventud. Para que pudieran leerme, hablaría más bien del suspiro de cansancio de un viejo, de un suspiro oído una tarde de otoño, en el camino que va del pueblo al cementerio, un camino donde rodaba la hojarasca empujada por el viento; donde un hilo de agua dejaba oír su queja monótona; donde los árboles, envueltos en niebla, tomaban extraños aspectos, y en cuyo horizonte entre las nubes frías y húmedas, se ponía el sol. ¡Oh! Aquel suspiro parecía salir, más que de un pecho humano, cansado de la vida, del paisaje mismo, del cementerio donde duermen los huesos bajo la yerba, de la vegetación quemada por el frío, de las oscuridades vagas del horizonte; parecía ser una queja de la naturaleza deseosa de dormir en definitivo descanso, fatigada de su tarea eterna, de la sucesión infinita de los veranos y de los inviernos, de la luz y de la sombra…
* * *
¡Si fuera poeta y pudiese fijar el revoloteo de las ideas en rimas brillantes y ágiles como una bandada de mariposas blancas de primavera con clavos sutiles de oro; si pudiera cristalizar los sueños; si pudiera encerrar las ideas, como perfumes, en estrofas cinceladas, haría un maravilloso poema en que hablara de los suspiros, de ese aire que vuelve al aire, llevándose algo de los cansancios, de las esperanzas y de las melancolías de los hombres!
* * *
Aun siendo poeta y haciendo el poema maravilloso, no podría hablar de otro suspiro… del suspiro que viene a todos los pechos humanos cuando comparan la felicidad obtenida, el sabor conocido, el paisaje visto, el amor feliz, con las felicidades que soñaron, que no se realizan jamás, que no ofrece nunca la realidad, y que todos nos forjamos, en inútiles ensueños.

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EL PARAGUAS DEL PADRE LEÓN

José Asunción Silva

Muchas veces lo he visto de cerca y muchas de lejos, y en cada una de ellas lo he mirado y remirado con el empeño con que un semiescritor enamorado de la teoría del documento humano, observa a los tipos que se apartan de la humanidad corriente, de la humanidad de pacotilla… Me he complacido en estudiar los pormenores de su extraña figura, mescolanza de líneas purísimas y de detalles grotescos; aquel perfil regular y noble de la cabeza amplia, aquellos largos cabellos blancos, aquellos ojos verdosos de expresión alocada, aquella nariz aguileña, aquellos paraguas inverosímiles que lo abrigan en los días lluviosos, aquel lente forjado como para el ojo de un cíclope, que carga en el bolsillo, aquel cuerpecito de gnomo, aquella voz chillona unas veces, cavernosa otras, con que alarga hasta lo infinito las sonoras sílabas latinas de las liturgias diarias…
Lo he visto oficiar, vestido con una casulla lila, tramada de oro, cayéndole sobre las canas ensortijadas un rayo de sol matinal, envuelto en la nube aromática del incienso que sube hacia el tabernáculo, y en esos momentos la figura toda, el perfil de filósofo romano, los ojos verdosos, el cuerpo deforme, tomaban una expresión de rara nobleza aumentada por el prestigio de los movimientos lentos y hieráticos… Lo he visto en el tendido de la plaza de toros, vestido con una sotana raída y polvorienta, la fisonomía vulgarizada por el entusiasmo de la corrida, la cara congestionada por el calor del mediodía, sacudiéndose como un energúmeno, limpiándose las gotas del sudor que le perlaba en la frente, con un pañuelo enorme de seda amarilla, que estrujaba con las manos, ridículamente pequeñas…
Sin embargo, cuando pasen muchos años y haya muerto él y lo oiga nombrar y al oír su nombre vuelva yo los ojos hacia los días de hoy, perdidos para siempre en el fondo del tiempo, no lo recordaré ni hermoseado ni ennoblecido por las lujosas vestiduras sacerdotales ni vulgarizado por el ambiente cálido del circo…
El Padre León… el paraguas del Padre León… Las misas del Padre León… Las imágenes que entonces, al vibrar en mis oídos, suscitarán esas sílabas, no serán las evocadas antes, sino otra tan precisa, tan neta y al mismo tiempo tan sugestiva que no resisto al deseo de convertirla en unas líneas para esta primera página del álbum que has tenido la peregrina idea de dedicarle.
La esquina de una calle central; el cielo y los lejos negros como boca de lobo, rayados por los hilos de plata de una llovizna fina; el piso húmedo y brillante por la lluvia; allá arriba, entre lo oscuro de la noche, la irradiación fantasmagórica, la claridad deslumbrante e incolora de un foco de luz eléctrica, que hace más intensa la sombra alrededor; abajo, en la calle, diez pasos adelante de la lámpara incandescente, esta silueta inverosímil: abajo un paraguas enorme, un paraguas rojo de colosales dimensiones, un duende negro, de un metro de alto, con vestido talar y sombrero planísimo de anchísimas alas, que lleva en la mano una linterna de vidrios verdes… Sobre el empedrado brillante por la lluvia, la sombra del duende; la cabeza enorme, el cuerpo pequeñísimo, los reflejos rojizos del paraguas, los reflejos Verde esmeralda de la linterna, se proyectaban fantásticos.
El primer instante de verlo así fue delicioso para los ojos que deseaban color, mucho color, fatigados por lo gris del lluvioso crepúsculo… Aquello daba impresión de una cosa no cierta, irreal…
¿De dónde venía, a dónde iba el Padre León protegido por el enorme paraguas rojo, alumbrado por la diminuta linterna verde?… De fijo había tomado el chocolate en casa de unas buenas amigas suyas, dos viejecitas que viven en la calle de Béjares, en una sala que olía a papayas, sentado en un viejo sillón de cuero labrado, de vaqueta cordobesa, teniendo al frente un cuadrito desteñido de Gregorio Vásquez… y conversando de las profecías del doctor Margallo y del próximo fin del mundo. Después del chocolate le habían dado dulce de uchuvas o de cabellos de ángel, después un tabaco que olía a vainilla… Aquello era el Santafé dormilón, inocente y plácido de 1700, un pedazo de la vieja ciudad de la mula herrada, del espanto de la calle del Arco y de la luz de San Victorino…
En ese instante un coupé negro y brillante, tirado por un soberbio tronco de alazanes, un coupé que parecía una joya de ónix, manejado por un cochero inglés correcto y rígido bajo su casacón de paño blanco cruzó bajo el foco de luz eléctrica… Era el coche salido de los talleres de Million Cuet, del Ministro X, que vendió por seis mil libras esterlinas sus influencias para lograr tal contrato escandaloso… Alcancé a ver por la portezuela abierta el perfil borbónico del magnate y la cabecita rubia, constelada de diamantes, de su mujer, aquella fin de siÞcle neurasténica que lee a Bourguet y a Marcel Prevost, y que se ha hecho famosa por haber comprado todas las joyas que, en su postrer viaje a Europa, trajo el último de los Monteverdes… ¿A dónde iba la elegante pareja?… A oír el segundo acto de Aida en el Teatro Nuevo, lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda…
El siglo diez y ocho encarnado en el Padre León; el siglo veinte encarnado en el omnipotente X, vistos ambos, en menos tiempo del que había gastado en convertirse en humo aromático el tabaco dorado del cigarrillo turco que tenía en los labios, vistos ambos a la luz de la lámpara Thomson Houston, que irradiaba allá arriba entre lo negro profundo su luz descolorida y fantasmagórica…
¿No vienen siendo las dos figuras como una viva imagen de la época de transición que atravesamos, como los dos polos de la ciudad que guarda en sus antiguos rincones restos de la placidez deliciosa de Santafé y en sus nuevos salones aristocráticos y cosmopolitas la corrupción honda que hace pensar en un diminuto París?…

***

«VIÑETAS DEL NATURAL»

José Asunción Silva

I

Son dos. Las verá usted siempre entre las ocho y las diez de la mañana cuando el sol empieza a templar la atmósfera de las calles y a producir agitación en ellas. Van siempre juntas y son muy parecidas aunque la estatura de la mayor es como en dos pulgadas superior a la de la otra. Visten de negro, llevan la mantilla con esa perfección que inventó la señora bogotana para hacer más visible el seno y sugerir las líneas del talle. Rosaditas, frescas, muy robustas y de baja estatura, ágiles y casi precipitadas llevan tras de sí una estela de juventud. Los ojos negros, pequeños, muy redondos, saltones, vivarachos y expresivos, contrastan con el puro color rosado de las mejillas y con el rojo de los labios. Las narices cortas, un poquito romas vueltas hacia arriba con no sé qué expresión de desafío, parecen el complemento riguroso de aquellas dos caras bogotanas, que a no ser por las narices parecerían desprendidas de un cuadro de Murillo. Con el paso precipitado parece que fueran decididamente a sojuzgar el territorio de los varones y en pos de ellas va siempre uno, o van muchos de sus admiradores.
Cuando pasan cerca a mí bañadas por este sol tibio de la Sabana, alcanzo el perfume del sexo y una poderosa sensación de vida y de salud me fluye por las venas (…)

III

Está el cielo de un color blanco sucio. Cae con ligeras intermitencias una lluvia finísima que no moja pero que irrita la piel en los puntos en que la toca, ni más ni menos que un pinchazo de agua sutilísima. En medio de la calle sobre el polvo ligeramente humedecido está un perro gris en las convulsiones que preceden y determinan la muerte de un organismo envenenado con nuez vómica. El animal no se queja. La poca vida que le resta parece concentrada en los ojos sobre los cuales no pasa la sombra de la muerte sino el brillo siniestro de la tortura. Las piernas se encogen y se estiran sin ritmo, y a veces vibran como un trozo de madera fijo por una extremidad. El jadeo es rápido, los movimientos del pecho revelan ansiedad suprema.
La gente va pasando, sin mirar al moribundo. Sólo dos chicos se paran a contemplar la escena como si fueran artistas. El uno de ellos tras corta observación se agacha a coger polvo humedecido y se lo tira por manotadas en los ojos y entre la boca abierta a la bestia moribunda; el otro sin preliminares ningunos contraviene las leyes de policía y salubridad derramando sobre la piel del enemigo indefenso un líquido transparente, color de oro que se evapora a medida que va cayendo. En los ojos de estas criaturas se ve el gusto cruel del animal inerme que encontrara un enemigo formidable en incapacidad de hacer daño. El odio recogido por la lucha de la niñez merodeadora contra los guardianes de la propiedad, se ve en aquellas figuritas mugrientas medio desnudas.
Un struggleforlífero recostado en la verja de hierro bronceado de un chalet delicioso, contempla la escena con serenidad de emperador romano. El vestido gris se destaca sobre el color de la verja, y por entre los barrotes de ésta se alcanzan a ver las palmas de Australia, los helechos arborescentes, las parásitas de palidez enfermiza que oscilan en sus tiestos suspendidos de alambres delgados, y las ramas aterciopeladas de la capuchina que van escalando los muros color de ladrillo, y matizando lo verde con lenguas de fuego. Pasa un coche rápidamente y unas señoritas que están cerca dan gritos de espanto porque van a despedazar al perro y les va a mostrar sangre. Se cubren el rostro, buscan donde esconderse, siquiera sea las unas detrás de las otras, confundidas, piadosas, llenas de lástima para con el que sufre. El coche para y suben en él para asistir a las corridas de toros.

IV

Para ver el hipódromo he subido a una pequeña altura vecina que lo domina por completo. Pero antes que en el espacio circuido por las estacas rojas y blancas, cuya colocación tiene la apariencia estúpida de seres uniformados y puestos en fila, me he puesto a fijar en el remoto confín del horizonte y en la gente que se mueve en las bases del cerro donde me hallo. Allá léjos, tras de unas colinas muy bajas va perdiéndose el sol enorme, sin rayos, como si fuera un trozo de hierro puesto al fuego. El perfil de las montañas se destaca purísimo sobre las nubes negruzcas, sobre el cielo de púrpura, sobre las lejanías opalinas, sobre una mole de color blanco azulado semejante a un ataúd gigantesco que se ve allá lejos en las montañas antioqueñas. Hay cierto punto de la Sabana en que las colinas parece como que se dieran cita para abrazarse. Allá tienden todas, se van humillando hasta perderse en la llanura con la melancolía de un deseo satisfecho.
Más acá del circo la multitud se estrecha, camina precipitadamente, se coloca sobre la vía férrea a ver el tren que parte o la gente que se aproxima. Las damas solas pasean más lejos, con pausa, gozando del frío sano de la tarde y el espectáculo bullicioso que se presenta a su vista. No logro distinguir sus facciones, ni aplicando el catalejo. Entre ellas hay una, la más alta, la más elegante, que lleva el traje verde aceituna y el sombrero de alas muy anchas y adornos severos. Parece que habla poco y que contempla mucho. La blancura mate del rostro se hace perceptible a tanta distancia por el contraste con el color del sombrero. Cuando todas gesticulan como si fueran en conversación animadísima, ella va pasando callada, atenta a las gentes o a la naturaleza (…)

V

Las tres forman un grupo bien heterogéneo. La madre como de cincuenta años, bien conservada, robusta, de carnación rosada, de músculos redondeados y muy llenos, sin arrugas ni manchas terrosas, revela diez años menos, a pesar de su viudez y de sus dos hijas. Está sentada en el ángulo de un sofá muy antiguo, zurciendo unas medias; y en la fisonomía bonachona se deja ver el gusto con que acaricia los recuerdos que a ella le parecen remotos. Los ojos ni pequeños ni grandes, serenos ya, con fulgor medio apagado, están de acuerdo con la quietud de las facciones y con la plácida expresión de toda la fisonomía.
Cerca de ella, en un asiento bajo, la hija mayor, pálida, con las mejillas descarnadas y marchitas, el ceño fruncido, está leyendo un libro de Rabussón. El sentimiento, la vida de los salones, dos o tres historias, muchos ensueños le han cambiado el color de la juventud y le hacen aparentar diez años más de los veintisiete que cuenta y no confiesa. El rasgo más característico de la fisonomía es una como depresión de los labios en la comisura izquierda. Es una pincelada digna de un artista sicólogo y moderno. El brillo de la mirada húmedo y enfermizo, revela dolor moral intenso, odio a la humanidad, sobre todo a la parte más hermosa y delicada de la especie.
Tendida en el suelo, medio dormida, vuelta de un lado, con la cabecita puesta en las rodillas de su madre, la niña menor que apenas contará con diez años, ostenta la belleza que tuvo su madre y la inocencia que poseyó su hermana. Las hebras como azabache del cabello frondoso tocan la alfombra de color rojo oscuro, después de haber bañado en ondas graciosas todo el brazo izquierdo de la niña y los pies de la augusta señora, que se está mirando en su hija con infinita satisfacción, como diciendo: carne de mi carne, hueso de mis huesos.
La contemplación del cuadro al fin y al cabo resulta triste, porque hay en las fisonomías rasgos comunes que nos permiten convertir las unas en las otras con muy leves variaciones. Agregándole cinco años de colegio a la menorcita y otros diez de íntimo trato con las que ya se anden mostrando en teatros y banquetes, se desvanecerá la frescura de querubín y el brillo modesto de la mirada. Eso no más basta para que las facciones se determinen, pierdan la vaguedad encantadora de los nueve años y empiece a mostrarse la fatal comisura. La anemia de los diez y siete y los amores con el primo la pondrán igualita a su hermana que hoy la desdeña porque no la entiende. Bastaría que la señorita mayor se casara pronto con un joven rico, de poca malicia y salud fundamental, para que al cabo de los cinco hijos y los quince años las carnes se llenaran un poco, el color indeciso viniera a cambiarse por el sanguíneo de la madre, y el carácter áspero y la piel reseca se suavizaran completamente.

VI

Ayer más tarde que las cinco, después de unas seis horas de oficina, sentí la necesidad de salirme de Bogotá. Vuelta la cara a las Osas, eché a andar de prisa, como perseguido por una obsesión, como si fuera huyendo de mí mismo. Al pasar de Cintra, en esa leve hondonada que allí forma el terreno me detuve un instante mirando al Oriente. Había delante de mi vista un motivo para un cuadro de escuela holandesa. En el plano suavemente inclinado que forman allí las bases de las colinas, hay desparpajadas, sin orden, chocitas pajizas de tamaño inverosímil y de pobreza napolitana. En derredor de ellas la yerba ostenta todo el verdor que suele en la vecindad de los hogares cuando no la huellan con frecuencia. Por encima de los techos pajizos se levanta uno de tejas nuevecitas, rosadas, muy limpias, simétricamente superpuestas. Los eucaliptos desairados y altísimos, algún sauce tan viejo que ya empieza a amarillecer, los arbolocos con su porte de mozos inexpertos, sirven de apoyo a las cuerdas en que las solícitas lavanderas exponen al sereno las ropas blancas. Acaba de ponerse el sol, y la luz purpúrea de ese crepúsculo efímero de los Andes, lucha sin esperanza, con la argentada de una luna creciente, muy vecina a su plenitud, que se deja ver allá arriba sobre las nieblas traslúcidas que forman como el turbante de las colinas. Por el camino real, enfrente a las casitas, pasa una carreta medio desecha, rodando en pos de unos bueyes, cuyo paso lento, lento, se acuerda con el aire doliente que entona el carretero medio desnudo y casi borracho. Pasa una brisa leve y fría, y con ella por el mundo una melancolía apacible…

VII

En el salón de la señora Hernández hay gente feliz y amenísima. De tres mecheros de porcelana retorcidos y blancos semejantes a la esperma más pura, se escapa la luz del gas que baña los muros color de aceituna, flordelisados de oro; los muebles modernísimos; la alfombra espesa de color severo; y los cuadros antiguos de marcos florentinos que adornan las paredes. A ese joven de ojos negros y tinte pálido que se sienta a la izquierda, acaban de decirle, cómo es verdad, que se casó la mayor de las hijas del señor Zela. Y ese joven tan parlero siempre, tan amigo de ensartar unas en otras las paradojas más absurdas y rutilantes, está esa noche taciturno, haciendo esfuerzos por borrar de su fisonomía las huellas de una preocupación inevitable. Dos o tres veces ha ido a mezclarse en el tema favorito, que es un libro español recién llegado, y por no decir una vulgaridad sabida, dijo más bien un desatino. La preocupación que lo domina se va haciendo extensiva a toda la reunión, y a poco las frases son ineptas y forzadas, aparece un bostezo, luego otro, y la señora pide el té una hora antes de la acostumbrada. La pesadez del ambiente no se aligera. Por fin, el que había dado la noticia se acerca al más taciturno de todos, al que tenía la culpa de aquel silencio enervante y le dice bien claro. «Te engañas: l’ainée c’est l’autre». Diez minutos después rodaba el verbo sublime por aquel recinto, comentando estos versos de Bécquer.

Cuando me lo contaron sentí el frío
De una hoja de acero en las entrañas…

VIII

Un rayo oblicuo del sol matinal penetra por las ventanas de San Francisco y va a herir de lleno un bajo relieve antiguo. Con esa luz cobran vida las hojas de acanto que rodean el escudo y parece que se animaran los leones en que está apoyado. En la serenidad del ambiente vagan las notas del órgano que se mezclan completamente con el sordo murmullo de las oraciones pronunciadas en voz baja por almas devotas cuya vista está fija en el suelo. El polvo finísimo, las aristas leves, las hebritas de lana, los animalitos impalpables que circulan en el aire se iluminan con todos los colores imaginables, al pasar por entre el rayo de sol, y mandan su luz cambiante a todos los ámbitos de la iglesia. En esa quietud fría que serena el alma y afloja los nervios es dulce contemplar ese mundo infinitamente pequeño, cuya existencia nos revela la de otros mil más brillantes, en puntos a donde no alcanzan nuestros sentidos, ni sus más poderosos auxiliares.
El ruido acompasado de unas pisadas femeninas interrumpe el silencio grave de la iglesia. Es ella. Va pasando con mucho espacio, vestida de negro, sin abalorios ningunos, con el rostro plácido, tranquilo, desnudo de afeites, pálido, expresivo. La disposición del cabello sobre la frente y el óvalo del rostro, hacen pensar involuntariamente en la Venus del Tiziano. Con todo, su belleza no les habla casi a los sentidos. Ante ella los deseos permanecen tranquilos. En el fondo de sus ojos, en la curva sinuosa de sus labios, en el perfil severo de la nariz hermosa, se revelan mil sentimientos que no están al alcance de todas las miradas. No tiene la belleza plástica del arte griego. Es la hermosura intelectual, sugestiva, tristísima, que les infundió el cristianismo a las artes modernas.

***

EN BUSCA DEL SILVA PERDIDO

Gabriel García Márquez

Leí por primera vez De sobremesa  el libro tan controvertido de José Asunción Silva  con motivo de los cincuenta años de su muerte. Me lo dio como lectura inevitable don Carlos Julio Calderón, el profesor de literatura en el Liceo Nacional de Zipaquirá, donde terminaba mi bachillerato en aquel año sin gracias de 1946. No me ordenaba una tarea, sino que me aconsejaba una lectura que no podía faltar en alguien que quisiera ser escritor.
Me explicó que estaba considerado como un libro raro por sí mismo, y también por otros aspectos circunstanciales: era una pieza suelta de un gran poeta, había sido reconstruido a la carrera cuando el manuscrito original se perdió con otros dos en un naufragio, se había publicado veintinueve años después de muerto el autor, y los sabios de la época lo menospreciaban como algo marginal que no le daba hasta los tobillos a la muy larga sombra larga de la gloria del poeta. Sin embargo, la discusión académica no se fundaba en si era o no un buen libro, digno de tan gran poeta, sino en si era o no una novela.
A cien años de la muerte de Silva ya nadie lo discute porque sólo algunos especialistas descarriados se acuerdan del libro. Pero la duda continúa.
El estudio de Silva era obligatorio sólo como poeta, con una ficha biográfica y la lectura del Nocturno  el de la larga sombra larga  dentro del programa oficial a saltos de mata de la literatura colombiana. Era el único rastro que nos quedaba de él, aparte de la sospecha inducida de que se había suicidado por el amor pecaminoso de su hermana Elvira.
De la novela, por supuesto, los bachilleres de aquel tiempo  como la inmensa mayoría de los colombianos  no sabíamos siquiera que existía.
Sin embargo, los del Liceo Nacional sabíamos algo más de novelas, porque antes de dormir nos leían a Emilio Salgari y Alejandro Dumas  que enseñan como nadie las argucias del arte de contar  pero también La montaña mágica, el mamotreto insigne de Thomas Mann, que por una aberración inexplicable de la inocencia nos cautivó tanto como los otros.
De sobremesa la leí de una sentada, no porque me pareciera buena, sino para indagar si agregaba algo a mi sueño de ser escritor, que era la única razón por la que devoraba carretadas de libros en aquellos años.
Ahora pienso muerto de la pena que me deslumbró lo que menos me gusta  su prosa suntuosa y abigarrada , pero no caí en la cuenta de su estructura de tiempos superpuestos ni me conmovió el desgarramiento de sus personajes. Tampoco se me pasó por la cabeza que José Fernández tuviera algo que ver con la vida del autor, pero pensando en el final de José Asunción Silva tuve el atrevimiento académico de decir en clase que a un hombre tan enredado no le quedaba más remedio que pegarse un tiro.

Medio siglo después

Después de ciento dieciocho mil doscientos cincuenta días he vuelto a leer De sobremesa, con motivo de los cien años de la muerte de Silva, y no creo que deba esperar otros cincuenta para tratar de responderme lo que pienso. No me he demorado mucho en preguntarme si es o no una novela. El propio Silva contribuye a las dudas con una frase de su libro: «En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicamente sus complicaciones: ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo». Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso como De sobremesa sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo.
La empezó en la buena biblioteca de su padre, y la continuó por el resto de su vida con una voracidad insaciable. Tenía una facilidad casi sobrenatural para los idiomas, y hablaba y escribía el francés, el inglés, el portugués y el italiano, y había empezado a estudiar el alemán desde antes de su viaje a Europa, porque siempre quiso leer en el idioma original. En español era sabio y fluido, pero un gramático subversivo, a juzgar por sus gerundios fuera de la ley, que deben haber causado la muerte a más de un académico.
También sería absurdo pensar que no tuviera una idea clara de lo que era una novela. Conocía bien a los más grandes, y había desmenuzado Guerra y paz, que tiene el aliento colosal de El Quijote, y a Madame Bovary, que llevaba ya más de treinta años soportando su fama de novela perfecta.
Pero Silva andaba ya por otro lado.
Cuando leyó A Rebours  el libro de Joris Karl Huysmans que fue el paradigma de una estética decadente  también él se hizo la pregunta sobre su género literario, y su respuesta fue rotunda: «Esta no es una novela». El juicio es interesante, porque A Rebours  que Mallarmé le regaló a Silva en París cuando acababa de publicarse  es sin duda el libro que más lo influyó en todo sentido para escribir De sobremesa, aunque sólo lo mencionó de pasada.
Rafael Maya señaló esta reserva como la prueba de una influencia que Silva quiso minimizar por demasiado cercana y evidente. Lo curioso es que las dudas de Silva sobre A Rebours obedecían a las mismas razones por las que se duda de De sobremesa. Ni la una ni la otra tienen una estructura clásica ni una concepción convencional, y se demoran demasiado en disquisiciones científicas, filosóficas o políticas, farragosas e inútiles, y que en el caso de Silva no tienen nada que ver con la belleza diáfana de su poesía.
Desde las primeras páginas el autor establece su método. Es una novela en dos tiempos paralelos. Un tiempo que tal vez no se prolongue más allá de esa noche en que el protagonista principal lee los originales de su diario inédito a tres amigos que lo escuchan abstraídos, y que lo comentan en interrupciones pertinentes.
Y otro tiempo  el tiempo invisible del manuscrito leído  que es el relato de la vida del mismo que lo ha escrito y lo está leyendo. Este es el protagonista principal de la novela y de su propio diario. Tiene la misma edad que Silva cuando estuvo en París, y una de sus amantes ocasionales lo describió como si fuera él: «un hombrón con músculos de jayán y nervios de artista del Renacimiento». De modo que el personaje lo tiene casi todo del autor de la novela, pero su nombre es otro: José Fernández.
Esto podría indicar que Silva en  la novela  quiso ocultar su nombre y su identidad, y este segundo Silva oculta a su vez su nombre y su identidad en el Silva del diario. Pero a la larga ninguno conseguirá ocultar lo que tienen en común, y es que los tres son hombres desgarrados. ¿Pero quién la escribió?
De natura y de familia era corpulento y apuesto, pero de una palidez fantasmal, unos modales exquisitos, una gran sensibilidad humana y artística, una inteligencia diáfana, una labia seductora y una dignidad acorazada. Tuvo una formación literaria precoz, gracias a un ambiente familiar de gran vocación creativa. Don Ricardo Silva, su padre, era un comerciante respetado y un buen escritor costumbrista, y su biblioteca fue el refugio del único hijo varón. Se cree que antes de los doce años José Asunción escribió versos meritorios que no están sus libros. Viajó a Europa a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que hubiera sido de una década. Era un poeta hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo.
Es cierto que nunca le regatearon su gloria. Fue el poeta por excelencia y el centro de la vida artística y social en la capital de un país desgarrado a su vez por los espasmos de las guerras civiles, pero se lo cobraron con sangre en su vida privada. Desde que descendió del coche de regreso lo sometieron a la terapia parroquial de adulaciones públicas y burlas furtivas, y le pusieron el mal nombre de José Presunción. Nunca entendieron que no se le conociera novia a un hombre famoso por sus memorables poemas de amor. No entendieron que hubiera rechazado a una de las solteras más codiciadas de la ciudad, hija y sobrina de presidentes, y que acompañara a sus amigos de bohemia a lugares prohibidos sin arriesgar la virginidad. Entonces lo llamaron  ¡cómo no!  El casto José…
En cierto modo era así, no por su moral cristiana, sino por su concepción idealizada del amor, que se le quedaba sin remedio en sueños inalcanzables. Y  a Dios gracias  en poemas sublimes. Esto podría explicar la conducta sexual de Silva que tanto intrigaba a sus vecinos, y podría ser una razón menos aventurada de su pretendido amor ilegítimo por su hermana Elvira, que aun se tiene por cierto, que además era verosímil por la naturaleza del poeta y por algunos datos de su poesía después que ella murió, pero del cual no se tuvo nunca ningún indicio serio, ni visto, ni hablado ni escrito.
Salvo uno, que ha escapado a los cazadores de escándalos en una página inadvertida de De sobremesa, donde Silva se refirió a «una ternura compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana».
En otro ámbito, al poeta lo acusaron por la prensa de haberse jugado los cuatro mil pesos que el gobierno le adelantó de su sueldo de secretario del consulado de Guatemala.
El anticipo fue cierto, pero no se lo jugó  ni jugó nunca  y lo devolvió al gobierno cuando no pudo asumir el empleo. Lo atormentaron con cargos de torpeza y deshonestidad en su manejo del negocio heredado del padre, y de haber burlado a sus acreedores en la liquidación de las deudas.
La quiebra fue cierta y con gran estrépito, pero las deficiencias de Silva no fueron morales ni técnicas, ni fue el único ni el más quebrado del país por el desorden de las finanzas públicas, pero sólo él navegaba con bandera de dandy y de poeta. Su capacidad y su interés en los negocios que no parecían cosa suya se notan no sólo en De sobremesa, sino en muchas de sus cartas y en testimonios de la época.
Empezaron en el almacén de su padre desde la adolescencia, y siempre encontró tiempo en Europa y en Caracas para mejorarlos. Pagó hasta el último céntimo de las obligaciones de la quiebra, y siguió viviendo y manteniendo a su madre, Vicenta Gómez, y a su hermana Julia, con lo que podían dejarle sus colaboraciones en periódicos y revistas, o dibujando y redactando anuncios de publicidad. Hasta la víspera de su muerte estuvo trabajando en su proyecto personal de una fábrica de baldosines y mármoles artificiales. Con la misma seriedad fue consecuente con su credo liberal y mantuvo siempre su buena amistad política y literaria con el general Rafael Uribe Uribe, a pesar de algunas discrepancias tardías.

«La delicia de escribir bajo un gobierno de fuerza»

José Fernández es su desquite. Un dandy que rompía todos los diques culturales y sociales, y se dio el lujo de ser al mismo tiempo el poeta bien recibido en los salones literarios de París, el magnate que entraba sin tocar en los templos mundiales de las finanzas, el caballista de concurso, el seductor fulminante y sin amor de la aristocracia mundana, que para colmo estuvo a punto de asesinar con un puñal a una prostituta de a dos por cinco en una borrachera de alucinógenos.
Sin embargo, el José Fernández de la novela se detesta como poeta en su diario, se aburre con sus éxitos financieros, y desprecia a las víctimas fáciles de sus amores de una noche.
La historia es tan sencilla como enternecedora. Un 11 de agosto  de paso en Ginebra por asuntos de negocios  José Fernández cenaba solo en el comedor reservado de un hotel exclusivo, cuando entró un hombre distinguido, de unos cincuenta años pero con la cabeza y la barba blancas de canas, acompañado por una hija de no más de quince años.
Fernández se impresionó desde el instante en que la vio quitarse el sombrero de viaje «que le daba un cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesa hecho por Van Dyck, que está en el museo de La Haya».
La vio quitarse luego los guantes de Suecia, y admiró a distancia las manos largas y pálidas dedos afilados «como las de Ana de Austria en el retrato de Rubens». La vio echarse hacia atrás los bucles de la cabellera castaña, rizosa y sedeña, con visos de oro en la luz de la frente. Oyó su voz argentina y fresca cuando duscutía con el camarero y consultaba con su padre los platos del menú.
Al final escogió ella y bien: para el padre vino del Rhin y queso, y para ella, de postre, leche y fresas. Fernández la desmenuzó asombrado: el busto largo y esbelto con el vestido de seda roja, las pestañas crespas, las mejillas de una palidez sana y fresca, pero exangüe y profunda, casi sobrenatural. De repente, la bella sacudió la cabeza hacia atrás, y lo miró fijamente, con una «despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma». José Asunción Silva, el tímido, y José Fernández, el seductor irredento, confesaron la misma debilidad: «Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante la mirada de una mujer».
Eso fue todo, pero la mirada se quedó para siempre en el alma de José Fernández.
Este amor idealizado  tan evidente en la vida y la obra de Silva  lo sublimó Fernández con cinco meses de castidad voluntaria hasta que tuvo que acudir al médico. Creo que ésta es la franja del libro con la más alta validez poética. El estilo, el tono, el aliento lírico, todo se hace distinto en el temblor de las evocaciones febriles, y en la deflagración de las apariciones. La escritura se adelgaza, se vuelve inspirada y diáfana, más al modo romántico que al decadente general del libro. Uno tiene entonces la impresión de que sólo allí se encuentra con la verdad de la vida.

Epílogo del lector aguafiestas

La debilidad de De sobremesa, después de la lectura con el destornillador encarnizado, no es que sea o no sea una novela, sino las pocas veces en que alcanza un buen grado de credibilidad. La primera falla  creo  es el nombre de José Fernández. Un sudamericano dueño de una riqueza inmensa, de una cultura inmensa, de un éxito inmenso en los amores ocasionales, de una desgracia inmensa, con todos los vicios de las elites decadentes y de la prosa modernista  un dandy, en fin  no parece tener una credibilidad suficiente con un nombre genérico.
Tal vez todo esto fuera más humano y conmovedor en una novela lineal en primera persona, y con un protagonista que llevara el nombre inexorable que le pusieron sus padres: José Asunción Salustiano Facundo.
Esto no quiere decir que la credibilidad de una novela depende de su apego absoluto a la realidad. Todo lo contrario: su realidad propia se sustenta de mentiras puras pero verosímiles, como el caballero andante que se enfrenta con los leones en las llanuras de la Mancha, como las alfombras que vuelan y los genios que salen de las botellas en Las mil y una noches, como el Gargantúa que se orina sobre las catedrales, o la dama de Francia de Tirant lo Blanc, cuya piel es tan blanca y tersa, que cuando bebe se ve bajar el vino por su garganta. Así es: la maravilla de la ficción literaria  como su nombre lo indica  es que siempre ha de parecer más real cuanto más mentira sea.
José Fernández no alcanzó a escribir el final de su diario, ni su propio final. Pero Silva lo vivió por él en carne viva. Los diez años siguientes de su viaje a París fueron en realidad los de su vida, en los que escribió sus grandes poemas  incluido el terrible Nocturno de la larga sombra larga .
Intentó varias novelas, entre ellas una que terminó con el título de Amor, y que luego perdió con otros manuscritos en el naufragio del Amérique cuando regresaba de Caracas. Esta fue la única que alcanzó a reescribir de nuevo con el título De sobremesa, que permaneció traspapelada hasta que fue publicada en 1925. El 24 de mayo de 1896, después de una cena íntima en su casa de Santafé, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón.
Este debió ser también el final de la novela, que tampoco le dejó a José Fernández otra escapatoria para sobrevivir a los estragos de su ser dividido.
Aparte de esa comprobación melancólica, sólo me queda la nostalgia de no encontrar nada en común entre aquella lectura casi angelical de hace cincuenta años y la arbitraria y prepotente de ahora. Pero no podía ser de otro modo: la vida, al contrario de la novela, cambia a su antojo las leyes de sus alfiles, aunque sólo sea para que nunca acabemos de lamentar la pérdida de nuestra inocencia.

***

DE SOBREMESA

Rafael Gutiérrez Girardot

La novela De Sobremesa apareció póstumamente en 1925. La crítica no supo juzgarla adecuadamente. No correspondía a las nociones de novela reinantes entonces. Nada tenía de común con las novelas costumbristas de José Manuel Marroquín, o con María, de Jorge Isaacs, o con las novelas del entonces admirado escritor español José María de Pereda. Su personaje central era un artista, un poeta, y lo que contaba era un viaje por Europa y las reflexiones y opiniones que le suscitaba su ansia de saber absoluto. Hacía referencias a cuestiones filosóficas, políticas y sociales, pero no tenía la intención filosófica y política de la famosa novela Cándido (1758) de Voltaire, autor prohibido por la Iglesia y por ello muy leído. Al desconcierto que produjo la diferencia temática se agregó el hecho de que la forma de novelar simulaba un diario. Y como se echaba de menos una «historia» y una forma rigurosa en la construcción de la novela, se la consideró como esqueleto de novela, como obra narrativa sin vértebra. Pero precisamente lo que se echaba de menos en la novela de Silva era lo que caracterizó desde finales del siglo XVIII, principalmente, un nuevo tipo de novela en Europa que se llamó «novela de artistas». Sin proponérselo Silva revivió, si así cabe decir, la disposición invertebrada que caracterizó una de las más famosas novelas de artistas de la literatura europea: Lucinda (1799), del teórico del romanticismo Friedrich Schlegel (1772 1829). Silva no la conocía, muy posiblemente, pero tenía de común con el romántico alemán el problema de la justificación social y moral de su existencia como poeta, es decir, de lo que se designó como «existencia estética».
El problema se planteó con el advenimiento de la moderna sociedad burguesa, cuyos valores racionales y pragmáticos relegaban al artista y al poeta a un papel social marginal. La justificación del artista y del poeta fue a la vez un desafío. Postuló su existencia al servicio del arte, esto es, su existencia estética como un sacerdocio laico y al arte como lo absoluto y supremo. Con ello se desligó de las normas sociales y morales que trató de imponerle la sociedad burguesa que lo había relegado. El desafío adquirió la figura del dandy, que, tal como lo definió Baudelaire, se distinguía por ser un individuo desclasado y hastiado de la sociedad burguesa, que era un héroe y que poseía talentos divinos que no se podían adquirir con dinero. El filósofo teólogo danés Soren Kierkegaard (1813 1855) condenó la «existencia estética», y su crítica era justificada desde un punto de vista cristiano, porque implícitamente excluía la presencia de Dios. Pero la condena no contemplaba un aspecto de esa existencia y del endiosamiento del arte: la sociedad burguesa moderna había dado lugar a lo que Hegel llamó «la religión de la nueva época, esto es, que Dios ha muerto». La existencia estética no endiosó el arte sólo como protesta y desafío a la sociedad que había puesto al margen al arte y al poeta, sino como un sustituto del Dios ausente. El dandy era héroe no sólo por sus talentos divinos, inaccesibles a la sociedad burguesa, sino porque había perdido el apoyo teológico tradicional. Flotaba sobre el vacío, pero esa nada en la que se movía no le arrancó queja alguna. El dandy tenía la actitud de un estoico. El único dandy de la Revolución Francesa, Saint Just, quien con argumentos racionales se había convencido de la necesidad de ejecutar al rey, cuando fue acusado por los fanáticos decidió no leer ante el Tribunal su discurso de defensa. El silencio y la actitud estoica eran más elocuentes y más elegantemente peyorativos que cualquier retórica.
El personaje de la novela, José Fernández, tiene muchos rasgos del dandy. La máscara de Silva fue, como su creador, un artista en la sociedad «burguesa» bogotana, es decir, en una sociedad que comenzaba a seguir los ejemplos y las modas de las grandes burguesías europeas, especialmente de la francesa. Pero esta sociedad no había puesto al margen al artista moderno, es decir, al que había endiosado al arte como sustituto de Dios, sino que había imposibilitado el desarrollo de una figura semejante. Como todas las sociedades latinoamericanas de esa época, la bogotana era ambigua. De la aristocracia argentina del último cuarto del siglo pasado dijo Miguel Cané: «nuestros padres eran soldados, poetas y artistas; nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas». Cuando Cané fue embajador argentino en Colombia, se deleitó con una velada musical en una aristocrática casa bogotana. Cané percibió en ella la permanencia de lo que echaba de menos en el Buenos Aires moderno: el peso del pasado. Pero era precisamente ese peso del pasado lo que había impedido una «existencia estética». Sociedad burguesa moderna o sociedad católica tradicional: las dos planteaban el mismo problema, esto es el del papel social del artista. Cané perteneció al grupo de escritores latinoamericanos que eran también políticos. En Colombia, esa tradición continuaba con vigor. Pero quienes la continuaron, como Miguel Antonio Caro o Marco Fidel Suárez, no conocían o no habían sacado o querido sacar las consecuencias de lo que ocurría en el mundo de la «transformación de los valores». Como diagnosticó Nietzsche, y cerraron las puertas al mundo moderno. Lo que el polígrafo español Marcelino Menéndez y Pelayo (1856 1912), ultramuntano, que veneraba con razón a Miguel Antonio Caro, llamó la «Atenas suramericana», era una arcadia que no quería saber que esa Atenas era una Atenas de yeso y que con yeso tapaba la boca de un volcán. Silva no cabía en ese mundo, pero pertenecía a él y a él le debía el alimento de su vocación. Con todo, en la arcadia había penetrado la visión burguesa del mundo. Lo percibió muy claramente su padre, Ricardo Silva, escritor costumbrista sobrio que legó a la literatura colombiana su breve pero agudo libro Artículos de Costumbres (1883), que dedicó a su hijo con calidez paternal. En uno de esos artículos, «Estilo del siglo», finge una carta de amor en la que el enamorado escribe a su amada con seco estilo comercial, entonces estilo de contabilista. El enamorado se llamaba «Mártir Plaza de Mercado y Plata», es decir, el enamorado era víctima de los nuevos valores burgueses, el mercado y el dinero. La sociedad bogotana no era una excepción a lo que Miguel Cané había reprochado a la de Buenos Aires. En el mismo libro publicó Ricardo Silva un artículo igualmente significativo, «Un año en la corte», en el que se burla con fina ironía de una familia rica de provincia que se domicilia en la «corte» e imita los ademanes, modas y mobiliarios de la sociedad «cortesana». La descripción irónica de esa imitación no oculta, sin embargo, el hecho de que la sociedad que sirve de modelo a la familia provinciana no es menos digna de burla. Ricardo Silva describe en ese artículo un «interieur» de la casa del provinciano, el «saloncito de la casa de D. Martín», en el que sobresalen una «rica alfombra francesa… los sofás, las sillas y los sillones de palisandro… ricas y sencillas guarniciones o galerías de madera dorada, y la escasa luz que debía penetrar a través de ellas, quedaba amortiguada aún por los fondos de rica muselina bordada. La mesa oval del centro es de madera dorada y cubierta con mármol blanco, como las consolas de los ángulos. Sobre éstas descansan grandes espejos encerrados en ricos marcos florentinos dorados y adornados… Sobre la mesa central hay un enorme recipiente de cristal tallado y montado en bronce dorado…». El saloncito o «interieur» de la rica familia provinciana no difiere por su estilo recargado del «interieur» que Silva describe al comienzo de la novela. Una «pantalla de gasa y encajes», el «terciopelo carmesí de la carpeta», «tres tazas de China… un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro… penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de las alfombras, los tapices y las colgaduras… diminutas pantallas de rojiza gasa… el rojo de la pared, cubierto con opaco tapiz de lana… las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela…, y destacándose del fondo oscuro del lienzo, limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con expresión bonachona, la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt». La familia rica provinciana y la familia aristocrática bogotana eran copias de copias del lujo abigarrado de la gran burguesía europea. La «aristocracia» latinoamericana no tenía otro camino para justificar con el oro de los marcos, el mármol de las mesas, las alfombras, la semioscuridad de las cortinas, los cristales, el bronce y la loza exótica lo que desde la Colonia había caracterizado a la mayoría de las familias que habían encontrado en el Nuevo Mundo la posibilidad de ascenso social: el árbol genealógico. Los científicos españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa comprobaron en un informe a la Corona española (publicado en Londres en 1826 bajo el título Noticias Secretas de América), que esas familias aprovechaban cualquier oportunidad para dar a conocer su alta y vieja alcurnia peninsular, pero que cuando se las contemplaba más de cerca, se encontraban contradicciones penosas. Las «hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela» y el abigarrado «interieur» son signos de que el personaje central de la novela, Fernández, estaba crucificado: tenía una honda raíz en ese mundo tradicional de simulada aristocracia y la otra en el camino hacia la modernidad burguesa. El dandy europeo también estaba crucificado. Pero fue precisamente esa crucifixión la que le permitió esbozar una crítica a la sociedad burguesa: tenía la distancia del marginado y superior, pero esa distancia no suprimía su raíz burguesa, la que hizo posible su libertad y el endiosamiento del arte. Su crítica a la sociedad burguesa fue una crítica «desde dentro». Y no sólo la necesidad de justificar su existencia estética lo indujo a la reflexión sobre su arte y su papel social, sino también su carácter anfibio: era un antiburgués que tenía que nadar en las aguas de la burguesía. Sería apresurado asegurar que esta tensa ambigüedad contribuyó a su suicidio. Uno de los amigos de Fernández le dice que todas las circunstancias de su vida, «los tesoros de arte y las comodidades fastuosas» de su casa y unos pocos amigos «chiflados», son «lo más a propósito para aislarte de la vida real». Fernández replica con una pregunta: «La vida real… Pero ¿qué es la vida real… la vida burguesa sin emociones y curiosidades?». En busca de esas emociones y curiosidades, Fernández dice que le «fascina todo»: «todas las artes, todas las ciencias, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la actividad humana, la misma vida material», es decir, le fascinan naturalmente los contrarios (misticismo vida material; la guerra amor; arte política; ciencia especulación). La fascinación por una totalidad absoluta, llena necesariamente de contrarios, no puede satisfacerse, y su meta inalcanzable conduce a una permanente y devoradora insatisfacción, a una intensificación de la tensión ambigua en que se encuentra el artista anfibio. En la medida en que José Fernández reproduce en estas frases ideas íntimas de Silva, es decir, ideas de la época que Silva asimiló y no simplemente frutos de lecturas para sorprender de manera snob a los amigos, estas frases constituyen la toma de conciencia de la realidad social y personal en la que se encontró Silva. No cabe decir que la toma de conciencia y el propósito de sorprender a sus amigos se excluyen. La vida bogotana y burguesa que él detestaba dejó inevitablemente sus huellas en el dandy que, al manifestarlas inconscientemente, lo transforma y degrada al snob (admirador necio de todo lo que está de moda), a una forma de Oscar Wilde. Son los dos rostros del poeta moderno: del Mallarmé hermético e intelectualmente exigente y del Mallarmé aficionado a las frivolidades de las damas famosas de París.
De Sobremesa tiene un aspecto involuntariamente crítico con valor de testimonio. El diario que José Fernández lee a sus amigos admiradores es el diario de un viaje a Europa. Es decir, la confirmación de uno de sus rasgos de clase y de su filiación de poeta moderno. «El viaje a Europa», principalmente a París, fue un rito de corroboración de una superioridad cultural y social o simplemente social. «La ciudad luz» gozó en el mundo católico de lengua española de una doble fama. La política, por ser París la cuna de las ideas que impulsaron la Independencia. No sólo por esa causa, sino también por la invasión napoleónica en España, fue París para los peninsulares el reino del mal. Para los hispanoamericanos católicos, París fue el escenario del mal moral y de la perdición. José María Cordovez Moure cuenta en un apéndice («Un viaje a Europa») de sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá (1893) «la historia de dos estudiantes colombianos en París» con el propósito de mostrar cómo París corrompe a los hispanoamericanos de más arraigo católico y de más pura y piadosa familia: dos antioqueños. Para muchos hispanoamericanos, el viaje a París incluía una grata excursión a las infernales y tentadoras regiones del Eros. El viaje a París y a Europa de José Fernández «o de José Asunción Silva, o de su imaginación» fue no sólo la muestra de su riqueza y de su alcurnia, sino un acto de desafío a la sociedad pacata y a sus ansias de saberlo y experimentarlo todo.
La imagen de París y de Europa de la novela se reduce considerablemente a pocos escenarios: hoteles, comedores, alcobas, y una alusión al paisaje suizo. La indicación de las calles de Londres y París y el lujo de sus «suites», el «butler», la ropa, las joyerías, los médicos y agentes comerciales hacen saber a sus amigos y a sus lectores que el viaje a París y a Europa que da ocasión al diario no es sólo invención, sino que tuvo una base real. Lo que sin duda no es real sino ficticio es el despliegue de riqueza y los negocios que hace, que más corresponden a la figura de un rico algodonero norteamericano de Virginia, donde vivió Edgar Allan Poe. Como Poe, José Fernández amó a una Helena inalcanzable y como Poe tenía José Fernández una naturaleza sensitiva: «nervioso en grado verdaderamente insólito». Como Poe, José Fernández tenía momentos («períodos», dice Poe) de «horrible locura». Pero la imagen del rico hombre de negocios no es sólo propia de un simple hacendado de Virginia. Esta clase aspiraba naturalmente a la cultura «aristocrática» y había creado una forma de sentimentalidad que se podía reducir (según los historiadores norteamericanos R.B. Nye y J.E. Morpurgo) al idilio de una noche de luna, en la que una dama vestida de gasa escucha el acompañamiento del banjo. Semejante a esa cultura fue la de la sociedad bogotana de la época de Silva. Noche de luna, banjo, gasa y, naturalmente, embelesamiento. Era la cultura del «hacendado»: en Estados Unidos, del emprendedor con ambiciones de figuración social y cultural; en Hispanoamérica, del descendiente de algún encomendero, con conciencia de su ascendencia. Pero la imagen del hombre de negocios de Fernández no tiene sólo su remota raíz en la estructura de una sociedad nueva sin tradiciones nobles auténticas. José Fernández se sentía capaz de hacerlo todo, de reformar al país y, para ello, de aprender en los Estados Unidos el ejemplo de la dinámica moderna. En Europa, José Fernández era ya una encarnación de ese ejemplo. Pero como el que soñaba con este papel social vivía en dos mundos, el tradicional bogotano y el moderno al que aspiraba, su portavoz, José Fernández, contempló a Europa de manera igualmente anfibia. Goza los placeres, los vicios y la libertad que ofrece París, pero al mismo tiempo condena a la ciudad y, siguiendo un lugar común sobre la ciudad luz forjado a comienzos de siglo en España por el erudito Hervas y Panduro, la llama la «Babilonia moderna». Exhibe su lujo, aunque se burla de los viajeros europeos que hacen lo mismo pero sin la misma pretensión aristocrática, y los llama burgueses. En París estuvo a punto de matar a una meretriz y muy poco después se conmueve profunda y piadosamente con la noticia de la muerte de su abuela. Estaba en París, daba rienda suelta a las suscitaciones de la ciudad del mal, pero estaba al mismo tiempo en Bogotá y sentía pesadumbre con el estilo de pesebre de la sociedad tradicional. Si no percibió ningún aspecto real de Europa, a diferencia de José María Cordovez Moure, es decir, si no se embelesó con los monumentos, el paisaje y la organización europeos, no fue por falta de sensibilidad. La Europa que describe en primer plano es la Europa filosófica, literaria y pictórica y, más concretamente, el «ambiente espiritual» de la Europa finisecular. Su viaje por Europa fue un «viaje sentimental», en el sentido que dio a esta forma de viaje el novelista inglés Laurence Sterne en su famoso libro Viaje Sentimental por Francia e Italia (1768), es decir, un «viaje del corazón», como decía Sterne, de las sensaciones del sujeto. También en esto fue Silva un innovador. La literatura de lengua española, tan pobre en libros de viaje en comparación con la europea, no conocía ni el «viaje sentimental» ni la «novela de artistas» en forma de diario. Y tampoco conocía el diario reflexivo, sino el diario anecdótico. Silva combinó esas dos formas literarias, fomentadas por el cosmopolitismo y la secularidad del individuo en el ilustrado siglo XVIII, y creó la primera novela radicalmente innovadora y moderna de la literatura de lengua española. La combinación de libro de viaje sentimental y de diario reflexivo no obedecía sólo a la suscitación más inmediata, esto es, el Diario de María Bashkirtseff, del que Fernández Silva dice que es «un espejo fiel de nuestras conciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada»: La tensión de la «doble vida», del carácter anfibio del poeta, que en su afán de saberlo todo tropieza con el límite de esa totalidad misma, es decir, con la realidad de lo inalcanzable tiene en su núcleo la posibilidad de describir plásticamente esa búsqueda pertinaz pero vana de un absoluto: el viaje y el diario de viaje. Lo absoluto fascinante e inalcanzable es en De Sobremesa la aristocrática y angelical Helena. La Helena de Fernández Silva nada tiene de común con la Helena que dio origen a la figura recurrente de la literatura Occidental: la de la Odisea de Homero o la de Helena de Eurípides. Independientemente de las fuentes literarias que suscitaron en Silva esa figura, esta Helena delata, una vez más, la «doble vida» del poeta. Ella es una «reminiscencia» de la Virgen María y de las muchas variaciones que ha tenido en el arte y la literatura este arquetipo de pureza, belleza, delicadeza (para Silva fueron los pintores y escritores ingleses que se llamaron a sí mismos «prerafaelitas», es decir, que en el siglo pasado postularon una pintura anterior a la de Rafael), a la que Fernández Silva da el valor simbólico de la meta inalcanzable, de la búsqueda permanente. Es una Helena que hubiera cabido en la mente angustiosamente casta de un Luis Gonzaga: una tentación sin peligro. Pero esa Helena, reflejo indudable de las obligatorias castidades sociales convencionales del siglo XX, era una «Lolita», como Vladimir Nabokow llamó en la novela del mismo nombre a las niñas adolescentes e ingenuas pero instintivamente seductoras. Tenía quince años de edad. Sólo dos años más que la Sophie von Kühn que afamó el poeta alemán Friedrich von Hardenberg, conocido por su seudónimo Novalis (1772 1801), porque ella determinó su pensamiento. La Helena de De Sobremesa significaba la pureza seductora, a diferencia de las damas que sedujo Fernández, que eran sólo purezas tácticas y convencionales. La Helena de Fernández Silva era una conjunción simbólica de lo inalcanzable del afán de totalidad, en la cuerda mariana de la sociedad tradicional, la búsqueda de una inocencia que compense la tensión de la ambigüedad de la «existencia estética». Cuando le aconsejan que se case con ella, Fernández rechaza la propuesta. El matrimonio significaría el fin de la búsqueda y, para los dos, el ingreso en la sociedad burguesa, la concesión a las convenciones sociales.
Fernández Silva no hace una crítica temática y detallada a la sociedad tradicional e incipientemente burguesa de Bogotá. Hace una crítica indirecta a su estado actual, a la política que ella engendra: es su plan de reforma, que se le aparece en un momento de «suprema paz» que goza «en las horas pasadas en el picacho a donde subo». Es, pues, una revelación, «el fin único a qué consagrar la vida». «Para realizarlo necesitaré un esfuerzo de cada minuto por años enteros, una voluntad de hierro que no ceda un instante». El plan prevé la implantación, entre otras cosas, de «un plan de finanzas racional», la formación de un «partido nuevo, distante de todo fanatismo político o religioso», un «partido de civilizados que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea». Pero si el plan no resulta «por las buenas», «si la situación no permite esos platonismos», es preciso acudir a la revolución, para «provocar una poderosa reacción conservadora», aprovechando los medios que brinda el «falso liberalismo» del gobierno. La meta sería una dictadura temporal ilustrada, con una constitución elástica que permita «prevenir las revueltas de forma republicana…». Fernández Silva, embriagado con la idea de la realización dictatorial del plan, descubre su admiración por «los triunfos de la fuerza». Lo que Fernández Silva llama el «falso liberalismo» es, en primer plano, el liberalismo conservador que caracterizó al liberalismo hispanoamericano en el siglo XIX, es decir, un liberalismo de máscara. Pero la crítica al liberalismo colombiano e hispanoamericano es también una crítica a la incipiente sociedad burguesa, entre tradicional y ansiosa de progreso, es decir, la crítica a la ambigüedad que cabe llamar «retroprogreso». Silva fue, indudablemente, uno de los pocos intelectuales hispanoamericanos del siglo XIX que extendió su crítica de artista a la sociedad burguesa, al Estado liberal, que bien entrado el siglo XX se llamó «Estado de derecho liberal burgués». En esa crítica se halla implícita una crítica al parlamentarismo, o al fracaso del parlamentarismo que, dos años antes de que se publicara la novela, había analizado el famoso constitucionalista alemán Carl Schimitt en su influyente ensayo La Situación Histórico Espiritual del Parlamentarismo Actual. La propuesta de Fernández Silva se nutría del conservatismo familiar, pero también de la experiencia histórica. Sin embargo, lo que Fernández Silva llama «poderosa reacción conservadora» y la idea de una dictadura temporal ilustrada no se reducían al cuño político familiar y a la experiencia histórica hispanoamericana. La marginalización del poeta y del artista en la sociedad burguesa provocó no sólo la reacción de los marginados, esto es, las novelas de artistas y la justificación teórica de su existencia (la moderna teoría literaria), sino la transformación del dandy heroico en una nueva versión del rey filósofo de Platón. El partido de civilizados que creen en la ciencia y ponen su esfuerzo al servicio de la gran idea es menos que un partido en el sentido político, propiamente democrático de la palabra, una élite con rasgos de culto. Fernández Silva esbozó intuitivamente lo que a comienzos de siglo adquirió plena y única configuración en Alemania: el famoso «Círculo de Stefan George». El gran poeta renovador de la lengua alemana «a Rubén Darío se lo llama en Alemania el «George español»» era el rey filósofo de una comunidad de intelectuales con organización jerárquica, que tuvo su justificación ideológica y programática en el libro de uno de sus miembros, Max Kommerell, El Poeta como Conductor en el Clasicismo Alemán (1928), que Walter Benjamín llamó la «magna carta del conservatismo alemán». George no pensaba en el nacionalsocialismo, pero se movía en el ámbito antiburgués y estético que determinó en Alemania lo que se llamó «revolución conservadora» (Oswald Spengler, Ernst Jünger, entre muchos más), y que fue más culta que los chauvinistas franceses de la Action Française como Henri Massis y sobre todo Maurice Barrés, con quien Silva compartió su devoción por María Bashkirtseff. El poeta burgués antiburgués de esa época se hallaba frecuentemente en la antesala ideológica del totalitarismo. No sólo él, en modo alguno. En una época de ambigüedades intelectuales y políticas, que se enmascaró con diferencias y contraposiciones burocrático ideológicas, no había apenas nadie que se liberara de esta ambigüedad, de este nudo gordiano.
Una figura significativa de comienzos del siglo presente fue el hoy olvidado Georges Sorel (1847 1922). En él, quien ha sido comparado con el nudo gordiano, cristalizan las ambigüedades intelectuales y políticas de la época: formuló la teoría de la huelga general, criticó el progreso, se inspiró en la filosofía institucionalista de Bergson y alimentó la ideología de Mussolini. El mismo Walter Benjamín no se sustrajo a esas ambigüedades: osciló, como el joven Lukács, entre el elitista y conservador Círculo de Stefan George, el teórico del nacionalsocialismo Carl Schmitt y la profesión de fe leninista. Silva fue en Colombia el único y en Hispanoamérica uno de los primeros que expresó, en su novela De Sobremesa, la ambigüedad intelectual y política de la época, para cuya percepción tenía el órgano de su propia ambigüedad. Los párrafos de la novela que describen y fundamentan el plan de reforma no sólo tienen esa ambigüedad, sino que contienen la pregunta, implícita en el presupuesto de la crítica a la sociedad tradicional e incipientemente burguesa, por la clase en la que recae la culpa y la responsabilidad del fracaso del parlamentarismo. Silva no respondió expresamente a esa pregunta. Pero cuando pensó en un «partido de civilizados» que creen en la ciencia y ponen su esfuerzo al servicio de la gran idea, no sólo pensó en una especie de república platónica (Silva mismo llama «platonismo» a esa alternativa), sino en la sustancia moral y en la capacidad intelectual y práctica de los políticos y de los ciudadanos ejemplares. La república platónica que proyectó el múltiple Fernández Silva (poeta genial, hábil hombre de negocios, fumador de opio, Don Juan, exquisito en sus gustos y a veces brutalmente violento) debería ser una república tan perfecta que correspondería al absoluto del arte y de su ansia de conocimiento y experiencia totales. Desde el punto de vista del «popperianismo» de moda, la república platónica de Silva sería una comprobación más del reproche de totalitarismo que hizo Popper a Platón. Pero ese reproche sería la repetición, con otro acento, del hábito leninista, esto es, de reprochar, por ejemplo, a Rubén Darío (muerto dos años antes de la Revolución de Octubre) que no pensara sobre la sociedad como Lenin y sus feligreses. Platón no podía anticiparse histórica, sociológica y filosóficamente a la sociedad Occidental después de la experiencia del nacionalsocialismo y de los totalitarismos. Si se deja de lado el «platonismo al revés» de Popper, es decir, la moda, será preciso leer políticamente De Sobremesa para preguntar, por ejemplo: ¿por qué la sociedad burguesa en general engendró los totalitarismos y, en especial, por qué la sociedad hispanoamericana «no sólo la aristocracia de cartón» sigue apegada al «hombre fuerte», al «mito» con que se lo rodea y, en fin, ¿por qué las repúblicas hispanoamericanas encubren una nostalgia por la monarquía que hace sospechar que tras ella se esconde el cuño de la parroquia y de todas sus arandelas, del párroco como pastor y de los feligreses como corderos?
Rafael Gutiérrez Girardot

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DE SOBREMESA

UNA POETICA DE LA TRANSGRESION

R. H Moreno Durán

Emilio Cuervo Márquez, en un apartado entrañable y revelador de sus Ensayos y Conferencias, cuenta que ante una sugerencia suya para que Silva escribiera una novela de ambiente bogotano el poeta le contestó: «¡Novela bogotana, teatro bogotano, imposible! Hay que esperar para ello que Bogotá tenga medio millón de habitantes. Aquí todos nos conocemos…». Y razón no le faltaba a Silva, sobre todo si consideramos cómo aún hoy, cien años después de la anécdota, se discute sobre la existencia o no de una novela urbana, para no hablar del teatro.
Lo que Silva echaba de menos no era por supuesto una demografía millonaria sino algo consustancial a la noción de lo urbano: una psicología social en la que, superada la cofradía aldeana de chismosos, mojigatos y afectados, gestara una densa cartografía de hábitos y comportamientos autónomos, ajenos al patrón pudibundo de la época. Epoca que Silva mismo pintó breve pero implacablemente en su texto El paraguas del padre León, donde al borde de la caricatura aparecen las fuerzas vivas de la Bogotá decimonónica, con sus prelados, caciques y altas damas, como «aquella fin de siècle neurasténica que leía a Bourget y a Marcel Prevost…». No extraña por ello que la ciudad se vengara del poeta y que incluso, apenas diez años después de muerto, su poesía y experiencia fueran ridiculizadas sin piedad por las voces más recias del notablato criollo, como lo testimonia la novela Pax, de Lorenzo Marroquín y J.M.Rivas Groot.
En efecto, en dicha novela no sólo se parodia sino que también se escarnece a Silva a través de un patético escritor llamado S. C. Mata, nombre bajo el cual se advierte, por vías fonéticas «ese ce mata», el destino trágico del autor de De sobremesa. En el capítulo VIII se reescribe su célebre «Nocturno III», aunque hay que reconocer que el resultado es casi tan bueno como el original. No se escatiman denuestos contra el repertorio modernista que cultiva Mata, sus tics y exotismo, su morfinomanía, hasta que en el capítulo XXII de la novela se compadece y zanja de forma contundente la antipatía hacia el poeta: S.C. Mata se suicida de un disparo, en pleno escenario, mientras se representa Aida, la acotación del narrador no puede ser más explícita: «el genio incomprensible e incomprendido concluía su nostalgia egipcia, dormía su último sueño junto a la dormida esfinge…». Dos lustros después de su muerte, esa Bogotá que alguien tildó de «espiritual y maleante», volvió a matar a Silva, dándole una vez más la razón de su voluntario aislamiento: sólo París, verdadera capital del siglo, podía servir de escenario a las aventuras y excesos de José Fernández y Andrade de Sotomayor, el personaje de su novela, él sí plenamente desarr

allá y el acá de la geografía y la cultura» cobran vigente simetría en la obra de Silva: el lado de acá de su poesía (contenida, íntima, de secretos alcances) ilumina y nutre el lado de allá de su prosa (desbocada, abierta, de insaciables apetitos). ¿Cómo no entrever en la actitud del héroe de De sobremesa toda la atmósfera espiritual, dolorosa, postrera que anima su poesía? Fernández y Andrade de Sotomayor podría ilustrar su estado anímico con versos como los de su poema El mal del siglo: «Un cansancio de todo, un absoluto / desprecio por lo humano… un incesante / renegar de lo vil de la existencia / digno de mi maestro Schopenhauer, / un malestar profundo que se aumenta / con todas las torturas del análisis…».
Sensitivo hasta rozar la morbidez, Fernández y Andrade de Sotomayor es un insaciable decantador de sensaciones, alguien que ha hecho de su vida un crisol de experiencias de las que nada está excluido: la transgresión lo impulsa, el crimen lo tienta, el suicidio se abre como postrer esperanza; sabe, como Wilde, que «la única forma de vencer una tentación es ceder a ella». Se rinde sólo ante la aventura extrema del placer, y así lo ratifica en ese Diario, que es el alma de su novela: «Al besar una boca fresca, al respirar el perfume de una flor, al ver los cambiantes de una piedra preciosa, al recorrer con los ojos una obra de arte, al oír la música de una estrofa, gozo con tal violenta intensidad, vibro con vibraciones tan profundas de placer, que me parece absorber en cada sensación, toda la vida, todo lo mejor de la vida, y pienso que jamás hombre alguno ha gozado así…». La exclusividad del goce parece sustentar la originalidad e identidad del decadente, que hace del erotismo una estética: nadie vive ni disfruta como él: es único, irrepetible, prescinde del código común. Y es esto, precisamente, lo que ratifica la filiación de seres como Fernández y Andrade de Sotomayor con sus cofrades Des Esseintes y Durtal, Dorian Gray y monsieur Phocas, Sperelli y el autor del Beltraffio, el «atroz» evangelio del decadentismo.

La jurisdicción usurpada

En cualquier caso, y dada la singularidad de la novela de Silva en el contexto hispánico, se impone aquí una precisión que afecta tanto su lugar en el panorama de la narrativa modernista como su aliento precursor. En efecto, De sobremesa, típica novela de «artista», sintoniza de forma perfecta con la sensibilidad de su tiempo y enlaza las pretensiones estéticas del modernismo con la novelística europea del momento, vale decir, la obra de Huysmans y Lorrain, D’Annunzio y Wilde. De ahí que no extrañe la acogida y posterior divulgación que un escritor como Valéry Larbaud le brindó a la obra de Silva en Europa, sin olvidar que el propio Larbaud guarda ecos del personaje de De sobremesa en su célebre Diario atribuido a Archibald Orson Barnabooth, inicial y significativamente titulado Diálogos de sobremesa de A.O. Barnabooth. No está de más recordar que Barnabooth, poeta y bon vivant, es otro latinoamericano que se da la gran vida cosmopolita en el alto mundo europeo. De ahí que obras posteriores, presuntamente modernistas, se arroguen equívocamente el protagonismo que le corresponde a la de Silva, como ocurre con La gloria de Don Ramiro, del argentino Enrique Rodríguez Larreta, publicada en 1907.
Esta novela, salvo algunas innovaciones formales, pertenece desde cualquier punto de vista a la obsesión retrospectiva del escritor romántico y basta recrear sucintamente su anécdota para comprobarlo. Rodríguez Larreta trabajó en el manuscrito de su novela durante cinco años y se documentó in situ con dedicación casi científica. Su propio subtítulo («Una vida en tiempos de Felipe II») da idea de su contenido, muy a tono con la naturaleza de la novela histórica y del convincente realismo que describe: los usos, costumbres, modas y todo lo pertinente a la comunidad castellana que habitaba en el siglo XVI la conventual Avila de los Caballeros. A todo esto hay que agregar el hábil empleo del castellano de la época, fielmente recreado y salpicado con locuciones propias del arsenal modernista, de ahí parte de la confusa clasificación del libro, aparecido en plena euforia de esta tendencia, en detrimento de De sobremesa, que por tratamiento, temática y enfoque sí responde en todo a la poética del modernismo.
La gloria de Don Ramiro llama la atención por la caracterización de sus personajes principales, ambiciosos, egoístas, rayanos casi siempre en la noción del antihéroe, como lo demuestra el propio Ramiro. En efecto, el protagonista responde muy bien a la imagen de un caballero típico de la época de la Contrarreforma, que vive de los réditos de un Imperio que empieza su decadencia y cuyos valores, mezcla de mística de sacristía y gloria cortesana, carecen de vigencia. Los ideales caballerescos de Ramiro, en plena edad de los Austria, son más ficticios que reales y su destino, muy bien recreado, así lo comprueba. La grandeza a que aspira (y de la que abusivamente presume) se ve coronada en una triste aventura como explorador de los indios peruanos, después de haber soñado con una fortuna en la Corte que le resulta esquiva. Hay algo de pusilánime en Ramiro, a lo que también se añade su cobardía y deslealtad, como ocurre con la denuncia de su amante mora Aixa, a quien entrega al Santo Oficio olvidando que ella le ha salvado la vida. A este patrón de comportamiento no es ajeno Gonzalo San Vicente, que pretende con Ramiro la mano de Beatriz Blázquez, la heroína. Beatriz, más que una mujer, es la encarnación de los valores que sobre lo femenino había construido el Renacimiento: sensualidad, belleza, apasionamiento y, también en demérito suyo, una palpable vacuidad de carácter. Frente a su modo de ser, Aixa «como ocurre con buena parte de la literatura de la época española» saca mejor partido: su sensualidad es más efectiva y real y su condición humana menos voluble que la de su amante o la de su rival. Un último personaje de la novela llama la at

El fresco histórico de La gloria de Don Ramiro tiene también un gran logro en el aspecto plástico: al evidente uso del repertorio lingüístico del modernismo, Rodríguez Larreta agrega una minuciosa deleitación cromática. El color, como en la pintura impresionista que el autor conoció muy bien en París, se apodera hasta del estado de ánimo de los personajes: la luz prima en la descripción y todo el entorno de las situaciones aparece estrictamente anotado en rojas, doradas o azules tintas, apoyadas en el obligado adjetivo modernista, lo que, a los ojos contemporáneos, no deja de ser excesivo. También cabe anotar el profundo conocimiento que tenía Rodríguez Larreta de la novela histórica del siglo anterior: no se le escapa ninguno de esos detalles que patentó Walter Scott y que sus discípulos españoles supieron entronizar en la narrativa de la época, tal como puede apreciarse en las novelas más significativas del romanticismo peninsular: El Doncel de Don Enrique el Doliente, de Larra; Sancho Saldaña, de Espronceda; y El Señor de Bembibre, de Gil y Carrasco. En todas estas novelas se advierte un esquema ideológico y anecdótico scottianamente similar: una relación afectiva (por lo general un triángulo) sobre un fondo un esquema ideológico y anecdótico scottianamente similar: una relac

La gloria de Don Ramiro, la época del Imperio. Como se ve, salvo alguna afinidad de tipo formal, nada tiene que ver la novela de Silva con la de Rodríguez Larreta. Más próxima se encuentra, en cambio, de la atmósfera que irradia la prosa de Amistad funesta, de José Martí, y Azul, de Rubén Darío, aunque, como bien lo ha demostrado Rafael Gutiérrez Girardot en su libro Modernismo, un deje romántico lastra la novela de Martí al tiempo que una marcada voluntad esteticista priva a los textos de Darío de su pathos anecdótico.

Gravitación y epígonos

Sin embargo, De sobremesa fundamenta buena parte de su vigencia en un aspecto precursor que tiene mucho que ver con algunos de los ideales patrocinados por la intelectualidad modernista. En efecto, varios años antes de la aparición de Ariel, de José Enrique Rodó, una de las piezas mayores del ensayo latinoamericano, la novela de Silva ilustra lo que luego será el destino soñado de las minorías selectas: la lenta conformación espiritual de quienes se sienten llamados a encauzar la identidad cultural y social de las naciones americanas frente al «positivismo grosero» de los Estados Unidos. Esa aristocracia espiritual que de alguna forma vive el héroe modernista, con sus limitaciones y excesos, creará en la novela latinoamericana del presente siglo algunos arquetipos, de los cuales citaremos fundamentalmente a Martín Tregua, personaje que de forma explícita manifiesta sus propósitos. Ciertamente, Tregua, héroe de La Bahía del Silencio, de Eduardo Mallea, encarna la lenta conformación de un artista consciente de su papel en la futura identidad cultural y social de su país. Tras sus primeros pasos en su Argentina nativa, el punto de vista nos muestra a Tregua sumido en un largo periplo por las capitales europeas, engarzado en disquisiciones políticas y filosóficas, aunque también galantes, sólo que, como buen argentino, asombra a las damas al confesarles, inmodestamente, que «carece de complejos ante las mujeres y, además, haber leído todos los libros del mundo…».
Por todo ello, esta novela cuenta en la mayor parte de sus aspectos esenciales con un referente obligado: ¿La Bahía del Silencio no es a América del Sur lo que poco antes había significado Del tiempo y el río para América del Norte? ¿Los propósitos de Thomas Wolfe no anuncian, casi literalmente, los de Eduardo Mallea? La salvación por la cultura, el afán fáustico de los personajes, el común desplazamiento desde América hacia el viejo continente, la equiparación de la patria con una mujer «en Wolfe, esa mujer es Helena de Troya; en Mallea, Fedra», la búsqueda de una identidad nacional no son meras casualidades. Por otra parte, ¿no era Mallea el director de la colección literaria donde apareció la primera versión castellana de la novela de Wolfe? Coincidencias o filiaciones, lo cierto es que ya de vuelta de su «viaje de formación», Tregua insiste en la redacción de Las cuarenta noches de Juan argentino, libro que se le antoja al propio autor «un voluminoso catálogo de tipos humanos sobre el fondo de la urbe». La definición de su ideal no puede ser más explícita y Tregua reproduce, de esta forma, el sueño dorado de los intelectuales latinoamericanos referidos a dos fases esenciales: una, la resolución de su identidad personal (vale decir, consolidarse como escritor, fundar revistas, escribir libros, viajar a Europa, vivir y amar a plenitud) y otra, derivada de la primera: conciliar su «realización humana» con el destino de su respectivo país. Pero ¿no es precisamente esto lo que le da validez a un libro como De sobremesa? Silva residió entre 1884 y 1886 en Londres, París y Ginebra, urbes que constituyen los ámbitos de su novela, escrita entre 1887 y 1896, por lo que su carácter premonitorio, no sólo ante las ideas que consagró Rodó en Ariel sino también ante la secuela de personajes que a lo largo de este siglo imitaron sus pasos, no deja de ser admirable. El contraste de De sobremesa con su medio es aún mayor si se considera el nativismo ingenuo o naturalismo vulgar que primaba en gran parte de la novela hispanoamericana de la época, frente a la cual la novela de Silva constituye uno de los revulsivos más insolentes pero al mismo tiempo más saludables. Tal contraste no sólo es de orden estético «el decadentismo del libro, surcado por ráfagas simbolistas, frente a la superficial visión de la realidad criolla» sino también ambiental, geográfico: la Europa fin de siÞcle frente al patriciado andino.
En efecto, las coordenadas que Julio Cortázar trazó en Rayuela «»Del lado de Allá» y «Del lado de Acá»» se cruzan ya en De sobremesa de forma deliberada y nítida: incluso el parisino ‘Club de las Serpientes’ del que forma parte Oliveira y otros diletantes encuentra su equivalente en la animada tertulia que preside Fernández y Andrade de Sotomayor, en la novela de Silva, y en la que, como en la de Cortázar, se habla de cultura, se consumen estupefacientes, se «arregla el país» y, sobre todo, se dedica bastante tiempo a la aventura sexual: adulterios, cocottes y, en especial, esas «horizontales» que tanto placer despertaban en la sensibilidad de los contertulios. «Del lado de Acá» es la común realidad americana la que se impone, aguijoneada por el encendido recuerdo de las jornadas vividas en Europa. Por otra parte, la frase inicial de Rayuela («¿Encontraría a la Maga?») encuentra en la experiencia europea del protagonista de De sobremesa una obsesión única: encontrar a Helena, maga a su manera ya que la hermosa muchacha, adornada con todas las virtudes de la mujer sacralizada por los prerrafaelistas, es más una creación ideal de Fernández y Andrade de Sotomayor «sosías de Silva, no en vano poeta», que alguien carnal y perecedero: de ahí su ubicuidad, su fácil deslizamiento de lo real a lo imaginario, su atemporalidad, pese a esa tumba donde el narrador cree encontrarla por fin. El eterno femenino con que los novelistas citados identifican su búsqueda en la urbe halla su equivalente en lo que han dejado «Del lado de Acá»: la patria. América, al fin y al cabo, nació como Utopía, mientras que Europa sólo es la metáfora de una muchacha raptada por un dios lascivo transformado en toro. La búsqueda prosigue en el lado de Allá, el sueño de la acción preside los intereses del héroe, en el lado de Acá.
De sobremesa ilustra precursoramente las razones del tradicional tránsito del intelectual latinoamericano a Europa, de esos Wanderjahre inevitables y aleccionadores: el ideal arielista sigue vivo y de ahí que una de las frases del libro de Silva se convierta en epígrafe de todas esas experiencias: «Sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede…». ¿No es éste el ideal de Fausto «quien no en vano fundió sus obsesiones con el ideal de Helena» y, al mismo tiempo, el primer artículo del credo del intelectual decadente? Cuenta Pe

frases del libro de El recuerdo, que desde América Silva le enviaba orquídeas a Mallarmé, gesto que éste agradecía con tarjetas autógrafas. Por nuestra parte, podemos comprobar cómo, en el capítulo VIII de A Rebours, el arquetípico Des Esseintes acusa recibo de Anthurium y Cattleyas que le remiten desde Colombia. ¿Quién le enviaba flores a la encarnación viva del decadente por antonomasia? No deja de ser sugestivo sospechar que Silva le enviaba orquídeas a Mallarmé y a la creatura de éste, pues fue Mallarmé quien, a costa de las extravagancias del conde de Montesquiou, le sugirió a Huysmans el retrato de quien luego sería Des Esseintes. Con el pretexto de las orquídeas, Silva sería de esta forma el fundamento real del largo mito en torno al artista como héroe. Además, los hechos son aún más atractivos; Camilo de Brigard, en El infortunio comercial de Silva, nos recuerda que Mallarmé le regaló al poeta bogotano un ejemplar de A Rebours, libro de donde arranca esa ilustre genealogía de decadentes que abarca por igual a Fernández y Andrade de Sotomayor y a Dorian Gray, a monsieur Phocas y a Andreas Sperelli, un mosaico de sensitivos, para quienes la osadía y el temor se aúnan gracias al opio y a la voluptuosidad, al exceso sensual y a un constante cuestionamiento de los alcances de su propia subjetividad. La introspección no es aquí más que una consecuencia del deliberado extravío entre los estupefacientes y la carne, pretexto de la búsqueda que la inteligencia y el ideal entorpecen o no consiguen. Además, su mayor pretensión es la de lograr la total afinidad entre vida y arte: redactar con la propia experiencia una estética.
Y aunque todo esto era de alguna forma impensable en la América finisecular, a pesar de tanto refinamiento y de semejante conciencia sobre los lujos y goces que ofrece la «civilización», Fernández de Andrade y Sotomayor (sus apellidos mismos son un alarde patricio) tiene tiempo de evocar sus ancestros nativos, «bárbaros», esos osados llaneros a los que exorciza: «Afuera voz de mis tres Andrades, sedientos de sangre, borrachos de alcohol y de sexo, que, tendidos sobre los potros salvajes, con el lanzón en la mano, atravesabais las poblaciones incendiadas atronándolas con vuestro grito: ¡Dios es pa’ reírse dél; el aguardiente pa’ bebérselo; las hembras pa’ preñarlas, y los españoles pa descuartizarlos! Grita, voz de mis llaneros salvajes: ¡Hurrah a la carne!

luxe, calme et volupté… Al registrar en su Diario todas sus sensaciones, Silva (o su sosías ficticio) confirma con rigor impresionista su ideal de vida: multiplicar vivencias, engendrar nuevos sentidos. Pero las experiencias narradas con lujo de cromatismo en De sobremesa no se quedan en mero hedonismo. El libro finaliza con la lectura que de tales vivencias hace el propio protagonista en una tertulia «de sobremesa», poco después de su regreso del «lado de Allá».
La misma tónica aunque diversa óptica asume en 1966 el también colombiano Eduardo Caballero Calderón en El buen salvaje. La novela transcurre en París y tiene como protagonista a un estudiante con ínfulas de escritor y que constantemente expone su particular concepción sobre el género. Desde la mesa de un bistrot de Saint Germain des Prés, y mientras intenta concentrarse en su escritura, que oscila entre la crónica y el ensayo, ve desfilar la fauna de la que pronto pasará a formar parte: burgueses, negros, prostitutas, viejos, turistas, clochards. Entre la indigencia y la soberbia, el colombiano recorre la ciudad mientras unas cuantas mujeres alivian sus pesares: una norteamericana, una cabaretera, una negra (con quien cree revivir «el primer contacto de un amo y una esclava») y otras «horizontales» como las llamaba el personaje de Silva. El aprendiz de escritor, más allá de su penuria, pontifica sobre literatura, consagra y anatemiza novelistas y pasa de un proyecto a otro, aunque en el fondo insiste en escribir su libro «sobre la realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular», proyecto que lo emparenta con el protagonista de La Bahía del Silencio. Más adelante abordará la novela histórica y luego otra que tendrá a Caín como protagonista «Caballero Calderón publicó tres años después una novela titulada Caín» pero al final la lumpenización gana la partida y el héroe se convierte en lo que más odia, un clochard, es decir, un personaje del «por él denostado» escritor Samuel Beckett. La sucesión de anécdotas se enlaza aquí con la misma velocidad y profusión con que el autor procedía en sus novelas de tipo rural, aunque el París visto y vivido por este peculiar «buen salvaje» se convierte a menudo en una colección de tópicos: una mezcla de frustración y picaresca que se extiende por el Metro, zigzaguea en Pigalle, trota por el Barrio Latino, sin que quede calle, plaza, antro o monumento que escape del inventario. El exceso de sordidez, en muchos aspectos gratuita y por lo mismo tremendista, le resta verosimilitud al relato, lastrado además por una constante reflexión moralizante, lo que, por contexto y época, resulta lamentable.

Del castillo de Axel al castillo de Barba Azul

La torre de marfil deja de ser una expresión retórica y en el caso de Silva se convierte en la consagración del recinto interior, tanto en su vida cotidiana como en aspectos esenciales de su obra. La descripción que del estudio del poeta hace Emilio Cuervo Márquez no difiere de la que Silva mismo hace del refugio de su personaje en el primer párrafo de De sobremesa, y que, además, remite a la habitación que el poeta ocupó en el Hotel Saint Armand, de Caracas, en su época de diplomático; es la misma habitación que, según se dice, Silva hacía servir de garçonnière en la calle 19 de Bogotá, y la misma, también, que ocupa Marie Lagendre, una de las amantes del protagonista de la novela. En todos estos casos, vida y poesía se unen en una común devoción por un mismo repertorio de objetos bajo el prisma de una dorada penumbra y cuyo catálogo, más allá de la obsesiva enumeración de la prosa, ya tiene en la poesía su mejor balance y en ella se ratifica la comunión entre el habitante y sus gustos.
La fetichización del recinto, la sublimación del sancta sanctorum es una de las características del autor decadente, fiel préstamo del inabarcable tesoro que Villiers de L’Isle Adam, en los subterráneos de su Axel puso a disposición de la ágil imaginación de sus colegas y que Edmund Wilson, en su bello ensayo El castillo de Axel, convirtió en caja de resonancia de la poética simbolista. Metáfora hecha realidad merced al préstamo libresco «la residencia de Des Esseintes en Fontenay aux Roses o los recintos bien guardados de Fernández y Andrade de Sotomayor o el estudio de Wilde, en el capítulo XI de El retrato de Dorian Gray, nos ofrece como ejemplo de la acumulación sensitiva», la torre de marfil alcanzó incluso a bautizar feudos espirituales, como esa Torre de los Panoramas donde Herrera y Reissig vivió cotidianamente las pautas de su estética. Ante la hosquedad y vulgaridad del mundo interior, lo inmediato doméstico libera al artista de la opresión real: libros exóticos, miniaturas, muebles finos, porcelanas, alfombras, bibelots, sedas, cuadros únicos, cristalerías, perfumes, terciopelos, prendas de batista, heráldicas y panoplias ilustres, para no hablar del repertorio etílico donde abunda el jerez añejo y el Johanisberg seco, el burdeos y el Tokay, o la alacena estupefaciente, rica en morfina y opio, cloral y éter, haschisch y toda clase de narcóticos adaptados a la ceremonia mayor de la evasión. Y para que haya una correspondencia entre los gustos físicos y el sagrado recinto mental, Fernández y Andrade de Sotomayor, a sus veintisiete años de edad, habla francés, inglés, alemán, algo de ruso y griego, y se muestra inclinado por conocimientos que abarcan la antropología y la historia, la botánica y el arte, la literatura y la música y, sobre todo, la psicología, cuyos cánones unen una vez más las manifestaciones del autor en prosa y verso. Sin embargo, todo lo enunciado constituye apenas el muestrario mínimo de un patrimonio obsolescente que el propio Silva ya había consagrado de forma insuperable en su poema «Vejeces», auténtico catálogo del gusto del artista fin

Pero el recinto es algo más que el catálogo de un anticuario: es el escenario de gozosas transgresiones, el muelle lecho donde Barba Azul da cuenta de sus siete mujeres. En efecto, de las múltiples aventuras eróticas del protagonista destacan siete, con nombre o cuerpo propio y merced a las cuales soslaya el tedio que caracteriza su cotidianidad. Existen dos poemas, signados por polos cronológicos en sus mismos títulos » «Infancia» y «Crepúsculo»», en los que Silva evoca la leyenda de Barba Azul. Como un registro de sus aventuras carnales, Fernández y Andrade de Sotomayor da cuenta de siete especímenes bien dotados, que con cada una de sus experiencias enriquecen el currículum erótico del decadente. La agenda es precisa pero no alfabética. Marie Lagendre (Lelia Orloff) es la más sensual de todas sus amantes, dada incluso a prácticas tribádicas lo que le merece un violento reproche por parte del protagonista, quien admite la infidelidad como parte del riesgo aunque jamás sospechó que otra mujer envileciera las sábanas de sus recelos. Nelly es otro nombre del catálogo: rica muchacha de Chicago, cae seducida por la delicuescente poesía que cultiva su fornicador, aunque a la poesía de éste opone un excesivo gusto por las joyas, por lo que cada amante encarna una antología de arrebatos y tics, de esos que etiquetan a nombre de lo sensible el museo decadente. Se suceden otras mujeres, como la colombiana Consuelo, con quien el protagonista evoca en tierra extranjera el precario condumio sexual de sus compatriotas, aunque en este caso la colombiana condimenta la cópula con conversaciones sobre flores exóticas, en lo posible de efectos afrodisíacos. Olga, una baronesa alemana, cobra su cuota y entre coito y coito habla de Nietzsche, Hauptmann y Bahr, entre otras figuras de la masculina germanidad activa. Menos trascendental pero también dada a la cultura sexual, Julia Musellaro habla sobre erotismo pagano y poesía italiana, aperitivo de la tórrida y proverbial entrega de la hembra mediterránea. Niní Rousset es una mujer cuya mejor definición la vive en cada uno de sus acoplamientos: es sexo puro e incombustible y de ello da fe el héroe. Por último, Constanza Landsier le

asesina a sus amantes merced a un incontenible asco post coitum.
Ante su coral de amantes, Fernández y Andrade de Sotomayor se pregunta algo que de por sí constituye una rotunda afirmación: «¿Y qué me importan esas ideas sobre el amor, ni qué me importa nada, si lo que siento dentro de mí es el cansancio y el despecho por todo, el mortal dejo, el spleen horrible, el tedium vitae que, como un monstruo interior cuya hambre no alcanza a saciarse con el universo, comienza a devorarme el alma…?». Pese a sus reiterados retozos con adúlteras y profesionales, con toda clase de «horizontales», como gráficamente las llama este Barba Azul insaciable, vuelve a sumirse en el tedio, en esa atmósfera tan cargada e ilustre que incluso se convirtió en el mal de su siglo y que George Steiner recreó y analizó en su libro El castillo de Barba Azul.
Así, pues, de los tesoros ocultos en el castillo de Axel, Fernández y Andrade de Sotomayor se desplaza en su humano periplo al escenario de sus emociones más cálidas con sus amantes, con lo que ilustra el poema «Crepúsculo», donde su memoria es asaltada por las leyendas de la infancia e incluso la «entenebrece la forma del trágico / Barba Azul que mata a sus siete mujeres…».
En cualquier caso la referencia de Barba Azul no es incidental en Silva. Huysmans, que por tantas razones ilumina la obra del poeta colombiano, nos ofrece elocuentes referencias sobre tan legendario personaje. En su novela Là bas, posterior a A Rebours, su protagonista Durtal se vuelca sobre la Edad Media en pos de Gilles de Rais, el Barba Azul de la sórdida leyenda. Por otra parte, Huysmans compara expresamente a De Rais con Des Esseintes, lo que es tanto como investirlo con los atributos del célebre necrófilo, sodomita e infanticida, a cuya imaginación desaforada nada escapa: él es el «allá lejos» del amor, el là bas del título. Ante las dudas de Durtal sobre la relación entre Barba Azul y el personaje de los cuentos de Perrault, George Bataille zanjó la cuestión en su texto Gilles de Rais, el verdadero Barba Azul. ¿Hasta qué punto la leyenda de Perrault, que poblaba los sueños infantiles de Silva, recupera su origen sórdido gracias, una vez más, a las investigaciones de Huysmans?

Nuestra Señora del Perpetuo Deseo

La abierta desnudez de Constanza Landsier se ve desplazada por la presencia indefinible de Helena, de quien Fernández y Andrade de Sotomayor se convierte en un súbdito incondicional. Al ver a la hermosa muchacha por primera vez, el protagonista de De sobremesa le declara su amor con la mirada, sin mediar una sola palabra. ¿No es eso lo que el poeta, en un poema titulado precisamente «Al oído del lector» ha sugerido antes? «El espíritu solo / al conmoverse canta: / cuando el amor lo agita poderoso / tiembla, medita, se recoge y calla…». Idéntica, literal es la actitud de Fernández y Andrade de Sotomayor ante la bella Helena, contrapartida espiritual de la baja carnalidad que él mismo cultiva con la exacta morbidez con que escribe esos versos en los que algún crítico entrevió «una mezcla de agua bendita y de cantáridas». Al mirar a tan hermosa criatura el protagonista hace poesía en prosa: «Un ensueño de ternura divina se dilató dentro de mí, como la luz de la aurora entre la oscuridad de una madrugada tétrica disipando las sombras, llenándome el alma de claridades tibias, de temblores de savia, de frescura de agua cristalina y de cantos de pájaros, que suben hacia el sol…». La letanía no se hace esperar, algo lógico por otra parte ya que la enumeración modernista es de hecho un poema, y la enumeración en Silva es una constante que linda lo obsesivo.
Pero, ¿quién es Helena? La hipóstasis de un cuadro y de una referencia libresca. En efecto, Helena, la mujer ideal, surge de la amorosa aproximación de dos devociones erigidas en torno a sendas mujeres difuntas. La primera de ellas es María Bashkirtseff, pintora rusa cuya temprana muerte, así como las páginas de su Diario «¿es casual que el texto que la sublima sea precisamente un Diario?», contribuyeron a su rápida y unánime entronización en los medios de la Europa cosmopolita. María, también llamada Moussia, fue bautizada por Barrés como Nuestra Señora del Perpetuo Deseo mientras que Fernández y Andrade de Sotomayor toma partido por ella al batirse con el denostado austríaco Max Nordau, autor de un libro «Degeneración» en el que ataca sin piedad y a nombre de criterios lombrossianos a buena parte de los artistas decadentes, entre ellos a la Bashkirtseff. El otro perfil del retrato de Helena lo da la difunta esposa de Scilly Dancourt, pintada por el probablemente apócrifo artista prerrafaelista J. F. Siddal. Hay un juego de ambigüedades en torno al personaje real del cuadro, tanto en la realidad como en la ficción: pues la madre es idéntica a la hija y de ahí el ancestral clima fúnebre del personaje, ratificado al final cuando la imagen buscada se funde con la muda contundencia de una lápida. Por otra parte, el modelo real parece estar emparentado de alguna forma con la mujer de Dante Gabriel Rossetti [n.e. M

pathos a una historia en buena parte edificada sobre la necrofilia, fiel al dictum de Poe sobre la heroína ideal: «joven, hermosa y muerta». Sea cual sea la identidad real del modelo, la figura del cuadro cobra vida y se convierte en la antítesis espiritual de la experiencia crapulosa del héroe, quien la ve de la siguiente forma: «La figura de Helena, vestida con el fantástico traje y el manto blanco de mis sueños, y llevando en las manos los lirios pálidos, pisaba una orla negra que estaba al pie de la pintura y sobre la cual se leía en caracteres dorados como las coronas de un cuadro bizantino, la frase: ‘Manibus date lilia plenis’..».
El tema de la mujer prerrafaelista es uno de los aspectos mejor tratados por Hans Hinterhõuser en su bello libro Fin de siglo. Figuras y mitos y donde le dedica un excelente capítulo a Silva y a su búsqueda obsesiva de Helena. Llama la atención comprobar cómo en Silva se cumple la antinomia entre la mujer fatal y la mujer frágil, y donde el primer escalafón está monopolizado en comandita por las siete «horizontales» que Fernández y Andrade de Sotomayor atendió con presteza, mientras que la segunda categoría está monopolizada por la etérea y ubicua Helena. En cualquier caso, y pese al elemento de distensión que conlleva un personaje como Helena, el texto acusa «como quería Baudelaire y así lo cumplieron sus discípulos» el clima refractario entre dandy y mujer. Baudelaire, que en La Fanfarlo quiso poner las cosas en su sitio, decía al respecto en Mi corazón al desnudo: «La mujer es lo contrario del dandy. Por eso causa horror… La mujer es natural, es decir, abominable. Además, siempre es vulgar, o sea lo contrario del dandy». ¿Y qué es un dandy? Brummel, encarnación viva de tal espécimen, decía: «un dandy es un hombre muy elegante que al salir a la calle sólo debe llevar bajo el brazo una de dos cosas: un libro o un melón maduro». Nadie le perdonó a Silva sus ínfulas de dandy, ni sus contemporáneos ni algunos de sus críticos, sobre todo Juan Ramón Jiménez, que en este sentido lo a

Ahora bien, el sueño erótico de Fernández de Andrade y Sotomayor que se cumple y sacia en cada uno de sus encuentros con las «horizontales» «señoras que Baudelaire llama «Loretas»», aparece de alguna forma enunciado en su poema «Díme», discretamente aliviado de sus urgencias más tórridas por mor del «género»: «Díme quedo, en secreto, al oído, muy paso, / con esa voz que tiene suavidades de raso: / si entrevieras dormida aquél con quien tú sueñas / tras las horas de baile rápidas y risueñas, / y sintieras sus labios unidos en tu boca / y recorrer tu cuerpo, y en su lascivia loca / besar todos sus pliegues de tibio aroma llenos / y las rápidas puntas rosadas de sus senos; / si en los locos, ardientes y profundos abrazos/ agonizar soñaras de placer en sus brazos / por aquél de quien eres todas las alegrías, / ¡oh dulce niña pálida!, dí, ¿te resistirías?». Pero lo perturbador se advierte más sutilmente en una aparente sintonía entre las licencias de la prosa y algunos de los poemas, como ocurre en la escena del baile, ya descrita en un poema que, superada la modalidad del verso, ilustra muy bien fragmentos enteros de prosa posible en la novela: «¡Oh burbujas del rubio champaña! / ¡Oh perfumes de flores abiertas! / ¡Oh girar de desnudas espaldas! / ¡Oh cadencias del valse que mueve / torbellinos de tules y gasas…». El momento inmediato lo encontramos en un fragmento de la novela: «Cuando amaneció las últimas notas de la orquesta vibraron en la atmósfera de los salones impregnados de emanaciones humanas y del melancólico perfume de las flores moribundas, ya había besado las tres bocas codiciadas y obtenido de ellas la promesa de las tres citas.

A Silva, escritor de una extraordinaria vocación sensitiva por los olores, flores en descomposición, sudor del cuerpo femenino, perfumes «no hay que olvidar que una de sus novelas perdidas en el naufragio se llamaba Un ensayo de perfumería», puede aplicársele con absoluta propiedad lo que Jean Paul Sartre dijo en Baudelaire: «El olor en mí es la fusión del cuerpo del otro con mi cuerpo. Pero ese cuerpo desencarnado, vaporizado, que quedó entero, por cierto, pero convertido en espíritu volátil. Baudelaire es particularmente afecto a esta posesión espiritualizada: muy a menudo tenemos la impresión de que, más que hacer el amor con las mujeres, las ‘respira’ (…) Por eso atrapa al vuelo todo lo que le ofrece la aparición de una conciencia objetivada: perfumes, luces tamizadas, músicas lejanas, todas ellas pequeñas conciencias mudas y dadas, imágenes absorbidas de inmediato, consumidas como hostias, de su inasible existencia…». ¿No está aquí el repertorio de temas de Silva y los modernistas? En cualquier caso, lo que importa es la feliz correspondencia que, más allá de una discusión sobre los «géneros», sella dos manifestaciones de una misma unidad estilística. ¿No es eso lo que Poe plasmó en su poesía y ratificó en sus Narraciones? ¿No es lo mismo que Baudelaire consigue cuando La Fanfarlo evoca gravitaciones de Las flores del mal? Más allá de una absurda e inoficiosa discusión perceptiva sobre la cuestión de los «géneros», lo que aquí importa es ratificar las nupcias afortunadas entre las dos formas de un mismo estilo. De sobremesa es una explícita formulación de la poética de Silva, un complemento de lo ya dicho en algunos poemas, como «Ars» y así lo confirma un fragmento de la novela:

Escribiré singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de visiones apocalípticas que contrastando de extraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros. En ellos pondré como en un vaso saextraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros. En ellos pondré como en un vaso sagrado, el supremo elixir que las múltiples experiencias de los hombres y de la vida haya depositado en el fondo de mi alma ardiente y tenebrosa».

¿Acaso este deseo no complementa al ya expuesto en «Ars», cuando dice: «El verso es vaso santo; poned en él tan solo, / un pensamiento puro, / en cuyo fondo bullan hirvientes las im

La protesta de la Musa, Silva hace que su alter ego en la novela polemice con Max Nordau no sólo sobre su tendencioso ataque a los decadentes sino también sobre sus discutibles interpretaciones acerca del Renacimiento. Fernández y Andrade de Sotomayor lo afirma sin dar pie a ningún equívoco: «Yo no quiero decir sino sugerir y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista». Mucha mayor sugestión habrá, por supuesto, si además del lector el protagonista y el autor son también artistas. La conclusión es casi un solipsismo estético. Pero, ¿acaso no es eso lo que busca el decadentismo? Ante sus coqueteos con la sátira, la Musa protesta y le recuerda al autor su código: «La vida es grave, el verso es noble, el arte es sagrado. Yo conozco tu obra. En vez de las pedrerías brillantes, de los zafiros y de los ópalos, de los esmaltes polícromos y de los camafeos delicados, de las filigranas áureas, en vez de los encajes que parecen tejidos por las hadas, has removido cieno y fango, donde hay reptiles, reptiles de los que yo odio». Los reproches definen una poética al tiempo que recuerdan el acervo de temas del modernismo, aunque la connotación moral del reproche lo que consigue es ratificar el carácter deletéreo ínsito en los presupuestos de un estilo que tiene en Poe y Baudelaire sus máximas fuentes.
Pero el escritor, al formular su credo «la naturaleza y perspectivas de su oficio», revela también su propia introspección, el retrato de su alma, lo que hizo Des Esseintes en su refugio de Fontenay aux Roses lo que ya de por sí refleja el célebre «retrato» de Dorian Gray y lo que Durtal, el otro hijo de Huysmans, expresaba a través de la formulación de un aforismo que busca salvarlo del vicio: «La literatura no tiene más que una razón de ser: salvar a quien la hace del disgusto de vivir» (Lá bas, cap. XVI). La salvación, en este caso, se hace imperativa, sobre todo si consideramos que Durtal, como monsieur Phocas, de Lorrain, también participó en espantosas prácticas satánicas. Fernández y Andrade de Sotomayor, hermano de espíritu de todos estos personajes, ratifica tal filiación cuando afirma: «Lo anormal me fascina como una prueba de rebeldía del hombre contra el instinto…». Sin embargo, el verdadero retrato suyo lo traza la autodescripción que hace de sus «cuatro almas»: «la de un artista enamorado de lo griego, y que sentía con acritud la vulgaridad de la vida moderna; la de un filósofo descreído de todo por el abuso del estudio; la de un gozador cansado de los placeres vulgares, que iba a perseguir sensaciones más profundas y más finas, y la de un analista que las discriminaba para sentirlas con más ardor, animaron mi corazón, que latía bajo la resplandeciente pechera, coquetamente abotonada con una perla negra.

En cualquier caso y por más profunda que sea la introspección del artista, el hombre debe afrontar sus perspectivas posibles: la búsqueda de su ideal «esa Helena esquiva y al mismo tiempo hostigante» y el imperativo del regreso. El desenlace de la primera precipita la asunción de la segunda. Ante el frío silencio de la lápida Fernández y Andrade de Sotomayor sugiere, a nombre de su dolor, la verdadera motivación de su búsqueda, más estética que sentimental: «¿Muerta tú, Helena?… No, tú no puedes morir. Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo un sueño luminoso de mi espíritu; pero eres un sueño más real que eso que los hombres llaman Realidad. Lo que ellos llaman así, es sólo una máscara tras de la cual se asoman y miran los ojos de sombra del misterio, y tú eres el Misterio mismo…». El topoi de la mujer joven, bella y muerta que persiguen quienes aprendieron la lección de Poe adquiere en este caso su dimensión más profunda. Lo sugerente es comprobar cómo, más allá de la literatura, la vida misma de Silva le ofreció la posibilidad de cultivar su fúnebre credo. Helena «esconde bajo su bello nombre a Elvira, a la Bashkirtseff o a la modelo prerrafaelista» sanciona con su desaparición una de las perspectivas de Fernández y Andrade de Sotomayor. La lápida lo impele a asumir la realidad, que es el regreso. Y el regreso, pragmático y mezquino, lo obliga a forjar proyectos no menos ideales aunque inscritos en la Historia: obviamente, también aquí él será el máximo protagonista. Espíritu sensible y delicado, odia a la chusma, a la plebe ignara y sin gusto, pero también odia al mundo burgués, a la religión, a los judíos, a los políticos, lo que no impide que él, el misántropo ilustrado y sensible, baje del pedestal para salvar a su pueblo de la hecatombe. Su «revolución conservadora» lo insta a «asaltar el poder, espada en mano, y fundar una tiranía». El héroe modernista, así sea desde el ala conservadora, se arroga los privilegios del héroe romántico, incorruptiblemente liberal, y se lanza a la palestra de la cosa pública. A pesar de su confuso programa, el nuevo caudillo ratifica la vieja naturaleza del intelectual, que apoyado en la aristocracia de la inteligencia asumirá el papel de Ariel y en la senda que años después patentará Rodó librará la batalla para encauzar a su país por la senda del progreso. No en vano quienes aprendieron la lección de Poe adquiere en este caso su dimensión más profunda. Lo sugerente es comprobar cómo, más allá de la literatura, la vida misma de Silva le ofreció la posibilidad de cultivar su fúnebre credo. Helena «esconde bajo su bello nombre a Elvira, a la Bashkirtseff o a la modelo prerra

En la novela Pax, que tanto humilló a Silva, el poeta se expresa a través de una revista llamada La pagoda

Nietzsche «su torre de marfil, su castillo de Axel» y la advocación del filósofo germano parece aliviar el peso de su suicidio. ¿Deserción? ¿Liberación? No hay lugar aquí para especular sobre la suerte del poeta, sobre todo si recordamos el extremo aforismo de Nietzsche: «Tenemos el arte para no morir a causa de la verdad…»

***

VIAJE AL FONDO DE SILVA

Alfonso López Michelsen

Estas jornadas conmemorativas de la muerte de José Asunción Silva no han hecho otra cosa que confirmar, con la erudición de los participantes, la consagración definitiva de Silva como el poeta más grande de Colombia y un incuestionable renovador de la poesía de habla hispana. Gabriel García Márquez se ha adentrado en el Silva novelista, poniendo su experticia de narrador al servicio del análisis crítico del libro De sobremesa. A mi turno, dentro de las limitaciones propias de un profano, quiero referirme a José Asuncion Silva, el hombre.
Son muchas las aproximaciones que desde hace casi un siglo se vienen haciendo acerca de este colombiano insigne, no solamente por sus ejecutorias literarias sino por su singular periplo vital. Los espíritus cursis lo identificaban a comienzos del siglo como «El vate santafereño», pero sus compatriotas de las distintas regiones de la geografía colombiana tenemos que reconocer que, lejos de ser un producto de su circunstancia bogotana, fue, si bien se profundiza, una víctima de su carencia de identificación y, sabe Dios, si también sexual. Cierto es que su cuna y la mayor parte de su breve vida tuvieron por escenario la ciudad de Bogotá, la Santa Fe del siglo XIX, hipócrita y pacata. La familia Silva era de estirpe santandereana, pero su padre, don Ricardo, bogotano de pura cepa. En cambio, por el lado de su madre, doña Mercedes Gómez Diago, tenía ascendencia antioqueña y ascendencia costeña, de todo lo cual Silva era absolutamente consciente, al punto de experimentar en sus horas de sosiego una confusa nostalgia por sus orígenes.
De bogotano no tenía sino unos pocos rasgos externos que no permiten clasificarlo como un señorito bogotano, tal como lo hacen algunos de sus biógrafos. Yo me atrevería a afirmar que, en su época, Silva fue el más colombiano de nuestros poetas, puesto que por sus abuelas conservaba nexos con Medellín y con Cartagena, ciudad esta última que vino a conocer en la última década de su vida, y Medellín, como todo el país paisa, fue una región que siempre aspiró a conocer. Son noticias que hoy carecerían de importancia por ser lo más corriente, ya que no subsisten familias enteramente bogotanas, pero en el siglo XIX, cuando eran contadas las vías de comunicación entre las distintas secciones del país, fue algo excepcional. Silva nació y vivió con la doble nostalgia de haber querido ser costeño o antioqueño y no sentirse feliz y realizado a plenitud sino cuando se sustraía del medio bogotano, como le ocurrió también en Caracas.
De su correspondencia, publicada por la Casa de Poesía Silva, se desprenden en forma inequívoca estos factores de alienación que nos revelan un Silva extranjero en su propia ciudad. Sus amigos, sus íntimos, eran antioqueños, empezando por Baldomero Sanín Cano, Rafael Uribe Uribe, Eduardo Zuleta, los dos Villa, uno de los cuales fue contertulio de la última cena la noche de su suicidio. En carta dirigida a Zuleta, en Medellín, apunta Silva refiriéndose a sus admiradores de Medellín: «Quíteles usted todas esas ideas de un José Asunción Silva literato, precoz, y dígales que no tengo que valga la pena sino unos glóbulos de sangre antioqueña (¿semítica tal vez?), y un gran cariño por esa tierra. A veces siento los impulsos del atavismo y pienso que en caso de ir algún día por esa tierra, no iría a buscarlos a ustedes, los civilizados en Medellín con sus azules de cielo y sus muchachas que leen novelas de Jorge Ohnet, sino que preferiría, unos meses de vida «d’aprés nature», en algún pueblito, hundido en el fondo de un valle, donde me dejara arrullar por el acento cadencioso de los paisas mineros, y oyera contar de vacas paridas y bebiera por la tarde, después de caminar tres leguas y de sudar dos litros, un trago del bueno, mientras que de una garganta ronca, acompañada del tiple sonoro, subiera por entre lo gris del crepúsculo, un bambuco popuar y «rudo como las selvas antioqueñas».
También, contrariamente a cuanto advierten la mayor parte de sus biógrafos, ciertos rasgos de su carácter revelan el ancestro antioqueño, tal como lo percibimos los hijos de otros departamentos. Tenía fibra de empresario y, aún más, de promotor de negocios. Así lo demuestra la correspondencia con su padre acerca de los negocios de la familia, cuando apenas contaba 18 años. Más tarde, al extinguirse por quiebra la firma de Ricardo Silva e Hijo, heredada de su padre, y ya próxima a un concurso de acreedores por la devaluación de la moneda colombiana frente a compromisos que debían ser atendidos en oro, concibe, desde Caracas, negocios de cambios internacionales destinados a multiplicar sus emolumentos diplomáticos. De regreso a Colombia se hace promotor de una fábrica de baldosas, convence a algunos de sus amigos para que participen en ella y, según Santos Molano, acaba teniendo razón en forma póstuma, al recibir su madre como participación en la quijotesca empresa la suma de cuatro mil pesos, que era una suma considerable en aquellas edades. No es característica de los señoritos bogotanos, cuando atraviesan una mala situación económica, recurrir a nuevas actividades industriales como fuente de futuros proventos.
Silva no conoció a Medellín, pero si le hubiera sido dado vivir unos meses en aquel medio que él añoraba sin conocerlo, es seguro que se hubiera encontrado más a gusto que en el mundillo de Bogotá, al cual se refería en estos términos en carta dirigida a Emilio Cuervo Márquez. «Teníamos razón, viejo, en nuestras charlas de los paseos a San Diego. El primer deber de un hombre que aspire a algo es salirse de entre el papel moneda, la política y el mal humor colombiano. No cejes en tu empresa de dejar la tierra».

Artificiales y tontos

Con Barranquilla y Cartagena no es otro cantar. El paisaje y la idiosincrasia costeñas le llegaban al corazón, o, como se dice ahora entre los jóvenes: estaba en su salsa. Así se lo decía a sus dos «viejas queridas», su madre, doña Vicenta, y su hermana, doña Julia, en carta desde La Heroica: «La ciudad es curiosísima. Las casas del centro, los templos, el castillo de Bocachica y el de San Felipe, son viejas y monumentales construcciones españolas; todas de piedra, con cada piedra como una cantera y un lujo de solidez formidable. Los barrios nuevos, fuera de las murallas (El Pie de la Popa y El Cabrero) se componen de bellísimas quintas de madera, pintadas de blanco y rodeadas de jardines exuberantes, llenos de acacias florecidas, de habanos rojos y blancos, de árboles de reseda (la reseda aquí es árbol), de una enredadera maravillosa que llaman resucitado, de grandes flores sedosas y purpúreas, todo eso sombreado de palmas de coco que con sus hojas dentelladas cortándose sobre el cielo azul profundo, y con lo verdoso del mar que se ve a la distancia y la blancura de las quintas, le da al paisaje un aspecto de Oriente».
Y, agrega: «La quinta en que vive Núñez, El Cabrero, es una lindura, pero una lindura, con grandes jardines de palmas y de flores y estatuas. Anoche, al pasar por ella en coche, ya estaba encendida la luz eléctrica en el jardín y las lamparitas, radiosas entre las negruras del follaje, producían un efecto feérico; ustedes no tienen idea de la simpatía y sencillez de costumbres de la gente de aquí. Nada de tiesura, nada de ‘pose’. Doña Sola tiene en la calle de Lozano una cigarrería y otra en otro lugar y un cochecito de alquiler por horas. Enrique Román, el gobernador, se pasa todos los ratos en que no está en la gobernación en su botica despachando él mismo. Es muy simpático eso y lo hace a uno descansar de los tipos artificiales y llenos de pretensiones que tánto abundan en esa ciudad, de todos los tontos que están creyendo que la elegancia consiste en ser de palo y se sienten todavía estropeados del porrazo que se dieron al caer de las estrellas».
Cuando algunos de los biógrafos de Silva pretenden que su poesía, por parecerles alambicada, no era del gusto de los colombianos, yo les replicaría con este texto proveniente, también, de Cartagena: «No se rían ni lo tomen a vanidad si les cuento que él y 10 ó 12 más me han dicho de memoria Las dos mesas, Suspiros, La serenata, Azahares, en fin, todo lo que he publicado. Los versos a Rubén Darío los dicen veinte o treinta. «Rítmica reina lírica» forma parte del saludo que me hace cada persona a quien me presentan. Yo me río de la fama literaria, pero, francamente, no deja de ser cómodo que lo conozcan a uno de nombre y que le traten con las consideraciones con que me tratan». ¿En qué queda la leyenda de que era un incomprendido? No sólo en Cartagena sino hasta en la frontera, en Cúcuta, la fama de Silva se difundió en pocos años. No habían transcurrido dos décadas cuando ya Felipe Peña había compuesto la partitura para el Nocturno No. 1 que escuchamos aquí mismo ejecutado por el Maestro Arévalo.
Yo asimilo el caso de Silva al del filósofo Nicolás Gómez Dávila, otro miembro de la oligarquía bogotana, recientemente fallecido en Bogotá. A los intelectuales de profesión se les antojaba que un ciudadano de semejante extracción mal podía competir con ellos, mientras en Alemania era considerado como uno de los pensadores del siglo XX, sin perjuicio de que ambos contaran con una reducida cauda de admiradores que, en el caso de Silva, encabezan Sanín Cano y Emilio Cuervo Márquez.
Algo que se respira, sin duda alguna en esta correspondencia como en la de los meses siguientes, desde Caracas, es su animadversión por todo lo bogotano. En Cartagena, se sentía otra persona y el Silva afrancesado que tanto desagradaba a sus coterráneos le abre campo al Silva colombiano, desprevenido y locuaz, a quien para nada repugna el trópico sino que lo atrae al encontrarse con toda la parentela Diago y todos aquellos que saben de memoria sus vínculos de sangre con la Costa. Confieso haber experimentado algo semejante, hace ya más de cincuenta años, cuando conocí a Valledupar, la cuna de mi abuela costeña.
No hay que olvidar que el Nocturno clásico, el de la sola sombra larga, apareció por primera vez publicado en Cartagena en el periódico Lectura para todos que inspiraba el doctor Núñez. Muchas gentes conciben la escena del Nocturno en la Sabana de Bogotá en compañía de su hermana Elvira. No me atrevo a aventurar la hipótesis de que fuera escrito en Cartagena, pero, si bien se analiza el poético relato, no cabe duda de que fue concebido en el trópico, posiblemente en Fusagasugá, a donde solía ir a veranear la familia Silva. ¿Quién ha visto luciérnagas en la Sabana? ¿Quién ha visto arenas triste o alegres, fuera de las canteras, en nuestro altiplano? ¿Quién ha oído chillar las ranitas verdes de nuestras zanjas sabaneras en las noches de luna? No. Sólo los sapos de tierra caliente emiten chillidos como los que figuran dentro de la inspiración de Silva.
Gazapos de la misma índole se encuentran por doquier en los escritos sobre Silva. En una introducción de Carlos García Prada a las Prosas y versos de Silva se habla de amistad con el doctor Núñez, a quien solo conoció por unas pocas horas con ocasión de su visita a Cartagena. De igual manera, Camilo De Brigard, mi entrañable amigo, habla de las poesías de Mallarmé que le regaló Flaubert a su tío José, a su paso por París. ¡Silva estuvo en París en 1885 y Mallarmé había muerto en 1880! Y a propósito de José, siempre he sostenido que el nombre José Asunción era una especie de nombre de pluma, empleando uno de los nombres de su fe de bautizo, porque entre los suyos se le conocía como José y, a veces, José A., como se deduce de sus cartas.
En cuanto a Elvira y a sus pretendidos amores con el poeta, me referiré más adelante. Fue una mala jugada de su pariente Bengoechea poner en circulación, en forma velada, la leyenda que recogió Blanco Fombona de amores incestuosos entre los dos hermanos. Sin temor a exageraciones, descontados unos pocos años de la infancia, los únicos momentos felices de plena realización de su personalidad, fueron los que pasó Silva en Cartagena y en Caracas, lejos de este páramo, en donde, desde Bolívar hasta Núñez, se sienten extrañas las gentes del litoral Caribe.

¿Señorito bogotano?

Lo paradójico en el caso de Silva es haber sido adoptado como el prototipo del señorito bogotano, en cuanto tiene de desfavorable este preconcepto. Ya, Tomás Carrasquilla, en carta del 2 de diciembre de 1885 a Francisco de Paula Rendón, describía a Silva en estos términos: «José Asunción Silva… ¡Virgen de la Trinidá, mi querida madre! ¡Este sí que es el tipo de los tipos y la cosa particular! Es un mozo muy bonito, con bomba de para arriba, como el doctorcito Jaramillo, y muy crespo él y barbón. Hazte cuenta el «Buen Pastor» de las señoras González. ¡Pero no te puedes suponer una bonitura más fea, ni más extravagante! Es muy culto y muy amable; pero con una cultura tan alambicada y una amabilidad tan hostigosa, que se puede envolver en el dedo, como cuenta Goyo del dulce de duraznos de Santarrosa. Modula la voz como dama presumida y, sin embargo, no tiene nada de adamado. Anda como un huracán, pero con mucho compás. Da la mano pegándola del pecho, encocando cuatro dedos y parando el índice, de tal modo que uno tiene que tomársela por allá muy arriba».
Y, Fernando Vallejo, en su libro las Chapolas negras no deja de vapulearlo en forma directa y a veces, soslayada, dentro de ese concepto regional, cada vez menos frecuente, de tener un sesgo contra lo bogotano. Que era un desordenado en sus cuentas. Claro, pero no era este un atributo propio y exclusivo de los habitantes de la altiplanicie. Tampoco era rasgo característico de la tierra fría vivir saltando matones económicos y «sableando» a los amigos, comprometiéndose a restituir en fechas que raramente se cumplían. Era la improvidencia colombiana en todo su esplendor. Dios sabe cuántas familias acaudaladas dilapidaron sus herencias viviendo en Europa de la venta de sus propiedades en Colombia, o hipotecándolas sin remedio para prolongar un baile en medio de la euforia de casar a algunas de las hijas. No en vano Colombia tiene uno de los más bajos índices del Continente en materia de ahorro público y privado. Tampoco, aparentar una prosperidad ficticia fue la excepción de nuestro medio bogotano durante el siglo XIX. Silva le aconseja a su padre, cuando de impresionar a los proveedores extranjeros en París se trata, que no economice en aparentar, pero de ahí no se puede concluir la monstruosidad de que es este un rasgo bogotano durante el siglo XIX. Perder al juego el patrimonio familiar tampoco es exclusivo de región alguna de Colombia. Muchas tierras pasaron de unas manos a otras por la vía del juego en Antioquia, en la Costa, en Bogotá en los Santanderes. La Hacienda de Canoas, en la Sabana de Bogotá, fué jugada en una sola noche a las físicas muelas de Santa Polonia, que era como se llamaba el juego de dados.
Escribí en alguna ocasión con respecto a Silva que, contrariamente a la versión segun la cual fue un incomprendido por el medio en el que le correspondió actuar, la verdad era a la inversa: fue Silva el que nunca pudo hacer un certero diagnóstico de sus contemporáneos y de sus coterráneos. Siempre fue un extranjero en Bogotá, pero no como se pretende, por ser el fruto de una cultura superior, o haber vivido en Europa y haber contraído costumbres suntuarias de las que no participaban las gentes del lugar. Este es el aspecto postizo del verdadero Silva. Presumía de francés, ¡cuando era inmensamente colombiano! Sus cartas en esta lengua demuestran sus limitaciones gramaticales y lingüísticas. Sólo permaneció en Europa durante un año (no dos como lo pretende García Prada), aprovechó cada minuto de su estadía para enriquecer sus conocimientos de la literatura y de la ciencia de su tiempo, que ya eran muy vastos. Se empapó de tal manera en la literatura de la época que su libro De sobremesa es una caricatura de A Rebours de Huysmans y de los decadentes franceses e ingleses del fin de siglo. Lo interesante es que el personaje de A Rebours, des Esseintes, se inspiró en un famoso homosexual, el conde Roberto de Montesquieu Fesenzac, el mismo barón de Charlus, de la novela de Proust. Hoy podemos sonreír ante estos caballeros exquisitos, que fumaban cigarrillos egipcios, sabían los nombres de todos los perfumes y las piedras preciosas y semipreciosas y vestían con una gran afectación cuyo principal ornamento era el monóculo. Basta leer a Oscar Wilde o al propio Montesquieu, para evaluar lo que era el refinamiento: simplemente una pose. Silva o Fernández, como se llama en la De sobremesa, no escapó a esta influencia que permeaba toda la cultura occidental. Consiguió penetrar en los medios literarios franceses a través de un gran poeta cubano, José María de Heredia, que acabó siendo una de las mayores glorias de la escuela parnasiana francesa. Heredia recibía los martes a lo más encumbrado de la intelectualidad francesa y Silva tuvo acceso a alguno de ellos con ocasión su visita a París. No es imposible que el amigo de Proust, el venezolano Reynaldo Hahn, el pianista que con el nombre de Vinteuil figura en la Busca del tiempo perdido, hubiera sido del mismo círculo latinoamericano francés.

Dos rostros

Tenemos entonces dos rostros distintos del poeta: el artificioso dandy de las novelas finiseculares y el colombiano raizal, auténtico, que no encuentra su identificación y sólo se desprende de su máscara cuando llega a la tierra de su ancestro. Sólo Juan Ramón Jimenez, a comienzos del siglo, vislumbró este conflicto sicológico cuando dijo que hubiera querido ver a Silva desnudo y desprendido de toda la parafernalia postiza.
Esta falta de identificación aplicada al problema sexual permite explicar otros rasgos enigmáticos de la personalidad de Silva. Sus condiscípulos de la escuela primaria lo llamaban «el niño bonito» y sus compañeros de juerga en la adolescencia «el casto José», apodo que se adoptó en Venezuela con una connotación aún más inaceptable: «la casta Susana». Y todo porque en las francachelas con las mujeres de la vida no participaba tan activamente como sus conmilitones. Bien podía obedecer a un sentimiento clasista este desdén por las prostitutas, pero existe una explicación de otro orden. El profesor José Francisco Socarrás en su prólogo a la obra de Serrano Camargo sobre Silva, va aún más lejos. Transcribe las recetas médicas del doctor Legendre, el médico de Silva en París, y concluye con que se le prescribían afrodisíacos para la impotencia. Las letras APHD de las fórmulas médicas son indicativas de la voz francesa aphrodisiaque.
Aun la leyenda sobre sus amores incestuosos con su hermana Elvira no son sino una desviación de la extrañeza con que sus íntimos registraban su escasa actividad sexual, sin perjuicio de haber sido Silva extremadamente galante con las damas y que en muchas de sus poesías se canta al aspecto carnal del amor. La frecuentación de las mujeres hermosas no siempre es muestra de una gran virilidad. Don Gregorio Marañón, el célebre endocrinólogo español, apunta en su estudio sobre el donjuán, rasgos feminoides del personaje, y el propio don Juan Evangelista Manrique como que insinúa en forma velada un cierto grado de homosexualidad en Silva, cuyo preámbulo suele ser la falta de identificación. En el siglo XIX la homosexualidad era innombrable, un tema tabú, que se consideraba como un delito. Fue el caso de Oscar Wilde condenado por una Corte de Londres a dos años de reclusión en la prisión de Reading, y todavía, en los primeros años del siglo XX, libros que se ocupaban del tema eran quemados públicamente en Inglaterra, como El pozo de la soledad, o, desconceptuados en Francia como la autobiografía de André Gide, Si el grano no muere, pero hoy en día, con el avance del movimiento gay, una tolerancia que bien puede calificarse de comprensión, permite que este tema se trate abiertamente con un carácter casi científico. Fue audacia grande de Silva haber descrito en su novela De sobremesa escenas de lesbianas que raras veces se mencionaban en Europa y que hubieran sido materia de excomunión en Colombia, si el libro llega a publicarse en vida de su autor.
Fuera o no fuera homosexual practicante, es cosa que no interesa para efectos de explicar su suicidio. Nos basta diagnosticar el doble problema de su falta de identificación y acogernos a la versión psiquiátrica de su conflicto interno más grave que la bancarrota económica, que el pesar por la muerte de Elvira y que sus conflictos domésticos con su propia madre y con su abuela. La raíz del mal estribaba en su falta de identidad que agravaban estos sinsabores y lo precipitaba al suicidio, como ya había ocurrido en el pasado con otros miembros de su familia y ocurriría más tarde con alguno de sus primos Villar.
Dice Socarrás: «Entre las formas clínicas cabe señalar la hipomanía que es una forma benigna o atenuada (de las manías). Se acompaña de exuberancia de pensamiento, conversación fluida e interminable. El individuo se muestra vivo, espiritual, inteligente, brillante, agresivo, irritable, autoritario y sarcástico… Es indiscutible el origen endógeno de la manía melancolía, cuyos factores hereditarios están más que demostrados. La depresión de involución en la vejez se relaciona asimismo con causas orgánicas. En las denominadas neuróticas, la depresión surge de un momento a otro sin causas aparentes o por causas mínimas. El factor importante radica en la personalidad premórbida originada en la infancia. En cambio, existen depresiones producidas por factores externos como el caso del estrés, del duelo provocado por un insuceso, muerte de un ser querido o pérdida de bienes de fortuna, cuya intensidad y duración tiene que ver con la constitución del individuo». Y yo añadiría, de conflictos con la madre en la infancia y en la edad madura.
Y continúa Socarrás: «También hay inercia e inhibición psíquica total, dolor moral, sentimientos embotados, o mejor, anestesia afectiva, culpabilidad e indignidad, autoacusaciones, hipocondría, búsqueda obstinada de la muerte con rechazo de los alimentos, tentativa de suicidio, a veces raptus suicida. Se denomina así la impulsión brutal y súbita que precipita a la muerte. El melancólico se dispara un tiro, se arroja por una ventana, o se clava un cuchillo en pleno corazón. En otras ocasiones, tomada la decisión del suicidio, el individuo permanece tranquilo como si con ella pusiera término a la angustia».
¿No parece hecho sobre medida este diagnóstico sobre el caso de Silva? Por los mismos años en que ocurrió el suicidio de Silva, el Viejo Continente se vio conmovido por el suicidio del archiduque Rodolfo, heredero el trono de Austria Hungría. Tenía la misma edad de Silva y el profesor Ringel diagnosticó que las causas de suicidio residían, en mayor grado, en el desarrollo de la personalidad y del estilo de vida que en la situación crítica inmediatamente anterior al suicidio. Y añade otro experto, Bankl, que «los síntomas del suicidio del archiduque ya se notaban en sus conversaciones y en sus ideas fantasiosas sobre la muerte». Semanas antes de su suicidio visitó a un médico amigo y le pidió que le regalara una calavera que colocó sobre su escritorio para ir familiarizándose con el más allá. Es una conducta que permite emparentar los dos casos, no solamente por su comportamiento en los años anteriores a su muerte (ambos tenían la misma edad), sino por su serenidad en las últimas horas. El príncipe se encerró con su amante en el pabellón de Mayerling y hasta altas horas de la noche se regocijaron oyéndole cantar canciones populares al cochero que les había servido la cena, sin dejar adivinar el propósito de suicidarse minutos después de su partida, haciendo gala de una serenidad comparable a la de Silva, despidiéndose de sus invitados.

Los neuróticos

Nada le resta gloria a la figura de Silva. Fue un genio, menos incomprendido de lo que reza la leyenda, y altamente estimado por quienes tenían las calidades intelectuales para valorar su talento, en el medio estrecho del Tíbet de Suramérica, que siempre ha sido Bogotá. Con premeditada deliberación omito el enigmático episodio de su conflicto con don Guillermo Uribe, a quien se presenta como su verdugo, no obstante haber sido su fiador en un sinnúmero de sus compromisos comerciales de los cuales Uribe no derivaba ningún provecho. Apenas se conocen fragmentos de una carta que, si aún existe, consta de más de cien páginas de una excelente factura literaria. García Prada insinúa que Silva, como Wilde, perdió el dominio de sí mismo y se dejó engañar por el espejismo de placeres no experimentados sino imaginados, presumiendo que la carta de Wilde a Lord Alfred Douglas, que se conoce con el nombre de De profundis, pudo haber llegado a manos de Silva. No pudo ser, puesto que el De profundis mutilado fue publicado en 1905 y divulgado en su totalidad hacia 1912, cuando se adujo como prueba en un juicio por calumnia en contra de Douglas, quien desconocía su contenido.
Hace muchos años me sorprendió el tono rencoroso y autocompasivo de estos dos documentos que raras veces se cotejan y menos con el propósito de establecer un paralelismo. Uno y otro adoptan una actitud de autocrítica; se duelen del tratamiento que han recibido del destinatario; evocan la muerte de su ser querido, en un caso, la madre, y, en el otro, la hermana, en términos desgarradores; recapitulan el episodio de su quiebra a manos del síndico designado por el juez, con detalles tan nimios en medio del desastre, como el dolor de perder libros dedicados por sus autores… Por sobre todo, ambos incluyen un minuciosísimo estado de cuentas que en Wilde aparece mezquino y en Silva recriminatorio, cuando, según Vallejo y el maestro Guillermo Uribe Holguín, hijo del agraviado, Silva no supo corresponder al tratamiento paternal que le dispensaba su fiador.
Fueron tan afines que cualquiera de los dos hubiera podido suscribir aquello de: «No soy de los que nacieron para las reglas sino para las excepciones», o, citar la vieja copla:

«Por amarga la verdad
quiero echarla de la boca»

Fueron dos neuróticos, como tantos otros, de quien Proust, tan citado en estas páginas, pudo decir con razón: «Magnífica y lastimosa familia la de los neuróticos que son la sal de la tierra, ellos y no otros son los que han fundado las religiones y compuesto las obras maestras. Nunca el mundo sabrá lo que les debe y lo que ellos han sufrido por dárselas».
Es una cita que yo le robo a Aníbal Noguera porque me parece que en el caso de Silva viene como anillo al dedo. (1996)

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«LLANTO DE AMÉRICA» (FRAG.)

ALFONSO REYES

Estos días pasados, leyendo una página de Salomón de la Selva sobre el Nocturno de José Asunción Silva, volvíamos a pensar en el tema de las lágrimas, capítulo fundamental para la antología americana. América, como se ha dicho de Virgilio, tiene «don de lágrimas». En la temática de la poesía americana  la gota de miel, el destierro y el regreso, los murmullos del bosque o «soledad sonora», los ríos, las aves de presa y las ornamentales (cóndores, águilas, búhos, cisnes y palomas), el amor a Francia, el otoño, las princesitas modernistas, los pianos y las marimbas, etc. , corresponde un sitio de honor al tema de las lágrimas, a partir del bravo Pantaleón: «¿Quieres flores? Pues yo te las daré ¡pero no llores!».
Salomón de la Selva descubre, en las páginas de la Amalia de José Mármol, evidentes coincidencias rítmicas y verbales con el Nocturno de Silva: «Eran las ocho y media de la noche, Y la luna, llena y pálida…». Aquí están ya el pulso, la vena cadenciosa, el cuadro de luz y sombra del Nocturno.

Pero aquel sollozo pegadizo que escuchamos por todo el Nocturno ¿no guarda también un parentesco evidente, de afinación melancólica, con el largo chorro de lágrimas que hay en la María de Jorge Isaacs?
Jorge Isaacs, maestro del lloro. De él hemos escrito alguna vez, comentando sus cartas a Justo Sierra, que la suerte trajo a nuestras manos:
Jorge Isaacs toma la pluma, y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce, contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar.
El romántico caballero judío, hijo de un inglés establecido en el Cauca, descubre a su vez  y no lo ha notado la crítica  una lejanísima inspiración de aquella Menina e moza de Bernardino Ribeiro que está en la base de toda literatura «soledosa». Hace unos años, en mensaje a Colombia para el aniversario de la María, señalábamos ased esta posible fuente, digna de una investigación más precisa.
El capítulo de Keyserling sobre la tristeza iberoamericana  por eso es grande  recoge la observación que todos han hecho. La gama de nuestra tristeza recorre desde el sentimiento trágico y nostálgico que galopa por las serranías del Norte, hasta el aburrimiento desolado que inunda las llanuras del Sur. Llueven lágrimas. Por todos nuestros campos se han puesto a sollozar las guitarras. Pero, además de eso, Jorge Isaacs, el clásico del llanto ¿se habrá contaminado de los soledosos portugueses? Comenzaba así Bernardino Ribeiro, allá por el siglo XVI: «Menina y moza, me llevaron de casa de mis padres». Le hace eco el colombiano Jorge Isaacs, al comienzo de su María: «Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna».
Volvamos a José Asunción. Doncel hermoso y torturado, noble y romano el continente, los tristes ojos de perro nazareno. Ardió entre los brazos de la rusa, otra María de las estepas. Trajo hasta sus versos el hipo del sollozo, aquel rosario de perlas desgranadas que botan y rebotan y no se deciden a acabar. Perdió en el naufragio su Estética de los perfumes. ¡Qué Des Esseintes!
Desde el cementerio, lo llamaba, lo fascinaba la sombra de su hermana. Y una noche, una noche toda llena de rumores y de lágrimas, se encaminaba, solitario, a la tumba de los suicidas (…)

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SILVA Y LOS PSIQUIATRAS

Andrés Holguín

En estos días se reune en Bogotá el XXI Congreso .Nacional de Psiquiatria. Y, según lo anuncia la prensa, además de temas de incandescente actualidad, como el de la grieta generacional entre padres e hijos, y entre maestros y estudiantes, o el de la adicción a la droga (que, con marihuana y cocaína, envenena a generaciones enteras), se tratará un tema lejano en el tiempo, pero que no ha perdido vigencia entre nosotros: el del suicidio de José Asunción Silva.
Es cuestión que ha sido muy debatida, desde los propios días de la muerte del gran poeta, autor de «El Libro de Versos». Sobre el particular escribieron Rufino Blanco Fombona y Alcides Arguedas, Sanín Cano y Rafael Maya, Camilo de Brigard y Luis Alberto Sánchez, Miguel de Unamuno y Tomás Rueda Vargas y Emilio Cuervo Márquez; y, en forma extensa, Alberto Miramón y Edmundo Rico  entre muchos otros. En suma, todos los que, en una u otra forma, se han ocupado de la vida del poeta y del significado de su obra. Algunos han tratado el tema de manera literaria. Otros, aproximándose a la biografía del poeta. Otros, desde el punto de vista psicológico y psiquiátrico.
El tema es complejo. Y es peligroso aportar soluciones esquemáticas o simplistas, que desconozcan la personalidad muy difícil de Silva. Una interpretación de primer plano falsea la historia. Un caso tan dramático como el del suicidio de Silva en 1896, exige vivirlo por dentro del personaje, tratando de entender sus problemas y sus angustias  todo ello dentro del medio en que actuaba y de acuerdo con un carácter de rasgos psicológicos muy huidizos.
Ojalá el nuevo Congreso de Psiquiatría pueda aportar algo nuevo sobre el particular o, al menos, que algunos de los participantes puedan darnos lo que es, en la actualidad, el enfoque de esta ciencia de la psiquiatría sobre el trágico fin del poeta del «Nocturno».
Hay dos interpretaciones antagónicas  igualmente erróneas a mi modo de ver  sobre las causas del suicidio de José Asunción. Algunos ponen en primer plano su situación económica. Otros, sus amores frustrados y, en particular, la supuesta relación del poeta con su hermana Elvira, y la muerte de ésta. Aquéllos se deleitan en los pormenores de las sucesivas quiebras del poeta, sus deudas y los juicios y embargos a que dieron lugar los préstamos y acosantes persecuciones. Simplistamente concluyen: arruinado, decidió matarse. Los otros, con paralela superficialidad frente a la personalidad abismal de Silva, suponen que estuvo enamorado de su hermana y que, al morir ésta, el poeta desesperado decidió quitarse la vida. En la misma dirección apuntan quienes hablan de sus amores fallidos  el «Casto José» , incluso de sus tendencias homosexuales o de su timidez sexual y de las frustraciones originadas en el duro carácter de la madre, doña Vicenta. Todo ello parece unilateral; esquemas que adulteran todo el problema.
Más peligroso resulta que algunos psiquiatras, sin conocer suficientemente la vida y personalidad de Silva, y los detalles que rodean su existeneia y su obra, intenten dar solución  sintética o ingenua  a los interrogantes muy graves que plantea el suicidio del gran lírico. Tal el caso del psicoanalista Javier León Silva  si debemos dar crédito a lo que informa la prensa  quien dice: «La inspiración en su hermana Elvira para escribir uno de los Nocturnos respondía al interés de Silva de que su amigo José Eustasio Rivera se fijara en ella. Se podría decir  agrega  que los Nocturnos (sic) son como una forma de llamar la atención de Rivera hacia Elvira». Dos frases que contienen tantos errores como palabras. Solo un Nocturno pudo inspirar Elvira a José Asunción: «Un noche toda llena…». Y, si ya estaba muerta Elvira y el célebre poema es una invocación de su amor desaparecido, ¿cómo podría el poeta tratar de llamar la atención de Rivera hacia Elvira… ya muerta? De otro lado, el Nocturno I (Poeta, di paso…) fue escrito en 1887, cuatro años antes de la desaparición de Elvira; por tanto, nada tiene que ver con la muerte de ésta. Ni Elvira es su inspiradora. Los otros dos Nocturnos (II y III, A veces… Oh dulce niña pálida…) nada tienen que ver aquí. De manera que hablar de Nocturnos (en plural) para referirse a Silva y Elvira solo revela un absoluto desconocimiento de la cuestión debatida. Finalmente, suponer que un poeta de la sensibilidad de Silva, y precisamente al escribir un poema como el Nocturno (Una noche…), lo que pretendía era llamar la atención de un extraño (Rivera) sobre su hermana, resulta no sólo grotesco sino divertido. Y si con esta clase de planteamientos se pretende, desde un ángulo «psiquiátrico», buscar respuesta al suicidio de Silva, mejor es dejar intacto el problema.
A mi modo de ver, el suicidio de Silva responde a muchos impulsos secretos del poeta, y a múltiples factores. No es un hecho fortuito, ni algo que súbitamente pasó por su mente. Es un largo proceso, acaso de muchos años. Un proceso de angustia, de desesperación, de fracasos sucesivos y de situaciones abrumadoras. Es claro que la muerte del padre, en 1887, hiere centralmente su sensibilidad. La situación que de allí se deriva  Silva al frente de unos negocios en bancarrota  es igualmente agobiadora. Nuevas y nuevas frustraciones, embargos, deudas, sinsabores de toda índole. Todo ello va minando las resistencias emotivas del poeta. El 11 de enero de 1891 muere Elvira. Es otro eslabón en la dolorosa cadena. Es un hecho que rompe la vida emocional de Silva. Pero estamos todavía a cinco años del suicidio, circunstancia que olvidan generalmente los que vinculan la muerte de la hermana con el suicidio del poeta. Vienen otros cinco años de desencantos y frustraciones, su fallida misión en Venezuela, luego el naufragio del vapor «L’Amerique» con muchas horas de angustia inenarrable. Y, después, nuevos problemas, otra quiebra, más desengaños económicos y sentimentales.
Lo probable es que nada de esto, ninguno de estos hechos objetivos, sirva para explicar el suicidio del poeta. Ni siquiera la muerte de su hermana Elvira, lo que ha hecho pensar en un «complejo de Narciso»: morir para encontrarla a ella. Mirarse en las aguas de la muerte, y lanzarse a ellas, para encontrar su propia imagen; y la de ella. La causa del suicidio, a mi modo de ver, está en otra área. Es que José Asunción, perdida la fe cristiana desde su adolescencia, no encuentra en adelante explicación alguna sobre el mundo, ni sobre su presencia en un mundo fantasmagórico. Escéptico, desengañado, lee ávidamente filosofía y literatura, religión y moral, para tratar de hallar una luz, una respuesta. Y no la encuentra. El nihilismo de Nietzsche y el sombrió pesimismo de Schopenhauer (su «maestro») lo atraen. Su problema es un problema metafísico. Es su posición ante el universo. La muerte le seduce, lo atrae como un horrendo abismo; pero no puede verla sin desolación. La muerte es la nada:

«Era el frío del sepulcro, era el hielo de la muerte,
era el frío de la nada…»

dice en el Nocturno. La muerte no ofrece esperanza alguna. Y, por anticipado, resta toda razón de ser a la vida misma. Las estrellas arden, misteriosas,

«en el infinito que aterra»,

el mismo en cierto modo de Pascal: «El silencio eterno de estos espacios infinitos me aterra», decía el genio francés más allá de su creencia muy auténtica. Silva no tiene esa creencia. Está solo frente a la vida. Solo frente a la muerte. Su destino es el polvo irremediable,

«entre un negro ataúd de cuatro planchas,
con un montón de tierra entre la boca».

Es el diálogo del poeta con la muerte, el ineluctable destino del hombre; es

«el gran diálogo confuso
de las tumbas y los cielos».

Frente a este agnosticismo de José Asunción Silva; a su profunda y muy verdadera angustia (no es desesperación literaria); al soplo de misterio que cruza sus poemas  como amargo fruto de su incomprensión del mundo y de la vida , y su espanto ante una muerte que sólo significa para él un retorno a la nada, cuán superficiales y vanos resultan los fáciles esquemas para explicar su suicidio: fracaso económico, quiebras y embargos, amor por su hermana desaparecida cinco años antes…
Si el nuevo Congreso de Psiquiatría va a ocuparse del caso de José Asunción Silva, ojalá lo haga abocado a la complicidad y enigma de la personalidad asombrosamente rica y oscura del poeta, que excluye  por anticipado  cualquier interpretación simple… o divertida.

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LOS ACREEDORES TAMBIÉN COBRAN VIDAS

Alfredo Iriarte

Cuando en 1865 nació en Bogotá el hijo mayor del matrimonio de don Ricardo Silva y doña Vicenta Gómez, pareció que hubiera ocurrido una de aquellas coincidencias o confabulaciones astrales con que los magos del zodíaco explican y predicen el destino de los seres humanos. En efecto, a los pocos años de su nacimiento, la realidad de los hechos parecía corroborar los resultados de esta imaginaria conjunción astral. El jovencito José Asunción Silva Gómez era una obra maestra de la naturaleza, tanto por su magnífica catadura física como por el talento precoz con que deslumbraba a parientes y amigos. Y como si todo esto fuera poco, estaba destinado a heredar una de las más sólidas fortunas conocidas en la ciudad y consolidada gracias a la pericia comercial de don Ricardo, cuya firma era una de las más respetables y bien acreditadas de Bogotá. Sin embargo, no eran aquellos tiempos especialmente propicios para el afianzamiento de fortunas perdurables. Entre los varios factores que conspiraban contra la estabilidad de la industria, el comercio y los negocios en general sobresalían la inestabilidad política, las frecuentes y calamitosas guerras civiles y las violentas fluctuaciones que nuestras materias primas de exportación sufrían en los mercados internacionales.
En tiempos que todavía eran de bonanza, cuando aún andaba por los 20 años de su edad, el joven José Asunción viajó a Europa. La mayor parte de su permanencia transcurrió en Francia. Allí Silva aprovechó hasta el máximo posible las oportunidades de toda índole que le brindaba esa gran nación y su capital que por entonces atravesaban la más brillante y fructífera etapa de su existencia cultural. Silva estuvo cerca de notabilísimos exponentes de la literatura francesa; adquirió libros de incalculable valor; asistió a memorables eventos culturales de diversa índole. Y en términos generales regresó a su lejana e inaccesible aldea andina cargando con un acervo cultural admirablemente bien asimilado. Desgraciadamente fue poco después cuando podría decirse que los astros se confabularon definitivamente en contra suya. Murió don Ricardo y, en pocas palabras, se destapó la cruda realidad. El poeta, el varón privilegiado que aspiraba a manejar sus negocios desde una aséptica distancia para poder seguir dedicado de lleno a los más nobles quehaceres del intelecto, no tuvo más remedio que meterse de lleno en la sórdida batalla en la que sólo son válidas como armas los pagarés, las letras de cambio, las escrituras de propiedad y de hipoteca, los oficios judiciales, los cheques y otros documentos por el estilo. De modo que, en forma brutal e inmisericorde, el poeta se veía obligado a librar una lucha desigual con armas que no eran ni podrían ser jamás las suyas. Naturalmente, la derrota era previsible de antemano. Debemos al testimonio excepcional e insospechable de Camilo de Brigard Silva, sobrino del poeta, algunos de los pormenores más patéticos del acoso inclemente a que fue sometido Silva por parte de sus acreedores a partir del infortunio comercial de sus negocios. Fue un viacrucis largo y que no conoció reposo. Pero en el caso específico de Silva operaron factores que lo hicieron especialmente amargo. Tenía don Ricardo Silva un fraterno amigo de toda su vida que era el distinguido caballero bogotano Guillermo Uribe. Fallecido don Ricardo, el señor Uribe aceptó servir de fiador a José Asunción en algunas de sus obligaciones. Pero al percibir los primeros síntomas de que la situación se iba tornando difícil, don Guillermo abdicó de todo posible principio de conmiseración o de solidaridad con el hijo de su amigo, y no sólo comenzó a cobrarle el importe de las deudas con un apremio que no daba tregua, sino que descendió a la infamia de amenazarlo con una denuncia criminal por un supuesto delito de ocultación de mercancías. Esto, desde luego, era un infundio, pero tuvo el poder suficiente de atemorizar a Silva hasta llevarlo a extremos ciertamente deplorables de angustia. Fue entonces cuando la mala estrella del poeta le asestó el más cruel de los golpes con la muerte inesperada de la bellísima Elvira Silva, su hermana menor, quien a sus naturales encantos agregaba los de poseer una excepcional cultura artística e intelectual y que, por lo tanto, alcanzó a comprender como nadie la prodigiosa dimensión del mundo poético que, en medio de todos los embates de la adversidad, estaba forjando su hermano. La desaparición de Elvira fue para Silva, como bien es sabido, un verdadero cataclismo, agravado por la lastimosa circunstancia de carecer de los 600 pesos que costaba el sepelio. En tan aflictiva situación el poeta no tuvo alternativa distinta de pedírselos prestados al señor Uribe, quien se los facilitó en medio de agrias y humillantes advertencias. No había pasado mucho tiempo cuando el sórdido acreedor agregaba a sus cobros destemplados y a sus amenazas el requerimiento perentorio para que le fueran cancelados de inmediato los 600 pesos del entierro de Elvira.
Hay una carta cuyo patetismo es ciertamente conmovedor, en la que Silva presenta a Uribe una relación pormenorizada de todas las fases de su amargo proceso de bancarrota sin excluir la aflicción causada por la muerte de Elvira y su carencia de fondos para costearle unas exequias decentes. A esa carta pertenecen estos dos párrafos, que constituyen uno de los más conmovedores testimonios del calvario de Silva y de la vesania del más despiadado de sus verdugos:

Fuera de algunos volúmenes de mi biblioteca sin valor material (pues los que valían los entregué ya a mis acreedores), de seis vestidos negros muy usados, de 20 pares de botines ingleses, de mi reloj, de un anillo de oro, de un prendedor de corbata y de una cartera con $50, no tengo nada, ABSOLUTAMENTE NADA, sino la cabeza y las manos para trabajar. Pueden perseguirme el juez del crimen y todas las autoridades civiles y judiciales de la República de Colombia, que se llevarán un chasco formidable. Yo no he puesto nada APARTE, como lo deja usted comprender en su carta del 8 de los corrientes.
¿Cree usted que no tengo interés en tener en mis manos los cuatro pliegos de papel sellado en que usted escribió su nombre cerca del mío y que me han costado un año de angustias y de desengaño cruel respecto a una de mis mejores creencias; los cuatro pliegos de papel sellado que pueden echar a tierra mi porvenir y que han hecho que el mejor amigo de mi padre me amenace con un proceso criminal y que me han hecho escribir esta carta a mí, que desprecio profundamente las fortunas mal adquiridas y que puedo mirar de frente a cualquiera sin tener por qué humillarme?

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Lo admirable hasta alcanzar extremos de inverosimilitud es que lo mejor de la breve y luminosa obra poética de Silva data de esos años atroces. Resulta ciertamente increíble que un hombre de la fina sensibilidad de Silva, uno de aquellos «desollados vivos» de que hablaba Jorge Zalamea, hubiera podido a la vez afrontar las arremetidas sórdidas del Shylock criollo que ya conocemos y disponer de corazón y mente despejados para hacer realidad los milagros líricos del Nocturno y de Día de difuntos. Pero la verdad es que así ocurrió.

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Gracias a la generosa intervención del Presidente titular Rafael Núñez, Silva fue designado para un cargo subalterno en la Legación de Colombia en Caracas, lo cual les permitió a él, a su madre doña Vicenta y a su hermana Julia, un mediano pero aceptable alivio para sus penurias económicas. Núñez, aunque pésimo poeta, mostró en diversas oportunidades una generosa simpatía hacia estos extraños ejemplares del género humano. Ya antes el nicaragüense Rubén Darío había recibido gracias a él la designación como Cónsul de Colombia en Buenos Aires. Fue así como Silva tomó la ruta del río Magdalena y se detuvo en Cartagena con la finalidad primordial de expresar su gratitud al Presidente Núñez y seguir viaje hacia Caracas. Sin embargo, tuvo que detenerse unos días en Cartagena donde no sólo Núñez sino los personajes más prominentes de la ciudad le tributaron todos los homenajes de reconocimiento que hasta entonces le había negado su ciudad nativa. El entusiasmo de los cartageneros con la presencia de Silva y el sincero fervor que les inspiraba su obra llegó hasta el punto de que la primera publicación que conoció el Nocturno se hizo en una modesta publicación literaria, casi una hoja, que se imprimía en Cartagena con el nombre de La Lectura.

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Vino luego la breve época de Caracas y el triste regreso a Bogotá a hacer frente al mismo cúmulo de problemas mezquinos y a las quiméricas soluciones que no llegaban. Con los medios de entonces, casi tan precarios como los de hoy para las dolencias del espíritu, el médico Juan Evangelista Manrique estuvo tratando a Silva. Hay una curiosa receta firmada por el doctor Manrique el 11 de mayo de 1896 en la que prescribe a su paciente tinturas de ipecacuana, colombo y genciana; gotas de cloroformo puro y polvo de belladona. Además, en la receta le prescribió a Silva una dieta a base de sopas espesas con consistencia de mazamorra, huevos tibios, leche y carnes blancas y frescas. No sabemos si el poeta siguió estas indicaciones pero dudamos de que, en caso de haberlo hecho, hubiera desistido del propósito que llevó a cabo en la noche del 24, de no seguir tolerando las afrentas y el asedio inclemente de la vida.

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FERVOR POR EL POETA

DARÍO JARAMILLO AGUDELO

Esta mañana, antes de comenzar las labores del trabajo diario, fui invitado por una amiga a una ceremonia privada, casi íntima, ante la tumba de José Asunción Silva. Se trataba, para las apariencias externas, de colocar un ramo de homenaje al poeta muerto hace cien años. Para mí, debo admitirlo, era también un racionalista empeño de hacer la comprobación empírica de que una presencia tan viva ya hubiera dado con sus huesos en el cementerio. Y era también una intuición sobrenatural que consistía en invocar la presencia de algún Silva invisible pero real, que tal vez en otro mundo sigue siendo el mismo José Asunción, para que desde por la mañana nos acompañe en estos actos de celebración de su poesía.
Qué pensará, si existe, si lo podemos invocar, este dandi distante que daba la apariencia de despreciar el medio donde vivía, si ahora fuera testigo del fervor con que lo celebramos. Qué sentirá este tímido poeta, que escribía versos para ser leídos en la intimidad. Este hombre de pequeños círculos y pocos amigos, qué sentirá, repito, de su capacidad de convocarnos a todos para dar testimonio de nuestro agradecimiento por su poesía y de nuestra emocionante memoria de sus versos.
Para la sensibilidad de nuestro tiempo, José Asunción Silva constituye el hecho central de la poesía colombiana. A partir de sus versos, se funda lo que los lectores de hoy consideran como poesía viva, que puede acompañar a los individuos, y no solamente historia poética, arqueología literaria. Pero además de ser el punto central, la vida misma de Silva, su trágico final, la brevedad de su transcurrir en este mundo, lo han convertido en un mito. Más allá de la valoración de sus versos, los colombianos (difíciles de reunir alrededor de una sola idea) por la intuición de todas nuestras sensibilidades, hemos terminado por escoger a Silva, al individuo, a José Asunción, como un mito de nuestra historia, como nuestro gran poeta.
No siempre fue así. Bien sabemos que en vida no publicó un volumen con sus obras, que para que éstas aparecieran en forma de libro hubo que esperar casi veinte años después de su muerte. Que entre los poetas que lo conocieron y entre los grandes poetas hispanoamericanos de su generación, había una consideración muy especial por él. Pero hasta el decenio de los cuarenta bien sabemos que el punto central de nuestra poesía, aparte de ser el gran dómine de la cultura colombiana, fue don Guillermo Valencia. Ya fallecido el maestro Valencia, en el año de 1946 se publicó el Índice de la poesía contemporánea de Colombia, que llevaba por subtítulo Desde Silva hasta nuestros días. Y es con esa antología que se inaugura el reinado de Silva, una constelación ascendente de convergencia y de asentimiento hacia su poesía, que alcanza su cenit a principios del decenio de los sesenta, pronto a cumplir cien años de nacido, cuando una encuesta entre académicos señala el «Nocturno» como el más importante de los poemas escritos por poetas colombianos.
Es muy impresionante observar cómo, desde entonces hasta hoy, ese valor gratificante de Silva como poeta, esa capacidad de acompañarnos con sus versos, se ha mantenido incólume. Todavía impresiona más la doble comprobación de que Silva es un poeta popular por excelencia, aprendido en las escuelas por los colombianos, pero a la vez, también, el poeta que todos los poetas colombianos estiman. Esta coincidencia entre poetas, es uno de los hechos constitutivos del mito Silva. Y de seguro, al fantasma de José Asunción aquí presente, le debe producir una sonrisa entre irónica y ufana.
Hoy, cuando conmemoramos los cien años de su muerte, las instituciones como la Casa de Poesía Silva, el Banco de La República, el Instituto Caro y Cuervo, el Museo del Siglo XIX del Fondo Cultural Cafetero, la Biblioteca Nacional, la Fundación Santillana, celebran a Silva con diferentes eventos y registran su memoria con libros, catálogos, películas y exposiciones como ésta. La intención es que seis salas simultáneas cuenten diferentes aspectos de Silva, muestren el tesoro documental que se conserva y luego, cinco copias de síntesis recorrerán el país contando en museos y escuelas la vida del poeta.
Pero es de la entraña misma de la gente, de donde brotan espontáneas manifestaciones de afecto al poeta, signos externos de que José Asunción es un mito. Este último fenómeno, su capacidad de convocatoria a los individuos, es en verdad lo que mantiene viva la llama de fervor por el poeta. Lo que hacen las instituciones, es registrar un sentimiento que viene desde los lectores de poesía.
Repasando la historia podemos saber cómo las retóricas van derogándose, y cómo el prestigio de los poetas depende del valor de cambio que en el mercado de valores literarios tenga su retórica. Así, hay poetas cuya estimación social y crítica es bastante efímera. En otros, dura más aquello por la duración de la misma retórica. En este sino, que a veces es singular, es posible predecir que llegue el día en que convirtamos por fuerza de institucionalizarlo en un poeta oficial a nuestro entrañable José Asunción. Es predecible también, que llegue, como le han llegado a grandes poetas, los parricidas que lo bajan del pedestal en que lo tenemos y entronicen otros poetas. Todo esto es posible. Pero mientras tanto, mientras esto llega, podemos dar un testimonio de cada uno de nosotros. Hablo en primera persona, para decir que los versos de José Asunción han sido para mí compañía y lenitivo, han sido modelo de sensibilidad, han sido una de las visiones de la poesía que más temprano me llegó, y me caló más hondo. Creo que este testimonio, lo podemos repetir todos los aquí presentes, como memoria de un tiempo, de un tiempo difícil en que la esperanza tenía que ver con la palabra y por tanto con los poetas. Si aquí está presente ese irónico y sensitivo fantasma que me atreví a convocar esta mañana en el cementerio, yo quiero con todos los aquí presentes, darle una señal de respeto, de cariño, de afecto, de admiración.

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SILVA, MITO CENTRAL DE LA POESÍA COLOMBIANA

DARÍO JARAMILLO AGUDELO

Con motivo de mi lectura esta noche y consciente del temor escénico redoblado que me produce la ocasión, me tomé el trabajo  que es placer  de volver a leer los poemas de José Asunción Silva. También emprendí la labor, más de castillo de naipes, de tratar de interpretar el significado actual de Silva en la poesía colombiana.
La habitual incomunicación entre nuestros países me conduce a dos aclaraciones previas. Una, que en esa revisión regresé a unas páginas sobre Silva escritas hace varios años y publicadas en la versión colombiana de la revista Quimera. Cuando escribí ese texto aún no habían aparecido cuatro biografías que vinieron luego ni el alud de artículos, ensayos, crónicas, rescates y remembranzas que ha producido en Colombia el Centenario de la muerte del poeta.
Sin embargo, a pesar de los defectos de información que pueden tener unas páginas escritas antes de la publicación de las investigaciones biográficas, hoy más que nunca está acentuado el carácter que aquellas notas le atribuían a Silva: Silva como mito central de la poesía colombiana.
Aquí debo entrar en la segunda aclaración previa. Con la aludida incomunicación entre países, hablar de José Asunción como mito en un escenario distante de Colombia, resulta tan exótico como si el tema fuera la mitología del pueblo wayuu, que habita en la Guajira, o de la cosmología tunebo, el pueblo indígena que habita el oriente del país.
Sabemos que la verdadera geografía de la poesía es el lenguaje. No existe poesía colombiana o mexicana, existe la poesía en español. No obstante que el universo es tan amplio como la lengua, como en toda construcción humana, su conocimiento comienza por lo más inmediato. Es verdad que existen dioses tutelares de la poesía en nuestra lengua, desde Berceo y san Juan de la Cruz, pasando por Quevedo y Góngora hasta llegar a Rubén Darío y a Neruda. Pero el hallazgo de las raíces comienza por el otro extremo, por los escritores locales, que nos atan al pasado y nos legan la visión del entorno donde nacemos.
En cada pueblo, en cada aldea, existe un cantor local. Vengo de Santa Rosa de Osos, donde el mejor poeta de la historia humana se llama Porfirio Barba Jacob, aquél poeta errante que nació en mi pueblo y murió en esta ciudad de México en 1942. Sin biografía hasta cuando un tozudo investigador, un espléndido escritor, Fernando Vallejo, persiguió sus huellas de aire y escribió la mejor biografía que se ha hecho por colombiano y de colombiano alguno.
Conté con suerte y el poeta de mi pueblo, el mejor poeta del mundo para todos los santarrosanos, es un poeta con cierto prestigio, que alcanza su cota más alta con su presencia en la famosa antología Laurel, de Villaurrutia y Paz.
En la graduación de mitos, José Asunción Silva es nuestro mito nacional. Hoy por hoy no se trata de un poeta apolillado sino de un escritor vivo y vivificante, de quien los colombianos conocen y aman sus versos, un mito actuante en las más extrañas y más inesperadas situaciones. Entender a Silva como mito suena aquí como religión ajena. Siendo así, quiero ser meramente descriptivo y renunciar a todo proselitismo. Cuento mi cuento, el mismo cuento escrito hace años, con las correcciones que el paso del tiempo obliga a introducir en la siempre viva teología silviana.
Silva es el primer poeta colombiano que se deja leer como un poeta de hoy. Como nuestro contemporáneo. Esto no ocurre con ninguno de los poetas anteriores y apenas sí con unos pocos posteriores.
Antes de Silva hay datos estadísticos curiosos, como que, en la colonia, don Juan de Castellanos escribió el poema más largo de occidente, 150.000 endecasílabos. Antes de Silva está el rescate  para especialistas solamente  que hace Lezama Lima del barroco: en el paquete vendrá Domínguez Camargo, ese jesuita que llamó a las murallas «párpado de piedra bien cerrada» y también le puso nombres alegóricos a cada cosa. O, en lo anecdótico, puede estar aquel platónico amante de la colonia, Francisco Álvarez de Velasco, que se dedicó a declararle su amor desde Santafé hasta México  de Santafé a México: cinco meses o más de camino que nunca recorrió  a sor Juana Inés de la Cruz. O está otra sor criolla, una monja de clausura de Tunja, sor Josefa del Castillo, escribiendo a Dios tan apasionados poemas, que hoy figuran confortablemente en antologías de poesía amorosa. Pero antes de Silva, esto, esta colonia perdida, la Real Audiencia de Santafé, el casi inexistente Virreinato de Nueva Granada  en las Indias , es prehistoria, material de académicos.
Antes de Silva está el azar que junta la oportunidad de traducir versos para niños del inglés con el ingenio bogotano y la facilidad versificadora de Rafael Pombo, y está también ese único momento, que él maldijo siempre, a sus veinte años, cuando compuso la desconsideradamente extensa Hora de tinieblas. Antes  y al tiempo  está ese torrente de ingenio y mal gusto, que forma parte sin embargo  contra mi voluntad, debo decirlo, pero sin remedio  de la herencia estética colombiana, de la cultura poética popular, que es Julio Flórez. Antes están el humor poético de Gregorio Gutiérrez González, los nombres para tarea escolar de José Eusebio y Miguel Antonio Caro, de Rafael Núñez, de Jorge Isaacs, de Diego Fallon. Antes de Silva, todos los versos escritos en Colombia son prehistoria, material de tos alérgica a los hongos que crían los libros nunca consultados de las bibliotecas. En prosa  debo admitirlo  anterior a él, está la María, de Jorge Isaacs. Don Alfonso Reyes señala que «en la temática de la poesía americana  la gota de miel, el destierro y el regreso, los murmullos del bosque o `soledad sonora’, los ríos, las aves de presa y las ornamentales (cóndores, águilas, búhos, cisnes y palomas), el amor a Francia, el otoño, las princesitas modernistas, los pianos y las marimbas, etcétera  corresponde un sitio de honor al tema de las lágrimas». Y luego agrega el escritor regiomontano: «Jorge Isaacs toma la pluma  y al punto se le saltan las lágrimas . Y cunde por América y España el dulce, contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar». De los versos de Isaacs, el «clásico del llanto» como lo llama Reyes, no queda nada, sólo su novela. En poesía, el poeta más antiguo que conserva actualidad sigue siendo Silva.
Silva es el primer contemporáneo, pero a la vez es la génesis de la poesía posterior a él. Todo lo que ha venido después estaba ya en él. Hay una vertiente que nace en Silva y va por Eduardo Castillo, por Aurelio Arturo, por Eduardo Cote Lamus, Fernando Charry Lara, Rogelio Echavarría, Giovanni Quessep, José Manuel Arango, Jaime García Maffla. Hay otra vertiente que nace en Silva  en el Silva de Gotas Amargas y continúa con Luis Carlos López, León de Greiff, Ciro Mendía, Luis Vidales, Jotamario, la María Mercedes Carranza de «Vainas», Rubén Vélez. La cuestión es tan totalizadora, su presencia tan tenaz en la poesía colombiana, que  aparte de ser el primero, el más antiguo y más actual contemporáneo de los poetas en Colombia , es también el centro de la poesía colombiana.
Cosa curiosa: existe en Colombia, entre los poetas, un consenso sobre la importancia central de Silva en la historia de nuestra poesía. ¿Desde cuándo ocurre esto? Es obvio que durante su vida y varios años después, no fue así. Mientras Guillermo Valencia vivió, tampoco. Se diría que este reinado tiene algo así como cincuenta años. La mejor manera de establecerlo es mediante las antologías. Silva comienza a aparecer en antologías generales de poesía colombiana desde 1913. En 1914 el español Eduardo de Ory publica su Parnaso colombiano con un prólogo de Antonio Gómez Restrepo  e1 crítico oficial de la literatura colombiana durante la primera mitad del siglo XX  donde reparte medallas así: Julio Flórez es «el más popular de nuestros poetas», Guillermo Valencia es «el más insigne lírico entre los colombianos que viven» y «el coro de nuestros poetas modernos aparece encabezado por José Asunción Silva».
Silva continúa en el coro en 1935, cuando Carlos García Prada publicó su antología de líricos colombianos, donde escribe: «[Rafael] Pombo… es sin duda nuestro mayor poeta… Pombo y [Guillermo] Valencia son los maestros».
En 1945, Silva sigue en el coro. Para Carlos Arturo Caparroso, el autor de la Antología lírica, cien poetas colombianos, el gran poeta es Guillermo Valencia, «cuyo estro resonante es el acontecimiento más grande en la lírica nacional».
En el mismo año, 1945, la librería Horizonte publica una edición facsimilar de los manuscritos de El libro de versos «permitiendo un amplio acceso a los documentos originales del poeta, con lo cual se puso en posesión de los estudiosos de la obra de Silva elementos importantes para la comprensión de su trabajo», según escribe Gustavo Mejía.
En 1946 se publica un Índice de la poesía contemporánea de Colombia, con el siguiente subtítulo: Desde Silva hasta nuestros días. Es esta la época en que, tras el texto demoledor de Eduardo Carranza contra Guillermo Valencia  `Bardolatría» pasamos del reinado de Guillermo Valencia al imperio de Silva como centro de la poesía colombiana.
El mito se alimenta de leyendas. Está, claro, en primer lugar, el valor extrañamente mitificante del suicidio de Silva, a los 31 años de edad. Pertenece al terreno de lo irremediablemente desconocido la causa del suicidio de Silva. O de cualquiera. ¿Qué deliberación condujo a? ¿Qué causa, qué amenaza? Será algo que  en todos los casos  se lleve la muerte también consigo. La muerte de la hermana, deudas de juego, ruina, «malos libros»  como le escribe Pombo a Rufino José Cuervo , éstas y muchas más causas se han jugado en esta baraja en la que todos ignoramos cuál fue la baza de la muerte.
A pesar de que contribuya a la leyenda, y la leyenda vivifique el mito, y el mito sea  por casualidad , el principal poeta colombiano, la mala fe contra la poesía consiste en relacionar lo uno con lo otro: el suicidio, este suicidio, no convierte los poemas de su autor en mejores poemas. La poesía de Silva no es mejor porque Silva se haya suicidado. Es posible que el suicidio mismo no tenga nada qué ver con la poesía. Es posible, hago cábalas en un terreno donde todas y ninguna se valen, que si hubiera encontrado las palabras, si la poesía lo hubiera acompañado aquella noche, es posible, digo, que no se hubiera suicidado: lo digo en serio, ya la versión circula; no, no hubo tal suicidio y, en este caso, perdonen ustedes, el «Nocturno» seguirá siendo el «Nocturno» y las Gotas Amargas serán más que nunca el gesto de un dandi. El suicidio es apenas una de las leyendas proteicas que constituyen la veta trágica del mito Silva.
Hay varios más. Está, en primer lugar, una especie de destino fatal de su familia. El asesinato de su abuelo en la hacienda Hatogrande, hoy casa campestre de los presidentes de Colombia, la larga cadena de suicidios en su familia, que inicia Guillermo Silva Yáñez, su primo, que se elimina a los 22 años en 1860, la continúa el propio poeta en 1896, se prolonga con otro primo, Enrique Villar, que se sacó del mundo en 1904, a los 34 años de edad, aquí, en México, y culmina con su sobrino, Ricardo de Brigard y Silva, suicidado a los 28 años.
Está la muerte de Elvira Silva, su hermana, la mujer más bella de Bogotá, según testimonio unánime de los cronistas de su tiempo. «Sólo Isaacs merece cantarla», se dice que dijo Silva y el médico Juan Evangelista Manrique cuenta que apenas expiró Elvira, nuestro poeta se encerró «en la cámara mortuoria… a contemplar a su venus dormida, haciéndole homenajes, como cubrirla de lirios y de rosas y saturarla de riquísimos perfumes…»
A esta muerte se agrega, además, la leyenda  verdadera o falsa, no importa de la relación incestuosa del poeta con su hermana, originada, según algunos, en el poema de Guillermo Valencia «Leyendo a Silva» y, según otros, en el testimonio del médico Manrique que acabo de citar.
Está también esa especie de sino fatal de la vida de Silva. Su educación formal interrumpida a los quince años, después de recorrer tres colegios. El viaje a Francia, donde deseaba quedarse viviendo a costa de su tío rico y que se acorta a un año, pues el médico Antonio María Silva, su tío abuelo, muere cuando el poeta está saliendo de Cartagena. Regresa a Colombia para asistir al comienzo de la ruina familiar cuando su padre muere y él se ve abocado a afrontar las siguientes circunstancias: imagínense un comerciante que vende artículos de lujo importados  desde pianos hasta paños de Cachemira  y, de repente, viene una crisis general, la moneda se devalúa y las deudas en moneda extranjera suben escandalosamente mientras nadie en Bogotá tiene para lo necesario, mucho menos para los grandes lujos. El resultado final es la quiebra, que el poeta recibió iniciada y que él precipitó con malos negocios y gastos exorbitantes. La cadena fatal continúa con su frustrada carrera diplomática que se inicia con un puesto en Caracas bajo el patrocinio del todopoderoso presidente Rafael Núñez y que termina al año, cuando muere Núñez dejando a nuestro poeta sin padrino político.
Está también el naufragio del barco Amérique frente a la costa de Barranquilla cuando regresa de Caracas. Allí se salva de morir ahogado, pero pierde una colección de cuentos, la primera versión de De sobremesa  reescrita apresuradamente después, en Bogotá  y muchos poemas, que sobrevivieron en copias que guardaban algunos amigos.
En Colombia se podría escribir una historia de «grandes textos» perdidos. Lo que nunca fue pero era genial, insuperable. La parte extraviada de esa obra maestra que es el Gonzalo de Oyón de Julio Arboleda. La novela de Eduardo Zalamea que se quemó el 9 de abril de 1948 y que era mejor  por supuesto  que Cuatro años a bordo de mí mismo. Y, como culmen de este repertorio de literatura inexistente, puede añadirse el material que naufragó en el barco Amérique donde venía José Asunción de Caracas con todo lo que había escrito allí. Mejor  el lector ya lo habrá adivinado  que todo lo que conocemos de él: en este caso José Asunción sería el mejor poeta en dos literaturas: la literatura colombiana de textos reales y la literatura colombiana de textos inexistentes.
Están también los detalles anecdóticos que la fatalidad inventa. El mismo Manrique que cité arriba, amigo de Silva desde sus tiempos de París, cuenta que días antes del suicidio, Silva fue a su consultorio y, utilizando pretextos, le pidió que le marcara en el pecho el sitio exacto donde queda el corazón. La víspera del suicidio, el 23 de mayo de 1896, son catorce los invitados a su casa, pero a última hora falta Daniel Arias Argáez y quedan trece comensales. Cuentan que Silva se ofreció a servir, para evitar el número fatal alrededor de la mesa.
Está, no más faltaba, el acervo de leyendas gratas que acompañan el mito: la belleza física, la riqueza de muy joven, el viaje a Europa en plan de hijo de rico, cuando viajar era algo que se contaba en los Libros, el buen gusto, el refinamiento, la gestión en Caracas.
En la primera versión de estas páginas, publicada en 1989, escribí los siguientes tres párrafos:
Sin una biografía que fije al personaje (como ocurrió hace poco, por milagro, con la biografía magistral de otro mito, Barba Jacob, seguido pacientemente por Fernando Vallejo), con la disposición que toda actitud de admiración lleva consigo, todos estamos dispuestos a repetir la leyenda, a alimentar el mito, que se realimenta con la calidad de su poesía, con la emoción de que sus versos son gozados en todos los niveles de circulación de la poesía.
Hasta aquí he dicho tres cosas. Que Silva es el primer poeta, que él es el poeta central y que además es un personaje mítico. De ahí se sigue un hecho abrumador: es, acaso, el poeta colombiano más estudiado. En esto compite también con Barba Jacob, pero no en la calidad de los estudios, que en el caso de Silva es bastante alta y en cuanto a Barba Jacob  salvo el ensayo de Hernando Valencia Goelkel  todo lo dicho antes de la biografía de Vallejo deba ser considerado, quizás, como balbuceos sin extremadas bases.
Tanto estudio, sin embargo, excluye en absoluto la alternativa de desmontar los mecanismos del mito Silva y, al contrario, por acumulación, contribuye a acrecentarlo, dado que las contribuciones a los niveles de lectura, al análisis literario de Silva, van renovándonos los textos, a la vez que las firmas que se han referido a él tienen peso específico propio, como Bowra o Juan Ramón Jiménez o Unamuno. Por otra parte, el mito se enriquece a fuerza de la escasez de datos sobre la vida de Silva. En realidad, de Silva se sabe poco y lo poco que se sabe es difuso, aparece como a través de versiones. Inasible, pues, como cabe esperar de un mito, existen unos pocos (por ejemplo, Cuervo Márquez, Rueda Vargas, Arias Argáez, Hernando Villa, Sanín Cano, Evaristo Rivas, Juan Evangelista Manrique) escritos biográficos sobre Silva, y los datos que éstos proporcionan son puntualmente repetidos posteriormente.
En los siete años que han pasado desde cuando escribí lo anterior, se han publicado cuatro biografías de Silva. Monte Ávila de Caracas editó en 1992 José Asunción Silva, una vida en clave de sombra del escritor colombiano Ricardo Cano Gaviria, que rastrea con nueva información el periplo europeo de Silva y hace una lectura de tesis sobre la vida del poeta. Según Cano Gaviria, Silva padeció a lo largo de su vida del mismo mal de Madame Bovary, «esto es, la imposibilidad de conciliar el libro y el mundo», como lo explica Eduardo Jaramillo. Hasta el suicidio de Silva tendría un toque libresco. El mismo Eduardo Jaramillo desmonta el mecanismo lógico de la biografía de Cano Gaviria: «La vida de Silva es concebida como un texto con sus claves y su destino antes que con sus imprevistos y sus azares. De esta manera, el bovarismo, que aparece en un principio como la clave de los comportamientos del biografiado, define en realidad el sistema interpretativo del mismo biógrafo».
Las extensas y entretenidas 920 páginas de El corazón del poeta, la biografía publicada por Enrique Santos Molano en 1992, son tal vez el mejor fresco de la vida cotidiana de la Bogotá de la época de Silva. No conozco una investigación, sobre todo hemerográfica, tan exhaustiva como la que llevó a cabo Santos Molano durante veinte o más años, para su biografía. Puede decirse que el aspecto anecdótico está ampliamente cubierto. Pero la biografía está predeterminada a demostrar que Silva era perfecto, un ser humano inteligente, sensible, generoso, con convicciones políticas y que, precisamente por su actitud política, fue asesinado. A pesar de tanta precisión en el telón de fondo, la contundencia de las pruebas para llegar al asesinato de Silva es bien precaria y su análisis es meramente deductivo de detalles circunstanciales. Nadie, salvo Santos Molano, ningún reseñista, que yo sepa, cree que a Silva lo asesinaron.
No existe en Colombia un investigador de la literatura de las dimensiones de Héctor H. Orjuela. Este profesor del Instituto Caro y Cuervo y de la Universidad de California ha trajinado por la obra de Rafael Pombo transcribiendo de la endemoniada caligrafía del poeta más de mil composiciones, e indagando su vida para dejarnos biografía y fuentes completas y clasificadas. Escribió una historia de las antologías, lleva tres tomos de una historia de la literatura y aún no culmina la Colonia, ha rescatado de archivos desconocidos textos coloniales, es el director de la edición de Silva que realizó la colección Archivos de la Unesco y publicó en 1991 La búsqueda de lo imposible, una biografía de José Asunción que, al contrario de la hipótesis del asesinato, insiste en el suicidio por una razón que vale la pena citar textualmente: «perdería la figura de Silva la atracción misteriosa que ya por cerca de un siglo ha despertado ¡en] la imaginación de las gentes». Orjuela llega a esa piadosa conclusión, no obstante que su propósito era «hacer un deslinde entre el Silva real y el mitificado por la leyenda».
Sucede que Orjuela, eruditísimo, construye la vida de Silva a través de los testimonios de los testigos y de los primeros biógrafos, que son, justamente, quienes han ido construyendo la leyenda. Y lo hace sin beneficio de inventario, hilvanando sin confrontar. «Esa credulidad  dice Eduardo Jaramillo  es una manera de acoger y ser acogido por una tradición. Refiriéndose, por ejemplo, al carácter dominante de doña Vicenta, la madre de Silva, Orjuela cita una impresión de Nicolás Bayona Posada que ha encontrado en un discurso de José Francisco Socarrás; quien llegue al final de esa cadena que teje la cita de una cita de una cita, encontrará que Socarrás legitima el dictamen de Bayona Posada aduciendo que éste `fue persona honesta y muy bondadosa (y que para) escribir lo anterior debió contar con fuentes de información muy respetables’. Tales juicios morales  bondad, honestidad, respetabilidad  consiguen aquí un doble propósito. En primer lugar, convierten cualquier duda crítica, cualquier reparo histórico, en una falta de delicadeza; en segundo lugar, se desplazan de uno a otro biógrafo en función de esa complicidad, de esa delicadeza: no menos delicado que Bayona Posada al opinar sobre doña Vicenta, lo es Socarrás al advertir la delicadeza de Bayona Posada; no menos que Socarrás lo es Orjuela al citar su cita de Bayona Posada».
Por el contrario, completamente falto de delicadeza es Fernando Vallejo ~1 biógrafo de Barba Jacob  quien escribió Chapolas negras en 1995, un documento demoledor, que comienza por poner en duda aun los testimonios de los testigos más inmediatos. El de Tomás Rueda Vargas porque era muy niño, el de Daniel Arias Argáez porque era tonto y ocultaba cosas, el del médico Manrique porque era mitómano, etcétera, etcétera, etcétera. Esta biografía, sin embargo, publicada después de las otras tres, posee una particularidad muy especial y en algún sentido, por fin, revela hechos nuevos sobre Silva. Con despiadada precisión y minuciosidad, Vallejo analiza las cuentas de Silva. «Su libro de contabilidad  nos dice  se había convertido en su diario íntimo». Silva heredó unos negocios en crisis y Vallejo demuestra que precipitó la ruina. En el corte de cuentas de su quiebra indica que sus activos ascendían a $163.292 y sus pasivos eran $207.064, de lo que resulta un déficit de $43.772, para repartir entre 44 acreedores. Ya en la ruina, el exactísimo Vallejo hace la siguiente cuenta: «Considere ahora el lector, guiado por mi sabia mano, si un hombre a quien le entraban en julio del 92, por ejemplo, $428 con 40 centavos por ventas de su almacén, su única fuente de ingresos, y tenía en ese mismo mes, por gastos del almacén $239 con 20 centavos, y por gastos de su casa $530 también con 20 centavos, si ese hombre podía en buena lógica pagar alguna deuda. Y no les estoy poniendo el mes peor en ventas, que es abril del 93 en que vendió $100, ni el peor en gastos, que es noviembre de ese mismo año y con el cual se cierra el Diario, en el que se le van por los desaguaderos de su casa $1 .965 con 20, pues fue cuando les dio por ampliar a Chantilly. Claro que en este último mes del Diario él no tuvo gastos de almacén. Porque ya no tenía almacén».
En suma, a Silva termina ejecutándolo todo el mundo: sus acreedores, el fiador de su padre, Guillermo Uribe, que también respaldó al poeta hasta cuando no aguantó sus despilfarros. Hasta su propia abuelita lo ejecutó, que lo garantizó con la casa donde vivía y tuvo que pagar la deuda.
Lo más impresionante de la presentación detallada de cuentas es el contraste que ofrece el comportamiento de Silva. Roberto Liévano tuvo en sus manos el libro de correspondencia de Silva: pocos meses antes de su muerte «aparecen no pocas notas dirigidas a los grandes sastres de París haciendo pedidos para su guardarropa. El Silva mundano, el Silva dandi, el Silva árbitro de todas las elegancias aparece allí fastuosamente. La última nota de pedido fue enviada un mes antes del trágico 24 de mayo. En número no inferior al de estas solicitudes figuran otras para los libreros. En el solo ramo relativo a productos químicos e industriales, hace pedidos a seis casas editoras. Y en lo referente a la literatura, sería cosa de no acabar». Solicita catálogos de once editoriales parisinas, se suscribe a seis revistas. Vallejo agrega: «Como es averíguado y sabido, Silva guardaba en sus bodegas, para regalo de sus amigos, los más finos licores, de los cuales nunca probaba: en cambio, afirman sus íntimos que era un insigne bebedor de té […] Por eso encontramos este párrafo, bien significativo, en una de las cartas para sus corresponsales de Londres: `Suplico a ustedes la compra y despacho por mi cuenta ~n paquetes postales y en cajitas de madera y lata o de plomo  de 12 libras de té negro de la calidad más fina que venda la United Kingdom Tea Co.«’.
Silva, pues, según la biografía de Vallejo, poco antes de su suicidio y al borde de su segunda quiebra económica, seguía viviendo una realidad completamente ajena a sus posibilidades económicas. Tomás Rueda Vargas, uno de los invitados a su casa la víspera de su suicidio escribió: «Amigo del lujo, catador finísimo, experto instintivo de todo lo excelente, su naturaleza no pudo avenirse jamás con la pobreza, con esa pobreza amada orgullosamente por los Caros, amiga dilecta de Pombo, querida bohemia de Flórez. No sentía él cómo pueden escribirse en un cuarto pobremente amoblado, para imprimirlos luego en mal papel de un diario político, versos que soñaba editados en el pasaje Choiseul por Alphonse Lemerre, o para leerlos a un corto grupo de amigos comprensivos y bien vestidos de sobre mesa de un banquete, en su biblioteca donde no faltaría un solo detalle marcado honda y discretamente con el sello de su personalidad; o después de un almuerzo en el parque de su residencia de campo, un parque con prados de ese verde profundo que sólo dan los siglos; con sombras de cedros y nogales que se suponen plantados por remotos bisabuelos; con humedades emanadas de los rincones que no toca jamás el sol. Un parque como el de uno de sus favoritos, Alfredo Tennyson, cuyos límites no se adivinen con precisión; una mansión cuya despensa estuviera muy lejos de la biblioteca y del salón a donde el menudo detalle de la vida diaria llegara amortiguado por el respeto ceremonioso del señor intendente».
Además de las recientes biografías, existen varias compilaciones de escritos sobre Silva. Fernando Charry Lara recogió para Procultura lo mejor de la crítica sobre el poeta en José Asunción Silva, vida y creación, Cobo Borda ha reunido tres volúmenes con materiales de las más diversas procedencias, uno con el título de Silva, bogotano universal y dos llamados Leyendo a Silva. La Biblioteca Ayacucho editó una edición de su Obra completa bajo la dirección de Gustavo Mejía y Eduardo Camacho Guizado y la Unesco otro, ya mencionado, dirigido por Héctor Orjuela.
Cuando redacté la primera vez estas páginas que ahora reescribo, atribuía buena parte de la existencia del mito a la carencia de biografías. Hoy puedo invertir el argumento y afirmar que las biografías han contribuido a acrecentar el mito Silva. Cano Gaviria leyó su vida como un argumento literario, Santos Molano edificó una hagiografía, Orjuela urdió los hilos dispersos de la leyenda y Vallejo, en prosa nerviosa y magistral, desnudó sus debilidades en el manejo del lujo y el dinero, pero acaba diciéndonos que «lo sigo viendo como siempre, con ojos de amor de niño». Es la misma actitud de todos los colombianos, como nos lo relata don Álvaro Mutis en una conversación con su maestro de literatura, Eduardo Carranza, que le aconsejaba «no abandones la frecuencia de esa poesía. Haz que Silva te acompañe toda la vida». Mutis añade: «Le expresé luego algo que ya entonces me perturbaba en extremo: la imagen oficial de Silva como un dandi ocioso y lleno da melindres y cuya egoísta vanidad había causado la quiebra de su padre. Veo el rostro de Eduardo, como si fuera hoy, con una mezcla de fastidio y pena en sus facciones. `No hagas caso de esas necedades; a estas alturas la única manera de conocer a Silva es a través de su poesía. Olvida el resto«’.
Tanta información, pues, no le ha quitado nada al tono, al clima, a esa atmósfera irrecuperable y evanescente que tiene su vida. Por lo que a mí respecta la leo  lo que sabemos de su vida , como la vida de un hombre que nunca perteneció a su clase social, ni a su ciudad, ni a su tiempo, ni al establecimiento literario.
Vamos a los hechos: cuando Silva muere, Rafael Pombo, el poeta oficial por excelencia, le escribe a Rufino y Ángel Cuervo, que están en París, comunicándoles la noticia. Pero no les cuenta de la muerte de un poeta. Es más, Pombo parece no conocer versos de Silva. Pombo les habla del suicidio del hijo de don Ricardo, les habla de un joven de sociedad. Silva no pertenecía a la república literaria de la Bogotá de la época.
Don Ricardo tenía un almacén para ricos. Hasta en esto su familia se tomaba sus distancias. En un aviso de 1880 (Diario de Cundinamarca) ofrece vestidos completos de paño negro fino, calzado de cuero inglés y paños de fantasía. En 1886 la empresa se llamaba «Almacén R. Silva e hijo» y anuncian (El Telégrafo) que «en la última semana han estado abriendo… un lindo surtido de mercancías francesas, comprado personalmente en París, y que continúa llegando» y ofrecen «mantillas de Cachemira y de crespón…, ropa fina para hombres y joyas de oro». La familia también se tomaba su distancia en la forma de educar a José Asunción. Más las lecciones particulares que la escuela (que, además de impartir instrucción, genera el sentimiento de pertenencia a una institución); la educación de nuestro poeta se completará en París. Y esta distancia tenía unos signos ostensibles, era tan explícita como una manera de vestir. Arias describe a un José Asunción de doce años «vestido de terciopelo traído de Europa y cortado sobre medidas, sus guantes de cabriola siempre calzados, sus zapatillas de charol, sus flotantes corbatas de raso, su reloj de plata, pendiente de bellísima leontina de oro, y sobre todo (detalle único entre los niños de esos tiempos) su cartera de marfil en la cual guardaba tarjetas de visita litografiadas». Esto era a sus doce años.
Así fue educado. En un mundo aparte, haciendo énfasis en sus diferencias más que en sus semejanzas. De la mayoría  y de entrada  era distinto ya por ser rico. Y de los demás ricos por ser culto, porque su padre era culto; de ricos y pobres, porque era bello. Porque había viajado, conocía a París en un medio en que el más universal de los colombianos (Caro) no había salido de la sabana de Bogotá en toda su vida. Y todas estas primeras diferencias eran vividas a conciencia, al punto que su apodo señalaba su actitud preponderante: José Presunción. Cuervo Márquez deja testimonio de lo que podría parecerle nuestro a los demás jóvenes de la clase alta bogotana: »… aquel tipo un tanto excéntrico que no gustaba del licor, que no había aceptado el hacerse socio del Jockey Club, que no daba puñetazos y que era incapaz de montar un potro bravío y de ganar la carrera de honor en el hipódromo de la Magdalena». Y más de diez años después de su suicidio en la novela Pax lo llamarán S.C. Mata.
Coincidencia infeliz: su distancia, su rareza, su dandismo, no le permitieron obtener cierta largueza de parte de sus acreedores. Ahí vino su ruina económica. La antipatía precipitó la quiebra. Dice Cuervo Márquez: «poseía muchas relaciones, carecía de amigos».
Vale la pena aclarar otro equívoco. Silva no se arruinó comercialmente porque él fuera poeta. Silva heredó una quiebra y no había salido de ella cuando murió.
Coincidencia feliz: todo este individualismo, esta arrogancia de origen y de personalidad coincide con una época en que circula en el mercado de las actitudes, la actitud per se, el dandismo, el respaldo perfecto para lo que era José Asunción Silva, la ideología del asunto.
El dandismo es pose, distancia. Hay cierta arrogancia de ilusionista en darle valor de contenido a la forma, pero también el asunto puede leerse (la comparación parecería típicamente modernista) como el comportamiento de ciertas especies, principalmente de insectos, que adoptan una forma singularmente temible, al punto de que el adversario no los ataca, no se atreve, aunque en realidad sean patéticamente inofensivos. El dandismo es, pues, en Silva, refugio de tímido, amparo del solitario que no tiene sentido de pertenencía a ningún grupo, cortina de humo para ocultar la carencia de intimidad, parapeto para escribir unos poemas que cambiarían el aire de toda la poesía colombiana.
El dandi no se permite emociones. Son de mal gusto. Acercan en lugar de distanciar. Por esto, el lirismo del dandi no es emotivo. El dandismo de Silva sale a relucir en ese quiebre sarcástico de la emotividad que tienen las Gotas Amargas.
Muchas veces la falta de datos es, en sí misma, un dato: ante la ignorancia sobre la vida personal de Silva  vida sentimental, vida sexual , en lugar de hacer hipótesis  que la garconière que tenía, que las venéreas , ¿por qué no aceptar como verdadero el dato de que no tuvo vida intima, que ese fue uno de los precios que pagó por su aislamiento? Aquí vale la pena recordar el otro apodo que le tenían los bogotanos: «La casta Susana». Estamos en el terreno de las conjeturas y así como sería posible probar que tuvo tal o cual amante, este o aquel romance de ocasión, el hecho real es que no ha aparecido comprobación de ninguno. Y mis lecciones de derecho probatorio me enseñaron que no se pueden aportar pruebas negativas, que es imposible demostrar que no tuvo amantes. Bienaventurado, pues, el terreno conjetural: no, tampoco tuvo relaciones íntimas: estaba distanciado  por educación, por clase y por pose de dandi  y también estaba solo.
¿Quiénes integran el establishment literario de su época? Gentes que acaso tengan que ver socialmente con Silva. Por conservadores, por clase alta. Caro, por ejemplo, que es la primera autoridad de Bogotá en todos los terrenos. O Pombo. Entre los jóvenes el más notable es Julio Flórez. El hecho es que en el terreno de los gustos literarios, ninguno tiene nada qué ver con Silva. De él, como poeta, se habla cuando ya es un cadáver. En fin, el asunto es recíproco: ni la república literaria estuvo interesada en él, ni él en la república literaria. Y esto fue bueno para ambos porque no la perjudicó a ella y le ayudó a él. El establecimiento, por un lado (ese aparato de poder que va paralelo a la poesía  las academias, la prensa, los otros poetas , lleva su propia velocidad) sólo consagra poetas muertos o poetas viejos: en Colombia no ha habido vanguardias que canonicen poetas jóvenes. Y a Silva, por otro lado, le ayudó no pertenecer al establecimiento literario porque así se vio libre para hacer cosas que los cánones no permitían, y tuvo las referencias culturales propias  y nuevas  principalmente francesas, que un medio como el nuestro ni siquiera conocía.
No ser figura reconocida en el mundo de las letras era algo que no afectaba demasiado a Silva; quien a su vez, despreciaba su medio y se consideraba superior a él. Silva tenía el reconocimiento de aquéllos que le interesaba que lo reconocieran y que, a estas alturas, 1890, no formaban parte del establecimiento. Las listas que se hacen de sus contertulios comprenden más a algunos pocos jóvenes: Sanín Cano, Carlos E. Restrepo  futuro presidente  Max Grillo, Gómez Restrepo. Salvo la antología de 1896, La lira nueva (que incluyó más al hijo de don Ricardo que al poeta mismo) Silva no apareció en vida en ningún libro. Ni mucho menos en su propio libro. Su única lectura pública, su único recital, tiene más connotaciones de compromiso social y diplomático que de acontecimiento literario: el joven ex. diplomático colombiano en Caracas lee su poema a Bolívar en la legación venezolana de Bogotá.
Estamos en 1895. El acto no tiene nada de velada literaria. Silva mismo no declama. Los testigos han declarado que «decía» sus versos sin entonación de declamador, que parecían conversados.
Definitivamente no pertenecía a nuestra república literaria.
El 12 de abril de 1864 fue asesinado José Asunción Silva en la hacienda Hatogrande, de su propiedad, actual casa campestre de los presidentes de Colombia.
Faltaba año y medio para que naciera José Asunción Silva, nieto del muerto.
Pero el crimen fue demasiado importante  al punto de que cronistas de su época lo revivieron  y el parentesco demasiado cercano, como para que no se relacionara con esa tragedia en la Bogotá de entonces. En vida de José Asunción, esta historia sangrienta también lo diferenciaba. El razonamiento sería del tipo su rareza le viene de familia. Muerto con la leyenda del suicidio, sí que el aura trágica lo singularizaba y contribuía a su fama de poeta: en la mentalidad de la sociedad romántica (y la nuestra sigue siéndolo) el suicidio del escritor convalida la obra, legitimándola. Un hecho exterior a la poesía (como un disparo) acaba mejorando los versos. Como en la teoría de William James sobre Dios, no importa si el suicidio existió: lo importante, aunque no haya existido, es que es útil para su imagen de poeta.
Este año se cumplen cien del suicidio de Silva. Un billete de cinco mil pesos lleva su retrato y dibujos alusivos a su «Nocturno», que puede leerse con una lupa sobre el papel moneda. En los muros de Bogotá una silueta tamaño natural, una silueta negra con un corazón blanco, recuerda a José Asunción, las huellas de sus pisadas, pintadas de color blanco, recorren del almacén a su casa. Los niños hacen la tarea en las cinco exposiciones que cuelgan en diferentes bibliotecas y repiten sus versos con gracia y automatismo. Afiches anónimos en las carteleras repiten fragmentos de sus versos, una noche, una noche toda llena de murmullos, los poetas jóvenes le rinden su homenaje, se filma una película, los ex presidentes opinan sobre el poeta, José Silva, que detestaba el «Asunción» desciende otra vez sobre nosotros.

***

CIEN AÑOS DESPUÉS

ENRIQUE SANTOS MOLANO

Cien años se completaron este 24 de mayo, desde el mismo día de 1896 en que se encontró a José Asunción Silva muerto, en su cama, con el corazón atravesado por una bala. ¿Se suicidó? ¿Fue asesinado? Ambas hipótesis se discuten hoy en la búsqueda de las posibles causas físicas y espirituales que provocaron la muerte prematura de quien, cien años después de su desaparición corporal, sigue vivo, y considerado como uno de los grandes poetas, menos ligado al pasado que al presente, y más próximo a las futuras generaciones que a las que este año conmemoran emocionadas el centenario de su fallecimiento.
La Casa de Poesía Silva, de Bogotá, ha hecho de la conmemoración del centenario de Silva un acto de renovación en los altos valores de la inteligencia, y ha recibido, tanto por parte de los colombianos, como de otros muchos países del mundo, un respaldo entusiasta. Entre ellos nuestra hermana Venezuela, donde Silva pasó, como secretario de la Legación de Colombia en Caracas, algunos de los mejores meses de su vida, breve y al mismo tiempo inmortal. Ya en Caracas se han efectuado numerosos actos binacionales en homenaje al gran poeta, y esta noche, por honrosa comisión de la Casa de Poesía Silva, tengo el placer inmenso de dirigirme al culto público de Maracaibo para decir algunas palabras sobre José Asunción Silva.

PRIMEROS AÑOS

José Asunción Silva Gómez nació en Bogotá, el 27 de noviembre de 1865, hijo del príncipe de los escritores de costumbres, don Ricardo Silva, y de doña Vícenta Gómez de Silva. Se trataba de una familia de estirpe y de maneras aristocráticas, en el sentido más noble de la palabra. El hogar de José Asunción Silva, como él lo recrea en sus poemas a la infancia, es un hogar feliz, una familia cariñosa, donde los hijos del matrimonio Silva Gómez crecen en el ambiente más propicio para generar en ellos sentimientos delicados y una estructura cultural elevada; pero es también un hogar sobre el que la tragedia parece complacida en arrojar sus dardos traicioneros.
De los cinco hermanos de José Asunción  Guillermo, Elvira, Inés Soledad, Alfonso y Julia  tres mueren en tierna edad; Guillermo, a los siete años; Inés Soledad a los cinco y Alfonso a los cincuenta y dos días de nacido. Años atrás, don Ricardo Silva ha sido despojado de la herencia paterna por sus tíos, y desde entonces la situación económica de la familia Silva Gómez está sujeta a los vaivenes de la economía, no obstante lo cual don Ricardo mantiene su hogar en un nivel decoroso, acorde con su alta posición social.
José Asunción es lo que se conoce como un niño precoz, o para decirlo en términos precisos, un niño genio. A los dos años y medio lee y escribe. A los cinco años habla y escribe tres idiomas, y de los diez años se conoce su primera poesía, «Primera Comunión», que se diría escrita por un poeta ducho. Su talento extraordinario genera, como es natural, la envidia de muchos de sus compañeros, que le ponen apodos. Silva se educa primero en el Liceo de la Infancia, de don Ricardo Carrasquilla, gran poeta festivo; luego, al cerrarse el Liceo de la Infancia, pasa al Colegio de San José, de don Luis María Cuervo, donde año tras año obtiene las medallas como el mejor alumno, hasta que, por la guerra civil de 1875 1876, se clausura el colegio. En 1877, José Asunción ingresa al nuevo Liceo de la Infancia, abierto por el presbítero Tomás Escobar, y allí concluye en 1880, a los quince años, sus estudios de bachillerato.

INTIMIDADES

Al terminar su bachillerato, si alentó la opción de efectuar en Europa sus estudios universitarios, Silva prefirió abandonar la educación académica e incorporarse al negocio de su padre, con el objeto de aliviar la carga que llevaba don Ricardo para el sostenimiento de la familia. Silva asumió con ánimo el papel de comerciante, y en las noches, en la intimidad de su cuarto, ejerció el de poeta y escribió ese grupo de versos que luego fueron recopilados con el título, muy adecuado, de Intimidades. Estos poemas, de admirable factura, que ya van rompiendo los moldes estrechos en que venía atorado el idioma castellano, corresponden a la producción efectuada por Silva entre 1881 y 1884, y por sí solos bastarían para darle fama a un poeta.

AÑOS DE MADUREZ

José Asunción Silva no tuvo juventud. Pasó de la infancia a la madurez, de niño se convirtió en adulto, por efectos de su talento y de la necesidad de aportar su concurso a la economía familiar. Desde 1881 hasta 1 884, atiende todos los días detrás del mostrador del almacén de don Ricardo; en 1883 se convierte en socio y se establece la firma R. Silva e Hijo, que durante siete años será uno de los almacenes de objetos de lujo más frecuentados y conocidos de Bogotá, y uno de los primeros, si no el primero, que utiliza la publicidad en forma intensiva para promover sus ventas.
En abril de 1884 viaja a Europa don Ricardo Silva, llamado por su tío, don Antonio María Silva, quien desea, al presentir la muerte, reconciliarse con su sobrino. Ricardo reanuda en París las relaciones con el tío Antonio María, y éste le ofrece costear los estudios de José Asunción en Europa. Ricardo regresa a Bogotá y enseguida, en octubre del mismo año, José Asunción viaja a Europa. El Viejo Continente, y sobre todo París, marcarán en nuestro poeta un rumbo literario decisivo, que describirá en la novela De .sobremesa.
En Europa José Asunción se esmera por contactar las firmas comerciales de categoría, deseoso de surtir su almacén con artículos modernos, capaces de romper las tradiciones mohosas que en materia de modas imperan en Bogotá. Tal como lo hará con su poesía en el mundo de la literatura, José Asunción Silva se propone revolucionar la vida social y las costumbres de la aldea que a la sazón tiene Colombia por capital.

LA LIRA NUEVA

A su regreso de Europa, el joven poeta es reconocido por sus compañeros de generación como un innovador. Participa en el proyecto de José María Rivas Groot de publicar un libro antológico de poetas de la nueva generación, y algunos de los anteriores, entre los que brillan figuras de tanto relieve como Candelario Obeso, Federico Rivas Frade, Julio Flórez, Carlos Arturo Torres, Ismael Enrique Arciniegas, Alejandro Vega, poetas de primera línea al lado de los cuales José Asunción Silva destaca como primus inter pares. En La Lira Nueva José Asunción Silva establece los nuevos cánones estéticos de la poesía:

El verso es vaso santo;
poned en él tan sólo un pensamiento puro
en cuyo fondo bullan brillantes las imágenes
como burbujas de oro de un viejo vino oscuro.

PERIODISTA

Si bien cuando hablamos de Silva de inmediato establecemos la connotación con poeta, José Asunción fue también otras muchas cosas: periodista, novelista, crítico, observador de la vida y reformador social. Además de comerciante fracasado. No se puede triunfar en todo, mucho menos en lo que no nos gusta, y el comercio era para Silva un jarabe amargo.
En cuanto periodista, Silva colaboró en numerosos periódicos de su tiempo, pero El Telegrama fue su hogar periodístico, donde publicó algunos ensayos con su nombre y varios cientos de artículos con seudónimo o sin fuma. Dejó páginas en prosa de una factura impecable, en cuanto a estilo, impregnadas de ideas originales.

LA QUIEBRA

A la muerte de su padre, ocurrida el 1° de junio de 1887, Silva enfrentó en toda su crudeza la realidad hostil de la vida. Recibió como herencia un almacén trastabillante, que en dos años transformó en un negocio próspero, al menos en apariencia, y del que en 1890 estableció una sucursal.
Sin embargo, las peripecias económicas que el régimen monetario establecido por la Regeneración, y conocido como papel moneda de curso forzoso, les provocaron a los comerciantes de artículos importados, hicieron vanos los esfuerzos de José Asunción Silva por sacar adelante sus almacenes. Endeudado en oro, sus obligaciones se triplicaron y hasta se cuadriplicaron, al paso que sus ingresos se achicaban por efectos de la devaluación de la moneda. En noviembre de 1891, el almacén de R. Silva e Hijo suspendió los pagos y se declaró en quiebra. Los dos años siguientes  1892 93  fueron los más duros para el poeta, que no sólo debía proveer al sustento de su madre y de su hermana, y al propio, sino que estaba obligado a lidiar con una jauría de acreedores a cual más de rabiosos. Como si fuera poco, en enero de 1891, casi un año antes de la quiebra, murió su hermana Elvira, suceso infausto que señaló para el poeta el principio de una época de atroz desolación.

AÑOS DE CREACIÓN

Desde 1887, aparte de su poesía, José Asunción Silva emprendió la redacción de una serie de relatos que se cobijaban con el título de Cuentos negros. Fragmentos de varios de ellos quedaron publicados en El Telegrama, y se sabe de algunas novelas tituladas Ensayo de Perfumería, Del Agua Mansa y Amor.
El trabajo intelectual, de creador, de José Asunción Silva, fue intenso entre 1887 y 1894. Participó, así mismo, en proyectos culturales de tanta envergadura como la legendaria Biblioteca Popular, organizada por Jorge Roa, que circulaba en fascículos quincenales. Varios de ellos fueron prologados y preparados por José Asunción Silva, entre otros los de Anatole France, León Tolstoi, Rubén Darío, Edgar Poe y Gustavo Adolfo Bécquer.
En enero de 1892, José Asunción Silva escribió «Nocturno», el más famoso de sus poemas, publicado por primera vez en Lecturas para Todos, de Cartagena, en agosto de 1894.

DIPLOMÁTICO

El vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, don Miguel Antonio Caro, consiguió al fin que Silva le aceptara un cargo diplomático, y en mayo de 1894 lo nombró secretario de la Legación en Caracas. No es difícil adivinar que este destino no era el apetecido por Silva, quien aspiraba a un cargo en Europa similar al que un año antes se confiase al joven poeta y ensayista Antonio Gómez Restrepo. Con la esperanza de que, al concluir los seis meses iniciales, el señor Caro lo trasladaría al Viejo Continente, José Asunción aceptó marchar a Caracas.
Silva viajó a Cartagena el 12 de agosto. La Ciudad Heroica lo acogió como a una celebridad, le brindó su hospitalidad generosa, y el poeta, reconfortado, siguió para Caracas, donde desempeñó una labor eficientísima en la Legación y estableció excelentes relaciones con los intelectuales caraqueños. Tal vez si su vieja amiga la fatalidad no se le hubiera atravesado en esta ocasión, se habrían hecho realidad sus sueños y sus anhelos. José Asunción no se llevaba bien con su jefe, el ministro plenipotenciario de Colombia en Venezuela, general José del Carmen Villa, y concibió la mala idea de pedir una licencia. Entonces ocurrieron dos calamidades que arruinaron sus planes. Estalló en Colombia una nueva guerra civil, y el barco en que regresaba naufragó cerca de Barranquilla, el 28 de enero de 1895.

LOS ÚLTIMOS AÑOS

Salvado de milagro, José Asunción retornó a Caracas a concluir su período inicial como secretario de la Legación. Volvió a Bogotá en. mayo de 1895 y se dedicó a montar una fábrica de baldosines y a escribir la novela De sobremesa, que integraría la serie Cuentos negros, perdida en el naufragio del Amérique. La situación política del país era turbulenta y la económica no se quedaba atrás. Silva, liberal por tradición, debido a su participación diplomática en el gobierno de Caro, era mirado con malos ojos por los liberales de la oposición. En estas condiciones se efectuó, el 28 de octubre de 1895, por idea de Silva, y patrocinada por el ministro plenipotenciario de Venezuela en Bogotá, Marco Antonio Silva Gandolphi, la célebre velada de la Legación de Venezuela en Homenaje al Libertador, y para sellar los vínculos de amistad entre Colombia y Venezuela, un tanto deteriorados debido al tácito apoyo prestado por el presidente venezolano a los revolucionarios liberales colombianos. Ese día José Asunción Silva recitó su oda formidable a Simón Bolívar, con el título «El 28 de Octubre», que hoy se conoce como «A1 pie de la estatua». Este poema encerró en tal momento un significado político de especial importancia, pues apaleaba a los radicales y se solidarizaba con Caro; provocó el rompimiento definitivo de Silva con el olimpo radical y le ganó, por parte de los liberales, el apodo de Silva Pendolphi.
El 15 de abril de 1896 José Asunción Silva firmó la escritura por la cual establecía con siete capitalistas bogotanos una sociedad para fabricar y vender baldosines, con una fórmula inventada y patentada por él. Silva se comprometió a tener montada la fábrica, y en producción, para agosto del mismo año. El 24 de mayo, al mes y nueve días de firmadas aquellas escrituras, el cuerpo sin vida del poeta fue encontrado en su cama. Tenía el corazón atravesado por una bala. Se dijo durante muchos años que la muerte de Silva fue voluntaria, de su propia mano, al mejor estilo romántico. Algún biógrafo impertinente, con quien me identifico, ha expuesto otra posibilidad: Silva fue asesinado. ¿Permitirán, los próximos cien años, conocer la verdad? De mayor monta que esta verdad indescifrable, es el conocimiento de la obra de Silva, un tesoro literario que los colombianos no han sabido disfrutar.

VALORACIÓN

«Nocturno» es el poema que le dio a Silva la fama universal. Sin embargo, de su obra puede decirse que no tiene un solo producto desechable, en prosa o en verso, y que tan buenos e importantes como el «Nocturno», según lo reconoce la crítica universal, son «El día de difuntos», «Los maderos de San Juan», «Don Juan de Covadonga», «Un poema», «Vejeces», etc. Su novela De sobremesa comienza a ser estudiada, reconocida y valorada como de capital trascendencia. Cien años después de su muerte, José Asunción Silva continúa vivo y dando de qué hablar. Cuando su obra se divulgue y se ponga al alcance del público, la clasificación elitista que hoy tiene pasará a ser un patrimonio común.
Estas son algunas opiniones extranjeras de las muchas que se han expresado, en estos cien años, acerca de Silva y de su obra:
Rubén Darío: «El `Nocturno’ es la piedra angular, es el arco toral de la poesía moderna castellana».
Thomas Walsh: «A Silva lo considero el mejor poeta de Hispanoamérica. Más poeta, más completo que el mismo Darío. Y es preciso recordar que a Silva tenemos que juzgarlo sólo por fragmentos de su admirable obra poética. Sí: el poeta suicida es para mí el más grande de todos los que ha dado la literatura fecunda de la América española».
Manuel Toussaint: «Es José Asunción Silva de aquellos escogidos, de aquellos predestinados que supieron agotar en un momento, si corto, deslumbrantemente luminoso, toda la energía destinada a luengos y monótonos años».
José Juan Tablada: «José Asunción Silva no sólo hechizó a México con el encanto de su genio inquietante, prolongando allá el impulso romántico, sino que estimuló el impulso renovador de la juventud».
René Bazin: «No hay nada más nuevo que el lujo rítmico de Silva».
Remy de Gourmont: «El lenguaje del colombiano José Asunción Silva es más sutil y más claro que el rudo español clásico».
James Fitzmaurice Kelly: «Silva es un ejemplo interesante del precursor iluminado».
The Encyclopedia Americana: «Silva fue original de muchas formas; sus estrofas son a menudo tan musicales como las mejores en la lengua espanola. Él inventó nuevos ritmos, reformó y recreó los antiguos y también tomó otros de lenguas ajenas y los adaptó con éxito al castellano».
Diccionario Oxford de Literatura Española e Hispanoamericana: «Las obras de Silva no han quedado nunca pasadas de moda».

***

SILVA Y EL MEDIO LITERARIO BOGOTANO

ENRIQUE SANTOS MOLANO

El poeta bogotano Delio Seraville seudónimo de Ricardo Sarmiento, que poseía un ingenio agudo  y que hoy puebla la galería de grandes desconocidos que hemos ido formando en Colombia con esa alta capacidad de indiferencia y de amnesia que Dios nos dio  Sevaville como en el original tenía doce años cuando murió en Bogotá José Asunción Silva, el 24 de mayo de 1896. Veintiséis años después, un 24 de mayo, en uno de los homenajes que sin falta se le han rendido a Silva para conmemorar los aniversarios de su muerte, Seraville hizo esta descripción del que ya era de sobra reconocido como uno de los grandes poetas de la lengua castellana:

Su cerebro era apto para todos los cultivos del espíritu humano. Nació armónico y bello. Tenía su alma sed de ciencia y de hermosura, y por eso corrió tras ellas con ansiedad dolorosa. Poseía las más variadas facultades para el estudio y el arte. Sólo un talento le faltó: saber ocultar su mérito bajo una capa de vulgaridad (1).

No es en verdad poco el talento que se necesita para encubrir el mérito con una capa de vulgaridad, en un ambiente donde todos nos esforzamos por encubrir nuestra vulgaridad con una capa de mérito. O por lo menos, ése era en buena parte el ambiente de la ciudad en que a José Asunción Silva le tocó vivir. ¿Qué quiso decir Seraville al asegurar que el único talento ausente en Silva fue el de no saber ocultar su mérito bajo una capa de vulgaridad? ¿Acaso que Silva fue un presuntuoso, un José Presunción, como lo llamaron algunos de sus contemporáneos, que exhibía sus méritos sin consideración para con la vulgaridad de los demás? ¿O más bien que fue un espíritu crítico, insobornable en su actitud de sacar los trapos al aire para que el ambiente se hiciera menos vulgar, más sano y más grato para respirar?
No había cumplido Silva los diecinueve años cuando por primera vez publicó en un periódico versos de su cosecha y con su firma. Es un poemita de dieciocho líneas, sin título, que ya anuncia una innovación rítmica en la poesía, innovación en la cual no pararon mientes los lectores, que sólo tuvieron en cuenta la alusión irónica contenida al final del poema, cuyo texto vale la pena recordar completo:
Encontrarás poesía
dijo entonces sonriendo.
En el recinto sagrado
de los cristianos templos,
do, como el humo a la altura,
sube la oración al cielo;
en los Lugares que nunca
humanos pies recorrieron,
en los bosques seculares
donde se oculta el silencio,
en los murmullos sonoros
de las ondas y del viento,
en la voz de los follajes,
del amor en los recuerdos:
de las niñas de quince años,
en los blancos aposentos,
en las noches estrelladas…
¡Jamás… en los malos versos! (2)
Resulta obvio que no se puede encontrar poesía en los malos versos, pero ¿quién le pone el collar al tigre? José Asunción se lo puso y el tigre de la vanidad maltratada rugió encolerizado. En una ciudad como Bogotá, entonces una aldea perdida en los Andes e ignorada del mundo, llamada sin embargo la Atenas Suramericana, cuyos periódicos vivían repletos de muchos malos versos, y también de muchos muy buenos, ¿quién no se sintió aludido e incómodo? ¿Cuántos de nuestros poetas inefables no pensaron que lo de los malos versos iba con ellos? ¿Quién se creía este J. A. Silva para josépresumir que sus versos eran buenos y los de los demás malos? ¿El ser hijo de don Ricardo Silva y pertenecer a una familia de ribetes aristocráticos, le daba a José Presunción derechos para descalificar los versos ajenos?
No obstante, la ojeriza contra Silva, según lo reconoce Juan Evangelista Manrique, no nació aquí. Venía de mucho atrás, de los tiempos de la infancia, al lado de sus compañeros de colegio:

Allí  dice Manrique  lo veíamos los alumnos a las horas de las clases, y lo mirábamos con ese recelo particular que a los estudiantes inspira todo privilegio: la corrección de sus vestidos, su belleza, su peinado, el aseo de sus libros y cuadernos, y la corrección de su lenguaje, hacían un fuerte contraste con, nuestra pobreza y nuestra indumentaria bohemianas, con nuestro lenguaje libre y nuestros precoces ademanes de hombres ya hechos a todos los secretos de la vida. Pasaba Silva entre nosotros por un orgulloso, pero un orgulloso superior, cuyo aprovechamiento y seriedad nos tenían desesperados (3).

Se supondrá que, diez años después, los niños que no soportaban al compañerito orgulloso que iba al colegio vestido en forma correcta, bien peinado, hermoso, con sus libros y cuadernos aseados y gastando un lenguaje impecable ¡vaya privilegios de los que gozaba José Asunción!  menos tolerarían que, ya adolescentes, viniera a decirles a los poetas en cierne que hacían malos versos. Si antes los tenía desesperados con sus privilegios, ¿cómo los pondría ahora con sus ironías críticas?
De modo que la confrontación de Silva con su ambiente se genera en la infancia, y va aumentando con el tiempo y a medida que la superioridad intelectual de Silva, reconocida y notoria, se asienta e incomoda a sus desesperados coterráneos.
Desde luego, no todos en Bogotá detestan a Silva. Tiene el joven poeta amigos y admiradores sinceros que aprecian sus virtudes sin sentirse ofendidos por ellas. Alirio Díaz Guerra, por ejemplo, nos dejó acerca de José Asunción Silva un recuerdo cálido, que contrasta, ¡y de qué manera! con las ásperas remembranzas de Manrique:

En los claustros del colegio  cuenta Díaz Guerra en 1895, vivo Silva todavía  se formó nuestra amistad. La diversa suerte que a los dos ha tocado, después de que pasaron aquellas horas de deliciosos afanes y de regocijos infantiles, nos ha mantenido alejados, sin que el tiempo y la distancia hayan conseguido entibiar el afecto que unió nuestras almas en la niñez y que nos acompaña, más sólido si cabe, en los momentos de amargura, inevitables para quienes se agitan en las penosas luchas de la existencia. Burlando la vigilancia escolar, ¡cuántas veces nos hicimos confidencias mutuas; cuántas veces nos comentamos nuestras aspiraciones y cuántas veces, matando la timidez a golpes de cariño, sacamos de los bolsillos los pedazos de papel que habían recibido la inspiración de nuestra fantasía juvenil!
José Asunción, con voz dulce y melancólica, leía, mejor dicho, recitaba sus primeros cantos, impregnados con aroma de selva virgen, meditados al calor de un hogar en donde la dicha se espaciaba en el tranquilo ambiente de la virtud, y escritos en esas horas en que las primeras ilusiones de la vida descienden al corazón y abren al sentimiento los horizontes más hermosos.
Nosotros lo escuchábamos con deleite; nos entusiasmábamos con las primicias de su vigorosa inteligencia y veíamos crecer, no lejos, los laureles que más tarde habrían de formar su corona de poeta (4).

Estas líneas, destinadas para La sección literaria de emEl Heraldo de Bogotá, no pudieron publicarse porque emEl Heraldo fue clausurado en enero de 1896 por orden del general Rafael Reyes, ministro de Gobierno, y no vieron la luz hasta agosto de 1896, cuando Silva llevaba tres meses de muerto, pero seguía siendo motivo de fastidio para unos y de regocijo intelectual para muchos más. Como hasta el día de hoy, pues Juan Evangelista Manrique ha dejado descendientes putativos que de cuando en cuando vociferan su odio contra Silva, que no es sino una forma de manifestar el resentimiento que les causa no ser los poseedores de los privilegios que creen que él representa, aunque somos bastante más numerosos los descendientes putativos de Alirio Díaz Guerra que consideramos como un patrimonio espiritual inalienable a Silva y a su obra privilegiada por el genio.
Los amigos jóvenes de Silva, los de su generación, como Alirio Díaz Guerra, eran escasos. Silva cultivó sus amistades principales entre gentes mayores, de la generación de su padre, como Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Rafael Pombo, Rufino José Cuervo, Ricardo Carrasquilla, José David Guarín. Dos de ellos, Marroquín y Carrasquilla, elaboraron en 1884, destinada a reunir fondos para una obra social, una antología titulada Ofrendas del ingenio a1 bazar de los pobres. Entre más de cien poetas aureolados, de larga trayectoria, consagrados por la tradición y por la fama, Marroquín y Carrasquilla incluyeron el poema «La crisálida» firmado por un jovencito cuasiimberbe llamado José Asunción Silva, a quien de esta manera ponían por encima de sus compañeros de generación y exponían a los embates de la envidia de los preteridos, que en el poema de José Asunción Silva no veían, para ser escogido en la excerpta, otros méritos que las intrigas de don Ricardo Silva en favor de su hijo, el privilegiado José Presunción. Como las Ofrendas del ingenio al bazar de los pobres se publicaron a continuación del famoso poemita sobre los malos versos, quedó en el ambiente la idea insidiosa de que Silva se creía el único capaz de hacer buenos versos en Bogotá. Por algo expresó Delio Seraville que el único talento que no tuvo Silva fue el de saber ocultar sus méritos bajo una capa de vulgaridad. No diré más al respecto, porque ya sabemos que la posteridad es la madre de la justicia, y la posteridad les concedió la razón a Marroquín y a Carrasquilla por haber seleccionado el poema de un muchachito cuyo nombre ha sobrevivido a los de casi todos cuantos le acompañan en la antología.
El ambiente del Bogotá en que vive Silva está descrito por él en uno de los versos de «Día de difuntos», en que la pinta como una ciudad de «aire tenebroso» sobre la cual «ignorada mano arroja un oscuro velo opaco de letal melancolía». Esta es en efecto la capital colombiana finisecular, una ciudad sin distracciones, ni atractivos, llena de intelectuales, algunos muy sabios, y de poetas, algunos muy buenos, que le han acreditado, con o sin merecimiento, el título de Atenas Suramericana…
Atenas Suramericana en cuyo ambiente intelectual flotan vapores espesos de recelos clandestinos, rivalidades en cada esquina y vanidades agazapadas. De esta Atenas sabanera partió José Asunción Silva hacia París en octubre de 1884. Aunque su estancia en Europa es breve, de un año apenas, lo marca para siempre, le aguza su actitud crítica que en adelante ejercerá sin descanso con la ambición de ver la aldea andina transformada en el París suramericano. A su regreso, hacia finales de 1885, viene Silva con la cabeza cargada de ideas literarias, da comienzo a la serie de novelas que tendrá por título general emCuentos negros, participa como el mayor accionista de emLa lira nueva, con ocho poemas, y conocedor de que la crítica desembozada es peligrosa para la salud, vuelve a la carga con lo de los malos versos, pero esta vez con el seudónimo de José Luis Ríos.
Se supone que José Luis Ríos, reportero de emLa Miscelánea de Medellín, entrevista a un presunto Mr. Collins, literato bostonés que regresó a Nueva York después de seis años de permanencia en Colombia. Mr. Collins opina sobre los literatos colombianos, a los que parece conocer de maravilla, y al enjuiciar el Parnaso colombiano de Julio Áñez, recién publicado, dice:

Varias veces he repetido la lectura de hermosas poesías que hay allí de Gutiérrez González, José E. Caro y Julio Arboleda, entre los muertos; y de Ortiz, Núñez, Pombo y Fallon, entre los vivos. Las demás composiciones son medianas o malísimas. Parece que el señor Áñez se propuso demostrar que muchos, muchísimos de sus compatriotas se preocupan más en hacer malos versos que en servirle al país. Si el poeta, como lo han dicho muchos, debe estar dotado de exquisita sensibilidad, gran conocimiento de la naturaleza humana, entusiasmo y ternura, todo en grado superlativo y excelente ¿cómo es posible considerar como poetas a Quijano Wallis, a Enrique Álvarez Bonilla, a Antonio José Restrepo, a Lorenzo Marroquín y a Diógenes Arrieta? (5).

Después de la de Mr. Collins, vino la entrevista de José Luis Ríos con don Carlos Pérez, literato argentino, en cuyo nombre Silva hace una crítica mordicante de José Rivas Groot, de José Manuel Marroquín y de su hijo Lorenzo. El poeta, embozado en su seudónimo, era un desagradecido con quienes le habían brindado cordial acogida en las antologías emOfrenda del ingenio, Parnaso colombiano y La lira nueva; pero la gratitud no es óbice pasa ser un crítico honrado y veraz, y lo que Silva comenta, como literatos, de sus tres amigos, que después de publicada la entrevista dejaron de serlo, es exacto. De Rivas Groot dice:

Porque francamente, si el escribir artículos políticos con más o menos elegancia es motivo para que un individuo pueda entrar en la Academia, entonces todos, excepto Rivas Groot, pueden ser académicos en Colombia.  ¿Y por qué no Rivas Groot?  Por su estudio preliminar al Parnaso colombiano, que es una característica muestra de literatura cursi, a un tiempo «imperceptible e inconmensurable». Este señor es el único que puede concebir a un infinito carcomiéndole las entrañas a otro infinito (6).

De José Manuel Marroquín y de su hijo Lorenzo, dice:

Comienzo por don José Manuel Marroquín. Alto, delgado y de anteojos. El ex rector de la Universidad Católica y actual rector del Colegio del Rosario, no escribe ya poesías. La celebrada «Perrilla» está casi olvidada en Colombia. Algunos creen ver en esta composición cierta originalidad que agrada por el momento; pero es necesario comprender que la verdadera poesía es algo más que un juguete lírico como «La perrilla». Para mí tengo que el señor Marroquín no es poeta en el grande y noble sentido de la palabra. Y hasta llego a creer que él mismo no se considera como tal. Ni tiene por qué lamentar el que su reputación poética haya desaparecido tan pronto; porque en cambio su fama como escritor correcto, como institutor y como autor de un tratado de ortografía  pues de los otros libros del señor Marroquín se puede prescindir sin gran prejuicio para su gloria  es bien fundada y la merece y yo lo celebro. Lo admiro como prosista y creo que está bien, muy bien en la Academia. Pero a su hijo don Lorenzo ni lo admiro como prosista, ni me seduce como poeta, ni sé por qué es miembro correspondiente de la Real Academia (7).

Leyendo lo anterior es posible comprender y explicarse por qué don Lorenzo Marroquín y don José María Rivas Groot escribieron en 1903, y la publicaron en 1907, la novela titulada Pax, uno de cuyos protagonistas, el poeta S. C. Mata, intenta ser una caricatura de José Asunción Silva, al que pintan como un morfinómano degenerado, un petimetre, un dandi, objeto del escarnio social, que escribe poemas extravagantes y que al final se suicida, emése se mata. Para que no quepan dudas acerca de la identidad de la caricatura, se transcriben parodias del «Nocturno». Don Lorenzo Marroquín y don José María Rivas Groot estaban en su derecho de desquitarse del escarnio a que Silva los sometiera en 1887, sobre todo porque lo dicho por Silva es cierto, mientras que la caricatura trazada por los rencorosos autores de emPax no se parece para nada al personaje que pretenden caricaturizar, y más que caricaturizar, desfigurar.
Silva nunca pudo corregir esta falta de talento para ocultar sus méritos bajo una capa de vulgaridad. En 1892 escribió una carta abierta a la señora Rosa Ponce de Portocarrero, que es en apariencia una prosa lírica que flota en los aires de la nostalgia por el arte; pero esta carta inocente contiene como de paso algunos párrafos que no guardan relación con el arte. Le dice José Asunción a su bella corresponsal:

En los silencios de nuestros diálogos oíamos atrás las voces de nuestros compañeros que discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción; que ponderaban la habilidad y la honradez de un ministro recién posesionado, de quien se prometían maravillas; que pronosticaban la cosecha venidera como muy abundante y calculaban en coro el alza segura del papel moneda. Nosotros, perdidos en nuestra conversación, ellos, discutiendo sus graves cuestiones económicas, y sin que ninguno sintiera la distancia al caminar paso entre paso por la vereda sombreada de salvios oscuros y de lánguidos sauces, fuimos a dar al pueblecito vecino […] Nuestros compañeros que conversaban esa mañana del ferrocarril en construcción, de la habilidad del ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio, han tenido después decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces; el ferrocarril está inconcluso y las acciones no tienen cotización; el ministro resultó un imbécil, las sementeras se perdieron y el papel moneda bajó veinte por ciento (8).

Quién sabe cuántos ministros o ex ministros pensaron que Silva los trataba de imbéciles; pero las palabras de Silva tocaban un tema candente, como que en ese momento se incubaban tos dos escándalos mayúsculos de fin de siglo, el del emPetit Panamá y el de las emisiones clandestinas. A ellos se refiere José Asunción en otro artículo tan venenoso como el que acabamos de ver, y que del mismo modo se esconde tras de un tema inocente como el paraguas del padre León. Aquí Silva es aún más punzante:

En ese instante  dice  un coupé negro y brillante, tirado por un soberbio tronco de alazanes, un coupé que parecía una joya de ónix, manejado por un cochero inglés, correcto y rígido bajo su casacón de paño blanco, cruzó bajo el foco de luz eléctrica… Era el coche salido de los talleres de Million Cuet, del Ministro X, que vendió por seis mil libras esterlinas sus influencias para lograr tal contrato escandaloso… Alcancé a ver por la portezuela abierta el perfil borbónico del magnate y la cabecita rubia, constelada de diamantes, de su mujer, aquella fin de siècle neurasténica que lee a Bourget y a Marcel Prevost, y que se ha hecho famosa por haber comprado todas las joyas que en su postrer viaje a Europa trajo el último de los Monteverdes… ¿A dónde iba la elegante pareja?… A oír el segundo acto de Aída en el teatro nuevo, el lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda […] ¿No vienen siendo las dos figuras (es decir, las del padre León Caicedo por un lado y las del Ministro y su mujer, que hacen una, por otro) como una viva imagen de la época de transición que atravesamos, como los dos polos de la ciudad que guarda en los antiguos rincones restos de la placidez deliciosa de Santafé y cuyos nuevos salones aristocráticos y cosmopolitas, y cuya corrupción honda, hacen pensar en un diminuto París?… (9).

Para 1894, cuando recibió su nombramiento de secretario de la Legación en Caracas, el ambiente de Silva en Bogotá es el más hostil que sea dable imaginar. De ahí que al llegar a Cartagena sienta un alivio infinito, como que se ha liberado de una presión insoportable, y que les escriba así a su madre y a su hermana:

Ustedes no tienen idea de la simpatía y sencillez de costumbres de la gente de aquí. Nada de tiesuras, nada de «pose». Doña Sola tiene en la calle de Lozano una cigarrería y otra en otro lugar y un cochecito de alquiler por horas. Enrique Román, el gobernador, se pasa todos los ratos en que no está en la gobernación en su botica despachando él mismo. Es muy simpático eso y lo hace a uno descansar de los tipos artificiales y llenos de pretensiones que tanto abundan en esa ciudad (10).

Esa ciudad, a la que ni siquiera se toma el trabajo de mencionar, y a la que alude con un dejo de aburrimiento soberano, es, claro, el Bogotá «de todos los tontos que están creyendo que la elegancia consiste en ser de palo y se sienten todavía estropeados del porrazo que se dieron al caer de las estrellas» (11).
Una vez que hemos visto cómo José Asunción Silva, en su ambiente, carecía de talento para ocultar sus méritos bajo una capa de vulgaridad, de acuerdo con Delio Seraville, quisiera hacer una referencia breve a las personas que en estos últimos cinco años han publicado biografías del poeta, y que han dedicado a este trabajo ímprobo buena parte de sus vidas, y entre quienes me incluyo como el más humilde, pero no el menos mamotrético (12).
Las cuatro biografías de Silva que se han publicado desde 1991 hasta hoy, han hecho aportes novedosos y esenciales que permiten recuperar al poeta y rescatarlo de las manos ilustres de sus secuestradores, como lo pedía José Umaña Bernal hace ya tantos años (13).
Sería pueril entablar discusiones sobre quién es el mejor biógrafo de Silva, porque volveríamos a caer en esa costumbre nacional tan antipática en que a cada personaje le salen dueños, sin cuya autorización nadie tiene derecho a tocarlo. Por ello es bueno observar cómo en un lapso tan breve de cinco años han aparecido cuatro biografías sobre el mismo personaje, todas ellas elaboradas con rigor y con entusiasmo. No cabe esperar que una sola biografía lo contenga todo. Nunca existirá esa biografía. Yo, valga el cuento, he leído cerca de diez biografías de León Tolstoi, y en cada una de ellas encuentro cosas distintas que no están en las demás, e igual me ha ocurrido con Dickens, con Napoleón, con Lincoln o con Churchill. De John Kennedy se publican libros que lo muestran como el paradigma de nuestro tiempo, y libros que lo presentan como un villano a quien su padre, otro villano, le compró la presidencia. ¿Cuál será el verdadero Kennedy? ¿Cuál será el verdadero Silva? ¿El de Héctor Orjuela?, ¿el de Cano Gaviria?, ¿el de Santos Molano? ¿o el de Fernando Vallejo? ¿El Silva suicida o el Silva asesinado? Sobre los personajes de la historia, políticos, guerreros, escritores, músicos, pintores o deportistas se podrán efectuar todas las aproximaciones que se quiera, tantas cuantas se intente, algunas más cercanas que otras, algunas cimeras y monumentales como las que escribió Richard Ellman sobre Joyce y Wilde, pero nunca existirá la biografía definitiva. Lo cierto es que los futuros biógrafos de Silva tendrán que arrimarse a beber en la fuente que a punta de sudores y de angustias les hemos dejado preparada estos biógrafos de fin de milenio, suponiendo que aquéllos no tengan otra cosa mejor que hacer.
Hemos visto en estos últimos años pasar inadvertidos, entre otros, los centenarios de Rafael Núñez, de Alfred Tennyson, de Pérez Bonalde, de Manuel Gutiérrez Nájera, de Alejandro Dumas, hijo, de Angel Cuervo, de José Martí, y es doloroso que estos hombres excepcionales, creadores de belleza, no sean recordados como lo merecen. El centenario de la muerte de José Asunción Silva ha sido una explosión de fervor intelectual y de cariño por la figura de uno de los grandes renovadores del idioma. Para Silva, a mi modo de ver, comienza una nueva vida, nos alejamos de sus leyendas y volvemos los ojos hacia su obra, que en él, y en cualquier escritor, es lo único tangible y verdadero.
Para terminar, voy a recoger un Silva que me gusta muchísimo y que se lo encontró Santiago Mutis Durán en las páginas de emEl corazón del poeta. Dice Santiago:

Hicimos de él  de un hombre de carne y hueso  una caricatura inexistente. Sus contemporáneos lo herían en su ausencia con banderillas y apodos. Se le admiró por lo que nunca fue. Se le castigó  ya muerto  adjudicándole una historia que no fue la suya. Así, lo creíamos primero el dilapidador de una fortuna paterna que nunca existió. El insufrible dandi de una ciudad sin dandis. Un Don Juan, un incestuoso, un enamorado de la muerte, un raro, un exótico, un inepto para la vida práctica […] Debilidades y defectos que son, más bien, secretas venganzas, que a lo largo de cien años hemos repetido retóricamente para que el héroe de nuestras letras se parezca a lo que hoy somos. Su verdadera integridad nos irrita y avergüenza. Su responsabilidad, su limpieza de alma, su rectitud ofenden a los que han preferido otros caminos. Su discreta grandeza no rima con Las ocultas ambiciones de quienes dicen ser sus herederos, sus representantes en un siglo que ha olvidado sus dones, sus virtudes, sus resignaciones.
Nadie conoce mejor la vida práctica que un poeta, porque para él el tiempo es oro; nadie mejor que un poeta para acercarse al alma femenina, que no perdona frivolidades; nadie mejor que un poeta para saber que a la muerte no se la invoca, porque la sabe entre nosotros.
La lección de José Asunción Silva es tan digna, tan alta, tan seria […] que preferimos seguir creyendo su leyenda negra y rosada; confrontarla con la vida que llevamos, con la poesía que escribimos  y con la que hemos dejado de escribir  con la idea del amor que hoy tenemos, sería humillante. Por eso hemos ridiculizado a Silva, para no tener que esforzarnos demasiado, para poder derrochar fortunas y virtudes, para poder aceptar nuestro actual enamoramiento de la muerte, para no tener que ser responsables de la realidad  práctica y cotidiana , para poder aceptar nuestra escasa cultura o el uso indigno que hacemos de ella, para irrespetar la belleza  convertida en la imagen de un deseo malsano e hipócrita.
París rechazó a Marcel Proust, derrotó a Cézanne, abucheó a Stravinsky. Después los encarnó. Su ejemplo era muy exigente, había que asimilar muy lentamente su lección. Nosotros rechazamos, derrotamos, abucheamos, suicidamos … y aplaudimos a Silva, para no tener que parecernos a él. Nunca el idioma contó tan bellamente la música que aflige el alma, nunca el idioma cantó tan bellamente su propia historia, su esencia, en donde alma, idioma y música son una sola verdad, indivisible (14).

1. Delio Seraville, «Silva», Gil Blas 3 (mayo 24 1992), 1.
. El Liberal, 29 de abril de 1884, 14.
3. Juan Evangelista Manrique. «José Asunción Silva (Recuerdos íntimos)» [1914J, Rpd., Juan Gustavo Cobo Borda, Ed., José Asunción Silva, bogotano universal (Bogotá: Villegas, 1988), 126.
4. Alirio Díaz Guerra, «José A. Silva» [1895], Literatura de «El Heraldo» (Bogotá: J.J. Perez, 1896), IV 313 4.
5. José Luis Ríos, «Entrevista con Mr. Collins», La Miscelánea (Medellín] (octubre, 1887), 867 70.
6. José Luis Ríos. «Entrevista con D. Carlos Pérez’, La Miscelánea [Medellín] (abril, 1888), 38.
7. Ibídem.
8. José Asunción Silva, «Carta abierta», Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 680 1.
9. «El paraguas del Padre León», Ibid., 363 4.
10. Carta del 21 de agosto de 7894, Ibid., 684.
11. Ibídem.
12. Esas cuatro biografías son: Héctor H. Orjuela, La búsqueda de lo imposible. biografía de José Asunción Silva (Bogotá: Kelly, 1991), 429 pp.; Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1992), 534 pp.; Enrique Santos Molano, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva (Bogotá: Nuevo Rumbo, 1992, 920 pp. 2® ed.: Bogotá: Planeta, 1996, 1.000 pp.); Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995), 262 pp.
13. José Umaña Bernal, «Inciso de Silva» [1959], Nuevo Boyacá [Tunja] 20 (Septiembre, 1996), 30.
14. Santiago Mutis Durán, «Silva, modelo para a (r)mar» (Bogotá: Adpostal, 1996), Rpd., El Tiempo, agosto 6 de 1996, 13B.

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EDITAR A SILVA DE CARA AL SIGLO XXI

JESÚS MUNÁRRIZ

Cuando María Mercedes Carranza me propuso el año pasado, en la Casa de Poesía Silva, ocuparme de la edición española de las principales obras de Silva, su Obra poética y su novela De sobremesa, acepté encantado la propuesta sin sospechar las dificultades que la empresa entrañaría (1).
Como cualquier lector de poesía en castellano, recordaba la belleza de algunos de sus textos, en especial la de ese «Nocturno» que modificó desde su aparición los ritmos de nuestra lírica, y al hilo de la lectura de sus poemas fui redescubriendo algunos, que se habían fijado en mi memoria sin nombre de autor, y descubriendo y disfrutando de otros que hasta entonces no había tenido ocasión de leer. Comprobé así que Silva era uno de los grandes y que junto a Martí y Darío, había llevado a cabo una renovación de nuestra poesía de la que toda la escrita en español en este siglo es deudora.
Y decidí ocuparme personalmente de la fijación del texto y cuidar de la edición con el criterio que distingue a la colección en que se publica: poesía para lectores de poesía, para los que disfrutan del poema, editada con la pulcritud y belleza que ello implica, sin notas que distraigan de la lectura, al tiempo que con el rigor y la exactitud filológica necesarios para sustentar y justificar las opciones elegidas.
Cuando un autor cuida personalmente la edición de su obra y la corrige y pule hasta el último día, como pueda ser el caso de Jorge Guillén recientemente, su publicación no presenta dificultades. Cuando el autor muere de forma inesperada o violenta y la edición de su obra corre a cargo de terceras personas, puede ocurrir que se haga con tanta fidelidad como si el poeta hubiera cuidado de ella (Aníbal Núñez es un caso reciente, entre nosotros), pero también lo contrario: que se descuide la edición, que las erratas deformen los textos, que se pierdan o eliminen o corrijan arbitrariamente los originales, y que se impida, en fin, que la posteridad pueda reconstruir nunca en toda su pureza lo que escribió el poeta. Tal fue el caso doloroso, por ejemplo, de Francisco de Aldana, en nuestra poesía clásica, y tal es también, en parte, el de Silva en la contemporánea.
Al suicidarse el 24 de mayo de 1896 José Asunción Silva no ha publicado ni un solo libro. Poemas sueltos en revistas y antologías sí, y artículos, y traducciones, y algún prólogo, y es un poeta de renombre, pues su «Nocturno» Lleva un par de años publicado y su influencia ha trascendido ya las fronteras colombianas; pero ni un solo libro con su nombre en la cubierta es accesible a los lectores. Tendrán que pasar doce años para que en Barcelona, y con prólogo de Miguel de Unamuno, aparezcan sus Poesías, un volumen antológico que, pese a sus errores y deficiencias, abre brecha editorial y encabeza la larga serie de ediciones que, hasta nuestros días, no han cesado de difundir y, a menudo, revisar y ampliar el corpus poético del gran santafereño.
Pero El libro de versos, manuscrito donde Silva recopiló entre 1891 y 1896 lo mejor de su obra, no se publicó hasta 1923, y hasta 1954 no se dispuso de un facsímil del original, en el que se pudo comprobar que faltaban siete de los poemas reseñados en el índice (aunque cabe la posibilidad de que algunos los conozcamos con otros títulos). El manuscrito propiamente dicho, tras su reproducción en facsímil, ha permanecido inaccesible a los estudiosos.
Y de sus Gotas amargas, denominación que agrupaba poemas críticos, escépticos, materialistas, sobre los que se han expresado las más diversas opiniones, pero de cuyo valor e importancia hoy no es posible dudar, no existe manuscrito. Disponemos únicamente de los poemas que la buena memoria y la buena voluntad de los amigos del poeta fue rescatando y publicando en revistas y periódicos a lo largo de los años, en versiones no siempre completas o plenamente de fiar.
En 1977 Héctor H. Orjuela publicó por cuenta del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá Intimidades, un manuscrito que contenía poemas escritos entre 1880 y 1884  es decir, entre los 14 y los 19 años , que Paquita Martín, una amiga de su hermana Elvira, había copiado en un álbum «ya medio borrado por el paso del tiempo» en 1889, álbum que en 1928 pasó a manos de Germán Arciniegas y que, medio siglo después, fue a recalar en la Biblioteca Nacional de Bogotá, de donde Orjuela lo rescató para su edición.
A estos tres libros hay que añadir un grupo no desdeñable de «Versos varios» recuperados a lo largo del siglo por diversas publicaciones, y unos pocos atribuidos sin plena seguridad de autoría, todos los cuales han ido engrosando las sucesivas ediciones de su Obra completa, la mejor y más completa de las cuales hasta el momento (valga la redundancia) es la coordinada por Héctor H. Orjuela y publicada en 1990 en Madrid en la colección «Archivos», editada simultáneamente por organismos de Argentina, Brasil, Colombia, España, Francia y México. De ella he partido fundamentalmente para realizar mi edición.
(Habría que hablar, también, aunque no sea esta la ocasión adecuada para ello, de la «Correspondencia» del poeta, de la que siguen apareciendo cartas un siglo después de su muerte, correspondencia recopilada muy recientemente, a finales de 1995, por Enrique Santos Molano en sus Cuarenta y cinco cartas, pero que, es de esperar, seguirá incrementándose con nuevos descubrimientos).
Las ediciones existentes hasta ahora respetan la ordenación de la poesía de Silva de acuerdo con esos grupos fundamentales: El libro de versos, Gotas amargas, Intimidades, Versos varios, bien en orden de escritura (edición de Santiago Mutis Durán y Juan Gustavo Cobo Borda de 1979), bien dando prioridad a El libro de versos (los demás); pero a partir de la publicación de Intimidades esto implica algunos problemas, pues Silva incluyó en El Libro de versos algunos de los poemas de Intimidades, unos con variantes y otros sin ellas, por lo que los editores optan por reproducir ambas versiones, lo que está justificado en una edición crítica, pero no en una dirigida al gran público. Además, en ambos libros se incluían traducciones de poemas extranjeros, unos localizados, y otros de atribución dudosa o no establecida.
A mí me pareció que la publicación debía hacerse en orden cronológico, ya que permite al lector adentrarse en la poesía de Silva reconstruyendo desde sus primeros pasos la evolución que tan alto le llevó, y aunque esto implica comenzar su lectura por algunos poemas inmaduros y de poco calado, la temprana edad de su autor al escribirlos justifica cualquier imperfección o inmadurez. Ello posibilita también, por otra parte, darse cuenta de cómo un poeta de 17 18 años era ya capaz de escribir excelentes poemas como «Crisálidas», «Luz de luna», «Juntos los dos» o esa obra maestra que es «Infancia».
Decidí también entresacar y agrupar en un apartado las diversas traducciones intercaladas por Silva en sus libros ya que, aunque se tomaba bastantes libertades al realizarlas, y por ello han sido consideradas como poemas parcialmente suyos, disonaban por temática y ambiente en el conjunto de la obra y su agrupación permitía hacerse una idea más exacta del conjunto.
Finalmente, «Al pie de la estatua», el poema de mayor extensión de los escritos por Silva, de alcance épico y proyección cívica, tan distinto del resto de su obra y cuya inclusión en El libro de versos rompe claramente la estructura de éste, me pareció que bien merecía un apartado propio (téngase en cuenta que Silva lo incluye, al parecer, en la sección «Infancia», junto a «Crisálidas» y «Los maderos de San Juan», lo que, para mí, carece por completo de lógica).
A su vez estas decisiones «desguazaban» en cierta manera los libros organizados por Silva, así como las secciones de El libro de versos, e impedían mantener los títulos tradicionales para grupos de poemas que diferían de los habitualmente recopilados bajo ellos. Ello me llevó a dividir el libro en dos partes fundamentales:
«Poemas de Juventud y Adolescencia (1880 1884)»  donde junto a los de Intimidades se incluyen otros poemas de la misma época no recogidos en ese manuscrito, pero se excluyen de él las traducciones ; y
«Poemas de Madurez (1885 1895)», subdividida esta última parte a su vez en cinco secciones:
I. De El libro de versos (el «de» indica que no se incluyen todos los poemas del manuscrito; faltan los ya publicados en Intimidades, las traducciones y «Al pie de la estatua«);
II. Gotas amargas (que incluye algunos poemas más de los habituales, provenientes de «Poemas varios y atribuidos», y que descarta alguno de los incluidos por otros editores);
III. Poemas de la carne (un intento de reconstrucción de parte del libro perdido en el naufragio del Amérique, al que me he atrevido a asignar seis poemas de diversa procedencia, ninguno recopilado por Silva, todos ellos de temática erótica; podía haber incluido también en él la «Nota perdida» XI, pero no lo hice por respetar su inclusión por el autor en Intimidades);
IV. Otros poemas (donde se incluyen cuantos no parecen tener cabida en ninguno de los apartados anteriores);
V. Al pie de la estatua, y VI. Traducciones.
Completan el volumen «Tres poéticas»  tres textos en prosa en los que Silva expone muchas de sus ideas sobre la creación poética  y unas pocas «Notas» en las que se explican o justifican decisiones puntuales relativas a la fijación de los diversos textos publicados.
En los casos en que se conservan varias versiones de un mismo poema, publico la de «última mano» del poeta, es decir, la revisada, pero la incluyo en el grupo o época correspondiente a su primera redacción, época a la que corresponde el grueso del texto.
En cuanto a la ortografía, acentuación, disposición tipográfica y puntuación he adoptado criterios funcionales y actualizadores, poniéndolas todas ellas al servicio del texto y de su mejor comprensión, tantas veces dificultada en ediciones anteriores por arbitrariedades, en especial de puntuación, que en ocasiones llegaban a deformar gravemente el sentido del poema. No es que yo haya inventado nada en este sentido; de hecho, todos los editores anteriores de Silva que conozco, y cuantos han comentado o antologado su obra habían modificado o corregido en algún detalle puntuación, ortografía, mayúsculas, etc., pero nadie hasta ahora lo había hecho de una forma sistemática y en la totalidad de la obra. En la versión de Camacho Guizado «algunos textos aparecen en versiones depuradas, modernizando la puntuación y ortografía», según comenta Orjuela (2). Éste, a su vez, aunque prefiere «respetar la puntuación y ortografía originales» argumentando que «la puntuación de Silva, a veces caprichosa, es parte constitutiva de su estilo y ayuda al efecto rítmico que el autor quiere producir», no sigue tampoco sistemáticamente este criterio, no respetado ya en su edición crítica de Intimidades, pues alega haberla realizado «unificando la ortografía conforme a las grafías y puntuación actuales y corrigiendo los indudables errores de transcripción. Asimismo  sigue  se han suprimido los asteriscos que a menudo separan las estrofas y algunos guiones  entre los muchos que utiliza Silva  cuando su empleo no es indispensable». Tampoco lo hace en su edición de la Obra completa, ya que exceptúa «errores obvios», «descuidos y omisiones», «el empleo anticuado de algunas grafías y signos, tales como los guiones o signos de admiración», así como «los acentos, cuyo uso hemos modernizado». También admite que «ocasionalmente acogemos algunas transcripciones en las que se han introducido algunos cambios que nos han parecido aceptables». Y creo que hace muy bien adoptando tales criterios, que yo me he limitado a ampliar y sistematizar (3).
(Y ya que hemos hablado de errores, permítanme un inciso, muy ilustrativo al respecto. No se vaya a pensar que este tipo de errores de edición sean propios de países con una historia cultural más breve que la europea, como es el caso de Colombia; desde luego que no. En todas partes cuecen habas, como decimos en España, y si i no son habas, serán fríjoles. Y, si no, veamos un ejemplo: al realizar recientemente la edición española bilingüe de Alcoholes, de Guillaume Apollinaire, uno de los libros fundamentales de la poesía de nuestro siglo, publicado en París por Ediciones Gallimard en 1913, en edición corregida por el poeta, que moriría cinco años después, comprobamos que originalmente dicha edición contenía cerca de 90 errores tipográficos, algunos graves, que se perpetuaron a lo largo de 26 ediciones y más de treinta años de publicación, hasta que ya en los años cuarenta fueron detectados y denunciados por el también poeta Tristan Tzara, que los relacionó en un largo artículo que llevó, a su vez, a la editorial, a corregir a partir de entonces la edición de acuerdo con las sugerencias de Tzara. Si pasó esto con Apollinaire y con Gallimard, no debemos extrañarnos de que ocurra con cualquier otro, Silva incluido, y en cualquier parte. Volvamos, pues, a nuestro autor).
Respecto a la puntuación de Silva, otro testimonio, el de Fernando Vallejo, siempre vehemente, dice lo que sigue: «llevaba un Diario de contabilidad con mala puntuación, con mala redacción, con errores de ortografía«; y, más adelante: «Lo que sí no me gusta de Silva es su caligrafía, ni su puntuación, ni su redacción, ni su ortografía. Redacta mal, puntúa mal, no pone tildes y quita comas…» etc.; y vuelve a repetir: «con una puntuación y una ortografía infames» (4). Todo lo cual, desde luego, no disminuye en un ápice la valía del poeta; quienes conocen los manuscritos de García Lorca saben con qué prodigalidad sembraba las haches donde ninguna falta hacían o trabucaba la b con la v, aunque a nadie se le ocurrirá rebajar por ello ni un milímetro la altura de la poesía del granadino universal, pasmo de España y pasto de hispanistas. Pero tampoco publicarlo con faltas de ortografía.
Otro tema en el que tomé una decisión drástica: las iniciales a principios de   verso, que he suprimido excepto cuando van tras un punto. No ignoro que tales letras se llaman en lenguaje tipográfico versales precisamente porque encabezan los versos, pero su utilización, obligada en el siglo pasado, ha ido decayendo en el nuestro y hoy son pocos  aunque algunos quedan  los poetas que las emplean. Para un lector no avezado, e incluso para quien lo es, tales mayúsculas son como pequeños obstáculos que hay que saltar al comenzar cada nuevo verso y que parecen querer imponer una pausa de lectura o respiratoria que se añade a la ya obligada por la partición del verso precedente, interrupción no sólo innecesaria sino a menudo contraproducente cuando el poeta usa el encabalgamiento, es decir, cuando la frase gramatical continúa sin interrupción a lo largo de dos o más versos y sus pausas no coinciden con las de éstos, efecto muy querido por Silva y continuamente utilizado por él, efecto que produce una mayor soltura del verso, que se desliga así en parte de la rigidez obligatoria de su medida, y le imprime una agilidad y una naturalidad más cercanas a la de la prosa y al lenguaje hablado. De hecho, en la mayor parte de las antologías en que se han recogido sus poemas, tales mayúsculas habían sido sustituidas por minúsculas, deliberada o involuntariamente. Y en las Gotas amargas, transcritas por sus amigos y no por el poeta, faltaban también en muchos casos las mayúsculas iniciales.
Alfonsina Storni, que las empleó en sus cuatro primeros libros, o las dejó utilizar por los tipógrafos, las suprimió en los últimos, y esta decisión de la autora en su madurez me pareció que me autorizaba a mí para suprimirlas en la totalidad de su Antología mayor, cuando me ocupé de su edición en 1994. Este mismo criterio es el que he aplicado a Silva.
También he suprimido, por supuesto, tanto en los versos como en De sobremesa, todas las mayúsculas de autoridad y respeto: General, Senador, Congreso, Cardenal, Obispo, Rey, Conde, Duque, etc., etc., a los que los actuales usos democráticos han apeado de sus versales y reducido a la caja baja de los restantes ciudadanos.
Los signos de interrogación y de admiración en época de Silva a menudo sólo se cerraban, pero no se abrían. Yo los he completado de la manera más coherente posible y, en algunos casos, he suprimido la innecesaria admiración final. A este respecto será bueno explicar que tal uso arbitrario de los signos de interrogación y admiración, muy extendido en la época modernista, se debía en parte a la imitación de modelos extranjeros, pues es sabido que en francés, inglés, alemán, italiano, etc., no existen los signos de apertura, pero en parte también a que los tipos de imprenta se importaban de Europa o de los Estados Unidos y en las cajas de plomo no existían tales signos, por lo que los cajistas no tenían más remedio que eliminarlos cuando procedían a la composición de los textos.
He prescindido igualmente de los sangrados, moda tipográfica del XIX hace tiempo caída en desuso.
Todo ello, desde luego, no por afán iconoclasta, sino por estar convencido de que tipografía, acentuación, ortografía y puntuación deben ponerse humildemente al servicio del texto y de su comprensión, y de que su protagonismo distorsionador nunca es aconsejable. Quede para las ediciones críticas y paleográficas la tarea de recoger tales peculiaridades y de valorarlas adecuadamente.
Me he atrevido también a retocar mínimamente o completar el texto en algunos pasajes dudosos, explicando mi decisión puntualmente en cada caso en las notas finales del libro, excepto cuando se trataba de erratas o de alguna letra suelta o palabra trastrocada. Estos son los retoques introducidos:

POEMAS DE JUVENTUD Y ADOLESCENCIA (1880 1884)
«Las ondinas» (pp. 29 30). He dividido el poema en dos estrofas de acuerdo con las rimas de los versos pares: asonante en í o la primera y en í a la segunda. En el verso 18 he invertido el orden de sustantivo y adjetivo: «del prado la mullida superficie» tiene mejor acentuación, pero parece una corrección posterior a la redacción original: «del prado la superficie mullida», que mantiene la asonancia.
«Idilio» (pp. 40 41). He dividido el poema en tres estrofas según los tres momentos narrativos que lo forman.
«[A la manera] de G. A. Bécquer» (p. 78). He añadido al título la parte incluida entre corchetes, pues titularlo «De G. A. Bécquer», como se ha hecho hasta ahora, sólo puede favorecerla confusión.
«Alas». He completado el octavo verso empezando por el final (p. 88) con un verbo; «[se detiene] un momento», cuya inclusión me parece necesaria para dar sentido  y medida  a la última estrofa.
«Notas al margen». En la m (p. 99) he intentado reconstruir el tercer verso empezando por el final, «[cual la de] Cristo [en el huerto]», que se suele publicar incompleto y carente de rima: «Como el Cristo». La reconstrucción del penúltimo verso de la nota anterior, la v, incluyendo «[humilde]», no es mía; la recojo de ediciones anteriores. En la VII, en cambio, dedicada al parecer a una orquídea, no he sabido dar con una buena solución para completar el verso final, que debería ser una asonante en í a. Con la XI, me he resistido a la tentación de incorporarla a los Poemas de la carne, donde tendría adecuada cabida. La XIII, finalmente (p. 105), fue revisada en algunos detalles e incluida por Silva en El Libro de versos con el título de «Juntos los dos». Ésta es la versión aquí recogida.
Una vez publicado el libro, me ha parecido que hubiese sido mejor incluir cada poema en página aparte, como los demás, pues aunque Silva los agrupara y numerara como «notas» no son textos independientes con igual entidad que el resto de sus poemas.
«¿Recuerdas?» (p. 110). Aunque no me atreví a completar la palabra que falta en el verso 9° de la 2á estrofa, ahora, una vez publicado el libro, creo que debería haberlo hecho. «Brillaba por los senderos» podría ser una buena solución.
«Sonetos negros» (pp. 113 14). Son los pobres restos que nos quedan del libro de igual título perdido en el naufragio del Amérique. Del I hay dos versiones, la recogida en Intimidades y la revisada más tarde por el autor, y más conocida, que es la que aquí se incluye. Del II no se han conservado, desgraciadamente, los tercetos. Lo incluyo aquí acompañando al primero, aunque no figure en el mismo álbum manuscrito.
DE EL LlBRO DE VERSOS (PP. 121 167)
«Los maderos de San Juan» (pp. 122 124). Este poema, uno de los más conocidos de su autor, se publicó ya en vida de éste, en 1892. Destaco en cursiva el «Aserrín, aserrán…» para subrayar que se trata de una rima infantil del folclore español, popularizada también en América, que da pie al poeta para sus versos, y no obra de éste, como he creído leer en algún comentario despistado. Aclaremos, de paso, que «alfandoque» y «alfeñique» son dos tipos de dulces para niños.
GOTAS AMARGAS (PP. 169 193)
Textos publicados por los amigos del poeta, tras la muerte de éste, a lo largo de años. He suprimido uno, «Madrigal», para incluirlo en Poemas de la carne, y añadido los tres últimos, procedentes de «Poemas diversos» o «atribuidos».
«El mal del siglo» (p. 172). Suprimo el «que» con que comenzaba el 2° verso y la coma final del mismo, evidentemente incorrectos.
«Enfermedades de la niñez» (p. 177). Divido el poema en tres estrofas de seis versos cada una, como parece lo adecuado.
«Filosofías» (p. 185). Aunque no lo he hecho constar en nota, creo que sí debo advertir que el 2° verso de la 6a estrofa, habitualmente «pule, esculpe, extrema», me pareció estar trastrocado, por lo que lo ordené como «esculpe, pule, extrema». Hay dos motivos para ello: el forzoso hiato entre pule y esculpe a que obliga la 1a versión, que desaparece con la inversión de ambos términos, y la gradación lógica de la serie verbal, ya que esculpir es una acción anterior al pulido, que a su vez se completa extremándolo.
«Necedad yanqui» (p. 190). Publicado por primera vez en 1912, a este poema, tan políglota como su autor, le faltan dos medios versos que he intentado reconstruir: las siete sílabas finales del 12° y las cinco iniciales del 13°, lo cual se deducía de su carencia de sentido, del salto existente en las asonancias en o a de los versos pares, y de la incorrección rítmica del verso que había resultado de la unión de los fragmentos que quedaban. El sentido de lo que falta quedaría más claro diciendo [«Pero intente cobrarle / lo que le debe«], pero así fallaría la asonancia. También he separado del resto los dos últimos versos.
«Puntos de vista» (p. 195). Se publicó por primera vez completo en El País de Cali en 1975 a partir de una copia manuscrita aparecida en un ejemplar de la primera edición de las Poesías de Silva (Barcelona, 1908). Corrijo los versos primero y tercero, incorrectos sin duda por culpa del copista, al que le fallaba el oído. Suprimo «los» en el 1° [En los brazos de un doctor y un sacerdote], para que se convierta en endecasílabo; y añado «que» en el 3° por el mismo motivo: [ateo que, en sus últimos momentos,]. Si el poema, como parece, es de Silva, tales fallos métricos resultarían inadmisibles.

[POEMAS DE LA CARNE] (PP. 195 202)
Aunque siempre se ha dado por perdido en el naufragio del Amérique este libro de Silva, me ha parecido que los poemas aquí incluidos, agrupados habitualmente entre las «Poesías varias» o las «atribuidas», con excepción del «Madrigal», que suele ir en las Gotas amargas injustificadamente, bien pudieron haber formado parte del plan del poeta, que desconocemos por completo con excepción del título. A ellos podría añadirse también, al menos, la «Nota perdida» xi, «Cabe el remanso sombrío» (pp. 104 105), que no desentonaría en el conjunto.
«Madrigal» (p. 201). Se suele editar acentuando el «tu» central del penúltimo verso, con lo que se anula el sentido malicioso y el sobreentendido que sin duda sugieren esos puntos suspensivos en que culmina la descripción de los atractivos físicos de la homenajeada. Me ha resultado obligado suprimir tal acento.
OTROS POEMAS (PP. 207 228)
Reúne esta sección «Poesías varias» y unas pocas «atribuidas» a Silva que no parecen encajar en las demás secciones y que no fueron incluidas por el poeta en sus manuscritos conocidos, aunque sí publicadas varias de ellas en vida del autor en diversos medios.
«Sinfonía color de fresas con leche» (pp. 227 228). Publicada con seudónimo en vida del poeta en El Heraldo de Bogotá, esta divertida sátira, tan anti como prorrubendariaca, sintetiza a mi entender tanto el reconocimiento de la nueva voz del nicaragüense por parte de Silva como la crítica a sus imitadores y epígonos. Casi todas las versiones dan el título en singular: «Sinfonía color de fresa con leche», aunque abunden las variantes. Cano Gaviria, por ejemplo, escribe «fresas con leche» y José Olivio Jiménez «fresas en leche». Me decido finalmente por «fresas con leche» porque creo que se trata de un sintagma para definir un color y porque «leche y fresas» es lo que pide literalmente de comida Helena de Scilly al camarero suizo en De sobremesa en la única ocasión en que la ve el protagonista, José Fernández. Como se sabe, ambos textos fueron redactados el mismo año: 1.895. Por otra parte, y aunque esta aportación en poco contribuya al disfrute que pueda proporcionar la lectura del poema, la expresión «que Secchis lauden» creo que se refiere al erudito jesuita Gian Pietro Secchi (1798 1856), al que Orión y Venus «lauden», es decir, alaben, por sus conocimientos astronómicos o, tal vez, mitológicos. Quizá valga también la pena anotar que el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, muerto en 1895 y leído y admirado por Silva, había dedicado un poema a «la musa verde».

TRADUCCIONES (PP. 245 266)
He reunido en esta sección las traducciones que Silva incluyó en Intimidades y en El Libro de versos, así como las provenientes de publicaciones periódicas diversas. Obsérvese que las hay del francés: Victor Hugo, sobre todo, pero también Béranger, Gautier, Guérin; del italiano: Salustri; y del inglés: Tennyson. Hay también dos cuyos autores no se conocen hasta el momento: «La Hermana de la Caridad» y «Lied», pero que no parecen ser obras del propio Silva.
POÉTICAS (PP. 269 280)
He agrupado, finalmente, en esta sección, tres textos en prosa en que el poeta expone algunas de sus opiniones sobre la creación poética y reflexiona sobre ella. Tal vez debí haber añadido algunos fragmentos de De sobremesa en que se trata la misma cuestión. Los textos incluidos son:
«La protesta de la musa» (pp. 269 272). Texto escrito a raíz de la polémica provocada por la publicación del libro satírico Retratos instantáneos de Francisco de Paula Carrasquilla, es también en parte, o al menos como tal puede leerse, un alegato del poeta contra sí mismo y una polémica sobre la validez de la escritura de sus Gotas amargas. Escrito en diciembre de 1890 y publicado en enero de 1891.
«Suspiros» (pp. 273 275). También en este texto parece Silva polemizar consigo mismo y oscilar entre dos tipos de poesía totalmente contrapuestos, que sin duda llevaba dentro de sí y con los que de hecho convivía, aunque su mente más racional se resistiera a aceptar estas duplicidades con las que, cuatro décadas más tarde, aprendieron a entendérselas Antonio Machado y Fernando Pessoa. Se desconoce la fecha de redacción de este texto, que no se publicó hasta 1903.
«Prólogo al poema… de Rivas Frade» (pp. 276 280). La publicación del texto de un poeta amigo, Federico Rivas Frade (1858 1922), da pie a Silva para defender una poética que podría ejemplarizarse en tres libros paralelos y coincidentes: El Intermezzo de Heine, la Soledad de Ferrán y las Rimas de Bécquer. El libro de Rivas Frade con el prólogo de Silva se publicó en Bogotá en 1889.
Yo sé muy bien que carezco de la sabiduría filológica del doctor Héctor Orjuela, que ha leído, verificado y contrastado cuantos manuscritos y versiones se han publicado de la obra de Silva y cuyas ediciones, de lntimidades primero, y de la Obra completa más adelante, resultan imprescindibles para cualquier acercamiento correcto a los textos del poeta, tanto por la información acumulada como por los textos críticos, propios y ajenos, que en esta última recoge.
Carezco de la exhaustiva capacidad investigadora del propio Orjuela, de Enrique Santos Molano y de Ricardo Cano Gaviria, cuyas reconstrucciones de la vida del poeta tantos puntos oscuros de ésta han aclarado y cuyas ajustadas interpretaciones tanto nos ayudan a valorar y comprender la obra en verso y en prosa del mayor escritor de Colombia. Cano Gaviria, Orjuela y Santos Molano han entendido muy bien la importancia y la validez de la novela De sobremesa, y sus biografías de Silva pueden ser clasificadas, sin duda, de definitivas, ya que las actuales y futuras investigaciones sólo en detalles puntuales podrán mejorarlas o complementarlas.
Carezco finalmente de la tenacidad y paciencia de Fernando Vallejo, que nos han proporcionado importantes documentos inéditos de Silva, por él revisados y desmenuzados con la minuciosidad y la pericia de un contador judiciario, documentos de enorme interés para el biógrafo pero que en nada atañen, afortunadamente, a la grandeza del poeta; carezco igualmente de su vehemencia de cascarrabias, que para escribir de Silva necesita atacar cuanto existe o no existe en cielos y tierra, empezando por dioses y papas, siguiendo por Libertadores y presidentes, y acabando por casas de poesía y sus directoras, en un libro arbitrario y atrabiliario, aunque, eso sí, de lectura siempre estimulante.
Pese a que mis carencias, como se ve, son muy grandes, algunas ventajas tengo también, de las que ellos carecen:
En primer lugar, he sido el último en llegar, lo que me ha permitido leerlos a ellos y a otros, como Fernando Charry Lara, José Olivio Jiménez, Eduardo Camacho Guizado, Juan Gustavo Cobo Borda y los diversos textos sobre Silva por él recopilados, y a muchos otros, entre ellos a algunos españoles que se han ocupado, en una u otra ocasión, del poeta; y esta ventaja de llegar el último me ha permitido conocer y asimilar la mayor parte de lo que ellos ya sabían y sumarme al centenario cortejo de los admiradores, comentadores y editores de Silva con el acopio de conocimientos acumulado por todos ellos, del que nadie anteriormente había podido disponer, así como beneficiarme de sus sustanciales aportes.
En segundo lugar, no soy colombiano ni conozco a los autores citados, ni a ninguno de los descendientes del poeta o de los amigos, enemigos, parientes, acreedores o deudores de Silva, ni me dicen nada los notables apellidos que en constantes combinaciones y cruces rodean y marcan la vida social, económica, artística y literaria de José Asunción, ni tengo trato alguno con los numerosos descendientes de todos ellos, y la imparcialidad que me dan mi lejanía geográfica y mi desconocimiento del mundo social colombiano en general y bogotano en particular, garantizan mi más absoluta imparcialidad al respecto.
En tercer lugar, llevo más de treinta años editando libros y veinte ya centrado fundamentalmente en las publicaciones poéticas, lo que me ha enseñado muchas cosas sobre asuntos tan prácticos y generalmente tan desdeñados como erratas, correcciones de cajistas (esa especie en extinción), acentuación, puntuación, versales y versalitas, sangrados, paginación y demás minucias de las alguna vez llamadas «artes negras», que con frecuencia son responsables de tergiversaciones, malas lecturas, ultracorrecciones y otros errores, tales, que pueden llegar a deformar y aun a cambiar el sentido de lo escrito por el poeta. Si esto sucede hoy, ante nuestros ojos, y pese a todo se nos escapan erratas en textos revisados por autores, traductores, correctores y editores, y con los medios técnicos de que ahora disponemos, ¿cómo no tener en cuenta su incidencia sobre los textos cuando éstos se escribían a mano, se componían en plomo, letra a letra, se corregían nuevamente a mano, y en muchos casos no podían ser leídos por su autor sino una vez publicados, cuando cualquier corrección ya resultaba imposible?
En cuarto y último lugar, soy poeta, o al menos por tal me gustaría ser tenido, y tengo el oído bastante afinado en cuestión de medidas de versos, de rimas y de estrofas, lo que hace que la más mínima incorrección de este tipo en un poema me resalte de inmediato y me haga interrumpir la lectura para tratar de solucionarla. Hay malos poetas cuya dureza de oído resulta evidente y contribuye a descalificarlos; éstos poco interesan. Existen también poetas de poca calidad que dominan la técnica y cuyos versos carecen de fallos rítmicos o métricos; tampoco suelen interesar, pero al menos hay que agradecerles que no chirríen. Finalmente, o, mejor dicho, en primerísimo lugar, están los buenos poetas, los grandes, los auténticos, los únicos que de verdad ostentan con justicia el nombre de poetas; y en éstos se da una característica universal: no suelen tener fallos. A la perfección de contenido acompaña en sus versos la perfección formal, porque en la gran poesía forma y fondo van tan inextricablemente unidos que forman un todo sin fisuras. Por eso cuando en un poeta de verdad  ¿y quién pondría en duda que Silva lo es?  aparece una imperfección formal o un fallo de sentido, hay que procurar buscar La causa del error en la copia, la transmisión o la publicación defectuosa y, si es posible, intentar solucionarla. Hay casos en que esto resulta imposible y hay que dejar la laguna en el texto o advertir del error, pero en otros es posible intentar una restauración que, con toda la prudencia posible, restituya al texto la pureza perdida, como cuando a un busto romano se le restaura la nariz mutilada por algún bárbaro o en la Capilla Sixtina se desvelan las figuras que el humo de siglos y la censura de dignatarios hipócritamente propensos al escándalo habían deformado. Sin excederse, desde luego, ya que intentar completar, por ejemplo, los tercetos que faltan en el segundo de los «Sonetos negros» de Silva sería como plantarle unos brazos ortopédicos a la Venus de Milo. Pero si alguien le rehízo a ésta el meñique de algún pie, no creo que a nadie nos preocupe, e incluso se lo agradeceremos. Vámos, al menos yo.
Por todo ello, yo, el último en llegar, teniendo en cuenta todos los considerandos hasta aquí expuestos y con una única y exclusiva finalidad: la de ponerme al servicio de los textos de Silva para darlos a conocer a los lectores de hoy y de mañana de la manera más adecuada posible, es decir, aquélla que ponga menos trabas y obstáculos entre sus ojos y su cerebro y lo escrito por el poeta, he revisado poema a poema, verso a verso, palabra a palabra, rima a rima, mayúscula por mayúscula, acento por acento, admiración por admiración, interrogación por interrogación, punto por punto y coma por coma los poemas de Silva y su novela De sobremesa, y he modificado comas, puntos, signos de admiración e interrogación, acentos y mayúsculas con criterio unificador y funcional, de manera que sirvan exclusivamente para lo que fueron inventados: para facilitar al máximo la lectura y comprensión del texto.
Me gustaría no haberme equivocado en estas decisiones y haber logrado con ellas el propósito inicial: hacer llegar a los aficionados a la poesía de la mejor manera posible la obra de un poeta de nuestra lengua cuya lectura, un siglo después de su muerte, sigue siendo un placer para el oído, una lección para la inteligencia y un ramo de emociones siempre vivas para la sensibilidad y el corazón.

1 José Asunción Silva, Obra poética, ‘testimonio de Álvaro Mutis, Introducción de María Mercedes Carranza, Cronología de Héctor H. Orjuela, Edición de Jesús Munárriz (Madrid: Hiperión, 1996) y De sobremesa, Prólogo de Gabriel García Márquez (Madrid: Hiperión, 1996).
2.Héctor H. Orjuela, Introducción a José Asunción Silva, Obra Completa. Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), xxxi.
3 Véase Héctor H. Orjuela, José Asunción Silva, Intimidades, Héctor H. Orjuela, Ed. (Bogotá: Caro y Cuervo, 1977), x xi; y su Introducción, Op. Cit., xxxv.
4. Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995), 138, 154, 204, respectivamente. En otros lugares dice, sin embargo, Vallejo: «[…] Con la caligrafía del poeta, que a mí me llega al corazón», «con su caligrafía inefable que me hace palpitar el corazón», Ibid., 31, 177.

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SILVA Y ESPAÑA

JESÚS MUNÁRRIZ

ESPAÑA EN SILVA

Las relaciones políticas entre Madrid y Bogotá se interrumpieron a raíz de la independencia de Colombia y no se reanudaron hasta finales de siglo. El segundo embajador o ministro de España en Colombia fue un catalán, el barón de la Barre de Flandes, que curiosamente era uno de los trece invitados que se sentaron a la mesa de los Silva la noche del sábado 23 de mayo de 1896 que precedió a su suicidio. Sin embargo, no puede decirse también que las relaciones culturales se interrumpieran en ningún momento, pese a la ocupación del vacío dejado por España en primer lugar, por Francia, y más adelante por Inglaterra y los Estados Unidos. Los libros españoles viajaban sin trabas a América y es evidente que llegaban a Colombia, y a Bogotá en concreto, con regularidad, pese a las dificultades del transporte. Y lo mismo ocurría con el teatro, que desde España se difundía por toda América.
La familia de Silva era de ascendencia española y criolla, y su árbol genealógico probablemente no se diferenciaría mucho del de José Fernández, el protagonista de De sobremesa, alter ego de su autor en muchos aspectos que dice de sí mismo:

Hijo único (Silva no lo fue, pero sí hijo único varón) del matrimonio de amor de dos seres de opuestos orígenes, dentro de mi alma luchan y bregan los instintos encontrados de dos razas, como los dos gemelos bíblicos en el vientre materno. Por el lado de los Fernández vienen la frialdad pensativa, el hábito del orden, la visión de la vida como desde una altura inaccesible a las tempestades de las pasiones; por el de los Andrades, los deseos intensos, el amor por la acción, el violento vigor físico, la tendencia a dominar los hombres, el sensualismo gozador (1).

Y más adelante:

Al hundir los ojos en las lejanías del tiempo, surgen ante mí las figuras de la familia: por el lado paterno la de doña Inés Fernández de Sotomayor, la virgen de 22 años que, en vísperas de contraer matrimonio, rompió su compromiso para consagrarse a Dios y entrar al convento de las monjas de Santa Inés, con el nombre de Sor María de la Cruz, a fines del siglo XVIII, la del tercer abuelo, que se educó en Salamanca, fue capitán de los reales ejércitos y desempeñó en mi tierra odiosos puestos dados por la Inquisición, y más lejos, dominándolas todas, la del hermano del primer antepasado, que se trasladó a América para acompañarlo, aquel Álvaro Fernández de Sotomayor y Vergara, el arzobispo, sabio comentador de Tertuliano, que a los setenta años, devuelto a España, murió virgen y en olor de santidad. Delicadas miniaturas encuadradas de diminutos diamantes, antiguos lienzos españoles donde se destacan figuras descarnadas y animadas de intensa vida espiritual; apolillados cronicones amarillentos, reales cédulas, pergaminos manuscritos por insignes artistas, en que los caracteres góticos de la leyenda alternan con los colores de complicados blasones heráldicos, cuentan las glorias de aquella raza de intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre cuyos glóbulos desteñidos corren por los ramales azulosos de mis venas. La piedad católica que la animó subsiste en mí transformada en un misticismo ateo […] (2).

Una genealogía de este tipo no se levanta fácilmente, creyo yo, si no se ha escuchado de pequeño en casa, de labios de los abuelos. Ahí está retratada por Silva su ascendencia española, compensada, bien es cierto, por la sangre dizque llanera de la rama materna:

En los hoyuelos de las mejillas de mi madre reían frescuras de flor, su leche tenía el sabor que tiene la de las campesinas vigorosas; el abuelo materno era un jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas y allá en las llanuras de mi tierra cuentan todavía la tenebrosa leyenda de estupros, incendios y asesinatos de los cuatro Andrades, los salvajes compañeros de Páez en la campaña de los Llanos, que recorrieron victoriosos, sembrando el terror en las huestes españolas, al rudo galope de sus potros, con la lanza tendida por el brazo férreo, con la locura en el alma, la sangre quemada por el alcohol y la blasfemia en la boca gruesa solicitadora de besos (3).

Dejando a un lado lo que de literario haya en sus descripciones, la doble ascendencia de Silva  si admitimos que en José Fernández suele autorretratarse  parece evidente. Lo mismo su admiración por las realizaciones de los españoles, cuando escribe desde la Costa, el 21 de agosto del 94, camino de Caracas:

Aquí en Cartagena asombra la grandeza de la obra llevada a cabo por los españoles; sucede como en Bogotá: toda obra importante es del tiempo de la colonia, pero ¡qué obra! Las murallas que le hacen a la ciudad como un inmenso cinturón de piedra, y que costaron sesenta millones de pesos oro, son dignas de cualquier plaza fuerte española; hay un palacio viejo, el de la Inquisición […] con una puerta de entrada tan alta como la de la Capilla del Sagrario, y en las abras un golpeador de hierro, trabajado a martillo, hecho para que golpee con él un gigante, y sobre la portada un escudo de España, tallado en piedra, de 2 metros de alto; el antiguo convento de San Juan de Dios es dos veces más grande que el de Santo Domingo en Bogotá. En fin, ¡una maravilla sobre la cual han pasado tres siglos, sin sacudirla de sus bases enormes! (4).
También en su poesía son frecuentes los temas españoles. En «Vejeces», por ejemplo, todo remite a la época colonial: «anticuada miniatura», «el histórico blasón», «el negro sillón de Córdoba», el «hidalgo de espadín y gola» (5). Lo mismo ocurre en «La ventana» con su «reja / hecha de barrotes de hierro colosales / que tiene en lo más alto un monograma / hecho de incomprensibles iniciales», poema en el que desfilan «un oidor», «una dama española» procedente «de la hermosa Andalucía», «la cántiga española», «la aristocrática Sevilla», «cabe el Guadalquivir» con su «calada Giralda» (6); o en «Don Juan de Covadonga», leyenda a la manera de las de Zorilla o del duque de Rivas, ambientada toda ella directamente en España (7). Curioso resulta también que en «Futura», «en el siglo veinticuatro» y «en una plaza de Francfort» se levante sobre un pedestal «la estatua de Sancho Panza / ventripotente y bonachón» (8). ¿Silva, lector del Quijote? Hipótesis harto probable.
Pero bueno sea irnos centrando no tanto en lo relativo a España en general, sino a su proyección cultural e intelectual en la formación y en la obra de Silva.
La formación literaria de José Asunción Silva en su niñez y primera juventud empezó con la lectura de los clásicos, los latinos sin duda en primer lugar, como era preceptivo en aquella época, y después los del idioma, es decir, fundamentalmente los españoles. Cuando de los clásicos pasó a los contemporáneos, los españoles siguieron ocupando un lugar destacado junto a los colombianos, aunque los franceses, así como otros poetas europeos: ingleses, italianos, alemanes  Heine en especial  y norteamericanos  Poe sería una referencia forzada  fueron ganando terreno en sus lecturas, sobre todo a raíz de su viaje a París. Pero la presencia de lo español entre sus lecturas, es una constante de toda su vida, como vamos a ver:
Antes, incluso, de entrar en el terreno literario, bueno sea reseñar que la doctrina católica les era enseñada a los niños colombianos en un texto de autor español, el Catecismo de la doctrina cristiana, del padre Astete, que yo mismo aprendí en mi niñez y que en Colombia siguió empleándose, según Santos Molano, hasta los años sesenta de este siglo. De que Silva pasó por ese mismo aprendizaje nos ha quedado testimonio en su carta desde Caracas el 17 de septiembre de 1894 a su madre y hermana, en la que escribe: «porque en todas partes y en todo tiempo y lugar, como dice el Astete, me siento en el aire cuando no las veo» (9). En la misma carta les cuenta cómo «Anoche estaba yo en el teatro, viendo La vida es sueño de Calderón al lado de la mujer más linda de Caracas», que confirmaría lo dicho arriba sobre la llegada de obras españolas a los teatros americanos (10).
Pero si nos centramos más en la poesía, bueno será empezar por un fabulista del siglo XVIII, el canario Tomás de Iriarte, al que Silva debería, según testimonio de Arias Argáez, nada menos que el ritmo del más famoso de sus «Nocturnos». Daniel Arias Argáez  que, par cierto, fue el invitado N° 14 en la última cena de Silva y quien, con su llegada tardía, hizo que fueran 13 a la mesa, así como la última persona que vio al poeta vivo  declaraba en 1927 que Silva le regaló un ejemplar de las Fábulas de Iriarte diciéndole: «Ahí están… todos los modelos de versificación posible en la lengua española». El mismo ritmo de los versos de el «Nocturno», que tanto indignó a las gentes, se halla en la fábula de Iriarte que empieza: «A una mona / muy taimada / dijo un día / cierta urraca: / si vinieras / a mi estancia / ! cuántas cosas / te enseñara!» (11). Y termina Arias diciendo. «Lo único que hizo Silva fue alargar los versos, prolongarlos en ecos de penetrante musicalidad» (12). Yo diría que lo suyo fue mucho más que «alargar los versos«; hizo algo más difícil: convertir los versos en poesía. Tal vez su ritmo lo tomó de Iriarte, y éste probablemente lo tomó de algún antecesor, pero la poesía de Silva no es sólo resultado de la adopción de ciertos ritmos, aunque esto lo hiciera con genial maestría. Aun así, bueno es anotar y tomar en cuenta este influjo de un poeta en cuya obra se daban, según el bogotano, «todos los modelos de versificación posible en lengua española».
Es también Arias Argáez quien, en otro de sus testimonios, relata lo que sigue: «José Asunción, apuesto y elegantemente acicalado, subió a la tribuna de los alumnos y recitó, en medio de estruendosos aplausos, un largo fragmento de El moro expósito, la descripción del palacio de Ruy Velázquez, obra de aquel famoso don Ángel de Saavedra, duque de Rivas, el gran poeta romántico que llenó con su fama las naciones de habla hispana en la mitad del siglo XIX» (13). Se trata de un reparto de premios del Liceo de la Infancia efectuado en la capilla del Hospicio de Bogotá, cuando Silva tenía, si no me equivoco, doce años, y como vemos, se aprendía de memoria los versos de uno de los grandes poetas prerrománticos de España.
No he localizado en la obra de Silva referencias a José de Espronceda, que además de un buen poeta romántico fue el mayor innovador de la métrica española del XIX y al que estoy seguro de que Silva conocía bien, pues no había lector de poesía en su época que lo ignorara, pero sí una, pasajera, a otro de los románticos, José Zorrilla, o al menos que yo interpreto como tal. En su carta de 1° de abril de 1889 a Rufino José Cuervo, que estaba en París, Silva habla de «descansar un minuto en las cosas del arte como en lugar más alto, donde hay aire más puro y se respira mejor» (14). En su edición de las Cartas del poeta, Santos Molano anota que, frente a lo que se suele creer, a mayor altura hay más oxígeno y se respira mejor; y puede que tenga razón (15), pero tal vez, también, la frase de Silva sea un guiño literario al Don Juan Tenorio de Zorrilla, gran éxito en aquella época, del que los espectadores se sabían de memoria largas tiradas, cuando dice, en la más famosa de sus escenas: «¿No es verdad, ángel de amor, / que en esta apartada orilla l más clara la luna brilla / y se respira mejor?» (16).
En la importante carta a Guillermo Uribe de 15 de septiembre de 1892 que consta, al parecer, de 120 páginas, y que sólo conocemos parcialmente, Silva, casi al final, afirma que «he cedido a la necesidad de decir todo lo que me había lastimado su proceder conmigo, al sentimiento que canta la vieja copla de
Pues amarga la verdad
quiero echarla de la boca,
en donde, sin decir su nombre, está citando literalmente al gran Quevedo (17).
En De sobremesa se trata en varias ocasiones de la poesía y son bastantes Los nombres de poetas europeos citados: franceses, ingleses, italianos, alemanes, pero llegado el momento de cantar a la amada, los versos que acuden a la boca del protagonista son aquéllos de fray Luis de León, escritos «En el nacimiento de doña Tomasina, hija del marqués de Alcañices..: ‘, que dicen:
Alma divina, en velo
de femeniles formas encerrada,
cuando viniste al suelo
robaste de pasada
la celestial, riquísima morada’ (18).
Así como también en otro plano, este ya cómico, cuando se trata de caricaturizar a los médicos, «los versos de la zarzuela española me cantaron en la memoria y trajeron involuntaria sonrisa a mis labios«:
Juzgando por los síntomas
que tiene el animal,
bien puede ser hidrófobo,
bien puede no lo estar.
Y afirma el grande Hipócrates
que el perro en caso tal
suele ladrar muchísimo
o suele no ladrar (l9).
Son versos de El rey que rabió, una conocida zarzuela que aún se sigue escenificando en España, y a cuya representación Silva debió de asistir en Bogotá en 1891, ya que en un texto de Clímaco Soto Borda publicado en El Tiempo en 1917, refiriendo cómo los amigos del poeta celebraron la quiebra de éste porque le iba a permitir al fin, suponían, desentenderse de los negocios y dedicar su tiempo a la literatura, se refiere a aquel año 91, que fue el del desastre comercial de Silva, diciendo: «En el año del Rey que rabió…» (20).
De los poetas españoles inmediatamente anteriores o coetáneos, es indudable que Silva posee un amplio conocimiento que le permite asimilar lo mejor de cada uno de ellos o rechazar cuanto le parece negativo. Así, por ejemplo, la influencia de Gaspar Núñez de Arce (1834 1903) aparece documentada al menos dos veces en De sobremesa cuando, al referirse José Fernández a sus amores de adolescencia con su compatriota Consuelo, que tanto recuerdan los evocados por Silva en varios de sus poemas, cuenta que la enamora «diciéndole que la adoraba, recitándole estrofas del Idilio de Núñez de Arce» (21). Luis Cordovez, asimismo, en otro momento de la novela, al llegar de una comida en que se ha hablado de política, de religión y de mujeres, afirma «que necesito que me leas versos de Núñez de Arce para desinfectarme» (22). Y en el poema «A Diego Fallon» vuelve a citarlo: «y un erudito en sus estudios lentos l descubra a Núñez de Arce» (23).
Ramón de Campoamor (1817 1901), otro de los poetas contemporáneos de Silva cuyo nombre suele ser citado entre los de quienes influyeron en su obra, aparece en De sobremesa citado por Camilo Monteverde, el primo hermano de José Fernández, con el que éste procura no hablar nunca de arte, dado lo opuesto de sus concepciones. Monteverde, asegura Fernández, «no entiende mis versos […]  Eso es música del porvenir, puro Wagner..: , me dice cuando lee algo mío. Para mí el primer poeta contemporáneo es Campoamor… ése es claro y lo entiendo…» (24). Este testimonio hay que leerlo con la ironía y la crítica que lleva implícitas. Monteverde es un tipo práctico, de concepciones opuestas a las del protagonista y, por tanto, a las de Silva, y su defensa de Campoamor, con su poesía clara y fácil de entender, frente a la de Fernández Silva denota que éste se situaba en una posición alejada, si no opuesta, a la del poeta asturiano. Campoamor sería, pues, para Silva, el modelo de poeta que triunfaba entre el público y que a él no le interesaba por su falta de sensibilidad, el modelo de lo que no había que hacer en poesía. Al menos en el año final de su vida, cuando redactó su novela, ya que en épocas anteriores es fácil que la poesía de Campoamor le conquistara, como a tantos lectores de su tiempo, entre los que fue enormemente popular.
También en De sobremesa se cita, en diferentes momentos, a dos novelistas españoles del momento, los más conocidos y leídos, que indican que las lecturas españolas de Silva no se limitaban a la lírica sino que incluían también la narrativa. Estos dos novelistas son José María de Pereda y Emilia Pardo Bazán (25). Juan Valera, asimismo, es nombrado por Silva en otro momento de su obra, aunque no como novelista, sino como crítico (26).
Pero, volviendo a la poesía, debemos citar aquí también el nombre de Bartrina, absolutamente imprescindible si queremos buscar antecedentes a las Gotas amargas. Joaquín María Bartrina, nacido quince años antes que Silva, en 1850, murió también quince años antes que él, en 1880, pues ambos vivieron treinta años. Aparte de algunos poemas sueltos, escribió un único libro, Algo, libro original y rompedor que gozó de gran popularidad y se reeditó varias veces. La mezcla de racionalismo cientificista y escepticismo, su incorporación del lenguaje coloquial y de las jergas técnicas, su sentido del humor, más bien cáustico, irónico, la temática cotidiana y contemporánea de sus poemas, incluso los metros de éstos, son un clarísimo antecedente de las Gotas amargas, cuya originalidad de escritura no anula su filiación. Bueno será intercalar un poema de Bartrina, el «De omni re scibili» para que se comprendan mis afirmaciones:
Todo lo sé! Del mundo los arcanos
ya no son para mí
lo que llama misterios sobrehumanos
el vulgo baladí.
Sólo la ciencia a mi ansiedad responde
y por la ciencia sé
que no existe ese Dios que siempre esconde
el último porqué.
Sé que soy un mamífero bimano
(que no es poco saber),
y .sé lo que es el átomo, ese arcano
del ser y del no ser.
Sé que e! rubor que enciende las facciones
es sangre arterial;
que las lágrimas son las secreciones
del saco lacrimal;
que la virtud que al bien al hombre inclina
y el vicio, sólo son
partículas de albúmina y fibrina
en corta proporción.
Que el Genio no es de Dios sagrado emblema,
no señores, no tal:
el genio es un producto del sistema
nervioso cerebral.
Y sus creaciones de sin par belleza
sólo están en razón
del fósforo que encierra la cabeza,
¡no de la inspiración!
Amor, misterio, bien indefinido,
sentimiento, placer…
¡palabrotas vacías de sentido
y sin razón de ser!…
Gozar es tener siempre electrizada
la médula espinal,
y en sí el placer es nada o casi nada:
un óxido, una sal.
¡Y aún dirán de la ciencia que es prosaica!
¿Hay nada, vive Dios,
bello como la fórmula algebraica
C nr2?
¡Todo lo sé! Del mundo los arcanos
ya no son para mí
lo que llama misterios sobrehumanos
el vulgo baladí…
Mas… ¡ay! que cuando exclamo satisfecho:
¡todo, todo lo sé!…
siento aquí en mi interior, dentro del pecho,
un algo… ¡un no sé qué! (27)…
Puede que esta vía de la poesía de Silva, continuada en Colombia por Luis Carlos López (que cita en sus libros a Bartrina), haya llegado hasta los «Antipoemas» de Nicanor Parra, como estiman algunos, pero el arranque de esa manera de concebir el poema está, sin duda, en Bartrina, al que Silva debió de admirar y con quien sin duda se compenetró en gran medida.
Otro poeta español de su tiempo que dejó su huella en Silva es Ferrán. Augusto Ferrán nació en 1836 y murió, como Bartrina, en 1880. Dejó también un solo libro, La soledad, publicado en 1861, en que incluía «unos cuantos cantares del pueblo, de los muchos que tengo recogidos» y los completaba con sus propios versos, «escritos[…] en el estilo sencillo y espontáneo de las canciones populares». Citaba también en su prólogo su «predilección por ciertas canciones alemanas, entre ellas las de Enrique Heine» (28). Gustavo Adolfo Bécquer, a quien había conocido en 1860, al volver Ferrán de Alemania, hizo una magnífica recensión del libro de éste, en el que confluían la tradición germánica con la popular española («La soledad» es, con grafía culta, lo que los cantaores flamencos llaman «la soleá«). Pues bien, en su Prólogo a Bienaventurados los que lloran de Federico Rivas Frade, publicado en Bogotá en 1889, Silva cita, unidos en una sola frase, a esos tres maestros del poema breve, de la canción, diciendo: «Y por eso, para decir lo que sintieron y pensaron les basta una estrofa, como las del Intermezzo a Heine, un cantar como los de La soledad a Ferrán, una rima como las de sus Rimas a Bécquer…» (29).
Y con Bécquer hemos llegado a la influencia decisiva que de la poesía española llegó a Silva. Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla en 1836 y murió en Madrid a finales de 1870. La primera edición de sus Rimas apareció póstumamente, en 1871, y fue justamente Augusto Ferrán quien cuidó fundamentalmente de la edición. Aquellos «suspirillos germánicos», como fueron calificados por algún coetáneo con mala intención, supieron integrar la renovación lírica emprendida por Heine en Alemania sobre pautas populares, con la propia tradición folclórica española, revalorizada a su vez por Ferrán, más algo realmente propio: eso que llamamos genialidad y que hace que unas pocas rimas, menos de un centenar de poemas breves, revolucionen la lírica española, acaben con el neoclasicismo y con el romanticismo de guardarropía del pasado, e inicien el camino que seguirán, durante todo un siglo, algunos de los mayores líricos del país: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Luis Cernuda, por ejemplo.
Bécquer fue sólo el inventor de «una leve música», se ha dicho. ¿Hay algo que se parezca más a una leve música que las músicas de alas? Silva sabía quedarse con lo mejor de cuanto le llegaba, y lo mejor que de España le llegó, poéticamente hablando, fue sin duda Bécquer. Por eso lo asimiló y lo incorporó plenamente a su poesía.
Cerremos esta primera parte de mi intervención, «España en Silva», con dos textos paralelos. El primero, uno de Silva puesto en boca de José Fernández en De sobremesa, y el segundo justamente uno de Bécquer, un breve fragmento de la primera de sus Cartas literarias a una mujer. Creo que ellos pueden iluminar simultáneamente las obras de ambos, de Bécquer y de Silva. Dice así Silva:

Lo que me hizo escribir mis versos fue que la lectura de Los grandes poetas me produjo emociones tan profundas como todas las mías; que esas emociones subsistieron por largo tiempo en mi espíritu y se impregnaron de mi sensibilidad y se convirtieron en estrofas. Uno no hace versos, los versos se hacen dentro de uno y salen (30).

Y Bécquer:

Todo el mundo siente.
Sólo a algunos seres
Les es dado guardar, como un tesoro,
la memoria viva de lo que han sentido.
Yo creo que éstos son los poetas.
Es más, creo que únicamente por esto lo son (31).

SILVA EN ESPAÑA

Francisco Villaespesa

En una conferencia que Francisco Villaespesa pronunció en el teatro Colón de Bogotá el 19 de febrero de 1923, con el título de «Algunas palabras sobre el `Nocturno’ de José Asunción Silva y su influencia en la lírica española», el poeta español, tras una larga requisitoria contra la poesía academicista de su país  y el mío  a finales del pasado siglo, reivindicaba el más famoso de los poemas del santafereño con estas palabras:

Mas, de súbito, una voz celestial, una voz nunca oída, resuena en la distancia, y como si al conjuro maravilloso de esa voz se cumpliese un milagro, todo se anima y todo se transfigura. El desierto florece en jardines de fábula; una claridad de plata desciende, suavemente, como un llanto de amor de las estrellas; las brisas se detienen trémulas, para escuchar mejor, y hasta el silencio se hace más cóncavo para no perder ni siquiera una nota de esa música nueva, que tiene algo de infinito y de eternidad, y que parece orquestar en sus cadencias fugitivas y etéreas todos los misterios y las maravillas del Amor, de la vida y de la Muerte… Es el «Nocturno» de José Asunción Silva, la poesía más divina que brotara jamás de labio humano, el florón más puro de la lengua castellana.
Poesía suprema y única, donde todo es milagroso: el fondo y la forma, la imagen y el ritmo, el sentimiento y la idea…
Poesía que nos sugiere más de lo que nos dice, abriendo ante nuestros ojos atónitos, insospechables mirajes, mundos y cielos desconocidos.
Por su sinceridad emotiva está fuera de toda retórica y por su perfección absoluta rebasa los límites de toda obra humana.
Dentro de las letras castellanas no existen equivalentes; para buscar algo semejante hay que ascender a esa cumbre madre de la lírica universal que se llama «El cuervo» de Edgardo Poe (32).

Respecto a su influencia en la poesía española, Villaespesa, testigo directo, afirma: «En 1897 se conoció esta poesía en los círculos literarios de Madrid, y ya podréis imaginaros el escándalo y la estupefacción que produjo».
Y más adelante:

Pero una falange de espíritus inquietos y rebeldes que irrumpía entonces en las letras españolas con toda La osadía de su adolescencia, encontró en esta poesía de Silva la verdadera orientación de su camino.
Para Juan Ramón Jiménez, Eduardo Marquina, Antonio y Manuel Machado, Antonio de Zayas, Ramón Godoy, Pedro de Répide, Emilio Carrere y para mí, fue el «Nocturno» una verdadera revelación.
Su música resuena aún, como un eco, en los primeros libros de Juan Ramón Jiménez, en algunas poesías de mi Copa del rey de Thule, en muchas estrofas de Antonio Machado y de Pedro de Répide, y en la obra total de Ramón Godoy… y, si escudriñáis un poco, ¿no advertís también la sombra inmortal de los amantes de Silva, proyectada en el «Nocturno urbano» de La musa del arroyo, la obra maestra de Emilio Carrere? (33).

Aparte de la florida retórica del poeta de Almería y de que, más adelante, en la misma conferencia, hace alguna afirmación tan peregrina y vacua como que «Después de haber escrito una poesía tan intensa y tan profunda, tan atormentada y tan misteriosa como el `Nocturno’, se comprende fácilmente el suicidio de Silva. Ni la Naturaleza, ni la Vida podían ofrecerle nada, porque ya le había dado esa poesía anticipadamente la inmortalidad» (34); aparte de esto, el testimonio de Villaespesa resulta muy válido por ser de primera mano y conocer muy bien el tema.
Citaremos, pues, fragmentos de un larguísimo poema recogido en el libro por él mismo citado, La copa del rey de Thule, cuya primera edición se publicó el año 1900, y que se titula «Los murciélagos». Empieza así:
De la tarde que moría
a los cárdenos reflejos,
lentamente caminabas, deshojando margaritas,
por la ,senda que perfuman los floridos limoneros…
¿No te acuerdas?… De repente, temblorosa,
abrazándote a mi cuello,
¡Mira, mira!  murmuraste,
en el nudo de mis brazos de terror desfalleciendo
¡cómo en torno de las flores
giran locos los murciélagos!
Como se ve, más que de influencia puede hablarse casi de plagio, dejando aparte que la única aportación de Villaespesa al tema, los murciélagos propiamente dichos, sólo contribuyen a empañar la serenidad de Silva con un cierto toque de película de terror. Pero el poema continúa y pronto se ve que el español no sólo había leído el «Nocturno», sino una gran parte de la obra del colombiano, ya que la saquea sin reparos y sus ecos son continuos. Y así escribe:
Y en las sombras que avanzaban, las luciérnagas,
como cirios sepulcrales se encendieron…
Y doblaron lentamente las campanas
con el fúnebre gemido de su acento…
Y en el negro catafalco te vi inmóvil coronada de azahares,
con las manos amarillas, enlazadas sobre el pecho…
Luego, sin abandonar el ritmo silviano que tan hondo había calado en él, Villaespesa se centra en su tema:
Y trazando en torno tuyo
la fatiga tenebrosa de su vuelo,
con el frío mortuorio de sus alas membranosas
te rozaron los murciélagos…

Los murciélagos son sabios.
En los viejos pergaminos que en 1as celdas del convento
impasibles contemplaron el martirio de los monjes;
en las ruinas donde tejen su tristeza las esclavas del misterio;
en los altos torreones donde el mago se embriaga
con e1 místico perfume de las flores de los cielos;
en las antros donde impera 1a sonrisa de la esfinge,
de la vida los ocultos jeroglíficos leyeron.
Y también:
Son poetas.
¡A las arpas olvidadas en las naves del castillo;
a los órganos que gimen en las bóvedas del templo;
al pausado clavicordio que una mano aristocrática
del salón en la penumbra para siempre dejó abierto;
a las rojos violines que suspiran silenciosos
en las lóbregas buhardillas de los pálidos bohemios,
con sus alas temblorosas arrancaron
fugitivas vibraciones de suspiros y de besos!…
Aunque no resulte fácil perdonarle la comparación de los murciélagos con los poetas, podríamos consentir en ello si no fuera porque, para darles más verismo, Villaespesa va subiendo de tono y escribe luego:
Viven sólo en los sepulcros del ruinoso cementerio…
se alimentan de los lívidos gusanos que devoran a las vírgenes…
se emborrachan con la sangre coagulada de los muertos…
E insiste:
y en las hondas sepulturas
donde yacen enterrados mis recuerdos,
se enrojece vuestro hocico, vuestro hocico repugnante de vampiros,
con 1a sangre coagulada de mis muertos…
de las vírgenes difuntas que se pudren en sus tálamos de piedra
con las manos amarillas enlazadas sobre el pecho… (35).
Y así sigue, verso a verso y estrofa a estrofa, este poema que tan aleccionador resulta para comprobar cómo un poeta menor, por más que saquee los temas, los ritmos y los versos de un gran poeta, no sólo no consigue llegar nunca ni lejanamente a su altura sino que, por el contrario, corre el peligro de convertirse en su caricatura y conseguir únicamente desvirtuar, ya que no la del maestro, su propia poesía.

Miguel de Unamuno
Villaespesa, que no pasa de ser una anécdota, aunque significativa, en este tema de la influencia de Silva en España, nos citaba, entre otros nombres tan efímeros como el suyo, los de dos de los mayores poetas de la lengua: Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Más adelante hablaremos de la relación de este último con Silva. Pero antes será bueno que hablemos de otro contemporáneo, al que no nombra Villaespesa y que, sin embargo, habría de unir su nombre para siempre al del poeta colombiano como prologuista de la primera edición de sus Poemas. Nos referimos, naturalmente, a Miguel de Unamuno.
Poeta irregular, inseguro, semisecreto, en quien primaba la necesidad de ganarse la vida con la docencia, y cuyo público lector prefirió siempre sus narraciones y ensayos a sus poemas, de hecho no reunió sus primeras Poesías en un volumen hasta el año 1907, aunque, eso sí, como poeta de publicación tardía, fue con un tomo de 360 páginas como se presentó a los lectores. Diez años antes, al llegar a Madrid el «Nocturno» de Silva, ni Unamuno vivía en la capital ni nadie sabía que era poeta, por lo que no figura entre los que al parecer recibieron su mensaje literario. Sin embargo, él fue el elegido por el colombiano Hernando Martínez, cuando decidió realizar en España la primera recopilación de la obra del poeta, para que redactara el prólogo que acabó encabezando la edición de Barcelona de 1908.
Pese a sus deficiencias y a la poca información fidedigna de que Unamuno dispuso, su prólogo fue muy positivo y contribuyó sin duda a avalar y reforzar con su propio prestigio el de un poeta lejano y de un tono muy alejado del de su propia poesía.
Comienza su trabajo Unamuno agradeciendo al corresponsal colombiano el encargo que le hace y confesando que le «parecía poder decir muchas cosas sobre el dulce poeta bogotano» añadiendo: «Y me parecía poder decirlas porque en las lontananzas de mi memoria, entre rumor de hojas secas, susurraban retazos de sus cantos. Su letra se me había volado, pero me quedaba su música íntima, su música silenciosa, música de alas» (36). Con lo cual nos confiesa que, antes del encargo, ya había leído a Silva  las lontananzas de su memoria no podían ir, de todas formas, más allá de los diez años transcurridos desde la llegada del «Nocturno» a España  y reconoce haberse quedado con su música, lo cual no es poco en un poeta, como el vasco, a quien se le ha reprochado con frecuencia su «dureza de oído».
Aduce luego su incapacidad para escribir sobre la poesía de Silva por la imposibilidad de «reducir a ideas una poesía pura, en que las palabras se adelgazan y ahílan y esfuman», concluyendo que «comentar a Silva es algo así como ir diciendo a un auditorio de las sinfonías de Beethoven lo que va pasando según las notas resbalan a sus oídos». E, insistiendo en lo musical: «¿qué dice Silva? Silva no puede decirse que diga cosa alguna; Silva canta» (37). Profundizando más en su idea, habla más adelante de «música interior», de «ritmo», de «ritmo interior», subrayando el concepto, pero no de «ritmo meramente acústico», al que lo contrapone. Para acabar un tanto tautológicamente definiendo la música de los poemas de Silva como «música de alas», es decir, recurriendo a las palabras del propio autor (aunque reduciéndolas en su significado, al pretender hacerlas válidas para toda su obra, cuando el colombiano Las emplea en una situación muy concreta y en un poema determinado) (38).
Podemos afirmar, pues, que Unamuno se queda con un Silva, tal vez el mejor, pero a costa del resto de su obra, pues rechaza por ejemplo «Un poema» cuyos «alejandrinos pareados» el poeta «urdió»  dice  con «una técnica extraña y pegadiza». Él prefiere al «poeta puro, sin mezcla ni aleación de otra cosa alguna», eliminando así de la personalidad de Silva demasiadas Nota tas, desde la de hombre de negocios que se vio obligado a ganarse su propia vida y la de su familia con trapicheos y equilibrios nada fáciles, hasta la del dandi refinado que en la perdida Bogotá añoraba el París donde vivió a los veinte años, así como al positivista, materialista y crítico que nos descubren las Gotas amargas. Unamuno se queda con un poeta puro, que «murió de muerte, murió de tristeza, de ansiedad, de anhelo, de desencanto» después de haber hecho sólo tres cosas en la vida: «Sufrir, soñar, cantar». Fue «un poeta metafísico» y «fue en rigor la tortura metafísica la que mató a Silva», asegura (39).
Se trata, como vemos, de una aproximación parcial y reductora de la figura y de la obra del bogotano, aunque hondamente comprensiva y orientada, sin duda, hacia lo mejor de su obra, obra sólo parcialmente conocida en aquel momento.
También es de destacar el esfuerzo que hace Unamuno por acercarse a la lejana Colombia, de la que tan poco se sabía  y tan poco se sabe aún  en España. Don Miguel se informa de primera mano («me lo han dicho los que la conocen», precisa) y cuenta a los lectores españoles cómo es Bogotá, dónde está situada, cómo es de castizo su idioma castellano y por qué el clima tropical priva a esta tierra del transcurso de las estaciones, que a él tanto le gustan. Lee para la ocasión la María de Jorge Isaacs, una novela de Tomás Carrasquilla, un libro de Max Grillo sobre la guerra civil, a Latorre, a Rendón, habla y se escribe con colombianos, demuestra una apertura y un interés hacia el gran país americano que pocos de sus contemporáneos compartían con él.
Por todo ello, y pese a sus limitaciones e insuficiencias, Unamuno y su prólogo representaron un papel fundamental en el primer momento de difusión universal de la obra del poeta santafereño, y sigue plenamente vigente su afirmación, fechada en Salamanca en marzo de 1908, de que «Silva será un día orgullo de esta nuestra casta hispánica, que le produjo allá, en el sosiego primaveral de la jugosa Colombia, en el remanso de Bogotá» (40).

Juan Ramón Jiménez
Ya hemos visto que Villaespesa cita a Juan Ramón Jiménez entre los primeros receptores y admiradores de la obra de Silva en España. Sería muy útil que algún investigador con más tiempo del que yo dispongo rastreara las influencias y huellas del colombiano en los muchos libros primerizos del poeta de Moguer, pero como Juan Ramón nos dejó un texto en prosa de cierta importancia sobre Silva, a él me atendré para incluirlo en estas notas.
Me refiero, naturalmente, a la semblanza incluida en Españoles de tres mundos que lleva por título el nombre de «José Asunción Silva». Se publicó por primera vez en el número 79 de la revista Sur de Buenos Aires en abril de 1941. Juan Ramón llevaba desde 1915 publicando en diarios, revistas y fascículos los retratos líricos que acabarían integrando ese libro en el que los «tres mundos» se referían a España, Hispanoamérica y la Muerte. Los primeros retratos fueron de españoles, pero la muerte en Madrid, en mayo de 1936, de la venezolana Teresa de la Parra, le inspiró el primero de autor americano (autora en este caso) y muy pronto las vicisitudes del exilio provocado por la guerra civil, y sus vivencias en tierras de América, le llevarían a glosar las figuras de muchos otros autores del continente como Martí, Darío y tantos más. El retrato de Silva se publicó, junto con los de Rodó y Antonio Machado en 1941, en la bonaerense revista Sur, y un año después, en agosto de 1942, aparecería en la primera edición del libro, publicada también en Buenos Aires, por Losada, que incluía sólo 61 de las casi 150 «caricaturas líricas» que Jiménez llegó a escribir para él y que han ido ampliándolo en sucesivas ediciones, las últimas ya póstumas.
Escribía Juan Ramón:

Me gusta representarme a José Asunción Silva desnudo, con su Nocturno segundo y único en la mano. No necesito de él otro poema, ni otro retrato ni otra biografía, y quemaría el resto de su decadente vida y su escritura confusa: interiores de sedalina, tertulias tontas, encuadernaciones de París, alardes de casino, lacas aproximadas; todo ese dandismo provinciano, vacuo y ridículo que el pobre José Asunción se puso, como el pobre Julián del Casal, alrededor de su espíritu verdadero para asustar o mortificar a los colombianos corrientes, más o menos sensitivos o tolerantes, de una indiferente Bogotá sin culpa (41).

Y continúa disertando sobre el dandismo y teorizando sobre lo cursi, defecto del que salva a Bécquer («Bécquer no fue cursi porque no fue esnob, dandi«) y del que también acusa al bogotano: «Silva sí por su parodia lijera de París, hasta por la manera de matarse ante los demás». Aunque acaba salvándolo por un solo poema: «Por eso no es cursi ni podrá serlo nunca el maravilloso nocturno de José Asunción Silva» (42).
«Este nocturno  continúa , jermen de tanto en tantos, es sin duda el poema más representativo del último romanticismo y el primer modernismo, que se escribió en la América española. Funde dos tendencias o fases idealistas en un mundo exacto que coje lo mejor, más desnudo, más esencial de cada una, y desecha de cada una lo sobrante. Es poesía desnuda, poeta desnudo, mujer desnuda…». Y tras comparar el «Nocturno» silviano con los musicales de Chopin, acaba: «este río de melodía del fatal colombiano (esta música hablada, suma de amor, sueño, espíritu, majia, sensualidad, melancolía humana y divina) lo guardo en mí, alma y cuerpo, para siempre y siempre que me vuelve me embriaga y me desvela» (43).
Como se ve, Juan Ramón se equivoca en muchos detalles y afirmaciones  Silva nunca hizo una «parodia lijera de París«; escribió una excelente novela ambientada en París; ni se mató «ante los demás», sino que pudorosamente esperó a estar solo en casa para hacerlo; ni su vida fue especialmente «decadente» ni su escritura en ningún momento «confusa«; y la ambientación que atribuye al «dandismo provinciano, vacuo y ridículo» del «pobre José Asunción», basada sin dada en informaciones de la época, reductoras y sesgadas, subraya los datos negativos que sus contemporáneos creyeron apreciar en el poeta y desconoce las circunstancias reales en que se desarrolló la vida de éste, que, aun educado en un ambiente acomodado y exquisito, entró a trabajar a jornada completa en el negocio familiar a los catorce años y se vio obligado a sacar adelante a partir de los veinte un almacén en quiebra y a ocuparse de una familia acostumbrada al desahogo económico y sin más sostén que el suyo. La vida del «pobre José Asunción» fue bastante más dura que la del «pobre Juan Ramón», y a él no le cayó en suerte ninguna Zenobia que le solucionara las urgencias materiales.
Dicho esto, justo es reconocer también que la «caricatura lírica» reconoce plenamente sus méritos cuando habla del «Nocturno» y que, en lo esencial, el poeta de Moguer acierta, aunque se quede corto. Desde luego, no es «un solo poema» el que inmortaliza a Silva. Ahora conocemos su obra mucho mejor de lo que pudo conocerla entonces Juan Ramón y, gustos aparte, hay un buen número de poemas en ella dignos de figurar entre los mejores de su tiempo. Pero también es cierto que el «Nocturno» por excelencia marcó una época y sirvió de frontera entre dos concepciones de la poesía, abriendo al modernismo la escrita en lengua española, y a su valía artística debe sumarse su importancia histórica. Por eso es también justo destacarlo sobre el resto de su obra.
Esa imagen de «Silva desnudo con el Nocturno en la mano» nos revela que, casi medio siglo después de su muerte y de la juvenil lectura de sus versos, el colombiano seguía siendo para Juan Ramón un maestro máximo, una encarnación de lo más alto y más valioso que podía concebir: Poesía pura, Poesía desnuda.

DOS POETAS DE HOY: LUIS ANTONIO DE VILLENA Y JUAN LUIS PANERO
No he pretendido investigar minuciosamente las huellas de Silva en la poesía española de nuestro siglo. No dispongo de tiempo para esa tarea, que sin duda proporcionaría numerosos ejemplos a quien pudiera realizarla. Yo me he visto limitado a escoger algunos textos suficientemente representativos de dicho influjo en algunos poetas destacados de la España del siglo XX. Se trataba de poetas contemporáneos de Silva, aunque le sobrevivieron por bastantes años, dado lo temprano de su muerte.
Ahora, por el contrario, citaré dos casos de poetas de hoy, como prueba de que este magisterio del gran poeta colombiano no ha dejado en ningún momento de ejercerse y de que las generaciones actuales de poetas siguen leyendo su obra y escogiéndola como objeto de sus homenajes. Empezaré por Luis Antonio de Villena.
Nacido en Madrid en 1951, Villena ha publicado una amplia obra poética que comenzó en 1971 con Sublime solarium y culmina, de momento, con Asuntos de delirio (1996). Es autor igualmente de narraciones, novelas, libros de ensayo, traducciones y antologías, al tiempo que colabora en prensa, radio y televisión. Su presencia en el panorama poético español contemporáneo es notoria y destacada. En 1981 su libro Huir del invierno, publicado por Hiperión, recibió el Premio de la Crítica. Pues bien, en este libro precisamente se incluía el poema que viene a continuación, escrito, sin duda, siguiendo el modelo del «Madrigal» de Silva, a quien Villena leyó y admira como poeta y como prosista, según me confesó en reciente conversación. Dice así su poema «Un madrigal nuevo«:
Tu cabello tan dulcemente negro,
el oscuro perfume de tu cuerpo selvático,
el calor de tus labios y tu cintura estrecha,
la forma en que miras, provocando distante,
el diminuto pendiente que te brilla
en la oreja, la manera en que bailas mientras
marcas el sexo, 1a camiseta roja
que enseña axila y torso, tus gestos
ambigüísimos de niña, tan firmes,
tan agrestes, tan contundentemente masculinos;
tu piel que es como un raso, enervante y muy tersa,
el modo en que bebes, te mueves, sonríes,
exultando los dientes juveniles y los brazos
morenos… todo ello está diciendo, a gritos,
que te lleve a la cama (ojos claros, serenos) aunque
imagino yo el dineral corsario que pedirás por eso… (44)em.
Como se ve, el cambio de sexo de la persona cantada en el madrigal no modifica en nada el evidente homenaje al poema de Silva, al que sigue y toma como modelo de forma clara, adaptándolo a la nueva situación que el poeta de hoy quiere cantar Cierto es que el venal efebo que provoca la admiración del cantor, más que los elogios de José Asunción Silva, que nunca tuvo estas debilidades, hubiera provocado sin duda el entusiasmo de otro poeta de esta tierra, Porfirio Barba Jacob; pero bueno será aprovechar la ocasión para hacer constar que justamente Villena es el antólogo y prologuista de la única antología de poemas de Barba Jacob publicada en España, Rosas negras (45).
«Un madrigal nuevo» es, ya desde el título, un ejemplo de eso que los estudiosos llaman «intertextualidad», es decir, de la aparición de los textos de un poeta en los de otro, fenómeno que siempre se ha dado en la poesía pero que en nuestro siglo es un uso generalizado, en que los poetas hacen suyas las palabras de quienes los precedieron, ya glosándolas o subrayándolas, ya contradiciéndolas, ya apropiándose de ellas sin más. Villena se identifica con el «Madrigal» de Silva y lo recrea en beneficio propio, pero además, y como queriendo ligar su madrigal a cuantos madrigales en la poesía ha habido, cita en el penúltimo verso, en cursiva, el arranque del texto que ha pasado a antologías y recopilaciones como el paradigma del madrigal: el de Gutierre de Cetina: «Ojos claros, serenos». De esta manera un poeta del siglo XX, a través de otro del XIX, recuerda a otro del XVII, subrayando con esta continuidad su incorporación a determinadas tradiciones: la del idioma, la de la poesía, en las que lo individual se diluye en lo que es de todos para así, en boca de todos, pervivir, vencer al tiempo y a la muerte.
El segundo poeta español contemporáneo que voy a citar, y con el que se cerrará mi intervención, es Juan Luis Panero. También madrileño, nacido en 1942, Panero es hijo de un importante poeta de la generación que siguió a la última guerra civil, Leopoldo Panero, y hermano de Leopoldo María, otro destacado poeta de la España actual. Buen conocedor de Colombia, donde ha vivido, publicó hace años en Bogotá una antología de poesía colombiana (46). Su obra poética incluye siete títulos desde A través del tiempo, de 1968, hasta Los viajes sin fin, de 1993, su última entrega hasta el momento. Y es precisamente el último poema de este su último libro el que voy a recoger aquí, «Sangre y alcohol (José Asunción Silva Rubén Darío)«:
En el silencio de la tarde, ya casi noche,
el sonido de un disparo interrumpe
el decimonónico concierto de las campanas,
mientras la lluvia, implacable, cae
sobre los húmedos tejados de Santa Fe de Bogotá.
Casi al mismo tiempo, en París,
en un hotel de segunda, sábanas sucias
y putas disfrazadas de princesas,
un indio borracho estrella su copa contra un espejo.
¿Quién hubiera pensado entonces
que, entre humo de pólvora y cristales rotos
sangre y alcohol  unas palabras perdurarían,
hasta llegar, misterioso lenguaje, a este papel en blanco? (47).
En la rememoración del suicidio de Silva hay sin duda un error en la hora, ya que no sucedió al anochecer sino probablemente de amanecida, mientras su madre y su hermana iban a misa; pero eso es lo de menos. La lluvia sí que es  el autor la conoce bien  la de Bogotá, y también las campanas que, quizá, más que las de la Santafé real, nos recuerdan sobre todo las del poema «Día de difuntos» del propio Silva.
En cuanto al «indio borracho» que «estrella su copa contra un espejo», es Rubén en París, qué duda cabe, pero es al mismo tiempo el Rubén evocado por Valle Inclán en el Café Colón de Luces de Bohemia, del que dice Don Latino: «Allá está como un cerdo triste», y Max Estrella: «Muerto yo, el cetro de la poesía pasa a ese negro». Y a continuación, para que no quepan dudas: «¡Es un gran poeta!» (48).
La pareja, en fin, que forman el suicida y el borracho, « sangre y alcohol ‘ , recuerda a otra famosa pareja, «la amistad singular de Verlaine el borracho y de Rimbaud el golfo», que reviviera en un poema memorable, «Birds in the night», otro español al que Panero conoce muy bien: Luis Cernuda (49).
Pero la resonancia fundamental, la que ha hecho que el poeta uniera en sus versos al colombiano y al nicaragüense universales, por encima de polémicas de época que a estas alturas ya a nadie interesan, es otra vez ese «misterioso lenguaje» de la poesía, de la gran poesía, que hace que las palabras sobrevivan a quienes las utilizaron y que, olvidadas las miserias de los hombres o las mujeres que les dieron ser, los poemas pervivan a través de los siglos y las generaciones. Los ejemplos aportados bastan para atestiguarlo en España. Si alguien rastrea las huellas de Silva a través de la poesía americana, estoy seguro de que encontrará muchos otros testimonios que nos hablen de su proyección a lo largo de este siglo que pronto va a acabar.
Ha pasado ya un siglo, en efecto, desde que José Asunción Silva apuntó al corazón previamente marcado y disparó. «¿Quién hubiera pensado entonces…?» se pregunta Panero. Y es cierto, ni siquiera el poeta sabe nunca si lo que hizo va a sobrevivir; no pasará de sospecharlo, en el mejor de los casos, y aun así corre el riesgo de equivocarse, como tantos en el pasado. Pero de que la Poesía vence al tiempo tenemos pruebas suficientes.

Nota 21 José Asunción Silva, De sobremesa [18961 (Madrid: Hiperión, 1996), 130.
2 . Ibid., 130 1.
3. lbidem.
4. José Asunción Silva, Carta a Vicente Gómez, 21 de agosto de 1894. Cuarenta y cinco cartas (1881 1896), Enrique Santos Molano, Ed. (Bogotá: Arango Editores y Revista Gradiva, 1995), 85.
5. José Asunción Silva, Obra poética (Madrid: Hiperión, 1995), 139 8.
6. Ibid., 89 91.
7. Ibid., 159.
8. Ibid., 179.
9. Silva, Cuarenta y cinco cartas, Cit., 92.
10. Ibid., 91.
11. El Caballero Duende [Eduardo Castillo], «Una hora con Daniel Arias Argáez», E! Tiempo, Lecturas Dominicales, 21 de agosto de 1927, 178.
12. Ibidem.
13. Daniel Arias Argáez, «Charla superficial y frívola, con motivo del cincuentenario de la muerte de José Asunción Silva» [1946], Rpd., Juan Gustavo Cobo Borda, Ed., José Asunción Silva, bogotano universal (Bogotá: Villegas, 1988), 143.
14. Silva, Cuarenta y cinco cartas, Cit., 25.
15. lbid., No. 29.
16. José Zorrilla, Don Juan Tenorio, seguido de poesías escogidas (Buenos Aires: Sopena, 1968), Acto IV, Escena III, 123.
17. Silva, Cuarenta y cinco cartas, Cit., 62. Silva esta citando una letrilla satírica de Quevedo, «La pobreza. El dinero». Ver Francisco de Quevedo, Obras completas, José Manuel Blecua, Ed. (Barcelona: Planeta, 1968), I, 697.
18. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 100.
19. Ibid., 153.
0. Reproduce el texto Enrique Santos Molano en su edición de Cuarenta y cinco cartas, Cit, No. 50, 55 7
1. Silva, De sobremesa, Op. Cit, 207.
2. Ibid., 44.
3. Silva, Obra poética, Cit., 108.
4. Silva, De sobremesa, Cit., 218.
5. lbid., 4S y 128, respectivamente.
6. Silva, «Prólogo al poema intitulado `Bienaventurados los que lloran’, de Federico Rivas Frade», Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 366.
7. Joaquín María Bartrina, «De omni re scibili», Algo (1874) (Barcelona: Librería Española, 1892), 11 3.
8. Augusto Ferrán, Prólogo del autor, La soledad, obras completas (Madrid: Espasa Calpe, 1969), 19.
9. Silva, «Prólogo al poema intitulado `Bienaventurados los que lloran’, Cit., 366.
30. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 36.
31. Bécquer, «Cartas literarias a una mujer» II, Obras (Madrid: Librería de Fernando Fe, 19D4), III, 88.
32. Francisco Villaespesa, «Algunas palabras sobre el `Nocturno’ de José Asunción Silva y su influencia en la lírica española’, Conferencia en el Teatro Colón, Bogotá, 19 de febrero de 1923. Rpd., Juan Gustavo Cobo Borda, Ed. Leyendo a Silva (Bogotá: Caro y Cuervo, 1994), I, 182 3.
33. Ibid., 183 4.
34. Ibid., 184.
35. Villaespesa, «Los murciélagos», La copa del rey de Thule. La musa enferma [1898 1900] (Madrid: Imprenta de García y G. Sáez, 1916), 55 61.
36. Miguel de Unamuno, Prólogo. losé A. Silva. Poesías [1908] Rpd., con el título «José Asunción Silva’. Fernando Charry Lara, Ed., José Asunción Silva, vida y creación (Bogotá: Procultura, 1985), 79.
37. Ibidem.
38. Ibid., 80
39. Ibid., 81 ss.
40. Ibid., 87.
41. Juan Ramón Jiménez, «José Asunción Silva» (1941), Rpd., Cit., 63.
42. Ibid., 64.
43. Ibidem.
44. Luis Antonio de Villena, «Un madrigal nuevo», Huir del invierno (Madrid: Hiperión, 1981), 43.
45. Porfirio Bafia Jacob, Rosas negras, Luis Antonio de Villena, Ed. (Valencia: Mestral Libros, 1988).
46. Juan Luis Panero. Poesía colombiana 1880 1980: Una selección (Bogotá: Círculo de Lectores, 1981).
47. Juan Luis Panero, «Sangre y alcohol», Los viajes sin fin (Barcelona: Tusquets, 1993), 67.
48. Ramón del Valle Inclán, Luces de Bohemia (Madrid: Espasa Calpe, 1982), escena IV 84.
49. Luis Cernuda, «Birds in the night’, lnvitación a la poesía (Barcelona: Seix Barral, 1975), 78.

***

«ESTÓMAGO Y CEREBRO«: LA INDIGESTIÓN CULTURAL EN DE SOBREMESA

ANÍBAL GONZÁLEZ

Universidad de Pennsylvania

No hay que ser un lector demasiado erudito para percatarse de que De sobremesa (1896) de José Asunción Silva contiene, entre tantas otras cosas, una parodia de uno de los más famosos e influyentes diálogos de Platón, el Simposio. Esto, en sí, no debe sorprendernos: como muchos escritores de su generación en América y Europa, Silva tenía una familiaridad mucho más íntima, profunda y rutinaria con la cultura clásica que la que poseemos hoy día, y ya sabemos con cuánta insistencia la literatura finisecular, imitando el gesto de la filología romántica, aludía a los clásicos grecolatinos cada vez que buscaba remontarse a los orígenes, a los fundamentos de su propia civilización (1). Éste es sin duda uno de los motivos para las alusiones que hace Silva en su novela al Simposio: buscar la raíz, el principio, de una problemática que a fines del siglo XIX había cobrado un nuevo ímpetu: la definición de la naturaleza del arte y su relación con la sociedad. Pero también conviene recordar que la cultura clásica no era para los escritores del XIX una simple fuente de información sobre el pasado, sino un rico y complejo sistema simbólico del cual hacían uso incluso para aludir a temas de su propio tiempo, a los temas y problemas de la modernidad. De hecho, la cultura del fin de siglo en Europa y América se concebía a sí misma, muy conscientemente, como el fruto de un proceso de reciclaje cultural, de una selección y depuración de aspectos y fragmentos de anteriores épocas históricas, a partir de los cuales se iba forjando la cultura del presente y del porvenir, una cultura que era a la vez «muy antigua y muy moderna», en el decir de Rubén Darío. Precisamente lo que espero mostrar en estos comentarios es cómo la novela de Silva analiza y comenta críticamente ese mecanismo de «reciclaje cultural» de la cultura finisecular, así como la sensación de estancamiento que éste produjo en muchos de los intelectuales y escritores del modernismo en vísperas de un nuevo siglo.
Volviendo a la relación paródica entre De sobremesa y el Simposio, ésta se sugiere de manera más evidente en el hecho de que en ambas se trata de una cena, seguida por una sobremesa, y que en ambas la discusión de sobremesa gira en torno al tema del amor. Sobre esto último diré más en breve, pero quiero proceder a repasar rápidamente otros aspectos en los cuales Silva parodia el diálogo de Platón. En primer lugar, la propia estructura de la novela de Silva parece imitar el uso que hace Platón en su diálogo de la estructura narrativa de cajas chinas. Como sabemos, De sobremesa contiene un relato liminar  el de la charla «de sobremesa» entre varios amigos en casa de José Fernández  el cual enmarca la lectura que hace en alta voz Fernández de su diario, texto que a su vez contiene resúmenes y reseñas de otros relatos, como el de la vida de la pintora María Bashkirtseff. El propio recurso del diario que utiliza Silva, en vez de afianzar la unidad del texto, tiende a fragmentarlo en episodios distintos, de modo que al final tanto la identidad del diarista como la integridad de su texto, lejos de afianzarse, se disuelven y se pierden en la sucesión de los días (2). De modo semejante, el Simposio está enmarcado por la conversación entre Apolodoro y un amigo suyo, en la cual Apolodoro le refiere al amigo la conversación que tuvo a su vez con Glaucón, en la cual Apolodoro le cuenta a Glaucón lo que a su vez le contó Aristodemo, y lo que contó Aristodemo (que es lo que Apolodoro le refiere finalmente a su amigo), es a su vez el diálogo y los discursos que tuvieron lugar en la cena ofrecida por el poeta Agatón. Como vemos, tanto De sobremesa como el Simposio platónico no solamente están enmarcados por relatos liminares, sino que estos relatos liminares tienden a producir un efecto dé mise en aóime de recursividad infinita, el cual tiende a convertir ambos textos  el diálogo platónico y la novela de Silva  en obras metaliterarias, en literatura acerca de la literatura.
Por otra parte, tanto la novela de Silva como el diálogo de Platón incluyen un personaje secundario que es médico, y que da insistentes consejos de moderación al protagonista y a sus compañeros de velada: en De sobremesa es Óscar Sáenz, y en el Simposio es Erixímaco. Además, el protagonista de la novela de Silva, José Fernández, es al igual que Agatón en el diálogo platónico, un poeta laureado y el anfitrión de la velada (3). Pero el propio Fernández también se compara explícitamente con Alcibíades, otro personaje importante del Simposio, por su belleza masculina y por sus proezas marciales (4). Es claro, pues, que no puede trazarse mecánicamente un paralelismo entre los nueve personajes del diálogo platónico y los cinco de la novela de Silva; más bien, creo que Silva reúne en José Fernández muchos de los atributos de los personajes de Platón, y de las ideas que éstos expresan, lo cual es consistente con la personalidad exageradamente polifacética y el ansia totalizadora del protagonista de la novela de Silva (5).
Ahora bien, la pregunta surge de inmediato: ¿qué sucede en esta parodia con Sócrates, quien es el protagonista del Simposio? A mi juicio, Sócrates también queda asimilado dentro del personaje de Fernández, particularmente en las ideas sobre el amor y el arte que orientan al protagonista de Silva. De hecho, Fernández en un momento dado compara a su idolatrada Helena con Diotima (6), la sabia mujer de Mantinea que alecciona a Sócrates, de quien éste dice que era «mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas» (7). Además, como Sócrates en el Simposio, Fernández es quien lleva la voz cantante en la novela, a quien todos escuchan con respeto y admiración. Pero también, según veremos dentro de poco, al igual que Sócrates, Fernández se convierte en víctima de su egoísmo, de la obsesiva preocupación consigo mismo que lo lleva a autocontemplarse en las páginas de su diario.
Por otro lado, sólo quedan en De sobremesa apenas unos residuos de otros personajes del Simposio. Así sucede con Aristófanes y su famoso discurso sobre la homosexualidad. Recordemos que, en el Simposio, es Aristófanes quien narra el mito del andrógino para explicar el origen del amor y de paso aludir maliciosamente a la homosexualidad de varios de los otros comensales, incluyendo a Sócrates y Alcibíades. La homosexualidad es de hecho un tema del Simposio platónico que la novela de Silva intenta suprimir, y que sólo sale a flote de manera explícita en el episodio de Lelia Orloff y la relación lesbiana de ésta con la italiana de Roberto (8). No sería difícil demostrar que en De sobremesa la homosexualidad se asocia al peligro de la desdiferenciación, de la pérdida de identidad, al no poder trazar un claro distingo entre el ser y el parecer. Lo que me interesa destacar es que, pese al intento de reprimirlo, este tema sigue estando latente en el texto de De sobremesa, al igual que en muchas otras obras en verso y prosa del modernismo, pues para los escritores del siglo XIX el mundo del homosexual, como el de la mujer, estaba profundamente vinculado a la representación, al simulacro, a la apariencia, y parecía ofrecer por tanto una clave a los enigmas de la naturaleza del arte y de la literatura (9).
Es interesante anotar que tanto en el Simposio como en De sobremesa el diálogo de los comensales, que son todos varones, tiene lugar en un espacio del cual queda excluida la presencia física de la mujer, aunque luego se la evoca insistentemente. Recordemos que en el Simposio, antes de comenzar la conversación sobre Eros, Erixímaco manda sacar a la única mujer allí presente, «la tocadora de flauta«: «Que vaya a tocar para sí» dice Erixímaco, «y si lo prefiere, para las mujeres allá en el interior» (10). Más adelante, sin embargo, Sócrates atribuye intencionadamente todo lo que él sabe acerca del amor a una mujer, a la sabia Diotima» (11). Esta exclusión física de la mujer y su sublimación en vehículo o vía de acceso al mundo de las ideas, se repite en De sobremesa; recordemos la reacción de Fernández cuando el doctor Rivington le propone muy burguesamente que, para librarse de su obsesión enfermiza con Helena, Fernández la enamore y se case con ella: «¡Dios mío, yo, marido de Helena! ¡Helena mi mujer! La intimidad del trato diario, los detalles de la vida conyugal, aquella visión deformada por la maternidad…» (12). Dentro de la tradición platónica en la que se inscribe De sobremesa, la reproducción produce asco y horror, pues sólo se puede amar lo que es único, quintaesenciado, autosuficiente, como lo es la belleza absoluta que el alma anhela contemplar, según Sócrates:

[…] Belleza eterna, increada e imperecible, exenta de aumento y de disminución; belleza que no es bella en tal parte y fea en cual otra […] belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, y nada corporal (…) que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma (13).

Pero volviendo a la escena liminar y al propio título de la novela de Silva, en su relación con el Simposio, es claro que en ambos textos se evoca el momento de la conversación aparentemente trivial que se da después de la cena. ¿Pero es en verdad tan trivial esa conversación? La sobremesa es también, después de todo, un intervalo de reposo digestivo, una pausa mientras el cuerpo saciado asimila los alimentos que ha consumido. Además, a despecho de su trivialidad, la sobremesa puede convertirse, como sucede en el Simposio de Platón, en un momento más trascendental de diálogo y debate, de rumia de ideas. En ambos textos, el Simposio y De sobremesa, está en juego una problemática digestiva, evocada tanto en su sentido literal como metafórico por los personajes médicos, Erixímaco y Óscar Sáenz (y más tarde por el doctor Rivington). En el Simposio, Erixímaco constantemente les está recordando a sus oyentes sobre la importancia de la moderación y el equilibrio, tanto en el comer y el beber como en el amar:

[…] Es preciso  dice Erixímaco  complacer a los hombres moderados y a los que están en camino de serlo, y fomentar su amor, el amor legítimo y celeste, el de la musa Urania. Pero respecto al de Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con gran reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al desorden. La misma circunspección es necesaria en nuestro arte para arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo que se goce de ellos moderadamente, sin perjudicar a la salud (14).

Ya sabemos cómo en De sobremesa tanto el médico colombiano Sáenz como el inglés Rivington le llaman la atención a José Fernández sobre un defecto de su carácter del cual, el propio Fernández, con su habitual introspección hipercrítica, está más que consciente: su deseo de «poseerlo todo» (15), el cual lo lleva a dispersar sus energías físicas y mentales (que son considerables) en una serie de esfuerzos inconexos artísticos, eróticos, políticos y comerciales  que amenazan con disgregar su yo, su identidad. Haciéndose eco de Erixímaco, el doctor Rivington le aconseja a Fernández:

«Haga usted un esfuerzo y triunfe usted de sí mismo, regularice su vida, dele usted en ella el mismo campo a las necesidades físicas que a las morales, que llama usted, a los placeres de los sentidos que a los estudios, cuide el estómago y cuide el cerebro y yo le garantizo la curación» (16).

Equilibrar el estómago y el cerebro, usar de la moderación tanto en lo físico como en lo intelectual, cultivar una suerte de aurea mediocritas, es la receta de Rivington para curar el mal del cual padece Fernández, y que podríamos llamar una dispepsia o indigestión cultural. A lo largo de la novela de Silva se reitera sin cesar el tema de la hartura, de la saciedad, tanto de los sentidos como del intelecto. Esto obedece a que en De sobremesa, José Asunción Silva se enfrenta a una serie de interrogantes que preocupaban a los literatos finiseculares en ambas orillas del Atlántico, y que fueron planteadas de la manera más vívida y tajante por Joris Karl Huysmans en su novela À rebours (1884; la cual, como se sabe, fue otro de los modelos para la novela de Silva). Los interrogantes eran los siguientes. ¿Era posible aplicar nociones tales como «progreso» y «decadencia» a las artes? Y de ser así, ¿cómo se podían crear un arte y una cultura nuevos sin romper radicalmente con el pasado? ¿Era posible extraer del pasado, como quería Darío, la sustancia del presente, de la modernidad? Des Esseintes, el protagonista de À rebours, concibe la historia del arte y la literatura como un doble proceso de acumulación y selección del acervo del pasado. Para él, la «decadencia» es como una suerte de añejamiento del cual se extraen nuevas creaciones culturales. Creyendo estar no sólo al final de un siglo, sino al final de un ciclo, y tras pasar revista a toda la vasta historia de La literatura, Des Esseintes escoge de ella lo que  con su criterio aristocrático  considera lo más granado, lo más esencial. Se trata de un proyecto de destilación y digestión cultural, y no resulta extraño en absoluto que el héroe de Huysmans se apasione también con los licores finos y con el arte de la perfumería (17). Pero según descubre este personaje, cuyo nombre (Des Esseintes  des essences) es tan cómicamente apropiado a su búsqueda de esencias, a fin de cuentas resulta imposible encontrar «la esencia» del arte y de la literatura. Al final de la novela de Huysmans, igual que hacia el final de la de Silva, el hiperrefinado protagonista sufre de cólicos estomacales y de una náusea ya casi existencialista, que son la expresión metafórica de su incapacidad de asimilar  de armonizar en una totalidad coherente  todo el exquisito arte y la fina literatura que ha consumido.
En el trasfondo tanto de la novela decadentista de Huysmans como de la novela modernista de Silva se encuentra una polémica entre dos concepciones del arte y la estética: por un lado, la platónica, que equipara lo bello con lo bueno, y concibe el arte como un vehículo cuasirreligioso hacia la contemplación del Sumo Bien, y por otro, la concepción racionalista de Kant (con la cual se funda propiamente la estética como rama de la filosofía), para la cual el arte es la expresión de «una finalidad sin fin», es decir, el arte parece tener un propósito, aunque nunca podemos afirmar precisamente cuál es (18). Los decadentistas y los modernistas, deseosos de cimentar la noción del «arte por el arte» y de sustentar la autonomía de la literatura frente a los demás discursos de su época, se sentían atraídos en su ideología por la noción platónica del arte, aunque su práctica textual les sugería más bien que Kant estaba en lo correcto. «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo», decía Darío en Prosas profanas: paradójicamente, mientras más los modernistas perseguían la «esencia», lo «propio» del arte, más descubrían que el arte carece de «esencia» y de «propiedad», y que su naturaleza consiste más bien en querer parecerse siempre a otras cosas. Como he argumentado más detalladamente en otra parte, su conocimiento de la filología y su labor en el periodismo confrontaron a los modernistas con el hecho de que, lejos de conducir a la armonía y a la plenitud, el arte  y más visiblemente, la literatura  se funda en cambio sobre la desarmonía. y la ausencia (19).
El protagonista de la novela de Silva, como muchos modernistas, opta por una solución platónica: la contemplación de su adorada Helena como prototipo de la belleza suprema, contemplación tanto más apropiada cuanto que, al final de la novela, nos enteramos de que Helena está muerta. Pero si Helena es la metáfora o alegoría de la «esencia» artística que busca Fernández, su muerte le da un cariz tenebroso a esa búsqueda: algo anda mal cuando, para representar alegóricamente la «esencia» del arte, hay que recurrir a la figura de una mujer hermosa pero muerta (20). El «arte puro» se revela entonces, en la novela de Silva, como una actividad asociada no a la vida, sino a la muerte; en la «penumbra de sombría púrpura» donde habita José Fernández (21), la contemplación de la belleza suprema, lejos de promover la plenitud vital, actúa como una suerte de filtro o de veneno que ocasiona la parálisis. En esto Silva también sigue de cerca el texto del Simposio, pues allí el personaje de Alcibíades observa cómo Sócrates, cuando se entregaba a la reflexión, caía en una suerte de éxtasis prolongado que lo petrificaba:

Una mañana [cuenta Alcibíades] vimos que [Sócrates] estaba de pie, meditando sobre alguna cosa. No encontrando lo que buscaba, no se movió del sitio y continuó reflexionando en la misma actitud (…). En efecto, continuó en pie [todo un día y una noche] hasta la salida del sol. Entonces dirigió a este astro su oración, y se retiró (22).

En su libro Le parasite, el pensador francés Michel Serres ha observado cómo la filosofía platónica está atravesada por imágenes que evocan la disciplina militar, el egoísmo y el culto a la muerte: para Serres, Sócrates aparece en los diálogos platónicos como una figura demoníaca  de hecho, Alcibíades compara su físico con el de un sátiro o un sileno , y su lema favorito, conócete a ti mismo, promueve un «amor propio», una individuación, que es exactamente lo contrario al Eros (23). Es patente además, al leer el texto del Simposio, que la descripción que hace Sócrates de Eros en su alocución es muy similar al propio Sócrates, y es una suerte de autorretrato: como Sócrates, Eros no es ni rico ni pobre, y deambula por las calles, deteniéndose junto a las puertas de las casas, en los umbrales; como Sócrates, Eros ama la sabiduría y es por tanto, etimológicamente, un filósofo; Eros al igual que Sócrates, en las palabras de Diotima, «siempre está a la pista de lo que es bello y es bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil, siempre maquinando algún artificio… encantador, mágico, sofista» (24). El amor, el Eros, se revela entonces en el pensamiento platónico como una treta, una astucia de la filosofía para asimilarlo todo dentro de su sistema, para someter al Otro a un conocimiento que lo convierte en lo Mismo. La filosofía platónica, como el concepto del arte que emana de ella, procura «digerirlo» todo, reducirlo todo a la unidad de un arquetipo. En De sobremesa, Silva demuestra, sin embargo, que intentar producir un arte nuevo a partir de una síntesis de las formas artísticas del pasado es un proyecto solipsista y reductivo que sobrepasa las fuerzas del yo, y tan sólo lleva a una suerte de indigestión cultural, a un cólico artístico, que produce primero la parálisis y quizás al final la muerte.
Ahora bien, ¿cómo escapa la propia novela De sobremesa de la trampa de este «reciclaje cultural» finisecular? ¿Qué es lo que le da a esta novela su modernidad? A mi juicio, es precisamente el hecho de que la novela de Silva se resiste a formular una síntesis de los numerosos materiales culturales que ella incorpora a su texto, sin asimilarlos del todo: desde Platón y Nietzsche, hasta la pintura prerrafaelista y los textos de Bourget y D’Annunzio. Los críticos que han acusado a esta novela de imperfección formal, de tener una «estructura caótica» que linda con el fragmentarismo, tienen algo de razón, aunque yerran en suponer que Silva hubiera sido chapucero con su única novela y con el último texto que escribiría en su vida (25). De sobremesa es, en mi opinión, la más importante y profunda de las novelas modernistas, y lo es debido a su deliberada imperfección formal, que nace de una decidida voluntad experimental. La fragmentación interna producida por el estilo dialógico de la novela y por su uso del molde formal del diario; la mise en abime provocada por su estructura narrativa de cajas chinas; la divulgación abierta de sus fuentes al lector y el uso pertinaz del tropo de la ironía, son sólo algunos de los recursos mediante los cuales Silva procuró evitar que su novela tuviese un aspecto demasiado acabado, demasiado perfecto, y por ende petrificado, falto de dinamismo y de vida. Bien puede decirse sobre Silva y su novela lo que aseveró Borges con respecto al Flaubert de Bouvard y Pécuchet (quien es, por cierto, otra presencia tutelar en De sobremesa): «Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con Madame Bovary forjó la novela realista fue también el primero en romperla» (26). Cumbre de la novela modernista, De sobremesa es también la primera antinovela hispanoamericana y un anticipo de las ficciones de nuestro siglo.

1. Para más detalles sobre la relación entre el modernismo y la filología, consúltese el primer capítulo de mi libro La crónica modernista hispanoamericana (Madrid: Porrua Turanzas, 1983).
2. Véanse mis comentarios más pormenorizados en La crónica modernista hispanoamericana, Cit., 182 9.
3. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa (Caracas: Ayacucho, 1997), 112 113.
4. Ibid., 130.
5. Ibid., 110 2.
6. fbid., 155.
7. Platón, Diálogos (México: Porrúa, 1978), 370.
8. Silva, Op. Cit, 137 8.
9. Consúltese al respecto el importante ensayo de Sylvia Molloy, «La política de la pose». En: Josefina Ludmer, Ed., Las culturas de fin de siglo en América Latina (Rosario: Beatriz Viterbo, 1994), 128 38.
10. Platón, Op. Cit., 354.
11. Ibid., 370.
12. Silva, Op. Cit, 169.
13. Platón, Op. Cit., 377.
14. Ibid., 361.
15. Silva, Op. Cit., 129.
16. lbid., 169.
17. Joris Karl Huysmans, Against Nature (Londres: Penguin, 1987), Caps. IV y X.
18. Immanuel Kant, Werke (Berlín: de Gruyter, 1%8); V 290 1.
19. He desarrollo estas ideas más a fondo en Journalism and the Development of Spanish American Narrarive (Cambridge: Cambridge University Press, 1993), Cap. 5: «Journalism and the Self: The Modernist Chronicles».
20. Son importantes en este sentido las observaciones de Susan Gubar sobre la significación literaria de la victimización de la mujer en la literatura, en «`The Blank Page’ and the Issues of Female Creativity». Critical Inquiry: Wriring and Sexual Difference 8 (1981), 243 64. Las antiguas raíces neoplatónicas y petrarquistas de esta especie de necrofilia con respecto al cuerpo femenino las analiza agudamente Nancy J. Vickers en «Diana Described: Scattered Woman and Scattered Rhyme», Critical Inquiry: Writing and Sexual Diference 8 (1981), 265 80.
1. Silva, Op. Cir., 109.
2. Platón, Op. Cir., 384.
3. Michel Serres, The Parasite (1980) (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 251.
4. Platón, Op. Cit., 372.
5. Véase, por ejemplo, Juan Loveluck, «De sobremesa, novela desconocida del modernismo», Revista Iberoamericana 31.59 (enero julio, 1965), 17 32.
6. Jorge Luis Borges, «Vindicación de Bouvard y Pécuchet». En: Discusión (Buenos Aires: Emecé, 1970), 142.

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EROTISMO Y MUERTE EN JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

CECILIA DUPUY DE CASAS

El tema de este análisis es una lectura personal que considera el erotismo en Silva como una permanente y agónica búsqueda interior para encontrar el sentido total de la existencia; esa búsqueda insaciable de un eterno más allá, de transgredir toda norma y todo límite, le permite adentrarse por fin en el misterio y convertirse en un enamorado seducido por la muerte. Este acercamiento permitiría mostrar una unidad dentro de su complejo universo poético y señalar cómo algunas controvertidas facetas y actividades del poeta permanentemente escindido entre el bien y el mal, lejos de ser contradictorias lo revelan como testigo fiel de su tiempo y amplían el aspecto histórico y social de su obra.
Es Denis de Rougemont quien señala en 1939, en su obra El amor y Occidente, los contradictorios aspectos de la dualidad que debe enfrentar el hombre occidental, desde que el cristianismo separó a Eros, como símbolo del amor profano, de la voluptuosidad y de la concupiscencia, o «Loco amor», del símbolo de amor cristiano o Ágape, en el sentido del Cáritas, o amor al prójimo, amor divino o Buen amor, en eterno conflicto con ese amor pasión; es decir, desde que el cristianismo radicó el elemento del Mal, en el mundo del Eros profano, quitándole arbitrariamente su inequívoco carácter sagrado y reconociendo solamente en el mundo del Agapé cristiano una experiencia interior semejante a la religiosa (1).
Entre 1950 y 1962, la temática del erotismo aparece con insistencia en una serie de obras empeñadas en señalar la importancia de la liberación instintiva del hombre y en enjuiciar los controles establecidos por la sociedad industrializada y represiva de la postguerra, en especial la sajona protestante. Entre estas obras cabe destacar L’érotisme de Georges Bataille, Eros y civilización de Herbert Marcuse, Eros y Tánaros de Norman Brown, El marqués de Sade de Simone de Beauvoir, Sex, Literature and Censorship, de D.H. Lawrence, El arte de amar de Erich Fromm, obras que pretenden un riguroso replanteamiento de Freud para señalar las implicaciones filosóficas, históricas y sociológicas de sus conceptos y proclaman también la necesidad de liberación de los impulsos primarios y vitales del hombre, señalando la Muerte y el Mal o lo demoníaco como elementos constitutivos de la naturaleza humana. Se trata también en estos autores, pero principalmente en Georges Bataille, de afirmar la presencia de un principio metafísico, el Eros o el Deseo sin fin como base para la postulación de una nueva Ética del Deseo y de sintetizar en el Erotismo su ilimitado poder constructivo y creador como experiencia interior y biológica, como única posibilidad y esperanza del hombre actual para lograr la liberación y la realización total del ser (2).
No es extraño así que Octavio Paz, Jorge Gaitán Durán, Juan Liscano, Eduardo Cote Lamus, entre otros, al entrar en contacto con esa temática, casi todos en París, encuentren en el erotismo una nueva actitud más acorde con la filosofía existencial de postguerra que toma como punto de partida al hombre como totalidad en su experiencia vital y en su compromiso. Sin embargo, es Jorge Gaitán Durán, quien realiza en Mito, en 1959, la primera traducción de la introducción de El erotismo de Bataille y en su ensayo «Notas de lectura» presenta una personalísima interpretación de este escrito que considero la clave interpretativa de la obra de Gaitán. Este es precisamente el punto de partida de mi trabajo mencionado y el que permite la interpretación del Erotismo Puro en Silva, como seducción de la muerte, del Erotismo Psicológico en Barba Jacob, como libertinaje y familiarización con la muerte y en Gaitán Durán como afirmación y desafío de la vida hasta en la muerte y del Erotismo Sagrado en Cote Lamus como la concepción poéticometafísica del amor y «la palabra en el tiempo». Volviendo a Bataille: es difícil encontrar una obra más compleja, desconcertante, violenta y escandalosa que la de este extraño personaje, escritor clandestino de minorías, nacido en Puy de Dôme en 1897, de quien Michel Leiris afirma que comparte junto con Baudelaire, Rimbaud y Artaud «ese poder de no dejarnos tranquilos jamás», y a quien Mario Vargas Llosa describe como «un bibliotecario de precaria salud que nunca llegó tarde a la oficina», autor del mensaje intelectual más sedicioso y vociferante en una época en la que sobresalían ya Sartre, Camus y Merleau Ponty. En un principio aparece Bataille vinculado al grupo surrealista de André Breton por compartir con ellos la exaltación de lo vital y de lo erótico y por reaccionar contra las formas de vida moderna dominadas por la técnica y por una estructura social que tendía a anular lo auténticamente humano. Pero muy pronto se separa, denuncia al surrealismo como «una ilusión idealista» y en tremenda polémica con Breton se asocia con Robert Leiris, Robert Desnos y Roger Vitrac en su revista Documento.
El planteamiento de Bataille sobre el erotismo es lo fundamental de su obra. Comienza por señalar la diferencia entre sexualidad y erotismo y afirma que sólo el hombre ha hecho de su actividad sexual instintiva una actividad erótica que, como búsqueda sicológica, es totalmente independiente del fin dado en la reproducción.
El punto más importante en relación con nuestro análisis es mostrar cómo esa búsqueda, como anhelo de continuidad del ser, en aparente y extraña paradoja, conlleva la presencia de la muerte. Al considerar al hombre como un ser aislado, finito, distinto y discontinuo se observa que no soporta ni acepta su soledad y con constante nostalgia de eternidad realiza innumerables esfuerzos por establecer una comunicación o por refugiarse en un sueño que le asegure, aunque sea ficticiamente, una perpetuidad o un más allá de continuidad para realizar plenamente su ser. Al rechazar su aislamiento es natural que afirme y compruebe toda su vitalidad, y para eso el erotismo le brinda infinidad de posibilidades; sin embargo, lo que está a la base de ese erotismo liberador es también la esencia misma de la muerte: en la unión de esos dos seres discontinuos que desaparecen para dar origen a un nuevo ser, a la vez que se ha logrado la anhelada continuidad, queda en ella una huella indeleble de muerte.
Así, el ser que conquista su perpetuidad al afirmar la vida y comprobarla en la máxima expresión del acto erótico, aquella sombra de la muerte, presente en el origen de la unión, no desaparece, sino que se afirma aún más para llenar y completar el verdadero sentido de ella. Este ser perpetuado se adueña de esa indisoluble dualidad del sentido del amor y de la muerte y según su sensibilidad confundirá extasiado y cegado por el goce, esa vida muerte amor. No habrá pavura y, como en la tradición bíblica, «con los ojos abiertos» será el auténtico conocedor del ser.
¡Cuántas imágenes y cuántos sueños de este delirio no viviría Silva! Su vida y su obra, inseparables, van revelando su terrible ansiedad, «hambre de eternidad» se ha dicho, con presencia real o presentida de la muerte, pretendiendo apresar la esencia y el sentido total de las cosas.
Cuando Octavio Paz considera el erotismo como metáfora de la sexualidad (3) tendría que suponerse la significación que implica en Silva, como poeta, como ser de tan extremada sensibilidad de intuir, detectar y vivir esa sublimación, pero más que todo, la capacidad casi inverosímil de elaborar sus frágiles estructuras de sueño, a partir del más sutil de los datos sensoriales  no es solamente un olor, un aroma o un perfume, es un color o una brisa que se convierten en puntos de apoyo para pasar siempre a otra dimensión intuida solamente por el poeta, para llevarlo a sus lugares ignotos, a sus reinos alados desde donde vislumbra, a sus anchas, el eterno misterio de lo ignorado . Desde aquí se manifiestan claramente a través de toda su obra dos ámbitos, dos dimensiones no solamente en el mismo poeta que reconoce en sí mismo la confluencia y pluralidad de varios «yos», sino en la forma como se van definiendo dos concepciones del mundo, dos cosmovisiones encontradas junto con el permanente testimonio de ser un testigo de su tiempo.
Esta condición de testigo, es decir de conciencia y capacidad de percibir un múltiple entorno cultural, social y político está presente en la obra como una biografía espiritual. Aquí se tendrían que enumerar algunos ejemplos con el desorden y casualidad con que se presentan. En las primeras composiciones se da prelación a los temas de la infancia y a las primeras experiencias amorosas con sugerencias portadoras de un refinado erotismo tal como sucede en la evocación de Adriana, Edenia, Aurora, donde la amada es un medio o una arma para alcanzar un más allá erótico ‘¿…en el aliento de tus labios rojos, quién no sabrá forjarse un paraíso?» (4) . En «Perdida» aparece la figura del libertino que corrompe a la humilde obrera, y el despecho y el orgullo del macho victorioso aparece en «¿Recuerdas?»  . … tú no te acuerdas…» (5) . Dentro de la peculiar e innovadora estructura de los poemas de Gotas amargas se observa un contrapunto permanente entre un primer plano de reflexión lírica y profunda para dar luego un final inesperado que parece hacer la función de un repentino polo a tierra que casi invalida el lirismo anterior. Es un preguntar metafísico cuya respuesta es una pesa que hace contacto sorpresivo e irónico con la realidad. Es la capacidad del poeta para percibir los contrarios, para trascender lo aparente hacia la esencia permanente, tal como sucede en «La respuesta de la Tierra», un discurrir filosófico para terminar en que «La tierra, displicente y callada, al gran poeta lírico no le contestó nada» (6). En el «Mal del siglo» la desazón del spleen como temple de ánimo finisecular termina diagnosticado por el médico como hambre simplemente (7); y en el contraste expresado en el poema del recluta el poeta conoce, simpatiza y señala el problema del campesino ajeno a la causa por la cual se lucha (8). Es también el caso del poeta con múltiples identidades como en De sobremesa debatiéndose agónico entre el Amor, el Arte, la Muerte y la Ciencia, deslumbrado por todo lo que lo atrae, por sentirlo todo, dividido entre la personalidad del poeta, del filósofo, del científico y del artista. Es en esa dimensión de angustia cuando formula en la novela un plan político que corresponde al momento histórico del país.
José Asunción es consciente y testigo de su ambiente sabanero y conocedor de la vegetación de la Sabana al nombrar sus jardines con lilas, miosotis y parásitas criollas y recuerda el tradicional pesebre santafereño del «musgo gris y el verdecino helecho». En «Infancia» plasma nuestro mundo infantil con Caperucita y Barbazul pero también con Ratón Pérez y Urdimalas, y en «Crepúsculo» está Pombo presente con Rin Rin y el Gato con Botas (9); además, no siempre es la Santafé brumosa y triste de ciertos meses sino también la Santafé de «el luminoso agosto» y la cometa engarzada en el cerezo y de copetones en su nido. Otras veces es el ambiente «dormilón, inocente y plácido» o «los restos de la placidez deliciosa de Santafé» con salas olorosas a papaya, con su chocolate y dulce de uchuvas tal como aparece en la prodigiosa descripción de «El paraguas del padre León», un fragmento de la ciudad en donde Silva se revela como maestro del «documento humano» (10). Aquí el poeta participa y vive su momento como «época de transición» y presenta la dualidad de mundos contrarios en los dos personajes representados por el Padre León y el Ministro X. En este pasaje se aprecia, en la plasmación de la imagen citadina, la capacidad de concreción y rapidez descriptiva que descubre García Márquez en Silva y que verdaderamente es la habilidad que tendría un experto de cine para darle a la palabra la misma rapidez de la imagen producida por una cámara cinematográfica, tal como sucede en De sobremesa al ubicar el espacio de la sala donde se inicia la obra (11). También habría que señalar aquí cómo los personajes descritos cobran una pasmosa actualidad: el omnipotente X, que es el ministro, en su flamante coche color negro azabache de caballos relucientes, llegando a la ópera, al Nuevo Teatro de lujo de Bogotá, después de haber vendido por seis mil libras esterlinas sus influencias para lograr tal contrato escandaloso… y su mujercita fin de siècle, coronada de diamantes y de joyas después de su postrer viaje a Europa (retrato del jet set actual, o de narcos, o «puro parecido«).
El desencuentro con el ambiente de su época se comprueba en Silva en la carta que le envía a Rosa Ponce de Portocarrero (12). Es una larga carta en la que recuerda un paseo al campo en el cual departió con ella, pintora, sobre el goce que proporciona el mundo del arte y de cómo esa charla y el recuerdo de ella perduran todavía en el poeta como inefable placer. Los demás participantes del paseo, que discutían sus grandes cuestiones económicas, el futuro jugoso de un ferrocarril como inversión segura que fracasó luego, están ahora decepcionados y frustrados como representantes de ese «espíritu práctico» que el poeta no entiende  porque su mundo y el de la dama pintora es el del arte que los otros desprecian con burlas y desdenes . Silva se va situando cada vez más confiadamente en ese mundo ideal, el de la poesía y el arte, el de los «sensitivos» según Catulle Mendès, el de Don Quijote en oposición al del grotesco Sancho. En la carta citada el poeta descubre y vive cada momento dentro de un temple de ánimo erótico que capta la voluptuosidad del paseo, el aire tibio, la quietud del paisaje, el vestido, el perfume, la sombrilla, la voz de la dama, detalles y ambiente totalmente inexistentes para «los prácticos» que lloraban por el dinero perdido  es aquí Silva la imagen del poeta aislado, incomprendido en el momento histórico del modernismo objeto extraño, «eso» que representará Rubén Darío en su cuento «El rey burgués» para retratar la sociedad artificial y vana de fin de siglo. Otro ejemplo que muestra el tremendo choque y la estrechez que enfrenta Silva en su época es la concepción del mundo como una incomprensión sistemática del arte y de la vida representada por la obra Degeneración, del científico alemán Max Nordau, quien como «un esquimal miope», según Silva, hace una monstruosa clasificación de los artistas considerados como seres degenerados según Las manías delimitadas por los alienistas modernos (l3).
Para Nordau, Rossetti es un idiota; Swinburne, un degenerado superior, Baudelaire, un maniático obsceno; Tolstoi, un degenerado místico; y Silva lo invoca como «grotesco doctor alemán» producto de «este fin de siglo angustioso». Por otra parte y en contraposición a La primera concepción del mundo ya señalada, el poeta presenta la comprensión intuitiva del arte y de la vida representada por el Diario de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta de tisis y de «genio» a los veinticuatro años en París (l4). Silva evoca y se identifica con María a quien llama Nuestra Señora del Perpetuo Deseo y quien, como su alma gemela, compartió su misma ansiedad de vivir y de experimentarlo todo; la evoca en el delirio de sus últimos días, empeñada en trabajar todavía con sus pulmones destrozados y la llora al saber que morirá sin amor, «única cosa que hace a la vida digna de vivirla» y sin una obra que la inmortalice. Así se iría afianzando en Silva el amor como camino y como respuesta a través de diferentes experiencias. El erotismo se convierte en ese temple de ánimo que como actitud permanente lo condiciona para percibir en los más mínimos detalles un clima de sensualidad permanente.
Aquí en De sobremesa el personaje de José Fernández, tal vez su álter ego, se dedicará después del encuentro breve con su Helena, quien será el eterno e inalcanzable ideal de belleza y de pureza, a toda clase de aventuras amorosas con «cortesanas» famosas, creyendo así saciar su constante sed de excesos por vivirlo todo. La vida de Silva poeta venía ya sellada por la muerte  su abuelo, su padre, sus hermanos, su tío fallecido antes de que lo recibiera en París, Elvira, cuya tragedia marca un punto crucial pero no definitivo, todavía constituyen apenas el comienzo del torbellino de problemas económicos insolubles que lo esperan . Sin embargo, toda su correspondencia, tanto familiar como de negocios, lo presentan como alguien maduro, controlado en la crisis, admirablemente recio, al sentirse rodeado de toda esa legión, o jauría en realidad, de personajes como el Don Sabas de El coronel no tiene quien le escriba, astutos y falsos detrás de sonrisas y frases de compromiso, lo que permite admirar en él, en sus últimos días, la inmensa habilidad, las respuestas a los bancos, el trato cordial con amigos y familiares, cuando en su interior se tenía que ir perfilando ya la necesidad imperiosa de una respuesta definitiva a su eterno interrogar. Sin embargo, no puede apreciarse en el poeta ningún signo siquiera aparente de crisis o de desesperación.
Desde los poemas de «Intimidades» ya había vivido experiencias permanentes de sublimación erótica  todo lo que lo rodea es erotismo  amor . Continúa en su insaciable sed el febril recuerdo de toda esa galería de «horizontales» de París, desde la violenta Lelia Orloff, Nini Russett o la americana Nelly, experiencias en las cuales se encontraría la vivencia erótica que analiza Bataille en el campo donde la muerte se asocia a una idea libertina. Sabemos de la crisis de locura que termina en la aceptación de la muerte de Helena y en la renuncia aparentemente tranquila a ella, el eterno ideal tal vez identificado con Elvira.
El poeta ha vivido, ha sentido, ha soñado en vano sin poder traspasar la barrera del misterio y sin poder alcanzar nunca la respuesta anhelada. La realidad siempre fue una máscara, el obstáculo que se interpuso siempre para poder realizar el sueño  tal vez la ignoró, la disfrazó mil veces, pero allí estaba irónica y presente . Se fue de nuevo forjando el sueño, y la muerte cuya sombra compañera avivó todo sueño realizado, lo llamaba. Nunca como tragedia; sólo como garantía de viaje hacia lo único que no conocía, al misterio insondable.
En una hermosa coincidencia, el poeta invoca a Helena para encontrar la salvación con la misma expresión con la cual Octavio Paz explica «la llama doble» como la fusión de erotismo  amor  la llama doble de la vida por ser la llama la parte más sutil del fuego que se eleva a lo alto en forma piramidal  y aquí exclama José Asunción Fernández: «Es un amor sobrenatural que sube hasta ti como una llama donde se han fundido todas las impurezas de mi vida» (15).  ¡Así, el poeta purificado se entrega a vivir la muerte como la única experiencia que Le faltaba por vivir! En verdad, «Poeta ante todo, es decir cazador de ser».

1.Denis de Rougemont, El amor y Occidente, Trad., Antoni Vincens (Barcelona: Kairós, 1981).
. Georges Bataille, El erotismo (1957), Trad., Mtoni Yncens (Barcelona: Tusquets, 1979).
3. Octavio Paz, La llama doble: amor y erotismo (Barcelona: Seix Barral, 1994).
4. José Asunción Silva, «Aurora», Intimidades, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 137.
5. Silva, «Perdida’, «¿Recuerdas?», Ibid., 163, 209, respectivamente.
6. Silva, «Ca respuesta de la Tierra», Ibid., 75. 7. Silva, «El mal del siglo’, Ibid., 74.
8. Silva, «El recluta», Ibid., 104.
9. Silva, «Infancia», «Crepúsculo», Ibid., 8, 14, respectivamente.
10. Silva, «El paraguas del padre León», Ibid., 362.
11. Gabriel García Márquez, «En busca del Silva perdido’. En: José Asunción Silva, Cartas (1881 1896), Fernando Vallejo, Ed. (Bogotá: Casa Silva, 1996), XII XIII.
12. Silva, «Carta abierta»., Op. Cit., 679.
13. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 239 ss.
14. Ibidem.
15. lbid., 347.

***

LOS HUMORES DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

DANIEL SAMPER PIZANO

Contra lo que se podría pensar de un hombre que ha tomado la decisión de suicidarse antes del amanecer, la noche de su muerte José Asunción Silva estuvo tan alegre y extravertido como siempre. Una de las muchas leyendas sobre el escritor bogotano de 31 años que ayudó a transformar la poesía en lengua española lo pinta como un joven tristón, hermético y solitario. El estereotipo encaja bien en la idea de un poeta que se pega un tiro. Pero no es verdad. Tampoco es verdad que su muerte hubiese pasado inadvertida, apenas registrada por un suelto en la página roja en el cual se decía: «Parece que hacía versos». Lo cierto es que su fallecimiento causó consternación en Bogotá y se conoció en todo el país.
En cuanto al supuesto carácter acongojado y arisco de José Asunción, coinciden sus mejores biógrafos en señalar que era más bien un tipo festivo, animado y divertido. Que recitaba, cantaba y hacía bromas. Que inventaba parodias y pergeñaba epigramas. Que asistía con entusiasmo a reuniones, y que recibía amigos en su casa.
Justamente, la noche del 23 de mayo de 1896 tomaron refrigerio en su comedor doce invitados. Uno de ellos recuerda que «José Asunción estuvo entusiasta y ocurrente» (1).
Otro escribió que el anfitrión se mostró «contento y decidor hasta el momento en que lo hemos visto despidiéndoles en la puerta de su mansión» (2).
No cabe duda de que Silva era un hombre sensible, excéntrico, sociable y gracioso. De lo primero dan muestra sus poemas más célebres, empezando por el «Nocturno». De lo último, sus controvertidas Gotas amargas.
El bogotano dejó apenas unos 150 poemas. Muchos se publicaron durante su vida en periódicos y gacetas literarias. Otros se perdieron en un naufragio año y pico antes de morir. Pero nunca aparecieron recogidos en libro. El primer volumen de versos de Silva se imprimió en España en 1908; esta edición incluye algunos poemas y prosas y un fragmento de su novela De sobremesa. En 1923  veintisiete años después del suicidio  se publicó El libro de versos, que Silva había dejado manuscrito y listo para entregar a la imprenta. En 1977 se descubrió un cuaderno con su obra de adolescencia, que apareció bajo el título de Intimidades.
Una de las secciones en que se acostumbra a catalogar la obra de Silva se titula Gotas amargas. Comprende quince poemas, casi todos breves, que tienen en común altas dosis de humor cáustico, actitudes provocadoras y palabras catalogables en su momento como prosaicas, en una división maniquea propia del tiempo. Ha sido un grupo curioso. Descalificado y desdeñado en un principio, suscita cada vez más el interés de los estudiosos del poeta santafereño. Hay, incluso, quienes pretender ver en estos versos la verdadera actitud de Silva ante la vida.
Gotas amargas no figuraba en las recopilaciones de Silva. Eran poemas que él había escrito y leído en tertulias con sus amigotes y que éstos conservaban en la memoria o en papeles de anotaciones. Dice Germán Arciniegas: «Las Gotas amargas recogen su comentario venenoso y corrosivo, y también desdeñoso. Íntimo. Escribía para dos o tres amigos» (3).
Posiblemente fueron más de quince poemas. Un camarada de Silva tenía la   colección completa y la llevaba a todas partes con él, hasta que ambos perecieron en un incendio. El caso es que sólo quince han sobrevivido dentro del cajón que el propio Silva bautizara en el primer poema de esa serie. Si se aplica el mismo criterio agrupador, la sección podría recoger unos diez poemas más que andan dispersos en otros libros.
¿Cuáles son las gotas y por qué se consideran amargas?
Para indagar la intención que animaba a Silva con estos epigramas envenenados es preciso trepar aguas arriba por el cauce de su obra aparentemente marginal.
Silva alude en el primer poema del cuaderno a las gotas amargas como un específico que prescriben los facultativos «cuando el estómago se estraga«; el autor lo receta a los que leen poemas lacrimosos y «sensiblerías semirrománticas», como complemento tonificante y fortalecedor de un régimen alejado de «las cosas dulces».
El propio Silva, pues, prescribe sus Gotas amargas como cura contra los excesos románticos. En los poemas encontraremos  siempre envueltos en una sonrisa sardónica  planteamientos estéticos, desencantos, propuestas indecorosas a muchachas de virginal perfil, consejos para sobrevivir, historias de amor con final infeliz, retratos de cínicos (como el de un negociante yanki), retratos de idealistas (como el de un político que propone el gran partido sanchopancista), contrastes entre lo soñado y lo alcanzable, negación de absolutos y razones puramente espirituales…
Poemas asimilables a este capítulo serían: «Lázaro», «Un poema», «Psicopatía», «Sus dos mesas», «Oh dulce niña pálida», «Sinfonía de color de fresa con leche», «Rien de tout», «Puntos de vista», una parodia del poeta José Manuel Marroquín y «Encontrarás poesía». Un par de poemas más  una cierta misiva esdrújula de invitación a los amigos y el aviso de su almacén , no pasan de ser juegos festivos. Pero carecen de la profundidad escéptica que caracteriza a las Gotas amargas.

¿EL CORAZÓN, O EL ESTÓMAGO?

El elemento de mayor recurrencia en este departamento «maldito» de Silva tiene que ver con la localización fisiológica de los problemas sentimentales. Ellos no habitan en el corazón, sino en otros órganos aparentemente menos nobles. Ya vimos cómo en Avant propos, la primera gota, se aconseja una buena dieta a las víctimas de atracones semirrománticos.
En «El mal del siglo», Un paciente afectado por «el desprecio por la vida» y por un pesimismo digno de Schopenhauer recibe la siguiente medicación del doctor:

Eso es cuestión de régimen: camine,
de mañanita; duerma largo, báñese;
beba bien; coma bien: cuídese mucho,
¡lo que usted tiene es hambre!

La idea se repite en «Cápsulas«: al pobre Juan de Dios lo curan sucesivamente de sus infelicidades de amor y de la vida las cápsulas de Sándalo Midy, las de éter de Clertán y  al final  las de plomo de un fusil.
Unas pocas gotas más adelante, Silva ofrece su «Psicoterapéutica«: llevar por regla lo natural, huir de los filósofos etéreos y aplicarse buenos cauterios «en el chancro sentimental». Encontramos de nuevo la contradicción o la armonía entre fisiología y angustia en «Zoospermos», «Filosofías», «Psicopatía» y «Puntos de vista».
El catálogo de males que desfilan tomados de la mano por el consultorio del doctor Silva es vasto: dispepsia aguda, sensiblería, fatiga, desaliento de la vida, chancro, desprecio por lo humano, desarreglos del hígado, ansiedad, tisis, spleen, indigestión, idealismo, ataxia, sentimientos místicos, blenorragia, humanas tentaciones…
En una carta de 1895 a un amigo venezolano, Silva es explícito en su idea sobre la relación entre los humores y las letras: «Para hacer obra literaria perfecta  dice  es necesario que el organismo tenga la sensación normal y fisiológica de la vida; las neurosis no engendrarán sino hijos enclenques, y sin un estudio profundo, estudio de las leyes mismas de la vida […] la obra literaria no tendrá los cimientos necesarios para resistir el tiempo» (4).

UNA MUJER SILENCIOSA QUE SONRÍE

La palabra más pertinaz en el léxico de Silva es melancolía. En «Gotas amargas», y a lo largo de sus demás poemas de todas las épocas la melancolía flota en cada esquina: «tus cabellos dorados y tu melancolía» («Poeta dí paso«)… «La importuna melancolía del muerto día» («Nupcial«)… «La voz tiene una vaga melancolía» («Serenata«)… «Dejé en una luz vaga las hondas lejanías / Llenas de nieblas húmedas y de melancolías» («Un poema«)… «Y a1 oír en las alturas / melancólicas y oscuras» («Día de difuntos«)… «lo dejó melancólico y mohino» («Enfermedades de la niñez«)… Y un melancólico etcétera.
Hay, incluso, un poema titulado «Melancolía», que, para no ser menos tautológico, habla de «la vaga melancolía que del ideal al cielo nos conduce».
Silva aplica el concepto de lo melancólico a objetos, sentimientos, personas, poemas, voces y cabellos. ¿Qué es, al fin, la melancolía para Silva? Por fortuna, no necesitamos preguntárnoslo demasiado, pues él mismo nos lo cuenta. En un ensayo sobre Anatole France, el poeta bogotano escribe el siguiente párrafo:

La sonrisa satisfecha, irónica y dulce de France tiene visos de una sonrisa de tristeza resignada, y muchas veces… cruza por ella, como un fantasma por un jardín florido, aquella mujer que, según dice él mismo, anda por el mundo desde el día en que los hombres comenzaron a pensar, aquella mujer silenciosa que lleva velada la faz y que se Llama la Melancolía (5).

Aquí nos presenta Silva el retrato hablado o retrato robot de la melancolia; y resulta interesante observar que en él este sentimiento aparece vinculado a la sonrisa y la ironía.
Las pistas son ya bastante claras. Hasta un computador de la primera generación, al ser alimentado con estos factores  melancolía, sonrisa, fisiología, psicopatía  tardaría pocos segundos en llegar a la palabra que reúne todas las anteriores: Hipócrates.
Las ideas de este griego, que nació en el año 460 a.C. y falleció en el 377 a.C., son las que, veinticuatro siglos después, nos servirán para aproximarnos al sentido de la vida que revela la obra cáustica de Silva.
Inspirado en la teoría de Empédocles sobre los cuatro elementos, Hipócrates planteó la de los humores físicos, que ha seguido bullendo en la historia de la ciencia. El temperamento humano, según Hipócrates, está asociado de manera indisoluble a la salud física y, de modo concreto, a cuatro humores o fluidos corporales: la sangre (temperamento sanguíneo), la flema (flemático), la bilis amarilla (colérico) y, correspondiente a la bilis negra, una conocida amiga: la melancolía. Eso es, literalmente, lo que significa melancolía en griego: bilis negra.
Aristóteles  que tenía siete años cuando murió Hipócrates  acoge el mapa fisiológico temperamental del Padre de la Medicina y procura darle una tercera dimensión, cuando trata de explicar, con él en la mano, la creatividad del hombre. Según Aristóteles, «todo lo que llega a ser eminente en filosofía o en política» es, claramente, de temperamento melancólico.
Lo importante no es que Aristóteles haya atinado o no en este comentario, sino que introduce por primera vez la noción de creatividad como resultado del esquema humoral. Tal vez desde entonces los melancólicos gozan de envidiable prestigio como artistas, y lo primero que hace el cachorro de escritor es refugiarse en la melancolía y no en las otras bilis, flemas o líquidos, que también tienen lo suyo. Tal vez por eso, también, muchos pretenden adivinar que detrás del gatillo que mató a Silva estaban la depresión y la melancolía.
A propósito, el eminente genetista José Yunis propone en reciente ensayo una aplicación moderna de las teorías humorales a la personalidad de Silva. Según él, el poeta bogotano corresponde a la categoría de los hipertímicos o sanguíneos, que son optimistas, decididos, carismáticos, confiados en sí mismos. No encaja, en cambio, en la de los distímicos, pasto de la melancolía (6). Esto sorprenderá, sin duda, a quienes creían en el estereotipo del intelectual lloroso y abatido.
También suele acusarse como coautor del crimen al spleen, otra palabreja que se las trae. Es término muy silviano, del cual se cura en una de las Gotas amargas el pobre Juan de Dios por medio de un disparo. Este vocablo, que tuvo mucho prestigio hace un tiempo, significa en inglés «bazo», lo cual muestra su cercano parentesco con los humores corporales. La melancolía procede del hígado y el spleen del bazo. Muchos poetas antisépticos debieron ignorarlo o, de lo contrario, se habrían abstenido de emplear conceptos de tan poca jerarquía espiritual absoluta.

EL PADRE DEL «BRITISH HUMOUR«
Más allá de la precisión de las clasificaciones, la teoría de los humores relaciona la esencia del ánimo con el estado del cuerpo. En la Edad Media, la medicina seguía pensando que la salud de la cabeza procedía del equilibrio entre estos cuatro humores, y que las tendencias de cada individuo se deben a la dosis de desbalance en que los humores se hallen. Desbalances muy graves pueden producir diversos tipos de demencia, desde el loco furioso hasta el bobo dulce, si se me permiten términos políticamente incorrectos.
El primero que ofrece una aplicación artística y literaria de esta teoría es Ben Jonson padre del humour inglés. Nacido en 1573 y muerto en 1637, Jonson inventó la llamada «comedia de humores», particularmente visible en su obra Cada quien con su humor.
En este tipo de comedia, los personajes rompen el equilibrio que la fisiología aconsejaba como garantía de salud mental. Los de Jonson son individuos dominados por alguno de los humores, o bien  y aquí está el quid de la cuestión  que imitan a alguno de los temperamentos resultantes, aunque fisiológicamente no correspondan a él. Se trata, pues, de una farsa, una caricatura, que adopta modas, actitudes y maneras propias de otro humor o temperamento.
Jonson vincula así el balance corporal a lo que luego se llamaría humor, que es, esencialmente, una discordancia, un chirrido, una disociación que provoca la sonrisa o la risa. Lo que consiguió el comediógrafo inglés fue complicar las cosas y mostrar la proximidad que existe entre lo cómico y lo trágico. El pathos, que es una enfermedad, un desequilibrio humoral, revela aquí su vis risible. Lo patético produce compasión y lástima, pero también mueve a risa. Jonson ha hecho una coctelera con los humores: la cólera lleva en sí el germen de la melancolía, y la melancolía  que parecía tan triste  encuentra una sutil manera de reír.
Es inevitable que todo esto nos recuerde las Gotas amargas, aún sin recorrer el camino que explica por qué.
Gustavo Adolfo Bécquer lo iba a expresar casi doscientos años después con la retorcida claridad de un poeta: «Es que tengo / alegre la tristeza, y triste el vino».
Y, varios siglos antes, la tradición medieval del carnaval se había regocijado ya con todo lo de alegre y cómico que se agazapa en el horror, y que engendra esa mezcolanza de humores que es, también, el grotesco.
Con Jonson el término médico humor da el salto a la literatura en el siglo XVII. Después modificará su contenido y rodará a la vida corriente hasta ingresar en el patrimonio de los ingleses como un atributo nacional, cierto o falso. El proceso marca diferencias. «Para Jonson el ser humano es un humor», dice el ensayista francés Robert Escarpit (7). Más tarde, el ser humano tiene humor; finalmente, el ser humano hace humor.
¿EL ESTÓMAGO, O LA CABEZA?
Ser humor o hacer humor. He ahí el dilema, El humor como producto de la naturaleza, o el humor como producto del ingenio. El humor como emanación de temperamentos recogidos por secreciones, según lo concebía Jonson; o el humor como chispa de la inteligencia y la agudeza, según lo habría concebido Quevedo.
Lo primero ofrece una visión clínica, natural, amoral del humor: lo que algunos llamarían de manera impropia «cínica». Es la que podemos palpar en Gotas amargas. Lo segundo implica una visión moral del humor. En su versión moderna, vendría a ser la caricatura política.
La visión más radical del humor como agudeza está fuertemente impregnada de responsabilidades morales y llega a plantear la naturaleza pecaminosa del humor. La risa es antiangélica. Dios no reía. No hay testimonio en que Cristo aparezca riendo. Los santos no ríen (con una excepción que me tranquiliza: la del profeta Daniel, a quien he visto reír muy risueño entre las estatuas pétreas de la catedral de Santiago de Compostela).
Más aún: puede llegar a entenderse que la risa es consecuencia de la caída en el pecado y efecto de la degradación moral del hombre. Por eso la Biblia repite que «el necio, al reírse, levanta la voz, y en cambio el sabio apenas sonríe quedamente».
Silva está situado en la orilla opuesta. Su consejo en una de las Gotas amargas es: «Ríe y no te arrepientas».
En los siglos siguientes una y otra hipótesis se alternarán, se encontrarán, chocarán, se tolerarán y convivirán. Este antagonismo también explica que exista cierto temor a la risa y que se considere que ella es incompatible con valores considerados a priori más altos.
En el fondo de la desconfianza que suscita la obra cáustica de Silva en muchos de quienes admiran su obra «seria» yacen quizás las ideas que acabamos de exponer: el desprecio o, al menos, el temor a la risa.
Precisamente, apareció hace poco un artículo de Guillermo Cabrera Infante en el que analiza el prejuicio que ha aquejado a las artes frente al humor La tragedia se considera «dramáticamente correcta«; la comedia no. Y es porque, dice Cabrera Infante, «la comedia siempre termina con un pecado: el pecado nada nuevo de habernos hecho reír» (8).
Prosiguiendo la ruta de los autores ingleses vamos a tropezar con otro que nos interesa especialmente. Se trata del creador de Peregrine Pickle y La expedición de Humphry Clinker, Tobías Smollett (1721 1771), un médico naval convertido en escritor. Sólo para jugar un poco con las casualidades, hay que decir que Smollett estuvo en Cartagena de Indias, la ciudad que Silva más amaba. El inglés lo hizo como médico en una de las flotillas británicas que asaltaban los galeones españoles que habían asaltado previamente el oro americano. Silva la visitó antes y después del naufragio del buque Amérique, en que se fue a pique su labor literaria de muchos años.
El caso es que Smollett aplicó a la literatura sus obsesiones científicas, como lo iba a hacer Silva un siglo después, y estableció así que, para ser esencial, su preocupación por los problemas del hombre debía ser fisiológica, porque la fisiología es, al fin y al cabo, la verdadera causa de los desajustes del espíritu.
Otra vez escuchamos aquí un gotear amargo.
BILIS NEGRA
No parece ser que Silva hubiera leído a Jonson ni a Smollett. Pero sí a otros ingleses, y a muchos franceses y españoles que de alguna manera recibían estos vientos. Resulta interesante, por ejemplo, averiguar en qué medida los ecos de la teoría de los humores alcanzan a percibirse en la lengua de Silva, el español.
Nada mejor que buscar para ello la historia de algún loco, de alguno de esos sujetos víctimas de un desequilibrio radical de los humores. Y, por supuesto, no hay loco más fascinante en las letras castellanas que Don Quijote de la Mancha. Ya resulta ilustrativo saber que muchos lectores ríen a carcajadas con las aventuras de este pobre maniático: otra vez la literatura ha revuelto los humores.
Pero, además, en sus páginas encontraremos las huellas de una palabra que nos ha servido de guía para saltar de Silva a Hipócrates. La pronuncia Sancho ante el lecho de agonía de su amo:

No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva mucho años: porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía (9).

Ahí está otra vez aquella mujer silenciosa de la faz velada ¿No es sospechoso? Salta a la vista que, amaneciendo el siglo XVII, la melancolía era en España una noción común y corriente, de novelistas y escuderos, y no tan sólo de médicos o facultativos. La empleaba Cervantes, que utilizó, así mismo, el verbo «melancolizar». Pero la había usado, antes que él, fray Luis de Granada, y la usarían varios de sus contemporáneos y muchos de la siguiente generación, como Calderón de la Barca.
¿Era esa la melancolía que todos conocemos? Evidentemente sí. El Diccionario de Autoridades la detalla en 1732 con todo su árbol genealógico: «Uno de los cuatro humores del cuerpo humano que la medicina llama primarios». Para luego explicar su sentido más amplio: «Significa también tristeza grande y permanente».
Dos siglos y medio después, en su última edición, el Diccionario de la Real Academia ha extendido un poco esta definición: «Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre el que la padece gusto ni diversión en ninguna cosa». Como el pobre Garrick en el famoso poema.
El sentido fisiológico ha pasado, en la edición de 1992, a una modesta segunda acepción: «bilis negra o atrabilis». Modesta, pero enredista, porque al definir atrabiliario, es decir, al aquejado por la bilis negra, dice el mismo Diccionario: «De genio destemplado y violento». Y el de María Moliner abunda en la descripción: «Irascible o irritable, de genio desigual o de carácter violento; se dice del que se enfada sin motivo y obra dejándose llevar de accesos de mal humor».
Sin saber por qué, la Academia y doña María han complicado aún más el problema de los humores. Pues al describir al melancólico, al que padece bilis negra o atrabilis, nos ofrecen un retrato perfecto del. colérico, o víctima de la bilis amarilla. ¿Tanto puede cambiar el color de la bilis de una página a otra?
Esta perplejidad sólo sirve para mostrar hasta qué punto el asunto de los humores se presta para sorpresas y vicisitudes. Caminamos por terreno resbaloso.
SILVA Y SUS HUMORES
En el siglo XIX  y ya estamos pisándole los talones a Silva  la noción del humor como problema endocrino regresa con inusitada fuerza. La revolución científica del XVIII inyecta un nuevo aliento a la idea de que quizás todo puede explicarse por la vía de la ciencia y la tecnología, semilla del positivismo. Los románticos, que prefieren la naturaleza a la máquina y el jardín al tren, ven con pesimismo estos adelantos. Los postrománticos, en cambio, los incorporan sin problemas. En la poesía española del último tercio de siglo las locomotoras resoplan con vigoroso entusiasmo, los telegramas zumban sin timideces, y el propio Silva monta estación para recibirlos en su poesía. Es un síntoma de los tiempos.
El poeta bogotano se verá sumamente influido por esa admiración hacia la ciencia y, en particular, hacia la medicina. Lo indican muchos de sus poemas  sobre todo los de Gotas amargas  y también la novela De sobremesa, en la cual médicos y bromuros tienen un papel estelar y el autor se plantea reflexiones sobre la obra de arte como producto patológico (10). Lo revela también la asiduidad con que visita a los facultativos, hasta hacerse pintar con yodo en el pecho el sitio exacto del corazón. Allí iba a descerrajarse horas más tarde el disparo fatal.
Ricardo Cano Gaviria, uno de los más meticulosos biógrafos de Silva, nos cuenta la fascinación que ejercieron en el poeta muchas de las teorías fisiológicas del siglo XIX que amarraban las emociones a fenómenos endocrinos o nerviosos. Entre ellas, las de Ramón y Cajal, Soury y Barrès (11).
No hay que sorprenderse, pues, de que el viejo espíritu de Jonson vuelva a flotar en Silva. Los personajes de Silva son humores. Silva lo es. Pero, ¿qué clase de humor?
Naturalmente, un humor desapegado de la moralina y las buenas costumbres.
Un humor que mira ante todo a «la bestia humana», aquélla que hace exactamente iguales al emperador de la China y a Juan Lanas, el mozo de la esquina, en otra de la Gotas amargas. Somos humores. A veces humores que ocultan otros humores, como cuando reímos llorando o lloramos de la risa.
Atraído por el tema, Silva reflexionó sobre el humor en un par de ensayos. A pesar de que, como creador, parece clara su actitud natural ante la risa, como ensayista traslada a sus comentarios el temor que ha desarrollado la estética establecida frente a ella. Al opinar sobre el poeta alemán Heine, dice Silva: «Si en Heine la suprema ironía y la risa de burla desfiguran la verdadera fisonomía literaria, no es difícil, viéndolo de cerca, caer en la cuenta de que esa ironía es una careta roja de Mefistófeles, un disfraz carnavalesco […] para ocultar al vulgo de los lectores las lágrimas de dolor real» (12).
La mención de Mefistófeles hace recordar la teoría de Charles Baudelaire sobre la condición diabólica del humor, teoría que muy posiblemente conoció el poeta bogotano (13).
En la más importante de las meditaciones de Silva sobre el tema, el ensayo titulado «La protesta de la Musa», un atribulado poeta confiesa a su inspiradora:

Nota: He hecho un libro de sátiras, un libro de burlas, en que he mostrado las vilezas y los errores, las miserias y debilidades, las faltas y los vicios de los hombres… No he sentido tu voz al escribirlos, y me han inspirado el Genio del odio y el Genio del ridículo.
Musa: tú eres seria y no comprendes estas diversiones, t6 nunca te ríes… Musa, ríe conmigo… La vida es alegre… (14).

La Musa, que era muy circunspecta y grave, desautoriza al poeta y, como es de suponer, no se ríe.
Este ensayo de Silva es casi una disculpa por sus poemas burlescos, extraña en alguien que provocaba a la sociedad bogotana con sus ademanes, sus atuendos y algunos de sus versos. Por eso Gotas amargas vivieron relegadas a la clandestinidad de las parrandas de cuates.

FLUJOS E INFLUJOS
No debería haber sido así. Varios poetas europeos habían señalado el camino. Primero, para decir, como Campoamor con sus «Humoradas», que todo lo humano es tema digno de poesía; y, segundo, que es posible conciliar el humor y la reflexión (15). Los poetas del Siglo de Oro ya lo habían hecho, pero a sus escrupulosos sucesores se les olvidó.
Entre los autores que leyó Silva, fueron pioneros en esta materia Baudelaire, a quien consideraba el más grande poeta de su tiempo; Heine, autor de emotivas páginas lo mismo que de cáusticos versos; y Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta español más importante del siglo pasado, una de cuyas rimas empieza con la siguiente estrofa que, en su tiempo, representaba una poesía de amor de desenfadada ironía:

Voy contra mi interés al confesarlo
pero yo, amada mía,
pienso, cual tú, que una oda sólo es buena
de un billete de Banco al dorso escrita (16).
Es posible que Baudelaire llegara a influir no sólo en los poemas, sino en las prosas de José Asunción. En «Transposiciones», dos cuadros de ambiente publicados por Silva en 1892, resuena el tipo de escenas que recogió Baudelaire en su libro El spleen de París en 1869 (17).
En cuanto a Heine, resulta inevitable comparar su vida con la de Silva. Ambos, hombres de negocios a pesar suyo; ambos, de familia acomodada; ambos, producto de la crisis post romántica; ambos, autores de poemas delicados y sensibles y también de burlas descarnadas, escépticas y venenosas.
Quizás ahí terminan los parecidos. Heine murió aquejado de una enfermedad venérea a los 59 años y Silva se quitó la vida por su propia mano a los 31. Es evidente que el bogotano leyó a Heine. Pero lo leyó en París y en francés, porque en español, en esa época, sólo se publicaba la Nota ta tierna y emotiva del poeta alemán, no la satírica.
Hay una presencia más (¿influencia? ¿coincidencia?) que algunos adivinan en la obra humorística de Silva. Se trata de Joaquín María Bartrina, gran poeta catalán olvidado injustamente que vivió entre 1850 y 1880, y murió, pues, apenas con un año menos que José Asunción. No ha sido posible precisar si figuró Bartrina entre las lecturas de Silva  el cual aún gastaba pantalón corto cuando falleció el catalán , pero no cabe duda de que sus epigramas y sus poemas breves llevan un licor parecido al de las Gotas amargas.
Bartrina, como Silva, está obsesionado por el asunto de la materia y el temperamento: en suma, la vieja historia de los humores:
[Sé] que la virtud que al bien al hombre inclina
y el vicio sólo son
partículas de albúmina y fibrina
en corta proporción (18).
También está en Bartrina el erotismo gracioso de algunos poemas de Silva:
La cosa más sublime,
el cuadro más hermoso
que he visto en este mundo
ni pude ver en otro,
fue el techo de tu alcoba
reflejado en el fondo de tus ojos (19).
Entre estos y otros autores pudo haber hallado Silva algunas luces para iluminar su poesía satírica.

LA CIUDAD COMO CATALIZADOR
Pero es hora de decir que en ella, y en toda su obra, fue fundamental la presencia de la ciudad, así se tratase de una ciudad pequeña como la Bogotá de fin de siglo. La poesía de Silva es, prácticamente, la primera poesía urbana en las letras de Colombia. Sin la atmósfera y el humor peculiar de la ciudad, habría sido imposible concebir al poeta revolucionario que fue él.
En efecto, hasta cuando Silva irrumpe, los poetas colombianos  con excepciones contadas  se contentan con ser campesinos de lira al hombro que reflejan las cuestiones y preguntas de la naturaleza, cuando no optan por trasladarse directamente a Grecia y Roma a cantar epinicios a los héroes antiguos.
Un breve repaso nos dice que Julio Arboleda (1817 1862) canta a «la parda cervatilla» y «el nativo helecho«; José Eusebio Caro ( 1817 1850), a «los verdes campos y la montaña oscura«; su hijo Miguel Antonio (1843 1909), a las estatuas y mitos grecolatinos; Diego Fallon (1834 1905), a las rocas, las palmas y la luna; Julio Flórez (1867 1923), a la mamá y los cementerios; Gregorio Gutiérrez González (1826 1872), al maíz; Epifanio Mejía (1838 1913), al novillo y la tórtola; Jorge Isaacs ( 1 837 1895), a la amada y la selva; y el polifacético Rafael Núñez (1825 18945) increpa a Circe, evoca las Termópilas, elogia los centauros y canta a Alejandro, Fidias, Cicerón, Moisés y el Dante, entre otros personajes de discutible popularidad en Cartagena de Indias.
La respuesta de Silva es una poesía que sólo resulta imaginable en la ciudad. Sus ámbitos son la sala, la alcoba, el parque, la calle; sus objetos, las lámparas, los muebles de raso, las alfombras, el piano, la champaña, el telégrafo, el terciopelo.
Incluso cuando habla de la selva, la compara con una alcoba, y al referirse a las mariposas nos hace notar que están clavadas con alfileres dentro de una urna en el dormitorio (Mariposas). Sus flores parecen «ramilletes negros y marchitos, que son como cadáveres de flores» («Muertos«).
El mismísimo «Nocturno» de la sombra larga y la estepa solitaria transcurre en una quinta semiurbana de Chapinero, barrio donde pasaban sus fines de semana las familias aristocráticas de Bogotá. «Chapinero    decía una nota de prensa de 1 892 , ya no es solamente un lugar de veraneo sino grata y permanente mansión de muchas familias bogotanas» (20). El texto agrega que tiene restaurantes, talleres, médicos, tranvías, colegios, internados y hasta hipódromo.
La visión de Silva sobre el campo no es la de un campesino, sino la de un urbanícola a quien agobia a veces la ciudad («Idilío«).
Su poesía habría sido inconcebible en extramuros. A fines del siglo pasado Bogotá no era París o Londres, ciertamente, pero en muchos sentidos había dejado de ser una aldea. Tenía en 1882 más de 100.000 habitantes. Había inaugurado el telégrafo en 1865; el primer tramo de alcantarillado subterráneo, en 1872; el teléfono, en 1881 (a propósito, la casa de José Asunción Silva tenía el número 375 y el almacén, el 362); el alumbrado de gas en I 882; el acueducto por tubos, en 1886; el acceso al cable submarino para comunicación intercontinental, en el mismo año; el cuerpo de bomberos, en 1887 (Silva figuró en la lista de los primeros voluntarios); y la iluminación eléctrica, en 1889, ocho años después de que se inaugurase la de Nueva York. En 1886 Bogotá contaba con 41 médicos, quince periódicos (dos de ellos diarios), fábricas de fideos, calzado, chocolate, tapices, aceite, y demasiados abogados (21).
En los tiempos de Silva la única poesía urbana de algún interés que se había desarrollado eran los epigramas que improvisaban los ingenios locales, entre ellos el propio Silva.

LOS COLOMBIANOS RIEN
Aquí resulta indispensable mencionar que el humor colombiano ha tenido tres vertientes cardinales. La más influyente, la de la zona antioqueña, cultiva el chiste hiperbólico y de papeles regionales (en el chiste paisa suelen aparecer personajes que representan a determinadas regiones, y que siempre son burlados por el antioqueño). Prevalece en él la condición escatológica, y está casi ausente el elemento sexual.
La vertiente costeña cultiva el relato de situaciones. No pretende hacer chistes explosivos, sino crear una atmósfera surrealista donde el factor sexual ocupa a menudo un papel importante.
La tercera vertiente es la del humor bogotano. Más refinado, profundo y filosófico que los otros, recurre con frecuencia al juego de palabras brillante y suele ser escéptico, crítico y hasta ponzoñoso. En el humor bogotano no hay montañas, barbechos ni animales, como en los dos primeros. Sus elementos son, como en la poesía de Silva, el salón, la burocracia, la fiesta, las colegialas, el billar, el tranvía…
Si la unidad atómica de expresión del humor antioqueño es el chiste y la del costeño el relato, la del bogotano es el llamado «chispazo» o epigrama: un poema breve, «pequeño, dulce, punzante», como recetaba lriarte a partir de los ingredientes de Marcial.
Muchas de las cápsulas que dejaron los amigos bohemios de Silva están teñidas de melancolía y spleen y son extractos filosóficos, como este chispazo de Eduardo Ortega:
Pienso cuando estoy fumando
que todos vamos al trote,
que la vida es un chicote
que se nos está acabando.
Si en el momento nefando
Dios me llega a preguntar:
¿Quiere usted resucitar?
le diré echándole el humo:
Mil gracias, Señor, no fumo
porque acabo de botar (22).
Es otra manera de contar aquello que en el poema de Silva sentía Lázaro, a quien topamos, cuatro lunas después de su resurrección, «sollozando a solas y, envidiando a los muertos».
El autor del «Nocturno» fue amigo muy cercano de varios de los mejores epigramistas del Bogotá finisecular y, en especial, de Clímaco Soto Borda. Éste formó parte, unos años después, del gozoso grupo de juerguistas y poetas llamado la Gruta Simbólica, al cual seguramente habría pertenecido Silva si hubiera vivido un tiempo más. Los epigramas de esta cuerda de amigos circularon con el seudónimo de Cástor y Pólux.
Es imposible ver las Gotas amargas sin considerar que varios de sus compañeros tenían también las suyas, expresadas quizás con menos talento y mayor superficialidad.

ANTIPOESÍAS
Los poemas satíricos de Silva han sido siempre piedra incómoda en el zapato de los críticos.
Rufino Blanco Fombona dice que ellos son «la poesía de un enfermo de la psique, de un psicópata, poesía para que la analicen, más que críticos, psiquiatras» (23). William Ospina señala que «sus humoradas y poemas sardónicos son siempre inferiores a los de Heine (menos vívidos, menos diestros, menos profundos), porque Silva está apenas tomando en préstamo un esfuerzo de sonrisa» (24). Fernando Vallejo considera que estos poemas le sobran a Silva y desafinan su lira (25). Eduardo Camacho Guizado estima que no puede haber belleza en estas fórmulas retóricas «más cercanas del chiste que de la poesía» y considera que tal sección «más bien perjudica el conjunto de su obra» (26).
El propio Silva, ya lo vimos, se asusta un poco con las Gotas amargas y ofrece disculpas a su musa. Sin embargo, a medida que pasan los años. se hace evidente un interés cada vez mayor por los poemas de Gotas amargas. Dice al respecto María Mercedes Carranza:

Aunque por lo general la crítica los ha considerado un producto menor de su obra, la evolución de la poesía en lengua castellana a lo largo de todo este siglo permite establecer su importancia precursora. Allí se inicia para las letras hispanoamericanas ese capítulo tan original e innovador que se conoce como antipoesía y que, pasando por el colombiano Luis Carlos López, tiene hoy magnífica expresión en el chileno Nicanor Parra (27).

A los dos nombres propuestos habría que agregar en Colombia por lo menos los de León de Greiff, Alberto Mosquera, Héctor Rojas Herazo y algunos de los denominados «nadaístas».
Se abre paso, pues, una nueva óptica para juzgar este capítulo de poesía de José Asunción, que, sin ser el más importante, ofrece Nota tas que antes pasaban inadvertidas a los comentaristas.
Es preciso examinar el conjunto de poemas satíricos como una reacción contra los excesos románticos y los primeros pasos tornasolados del modernismo de Rubén Darío, como queda claro en el poema «Sinfonía color de fresa con leche». Oculto tras el seudónimo de Benjamín Bibelot Ramírez, Silva dedica estos versos «a los colibríes decadentes». Ya advierten otras gotas amargas cómo hay que huir de la sensiblería y las lágrimas.
También hay que considerar estos poemas como un agudo bisturí aplicado a abrir en canal la hipocresía de una sociedad que pretende esconder sus pústulas tras una gasa de buenas maneras y pacatería.
Silva no actúa como un moralista que se santigua escandalizado. Sino con el talante del médico que expone la infección para que el sol y el aire la limpien. La sátira y la crítica burlona son su instrumento cortopunzante.
El punto de síntesis de la concepción clínica, humoral y péptica de Silva como traducción profana de las tesis científicas de moda, se alcanza en uno de sus más duros versos: «Lo que usted tiene es hambre».
José Asunción se murió tratando de contarnos hambre de qué. Es parte de su maravilloso misterio.

1. Enrique Santos Molano, El corazón del poeta (Bogotá: Nuevo Rumbo Editores, 1992) 882.
. Ibid., 884.
3. Héctor H. Orjuela (Ed.), José Asunción Silva. Obra completa. Colección Archivos, Unesco. (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), xvii. Todas las citas de poemas de Silva son tomadas de esta edición.
4. Op. Cit., 702.
5. «El cofre de nácar», Op. Cit., 375.
6. José Yunis, «Humores fatales». Lecturas Dominicales (septiembre R de 1996) 4.
7. Robert Escarpit, L’humour (París: Presses Universitaires de France, 1994) 35.
8. Guillermo Cabrera Infante, «La comedia es infinita». Babelia, El País (Noviembre 2 de 1996) 2.
9. Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. (Barcelona: Ed. Mayor Pujol, 1981) 821.
10. losé Asunción Silva, De sobremesa, ed. Cit., 139.
11. Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva: una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila Editores, 1990), Cap. 6, pp. R 1 94
12. José Asunción Silva, «Prólogo al poema intitulado `Bienaventurados los que lloran’, de Federico Rivas Frade», ed. Cit. 367.
13. Charles Baudelaire, Lo cómico y la caricatura (Madrid: Visor, l988), 18 y ss.
14. José Asunción Silva, «La protesta de la Musa», ed. Cit., 355.
15. Jorge Urrutia, prólogo a Poesía española del siglo XIX (Madrid: Cátedra, 1995), 132 y ss.
16. Gustavo Adolfo Bécquer Rimas (Barcelona: Salvat, 1970), «Rima xxvi», 36.
l7. Charles Baudelaire, El spleen de París (Alicante: ed. Aitana, 1993).
18. Jorge Urrutia, Op. Cit., 532.
19. Joaquín María Bartrina, Algo (Lib. Española de 1. López, Barcelona: 1884), poema XIV.
0. Correo Nacional, enero de 1982. Citado en (Ed.) Fabio Puyo Vasco y Benjamín Villegas, Historia de Bogotá (Bogotá: Villegas Editores, 1988), lI, 16.
1. Ver Julio Cuervo M., Enciclopedia de bolsillo (Bogotá: Casa Editorial de J.J. Pérez, l891). Edición facsimilar de Publicar S.A., Bogotá, 1991.
2. Daniel Samper Pizano, «Humor regional en Colombia. Prototipos, características y vertientes», en (Ed.) Álvaro Tirado Mejía, Nueva Historia de Colombia (Bogotá: Planeta, 1989), V1,327 a 350.
3. Ibid., 343.
4. William Ospina, Un álgebra embrujada (Bogotá: Norma, 1996), 72.
5. Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995), 221.
6. Eduardo Camacho Guizado, «Poética y poesía de José Asunción Silva». Orjuela, ed. Cit., 543.
7. María Mercedes Carranza, «Silva y el modernismo». Ver p. 129 supra.

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JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: DE LA LEYENDA A LA MODERNIDAD

EDUARDO JARAMILLO ZULUAGA

Cada año, a lo largo de cien años, la celebración de la vida y la obra de José Asunción Silva ha venido diciendo una historia casi imperceptible, la historia de una lectura, de esa manera en que consideramos y participamos de nuestra propia cultura y de sus bienes. No todos los aniversarios han sido iguales. Menos por olvido que por pudor, los periódicos del 24 de mayo de 1897 nada dicen sobre Silva. Hay que esperar hasta el año siguiente para encontrar los discretos homenajes que le rinden publicaciones como «El Rayo X, La Opinión Pública y La Revista Ilustrada». A fines de noviembre de 1925, a propósito de los sesenta años de su nacimiento, se publica su novela De sobremesa. Es una publicación limitada, de muy escasos ejemplares, a la que parece mover menos el deseo de celebración que la cautela. En 1946, cuando se cumplen los cincuenta años de su muerte, se publican numerosas notas periodísticas, pero sobre todas ellas domina la voz de Rafael Maya, las palabras de «Mi José Asunción Silva» que pronuncia bajo la lluvia, al pie del busto del poeta. 1965 ve el gesto sincero e iconoclasta con que los nadaístas consideran su figura, y también la publicación de unas emObras completas de Silva que los años posteriores se encargarán de revisar y enriquecer. Y a diferencia de los aniversarios qué le han precedido, el centenario de 1996 tiene el signo de una apertura: el rostro de Silva o su perfil adusto deriva en billetes, estampillas y emgraffiti, se interna en el aire de la cultura popular al tiempo que voces de muy diversas procedencias se reúnen para estudiar su obra. De esas voces son estas memorias.
En la bibliografía crítica que se ha acumulado en todos estos años, ¿cuántas páginas comunican un hilo de claridad? Salvo por esas maravillosas ocasiones, el rostro del poeta aparece desvanecido en una tradición de lugares comunes. Belisario Betancur, al inaugurar el Año Silva, evoca unas palabras de José Umaña Bernal que señalan una tarea a estas jornadas: «Silva sigue ausente  dice . Es el poeta extraviado en su leyenda». Betancur propone entonces una lectura que deslinde al Silva idealizado del histórico, una lectura humanista pero abierta sin temores al futuro, situada en un contexto donde el acceso a la información ya no es considerado como ese privilegio que aislaba al poeta de sus conciudadanos bajo una capa de esnobismo. Las palabras de Darío Jaramillo Agudelo reiteran esta propuesta de Betancur. En ellas se refiere a la figura viva y conmovedora del poeta y también a las vicisitudes de su lectura, a las distintas valoraciones que ha recibido su obra en este siglo. Es, por lo demás, algo propio de la literatura: en sus aguas cambiantes e imprevisibles, los poemas de Silva han derivado en el olvido y han sido considerados también como un momento fundacional en la historia de la poesía colombiana.
A la base de la tarea que propone Betancur pueden encontrarse las contribuciones de los historiadores Jaime Jaramillo Uribe y Malcolm Deas. Jaramillo Uribe presenta un panorama amplio de la época tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista socioeconómico y cultural. Es bastante esclarecedora su presentación de las políticas financieras en medio de las cuales tuvo ocurrencia la quiebra comercial de Silva. Deas, por su parte, traza dos curiosas líneas en el marco social en que vivió Silva; la primera de ellas se refiere a la importancia que en ese entonces tuvo la poesía en cuanto evento social o manifestación pública; la segunda, se ocupa de los conflictos inherentes a la condición de dandi criollo que Silva adoptó para sí mismo.
En tanto que los historiadores presentan una visión de Silva desde el contexto más amplio de la sociedad y la cultura de su tiempo, otros lectores ofrecen una perspectiva más particular. Los trabajos de Alfonso López Michelsen y de Enrique Santos Molano son trabajos complementarios. Ambos se ocupan de las relaciones de Silva con su medio, pero mientras López Michelsen explora la actitud vital de Silva cuando estaba fuera de Bogotá, en Caracas o en París, Santos Molano se concentra en el malestar que Silva provocaba en el medio literario bogotano. Ilustran la felicidad de Silva en Cartagena o en Caracas, las cartas que escribe a su madre y a su hermana y en las que da cuenta de la informalidad de los cartageneros y del aprecio en que le tienen. Una caricatura literaria de Silva, en cambio, aparecida en la novela Pax (1907), documenta todo el resentimiento que inspiraba y que muy seguramente se había recrudecido con dos entrevistas ficticias, firmadas con seudónimo, en las que juzgaba sin contemplaciones la literatura de sus coetáneos.
En su primer trabajo, «Las biografías de José Asunción Silva», Héctor H. Orjuela pasa revista a los cuatro ensayos biográficos que se han realizado en los últimos años. Si en ellos admira su presentación documental, su contribución al conocimiento de la vida europea de Silva o su esfuerzo desmitificador, Orjuela pone de presente la necesidad de establecer un marco teórico dentro del cual desarrollar la biografía del poeta. El trabajo de Ricardo Cano Gaviria, «Por un poeta sin aureola», bien puede responder a esa necesidad. En su ensayo, Cano Gaviria formula, además, otra de las directrices del congreso: la consideración de Silva como poeta moderno  y no sólo modernista , en tanto que su obra se halla atravesada por una «exacerbación de la mirada irónica». Cano Gaviria señala tres momentos de esa expresión irónica: emGotas amargas, De sobremesa y los «Nocturnos». En un sentido semejante, Óscar Torres Duque extiende el alcance de la ironía a otros momentos de la obra de Silva, a los poemas de emIntimidades y de El libro de versos. Para Torres Duque, la ironía aparece en las páginas de Silva en los reiterados motivos de la enfermedad y la melancolía.
Una contribución destacada en la comprensión de Silva como poeta de la modernidad es la de Iván A. Schulman, «La polifonía del modernismo y la modernidad de José Asunción Silva». La premisa fundamental de su argumento reside en la coexistencia de textos heterogéneos en la modernidad y en la necesidad, por tanto, de reintroducir los poemas de emGotas amargas dentro del corpus poético más conocido de Silva. Después de todo, sugiere Schulman, tanto las emGotas amargas como emEl libro de versos expresan la relación conflictiva del poeta moderno con los procesos deshumanizantes de la modernización socio económica y de su cultura mercantilista. Su poesía, en consecuencia, es una poesía descentrada, que comunica una desorientación y que aspira a rehacer una subjetividad desde el ámbito más seguro de la intimidad. El tema del erotismo, del que se ocupa Cecilia Dupuy de Casas en su trabajo, se desarrolla dentro de este marco de comprensión.
Gustavo Mejía, a su turno, abre tres minuciosos horizontes en el marco que Cano Gaviria y Schulman han establecido. El primero de ellos es el tema de «las cosas», y en su presentación coincide en muchos aspectos con lo que Juan Manuel Roca llama «la poética de las cosas». Tanto para Roca como para Mejía, se trata de un proceso por medio del cual las cosas se substraen del espacio mercantilista en que se hallan, y se proyectan a un espacio mágico, un espacio donde las cosas dejan de ser signos del paso del tiempo para adquirir una cierta intemporalidad. En el segundo horizonte, «el texto», Mejía se refiere a la preocupación de Silva por el dominio técnico de su poesía. Se trata de esa aspiración ancestral a conseguir una forma poética ideal, una conjuración del tiempo. En esta línea de pensamiento, el ensayo de Giovanni Quessep presenta a Silva como un poeta consagrado a la reflexión poética, a meditar sobre el camino que lleva de la ensoñación al lenguaje. De aquí su concepción del poema como expresión de lo intuido, encantamiento en cuya articulación el poeta pone todo el cuidado de un artífice. En el tercer horizonte, «el lector», Mejía define como lector ideal de la poesía de Silva a un lector íntimo, un lector privilegiado y selecto al que el mismo Silva solía encontrar en el auditorio que lo escuchaba. Un especial contrapunto a esta tesis puede encontrarse en el trabajo «Premura de José María Rivas Groot leyendo a Silva».
Dentro de la valoración de Silva como escritor de la modernidad, hay varios trabajos que vinculan su poesía y su novela a otras literaturas. En el caso de la poesía, por ejemplo, Fernando Charry Lara trata de los vínculos de Silva con las escuelas poéticas francesas de la época: el parnasianismo, el decadentismo y el simbolismo. Jesús Munárriz ilustra la presencia de España en Silva y la de Silva en España, no sólo en autores ya consagrados por la historia literaria como Juan Ramón Jiménez, sino también en poetas contemporáneos como Luis Antonio de Villena y Juan Luis Panero. El trabajo de José Luis Arco, por su parte, dibuja los enlaces, las afinidades que existen entre Silva y poetas cubanos como Clemente Zenea, Julián del Casal y José Manuel Poveda.
En lo que a la novela de Silva se refiere, un ejercicio de espejos oblicuos, una aproximación a sus páginas desde otras obras, ha producido lecturas bastante sugestivas de emDe sobremesa. Así pues, Klaus Meyer Minnemann la relaciona con la novela europea del fin de siglo. Se trata, dice Meyer Minnemann, de una novela que se aparta del naturalismo y que adopta la forma de diario para comunicar profundos estados interiores. Uno de los puntos de partida de su reflexión lo constituyen las páginas de Maurice Barrès; con base en ellas, Silva concibe en el protagonista de su novela, José Fernández, la ansiedad y excitación creadoras de María Bashkirtseff, y las contrasta con el vigor físico que deriva de la naturaleza americana del personaje. Siguiendo un método semejante, Aníbal González propone una comparación entre la novela de Silva y el emSimposio de Platón. Dicha comparación le permite ilustrar uno de los dilemas fundamentales de emDe sobremesa: el dilema del arte, de la función del arte en la modernidad. ¿Debe el arte llevar al bien, como quería Platón? ¿Carece de finalidad, como aseveraba Kant? Por su parte, Cathy L. Jrade reflexiona sobre la novela de Silva a partir de la figura de Nietzsche, de su significación como portador de la modernidad. En la tarea de rechazar la modernidad socio económica, sugiere Jrade, José Fernández se propone obtener una sabiduría mágica. A su vez, María Dolores Jaramillo resalta la naturaleza politextual de De sobremesa y al analizar su relación con El triunfo de la muerte, de Gabriel D’Annunzio, muestra cómo una de las dimensiones modernas de la novela es la forma en que encarna el proceso de la lectura en sus mismas páginas.
Los últimos trabajos vuelven, de manera más encarnada, sobre esta figura tan constante a lo Largo del congreso: la figura del lector. En tanto editores del poeta, Héctor H. Orjuela y Jesús Munárriz se refieren esta vez a la ordenación y presentación del mismo emcorpus literario de Silva. Orjuela traza la interesante historia de los textos poéticos, desde la publicación de las emObras completas en 1965 hasta la aparición más reciente de la Obra completa en la colección Archivos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, obra que está dirigida al lector especializado. Munárriz, a su turno, da cuenta minuciosa de los criterios modernos que ha seguido para la edición Hiperión de la emObra poética de Silva, edición que ha preparado teniendo en mente a un lector contemporáneo de poesía. Finalmente, en tanto escritores, Evelio José Rosero y Juan Gustavo Cobo Borda dan testimonio de la presencia víva de José Asunción Silva en la tradición literaria colombiana, enseñan cómo sus poemas y las páginas de su novela se hacen y rehacen en ese juego de olvidos y recuerdos que persigue un lector que escribe.
Otras voces participaron en el congreso con su generosidad, sus preguntas y comentarios. Aída Acero, Nelly Rocío Amaya, María B., Hernán Borja, Mauricio Duque, Luis Alberto Muñoz, Fanny Nonziquel, Hugo Quintero, Javier Rojas, Lucero Sánchez, Juan José Vargas y tantos otros nos acompañaron en la tarea de deshilvanar la leyenda de José Asunción Silva, la significación de su obra para nuestra cultura a la que ciertamente introduce el discurso de la modernidad poética. Las afinidades y diferencias de los trabajos que se publican a continuación, bien pueden reiterar esa comprensión que Silva tuvo de la lectura como un arte incesante, compuesto de innumerables interpretaciones, signos de una apertura crítica que aquí entregamos al lector que vendrá.

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PREMURA DE JOSÉ MARÍA RIVAS GROOT LEYENDO A SILVA

EDUARDO JARAMILLO ZULUAGA

Denison University

«Hoy ha muerto José A. Silva», escribe falazmente Clímaco Soto Borda en un artículo de 1898 al que pone una fecha anterior, 24 de mayo de 1896, y en el que recoge y decanta las razones que pudo tener Silva para quitarse la vida (1). Soto Borda sabe que el vigor de su frase se debe a su enunciado trágico, pero también a la consideración de que alguien, un testigo privilegiado, pueda escribir «hoy» para nombrar un hecho trascendental e histórico. «Hoy ha muerto José A. Silva», escribe Soto Borda en 1898 a sabiendas de que nada hay más increíble en la historia y en los símbolos de la historia que un día «hoy» como cualquier otro, casi sin fecha, rutinario e indiferenciado. Pero eso es todo: como tantos otros escritores de su tiempo, Soto Borda se interesa menos en referir detalles que en proponer interpretaciones y en predecir a posteriori la muerte del poeta. Así pues, en medio de los símbolos que lo envuelven y resuelven, ¿cómo devolver a Silva sus días de todos los días, la vida cotidiana de su poesía, su condición de poeta en las discontinuidades del tiempo? Al primer intento se nos aparece de inmediato como una figura definida, interpretada, fija en todo caso en su misterio. Poco sabemos de él que no consideremos señal, destino, trascendencia. Para Pedro Emilio Coll, que lo conoció en Caracas, Silva tiene en su memoria la estampa de e1 poeta: «Era alto y pálido  escribe , vestía de negro, la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opopónax, brillante el pelo» (2). Y para Ismael Enrique Arciniegas que vuelve con ironía sobre estos mismos detalles, Silva tiene la apariencia de un dandi irresponsable, de un joven que adopta con exceso los gestos de poeta. En su memoria de Silva hay una recriminación, el aviso de un umbral que no se debe cruzar:

[… De él] nos gustaron  dice Arciniegas en sus Paliques  mucho más que sus «innovaciones» [poéticas], los grandes botones de tagua de su saco, el clavel rojo de su solapa, su ancha corbata de grandes pliegues y la gran perla que la sujetaba; un pantalón oscuro con rayitas blancas y sus medias de seda (3).

Arciniegas se refiere aquí a la primera vez que vio a Silva, por esos días de 1886 recién llegado de París. No cruzó palabra con él. Lo vio, simplemente, hablando con José María Rivas Groot, a quien Arciniegas y sus amigos venían a visitar para hacer tertulia y conversar acerca del proyecto que a todos les quemaba las manos en ese momento: la publicación de La lira nueva, la antología a la que cada uno de ellos contribuiría con dinero y con poemas contantes y sonantes que Rivas Groot, entonces un joven de 23 años, publicaría en la imprenta de su padre. Enrique Santos Molano ha observado las diferentes versiones de aquella circunstancia en la memoria de Arciniegas. En una versión, Rivas Groot anuncia al grupo que Silva hará una renovación de la poesía colombiana; en la otra, más detallada, Rivas Groot lee uno de los poemas que Silva le ha dejado, el romance de «El recluta», y dice: «Quiere Silva […] que la poesía colombiana sea, en lo sucesivo, brote del terruño, que en ella haya valores de nuestro suelo, hasta voces del vulgo» (4).
A diferencia del traje maravilloso que vestía, el poema de Silva no gustó; empleaba, según explica Arciniegas, palabras poco elegantes como «reminton, bayetón, dijunto [por difunto], juego por fuego [y] mama por madre» (5). Es curiosa esta dislocación que aparece de pronto entre la ancha corbata del poeta y la palabra dijunto que ha puesto en su romance. Silva, que no deja de ser de lo más granado de la sociedad de su época, emplea por un momento y para disgusto de aquellos jóvenes, palabras que resultan inapropiadas. Sin embargo, yo no creo que ésta sea una dislocación premeditada, ni creo tampoco que debamos apresurarnos a ver en ella el origen de un proceso que culminaría tal vez con Gotas amargas. Antes que juzgarla desde esa perspectiva a posteriori que nos ofrece el tiempo y la existencia de una obra completa y consagrada de Silva, podríamos considerar «El recluta» en relación con esa circunstancia tan casual en que es leído; después de todo, el poeta no sabe entonces los extremos hasta donde pueda llevarlo su poema y, además, por otra parte, pese a los reparos que hacen los jóvenes contertulios, existen, en el sistema de lectura del momento (6), ciertos criterios, ciertas condiciones de interpretación, que legitiman o validan los versos de Silva que Rivas Groot le lee a sus amigos.
La patria es la primera de esas condiciones de interpretación, la idea, propia del proyecto nacionalista romántico, de que la poesía sea manifestación de la nación, expresión de su pasado más glorioso y también de la cultura y la lengua que le dan identidad y cohesión. Obviamente, la alabanza del pasado implica el olvido de ciertos eventos vergonzosos, así como la declaración de una cultura y una lengua comunes exige la supresión de ciertas maneras de hablar y la homogeneización de los grupos sociales que las emplean (7). La incomodidad que produce «El recluta» entre los jóvenes que escuchan el poema de labios de Rivas Groot, se debe a la transgresión en sus versos de ese principio homogeneizante que ellos defienden; y por el contrario, si Rivas Groot excusa el poema de su amigo, lo hace aduciendo que se trata menos de una transgresión que de un énfasis, un paso más allá en el propósito de que la poesía «brote del terruño» y contenga las palabras del hombre natural (8).
La naturaleza es, pues, la segunda de esas condiciones de interpretación. En el breve prólogo que escribió para la antología, Rivas Groot apenas sí menciona la naturaleza, pero le concede una gran importancia y la considera el ámbito en el que existe La patria y la fuente de donde deriva el poeta ciertas profundas enseñanzas (9). En el prólogo a otra antología del mismo año de 1886, El parnaso colombiano, compuesta por Julio Áñez, Rivas Groot se extiende un poco más sobre el tema de la naturaleza, cuando lamenta que los poetas de las generaciones anteriores retorcieran muchas veces la dicción y abundaran en el tema amoroso, en la fábula y en la poesía burlesca, antes que en la poesía descriptiva y en la pintura de paisajes y costumbres (l0). En consecuencia, la naturaleza parece significar para él una manera transparente de expresarse y también el deber de representar el mundo circundante según los principios capitales de la verdad, el bien y la belleza (11). La naturaleza, dice con una cita de Juan Valera, es, en una palabra, «lo que naturalmente es hermoso» (12).
En cuanto los dos volúmenes de El parnaso colombiano salieron de prensa, Rivas Groot tuvo el acierto de enviárselos al mismo Valera. Tenía la esperanza de que el escritor español los reseñara en las «Cartas americanas» que por esos días escribía en El Imparcial de Madrid. Y efectivamente, el 13 de agosto de 1888 escribió Valera la primera de siete cartas en que comentaba, con su habitual ironía, diversos aspectos de El parnaso… (13). En ellas declaraba la influencia de Bécquer, de Campoamor y de Núñez de Arce en los poetas colombianos; el sabor castizo de muchas de sus composiciones, el vigor de las poesías de Miguel Antonio Caro y de Rufino José Cuervo, la sensibilidad de mujeres poetas como Agripina Montes y Mercedes Flores, la importancia de José María Samper, Julio Arboleda, José Manuel Marroquín y Gregorio Gutiérrez González, la admiración que sentía por Rafael Pombo, Hermógenes Saravia y Diego Fallon. Y terminaba maravillosamente su comentario diciendo:

El parnaso colombiano prueba que en la tierra de usted hay un rico y hermoso florecimiento literario, y lo probaría muchísimo mejor si el señor Áñez [el autor de la antología] hubiera suprimido acaso una tercera parte o más de lo que inserta, y no para que el Parnaso contuviera menos, sino para substituir lo suprimido con muchísimas composiciones buenas, como yo sé que las hay (14).

Atento a la importancia que Rivas Groot le concede a la naturaleza, a la poesía descriptiva antes que a la de tema amoroso, Valera se decide a hacer algunas precisiones. En la carta del 3 de septiembre comienza por cuestionar el principio clásico  el ut pictura poesis de Horacio  que asimila la poesía a la pintura. «Hay  dice Valera , debe haber poesía descriptiva, como hay pintura de paisaje; pero la poesía describe de un modo reflejo lo que la pintura pinta de un modo más directo» (15). Para Valera, lo propio de la poesía no es la representación de un objeto o de un paisaje, sino la comunicación del sentimiento que ese paisaje produce en el poeta. Lo contrario sería imponer a la poesía una tarea que es característica de la pintura, de la fotografía e, incluso, de la prosa más objetiva y científica. Hay más exactitud, afirma, en medir el caudal del Niágara, que en todos los versos que José María Heredia le dedica a las cataratas. Pienso que aquí Valera es un poco injusto con Rivas Groot; pienso que Rivas Groot habría sido el primero en concederle la razón; después de todo, en el prólogo a La lira nueva, el mismo Rivas Groot había declarado que la descripción de la naturaleza carecía por sí sola de valor; para Valera ese valor se originaba en la capacidad del poeta para comunicar un sentimiento a los detalles de su descripción; para Rivas Groot, en cambio, ese valor venía simplemente de Dios y la misión del poeta era invocarlo (16). Estos son, pues, los tres vértices en que se sostiene el sistema de lectura del momento, las tres condiciones de interpretación que legitiman o validan los poemas que entonces se escriben: la patria, la naturaleza y Dios.
Quien vaya en busca de José Asunción Silva por las páginas de La lira nueva, acaso no lo encuentre. El prólogo no lo menciona y no es, contra lo que pudiéramos pensar, el primer poeta de la antología ni tampoco el último. Un poema de Arciniegas abre el libro, un conveniente himno a las luchas y triunfos futuros de su generación, y un poema de Rivas Groot lo cierra, una declaración de fe sobre la eternidad de la poesía en la naturaleza. Entre uno y otro, Silva parece ser un poeta más entre los poetas de la época, y sus poemas pueden leerse como una muestra más de los poemas que por esos días todos escriben. La consigna que Rivas Groot agita al terminar su prólogo –«Cristo, la República y la Naturaleza«  gobierna también los versos de Silva, los legitima, los introduce sin mayores disonancias en la antología. Descontadas las palabras inapropiadas que la simpatía del antologista defiende, «El recluta» puede pasar por un poema de tradición patriótica; «La voz de marcha», que tanto conmovía a un lector católico como Antonio Gómez Restrepo (17), se deja leer como una alegoría en la que la vida es el camino y el poeta un peregrino que se compromete a mantener viva la esperanza cristiana; y «A Diego Fallon», que en la versión manuscrita se titulaba «La musa eterna», no sólo es un hermoso poema a la naturaleza, sino además a la eterna condición poética de la naturaleza:
Tendrán vagos murmullos misteriosos
El lago y los juncales,
Nacerán los idilios
Entre el musgo, a la sombra de los árboles,
Y seguirá forjando sus poemas
Naturaleza amante
Que rima en una misma estrofa inmensa
Los leves nidos y los hondos valles (18)em.
Puedo imaginar que los poemas de Silva no pasaran desapercibidos para sus primeros lectores, al menos porque estaban bien compuestos; pero puedo imaginar también que no los consideraran como una renovación distinta a la que se proponían otros poetas de La lira nueva cuando trataban los mismos asuntos y se esforzaban, como Silva, por atenuar el sentimentalismo romántico de sus mayores. Si hay una diferencia entre estos poemas y los que escriben otros jóvenes de la época, acaso consista entonces en algo exterior a ellos, en el gesto de incomodidad que inspiran, en la premura con que José María Rivas Groot corre a cerrar el paso a cierta ambigüedad que los habita. Silva, hemos dicho, no es el primer poeta de la antología ni es el último; es el penúltimo. Sus poemas entablan un diálogo forzado con los poemas que les siguen, los poemas de Rivas Groot. Así por ejemplo, si hay un poema de Silva como «Voz de marcha», que es una alegoría católica, hay también un poema semejante de Rivas Groot que se titula «Lo que es un nido«; si en «La musa eterna» Silva canta la condición poética de la naturaleza, Rivas Groot lo hace en «Liras eternas», y si en «Obra humana» se refiere Silva con optimismo al progreso que traen el ferrocarril y el telégrafo, Rivas Groot hace lo propio en el poema que titula precisamente «El telégrafo». Aducir que estas coincidencias se deben a la amistad entre ambos poetas o a su convivencia dentro de un mismo sistema de lectura, es recurrir a una explicación parcial. Los poemas de Rivas Groot no sólo conviven con los de Silva, sino que además responden a los de Silva e intentan imponer sobre ellos una interpretación particular.
Fiel a su predilección por una poesía descriptiva, Rivas Groot componía descripciones que se desgranaban en minuciosos detalles; le parecía que de esa forma obviaba cualquier ambigüedad y que entregaba al lector todos los elementos que le permitieran reconstruir la misma escena que el poeta tenía ante sus ojos. En uno de sus poemas, el cable del telégrafo atraviesa una selva, y la selva tiene robles, y los robles tienen ramas, y las ramas tienen aves y nidos y flores, y las flores tienen estambres dorados:
¡Oh robles de la selva!  los torcidos
Brazos tended al conductor alambre:
De vuestras aves los calientes nidos,
De vuestras flores el dorado estambre,
No romperá; mas rústico salterio,
De bruñido metal la red sonora,
Suspendida a los troncos, a la hora
En que se oculta el sol tras de La sierra,
Y la flor pliega el nacarado broche,
Vibrará de los bosques al misterio
Sobre las negras sombras de la tierra
Pulsada por los dedos de la Noche (19).
Al ocuparse del mismo tema y en contraste con la abundancia confusa de cláusulas e hipérbaton que practica Rivas Groot, Silva exhibe un evidente sentido de síntesis y una confianza en la capacidad del lector para componer la escena a partir de los pocos elementos que él mismo le presenta. Dice, pues, en los últimos versos de «Obra humana«: «emY en donde fuera en otro tiempo el nido, /Albergue muelle del alado enjambre, / Pasaba en el espacio un escondido / Telegrama de amor, por el alambre» (20).
Seguramente, Rivas Groot miraba con admiración el talento de su amigo para poner en tres palabras  nido, enjambre, espacio  lo que a él le había tomado una docena de versos, pero su admiración no le impedía sentir también cierta desconfianza. La primera composición de Silva que aparece en La lira nueva se titula «Estrofas» y puede pasar por su arte poética: «emEl verso es vaso santo. Poned en él tan sólo / Un pensamiento puro, / En cuyo fondo bullan brillantes las imágenes / Como burbujas de oro de viejo vino oscuro» (21); por su parte, la primera composición de Rivas Groot se titula «Idea y forma» y al parecer comparte con la de Silva la opinión de que el poema consta de una forma y de un contenido; pero eso es todo; más allá sus opiniones divergen; en el poema de Silva las imágenes tienen una autonomía que Rivas Groot no está dispuesto a concederles: que el verso sea un vaso, pase; que en él exprese el poeta sus ideas, pase; pero, ¿a qué se refiere Silva con imágenes brillantes?, ¿qué son esas burbujas, ese vino oscuro? En el poema de Rivas Groot, por el contrario, no hay espacio para ambigüedades; el poeta propone una imagen  una ave, una canción , establece luego su significado el ave y la canción son la poesía , y exige luego que un lector obediente y disciplinado establezca las debidas equivalencias: la forma es las alas, la idea es el vuelo; la forma es las manos, la idea es el arpa; la forma es los labios, la idea es la palabra.
Y cual dos notas de la misma cuerda,
Y cual dos chispas de la misma llama,
Como dos besos en el mismo labio,
Como dos ondas en la misma playa,

IDEA Y FORMA

Del tiempo de los Genios ante el ara,
Ya viven la existencia,
Pulsan el arpa,
Las frentes unen,
Tienden las alas (22).
En el último momento, cuando las páginas de La lira nueva ya estaban en prensa, Rivas Groot añadió un poema que expresara la aprehensión que le inspiraban los versos de Silva. No se encuentra en el índice de la antología, está dedicado al mismo Silva y se titula «¡Oh estrofa!«:
¡Insensato querer!… Cómo podría
En estrofa a la vez robusta y frágil!
A un aleteo de águila bravía
Unir el grito del dolor, y el ágil
Ritmo en que ondula el valse al son del timbre
De las talladas copas en la orgía;
Juntar el hielo del sepulcro al mimbre
Del nido en que se duermen los polluelos (23).
Rivas Groot no abandonó nunca este sistema de oposiciones y simetrías; leyó, intentó leer a Silva dentro de un círculo de interpretaciones cerradas y preestablecidas, en el cerco de un mundo que el poeta cifraba y el lector descifraba servilmente, y en el que bastaban, como puntos de referencia, Dios, la naturaleza y la patria. Años después, cuando la poesía de Silva ya no podía disociarse de su muerte, Rivas Groot convirtió la desconfianza que le habían inspirado sus versos alguna vez, en una confirmación a posteriori de sus sospechas, en un aviso de la disolución a la que esos versos conducían. En Pax, la novela que escribió en colaboración con Lorenzo Marroquín hacia 1907, ideó un poeta modernista cuyo nombre  S. C. Mata  y cuyos poemas desquiciados lo inducen al suicidio. Es una dura recriminación contra su amigo de otros tiempos y también una muestra de su intención de conservar la poesía dentro de un mundo interpretado y católico. Tal fue la causa de su apremio, la urgencia que lo embargaba cuando leía los poemas que Silva le iba poniendo en las manos para que los incluyera en La lira nueva. El diálogo que entabló con ellos en las últimas páginas de la antología documenta su admiración por aquel joven elegante y recién llegado de París, pero también el estupor que le dejaban sus versos, esas imágenes ambiguas que dibujaban el rostro de un lector en libertad.

1. Clímaco Soto Borda, «Impresiones íntimas» [24 de mayo de 1896], El Rayo X [Bogotá], 215 (22 de mayo de 1898) 2. Adoptando una perspectiva más benévola, podría decirse que Soto Borda escribió su artículo en 1896 pero que no pudo evitar no revisarlo en 1898. La perspectiva narrativa que entonces adoptó traiciona sin duda la sensación de inmediatez que comunica la primera frase. Así puede ilustrarlo el tono rememorativo del siguiente pasaje: «La nueva circulaba ya profusamente por la ciudad; en los corrillos todos discutían con calor el acontecimiento, y en semblantes de viejos y jóvenes, mujeres y niños, el menos observador hubiera leído la marca de la estupefacción y el asombro’.
Pedro Emilio Coll, «José Asunción Silva» (1896), Rpd., «José Asunción Silva, el recuerdo». Revista de América [Bogotá], 6.18 (junio, 1946), 414.
3. Arciniegas citado por Enrique Santos Molano, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de 1a vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva (Bogotá: Nuevo Rumbo, 1992), 485.

4. lbid., 484 y 485. Fundado en otros documentos, Santos Molano infiere que Arciniegas no desconocía a Silva, que algunos amigos comunes los habían presentado dos años antes de la publicación de La lira nueva. Es evidente, sin embargo, que Arciniegas asocia a Silva en su memoria con los días en que Rivas Groot preparaba la famosa antología (ver Santos Molano, lbid., 485 6).
Nota 5. lbid., 485.
6. Sobre el «sistema de lectura», véase Tony Hennet, «Texts, Readers, Reading Formations». Bulletin of the Midwesi Modern Language Associatiors 16 (1983): 3 17.
7. Ver Amaryll Chanady, «Introduction: Latin American Imagined Communities and the Postmodern Challenge». En: Amazyll Chanady, Ed., Latin American ldentity and Constructions of Difference (Minneapolis: U. of Minnesola P., 1994), xix.

8. Arciniegas, Op. Cit., 485.
Nota 9. José María Rivas Groot, Prólogo, La lira nueva (1886), 2a. Ed., facsimilar (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1993), xxiv.
10. José María Rivas Groot, Prólogo, El parnaso colombiano, Julio .Añez, Ed. (Bogotá: Librería Colombia, 1886), I, xivüi y xi, respectivamente. El primer volumen de E! parnaso colombiano fue publicado por entregas en 1884. En 1886 circulaba completo en dos volúmenes (Santos Molano, Op. Cit., 558).
11. Ibid., I xiii.
12. Valera citado por Rivas Groot, Ibid., xxx.

13. Las cartas Llevan las fechas respectivas del 13, 20 y 27 de agosto, 3 y 17 de septiembre, y 8 y 15 de octubre de 1888. Véase Juan Valera, «Cartas americanas (1888)», La literatura colombiana (Bogotá: Ministerio de Educación Nacional, 1952), 167 250.
Nota 14. Ibid., 250.
15. Ibid., 204.

16. Rivas Groot, Op. Cit., xxüi. No creo que Rivas Groot conociera el libro de Victor de Laprade, Le sentiment de la nature chez les modernes (París: Didier et C», 1870), que Valera cita en su carta del 3 de septiembre de 1888. Sin embargo, es evidente que haría suyas muchas de las ideas del autor francés. Después de todo, tanto Rivas Groot, como Valera y Laprade comparten una posición crítica y acerba con respecto al positivismo. Para ilustrar su tesis, Laprade imagina tres poetas igualmente dotados. El primero de ellos, sin embargo, es un negador de lo invisible, con «son merveilleux talenr de ciseleur ef de cotoriste nous fait voir et toucher les objeü, le relief des aróres et des rochers, la splendeur de la tumière, les nuances le plus variées de l’herbe, du feuillage, le mille adeurs et les milte bruits de la campagne; il donne à tous nos sens les vives impressions de la réalité. Cela lui suJ~t; il laisse notre coeur sans passion, il ne suggère à natre intelligence aucune idée» [«su maravilloso talento de cincelador y colorista nos permite ver y tocar los objetos, el relieve de las peñas y los árboles, el esplendor de la luz, los matices más variados de la hierba, del follaje, los mil olores y rumores del campo; ofrece a nuestros sentidos las vivas impresiones de la realidad. Eso le basta; y deja nuestro corazón sin pasión y a nuestra inteligencia sin ninguna idea«] (506). El segundo poeta dará un paso más atlá y establecerá, «les rapports plus délicaa qui rapprochenr les faits de la nature des situations de mtre coeur, les harmonies en verru desquelles notre áme trouve à se mirer et à se peindre dans le phénomènes qui l’entaurent […J. Ce sera le paysage déjà poétique et vivant, humain pour ainsi dire, par oppositian au paysage réaliste et de nature morte. Mais la plus haute poésie n’est pas encore atteinte. La forme des choses est décrite, leur vie est manifestée; Ieur ime elfe mème ne rayonrse pas, elle est comrne voilée d’un nuage; La pensée est vague, la liberté est incamplète, Dieu et !’idéal sont abseats» [«las relaciones más delicadas que enlazan los hechos de la naturaleza a las situaciones de nuestro corazón, las armonías en virtud de las cuales nuestra alma se reconoce al mirase y pintarse en los fenómenos que la rodean (…) Tal será, pues, el paisaje vívido y poético, humano por así decirlo, que contrasta con el paisaje realista y la naturaleza muerta. Y sin embargo, todavía no se ha alcanzado con ello la más alta poesía. No importa si se describe entonces la forma de las cosas, si se manifiesta su vida, su alma misma aún no se vislumbra, está como velada por una nube, la libertad no es completa, Dios y el ideal yacen ausentes«] (508).
Nota El tercer poeta, finalmente, divinizará la naturaleza: «Le poète sent et agit d’après ceae croyance, insrinerive oa réfléchie, que route image correspond à ane idée, que toat est symóole dans la nature, que rien de ce qui est matériel n’existe pour soi méme et par soi mdme; que le visible a pour support et pour principe uninvislble, qu’il y a au delà de 1’univers un monde surnaturel, et que I’ordre surnaturel c’est Dieu» [«El poeta siente y actúa de acuerdo con la creencia, razonada o instintiva, de que toda imagen corresponde a una idea, de que todo en la naturaleza es un símbolo, de que nada material existe por sí mismo y en sí mismo, de que lo visible se sostiene en un principio invisible, de que más allá del universo existe un mundo sobrenatural y, en fin, de que el orden sobrenatural es Dios«] (510). Trad. de J. Eduardo Jaramillo Zuluaga.

17. Al referirse a Silva, dice Gómez Restrepo muy significativamente: «Hay exquisita delicadeza y la preocupación altamente poética del más allá en `La crisálida’, símbolo de la inspiración del vate en sus luminosos comienzos […]». Más adelante dice: «No se ha estudiado la psicología de Silva ni el proceso intelectual y sensitivo que lo condujo de las auroras de `En marcha’ [`Voz de marcha’] a la negra noche de Las gotas amargas, que ya no recuerdan a Bécquer sino a Bartrina, y a la noche más sombría del suicidio». Ver Antonio Gómez Restrepo, «Breve reseña de la literatura colombiana» [1918], La literatura colombiana, Op. Cit., 138 y 140, respectivamente.
18. Silva, «A Diego Fallon», La lira nueva, Op. Cit., 392.
Nota 19. Rivas Groot, «El telégrafo’, Ibid., 400.
0. Silva, «Obra humana», lóid., 388.

21. Silva, «Estrofas», Ibid., 373.
2. Rivas Groot, «Idea y forma», lbid., 397.

23. Rivas Groot, «Oh estrofa», lbid., 413.

***

EL LECTOR EN LA POÉTICA DE SILVA

GUSTAVO MEJIA

Como suele ocurrir en el caso de los escritores cuyas obras rompen moldes previamente establecidos, la relación de Silva con sus lectores contemporáneos es particularmente difícil, pero al mismo tiempo su elucidación plantea problemas de gran interés, tanto desde el punto de vista histórico como teórico.
Mucho se ha escrito ya sobre las complejas relaciones del poeta con su público coetáneo: la retrógrada ideología dominante durante la Colombia de la Regeneración, el retraso cultural de los altos círculos sociales bogotanos, el conservadurismo que prevalecía en esta ciudad. Todos estos elementos han sido estudiados y comentados ampliamente por los biógrafos de Silva, quienes suelen verlos como factores de una relación tan conflictiva que, con toda seguridad, está en el origen de la decisión del poeta de terminar su vida por su propia mano.
Con frecuencia se cita la anécdota relacionada con un obituario publicado en la prensa bogotana en el que el panegirista dice que le parece que el muerto escribía poemas (1). Tal desconocimiento, o tan grande falta de generosidad al reconocer los méritos del difunto, no puede atribuirse meramente a una ignorancia flagrante por parte del articulista ni exclusivamente  como a veces se ha intentado sugerir  a cierto deseo de venganza por parte de la burguesía local que de esta manera se regodearía en ignorar el valor de uno de sus hijos más difíciles. En efecto, la anécdota apunta a algo que va más allá de cualquier relación de amor/odio que hubiera podido existir entre Silva y su entorno social y debemos empezar a pensar que es el resultado de una actitud de fondo conscientemente sostenida por Silva, y que involucra tanto su concepción sobre el papel del lector, cuanto, incluso, su concepción del proceso de la producción poética. En otras palabras, debemos empezar a pensar que detrás de esa anécdota hay una verdadera poética y que como tal, ésta ha sido expuesta por Silva en su obra. Por tanto, el objetivo de este trabajo será sugerir algunas líneas de pensamiento que, creemos, ayudarán a explicar mejor esa relación entre Silva y sus lectores.
En Silva, el hecho poético se caracteriza por la intervención de tres interacciones diferentes, pero que confluyen en el acto final de aprehensión del poema por parte del público (2). Estas tres interacciones serían, en primer lugar, la relación que se establece entre el poeta y las cosas (palabra que él mismo utiliza), y en la cual se genera una dialéctica peculiar, posible sólo cuando en ella interviene un verdadero poeta; en segundo lugar, la interacción del poeta con el texto, relación que sin ser exclusivamente técnica, no deja por ello de estar profundamente marcada por cuestiones de este tipo; y finalmente, la interacción del lector y el texto, momento en el cual la recreación de La dialéctica original de la que surgió el poema sólo es posible cuando en ella interviene un verdadero «lector». Pasaré, por tanto, a examinar brevemente cada uno de estos momentos.

LA VOZ DE LAS COSAS

En la poética de Silva la poesía es, ante todo, una experiencia personal, resultado de un diálogo entre la realidad y quien la observa. Como lo explica en el fundamental prólogo al poema de Rivas Frade, el poeta «puesto en contacto con la vida», experimenta determinadas sensaciones «que se transforman en estados de espíritu en los cuales la emoción sentimental busca salida» y se convierte en el poema (3). Está claro, sin embargo, que no es la totalidad de lo real lo que es capaz de producir este tipo de experiencia poética: las cosas susceptibles de producir este estado especial son aquéllas que se caracterizan por su fragilidad y, tal vez más adecuadamente, por su fugacidad (4), tal como las describe en el conocido poema «La voz de las cosas», donde Silva utiliza expresiones como «frágiles cosas», «móviles formas», «fantasmas grises», para referirse a los objetos cuya plasmación en estrofas se presenta como el verdadero desafío para el poeta. «La voz de las cosas» es un poema que expresa el deseo de captar esas formas móviles que constituyen la sustancia de la experiencia poética. Sin embargo, el poeta sabe que tal objetivo no es fácilmente alcanzable, ya que el verso es incapaz de atrapar la fugacidad, pues la fugacidad es, por principio, inatrapable (5).
Si leemos con cuidado tanto la obra poética de Silva como su obra crítica, podremos afirmar, en términos generales, que la poesía para Silva tiene su origen en la comprobación del cambio y, por tanto, en la experiencia del paso del tiempo. Esta idea se expresa con toda claridad en poemas como «Vejeces», donde afirma:
El pasado perfuma los ensueños
Con esencias fantásticas y añejas
Y nos lleva a lugares halagüeños
En épocas distantes y mejores,
Por eso a los poetas soñadores,
Les son dulces gratísimas y caras,
Las crónicas, historias y consejas,
Las formas, los estilos, los colores,
Las sugestiones místicas y raras
Y los perfumes de las cosas viejas! (6)
O en «Infancia», poema en el que el paso del tiempo lleva fatalmente de un pasado feliz a un presente amargo, convirtiendo así la memoria de la infancia en una arma contra el dolor que trae el cambio, y la infancia en un refugio contra el desengaño:
¡Cómo es de santa tu inocencia pura,
Cómo tus breves dichas transitorias,
Como es de dulce en horas de amargura
Dirigir al pasado la mirada
Y evocar tus memorias! (7)
Esta misma preocupación es la que motiva la meditación de la abuela en «Los maderos de San Juan», poema en el cual el proceso de cambio y deterioro inseparable del paso del tiempo se plasma, no como una evocación del pasado, sino como La angustia ante la anticipación del futuro: «Mas cruza por su espíritu como un temor extraño / Por lo que en lo futuro, de angustia y desengaño / Los días ignorados del nieto guardarán» (8); o, finalmente, y por citar sólo algunos de los casos más conocidos, en el poema «Muertos», donde el paso del tiempo no deja más que el vacío de lo inexistente: «Como el recuerdo borroso / de lo que fue y ya no existe! » (9).
Conviene resaltar, de otra parte, un hecho fundamental para la comprensión de la poética silviana y que el título de «La voz de las cosas» pone en evidencia: el contacto inicial entre el poeta y las cosas se da en la forma de un diálogo: es «la voz de las cosas» lo que lleva al poeta a escribir poesía y el verdadero acto poético consiste en saber escuchar esa voz. Nuevamente, en el poema «Vejeces» son las «cosas viejas, tristes, desteñidas», las que hablan «paso, / casi al oído» al poeta, y en ese mismo poema se establece una relación entre las cosas y «los poetas soñadores» que Silva describe con la palabra «confidencias». Y desde una actitud diferente, en el poema satírico «La respuesta de la Tierra», Silva se burla del arquetípico poeta romántico que es incapaz de establecer ese diálogo, precisamente por buscarlo en las cosas que permanecen y no en las que cambian.
En uno de los textos más importantes que nos dejara sobre la poesía, el prólogo al poema de Rivas Frade, Silva vuelve sobre esa idea al establecer una serie de actitudes posibles por parte del poeta frente a la realidad. Según se desprende del texto, el poeta puede, en primer término, refugiarse en sueños de ideales eternos; pero esta actitud conlleva su propia derrota, puesto que la realidad inevitablemente desdice el ideal al hacerlo efímero: «soñadores de felicidades eternas», dice Silva, refiriéndose a los poetas que persiguen este camino,

exigen de este sentimiento voluble [el amor] una duración infinita; rinden culto casi místico al Femenino Eterno, y cuando vuelven de sus éxtasis, encuentran a la mujer que los fascinó con la elegancia del porte, con la belleza de las formas, con el perfume sutil que de ella emanaba, con la dulzura de los largos besos, y a quien idolatraron de rodillas, inferior a sus sueños mismos, que se han desvanecido al ponerse en contacto con la realidad» (10).

Puede el poeta, en segundo lugar, intentar un diálogo con la Naturaleza, en busca de respuestas en la eternidad inamovible de la Madre; pero, al igual que en «La respuesta de la Tierra», este camino lleva al fracaso, puesto que Natura prefiere ser la esfinge impasible antes que la Madre compasiva: «prestan oídos a todas las voces de la tierra, como deseosos de sorprender los secretos eternos; y […] aquello no les dice la última palabra, […] la tierra no les habla como madre, sino que se calla como la esfinge antigua». Queda, por tanto, una tercera actitud que es la de refugiarse en el arte, actitud que produce poemas «llenos de sugestiones profundas, un infinito de pensamientos dolorosos» (11), y que Silva atribuye a Heine, Bécquer y Rivas Frade, y que Juan Gustavo Cobo encuentra igualmente aplicable al propio Silva (12).
Pero no todos los individuos pueden establecer una relación poética con la realidad y queda claro que se requiere un tipo particular de persona para que esta interacción pueda resultar en un poema. En la gran variedad de poemas y textos en prosa que Silva dedicó al problema del arte poética, no escatimó esfuerzos para explicamos esa experiencia inicial en la que surge el poema, pero quizás sea en la fundamental «Carta abierta» a doña Rosa Ponce de Portocarrero donde Silva explicita de manera más directa la diferencia entre quienes están capacitados para vivir la poesía y quienes no lo están: «Es que usted y yo», le dice a la afortunada receptora de tan valioso documento, «más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde de su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo» (13).
Habría que decir, para resumir las observaciones acerca de este primer momento del proceso creativo, que en el origen de la experiencia poética en la obra de Silva hay un diálogo entre el poeta y las cosas y que este diálogo se caracteriza por crear una área de intimidad entre ambos que Silva describe como «confidencias» hechas «casi al oído» del poeta, o en la «Carta abierta», como sentarse a los pies del Maestro a escuchar embelesado las parábolas (14). Pero además, es un diálogo excluyente, puesto que solamente tienen acceso a él las almas selectas, soñadoras, alejadas de lo pragmático y atentas únicamente a escuchar la voz de las cosas, como lo son los verdaderos artistas.

DE METROS Y DE RIMAS
Sobre la base de ese diálogo inicial en que «los poetas soñadores» escuchan la voz de las cosas, debe construirse el poema, como un intento de recrear esa experiencia. Como hemos visto, éste es el tema del poema ya citado, «La voz de las cosas». Dicho poema, acabamos de decirlo, expresa el deseo de captar la movilidad, la fragilidad y la fugacidad de las cosas. Pero al expresar ese deseo mediante una oración desiderativa construida con el imperfecto de subjuntivo e introducida por el condicional si («si os encerrara yo en mis estrofas», «si aprisionaros pudiera el verso«) y carente de un verbo principal, Silva convierte el poema en la expresión de un deseo absoluto cuya satisfacción, si no necesariamente imposible, es al menos, improbable (15). Pese a las dificultades inherentes a la transformación en palabras de la experiencia anímica sentida por el poeta al escuchar la voz de las cosas, queda como tarea del poeta intentarlo, como única justificación de su labor de artista. Su obligación, su necesidad, es perseverar en ese propósito a pesar de que, como asegura en la citada carta abierta a la señora Portocarrero, hay momentos en que otros objetivos más triviales pueden parecerle al artista «más deseables que el claro oscuro exacto de un esbozo difícil o que la interpretación sincera de una mediatinta fugitiva» (16). Esta idea no es substancialmente diferente de la que expresa Darío en «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo» (17).
Este momento del proceso creativo está marcado por preocupaciones de carácter técnico, y es descrito repetidas veces por el poeta  en textos tales como «Un poema» (18)  como una búsqueda de armonías o combinaciones de metros y de rimas; como una idealización de ritmos o como una selección de estrofas. Con frecuencia se refiere Silva a él haciendo hincapié en su carácter de lucha contra dificultades expresivas. Así, por ejemplo, en la «Carta abierta» lo describe como una lucha por «dominar las frases indóciles» (19). Para resaltar el carácter técnico de esta etapa del proceso creativo, utiliza también la acertada imagen del pianista que, antes de interpretar una sinfonía, «toca interminables escalas para adueñarse de los secretos de la práctica y dominar el teclado sonoro» (20). Y a continuación describe las dos maravillosas «Transposiciones» que acompañan la carta como «ejercicios de estilo», sugiriendo otra vez la necesidad que tiene el artista de adueñarse, mediante el trabajo y la lucha contra las dificultades de su arte, de los secretos de la técnica como medio indispensable para conseguir plasmar en poemas la voz de las cosas.
Está claro, pues, que esta interacción del poeta con el texto es entendida por Silva como una lucha contra arduas dificultades de tipo técnico que sólo el trabajo y el esfuerzo constante consiguen dominar. Es esta la idea que comunica a su amigo venezolano Pedro Emilio Coll, en septiembre de 1895, en uno de los párrafos más importantes que Silva escribiera sobre su concepción del trabajo del poeta, y que por su importancia, normalmente pasada por alto, me permitiré citar in extenso:

Puesto que usted ha vuelto a consagrarse al feo vicio literario, conságrese de lleno. Escriba, estudie mucho, viva con todo su espíritu la más amplia y profunda vida intelectual que pueda vivir, recuerde que hay un deber superior a todos los otros, que es desarrollar todas las facultades que uno siente en sí, en el dominio del arte. No extrañe que en mi fanatismo determinista, insista en mis consejos de siempre: higiene y estudio. Para hacer la obra literaria perfecta es necesario que el organismo tenga la sensación normal y fisiológica de la vida: las neurosis no engendran sino hijos enclenques, y sin un estudio profundo, estudio de las mismas leyes de la vida, estudio de los secretos del arte, gimnasia incesante de la inteligencia, esfuerzo por comprender más, por deshacer preconcebidos, por analizar lo más hondo, la obra literaria no tendrá los cimientos necesarios para resistir el tiempo.. (21).

Nada más lejos de las concepciones románticas sobre el proceso creativo y la inspiración poética. Al contrario, pocas formulaciones encontraremos en el siglo XIX tan cercanas a esta moderna racionalización de la escritura poética.

AL OIDO DEL LECTOR

Como todos sabemos muy bien, sólo una mínima parte de la obra poética de Silva fue publicada durante su vida y, aun en esos casos, es sorprendente la forma tan esporádica en que tal publicación tuvo lugar (22). Al mismo tiempo, sabemos que no por ello era su obra poética desconocida, y que incluso algunas de sus obras inéditas circulaban libremente por Bogotá puesto que él mismo solía leer o recitar su poesía, tanto en eventos sociales, siguiendo una arraigada costumbre de la época, como en reuniones íntimas con grupos de amigos selectos. Sabemos también que ésta es la situación que se representa en la novela De sobremesa, donde José Fernández lee su obra a un grupo de amigos íntimos.
De paso por Cartagena en camino hacia Caracas, Silva descubre, para su sorpresa, que su obra es conocida en esa ciudad, desde donde escribe a su madre y hermanas: «No se rían ni lo tomen a vanidad si les cuento que él [Enrique Román] y diez o doce más me han dicho de memoria `Las dos mesas’, `Suspiros’, `La Serenata’, `Azahares’, en fin, todo lo que he publicado (…] yo no me río de la fama literaria, pero, francamente, no deja de ser cómodo que lo conozcan a uno de nombre y que le traten con las consideraciones con que me tratan» (23). Y sin embargo, pese a la alegría ingenua que Silva manifiesta, el hecho es que él privilegiaba una relación autorúblico más íntima que la que se puede establecer mediante la página impresa.
Tal como expresa José Fernández la relación entre el poeta y el público general, no queda duda de que, al menos para el personaje literario creado por Silva, la poesía sólo es comprensible para un reducido número de almas selectas. Cuando su contertulio Sáenz le pregunta por qué no escribe un poema, Fernández le contesta llanamente: «porque no lo entenderían». Como regla general, en la obra de Silva, cuando se habla del lector, el público, inclusive   tal vez, particularmente  el público letrado, el crítico es incapaz de comprender y apreciar la poesía: «¿Ya no recuerdas el artículo de Andrés Ramírez en que me llamó asqueroso pornógrafo y dijo que mis versos eran una mezcla de agua bendita y de cantáridas?» (24). De forma categórica afirma Fernández sus más claras dudas sobre la capacidad del público lector para comprender el valor de la poesía: «golpea con los dedos esa mesa, es claro que sólo sonarán unos golpes, pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía. Y el público es casi siempre mesa y no un piano (…)» (25). Esta idea se reafirma igualmente en la poesía: «Le mostré mi poema a un crítico estupendo… / Y lo leyó seis veces y me dijo… ¡No entiendo! » (26).
Una tal concepción de la relación autor/lector, y por tanto, de la función de la poesía, por supuesto, no es particular a Silva. Como sabemos, pertenece al conjunto de ideas que informan la ascendente estética modernista, estética que comienza a concretarse en oposición a las concepciones prevalecientes durante el siglo XIX.
Muy atrás ha quedado la concepción neoclásica que equipara al poeta con el espíritu nacional y que, por tanto, convierte en la expresión del etnos nacional, dando a la poesía un gran valor no sólo educativo, sino también y principalmente, formativo de la identidad nacional: «[…] Tratad asuntos dignos de vuestra patria y de la posteridad  pedía Andrés Bello a los `jóvenes poetas’ . Dejad los tonos muelles de la lira de Anacreonte y de Safo: la poesía del siglo XIX tiene una misión más alta […] ¿Y cuántos temas grandiosos no os presenta ya vuestra joven república? Celebrad sus grandes días; tejed guirnaldas a sus héroes; consagrad la mortaja de los mártires de la patria» (27).
Atrás, también, han quedado los principios románticos que hacen del poeta un exiliado, pero cuya palabra se basa en la aceptación de un orden al fin de cuentas asentado en un Dios que da sentido inclusive a la soledad del individuo y que, por tanto, lo reintegra al concierto universal.
Más cerca, en cambio, se encuentran las afirmaciones conocidísimas de Darío en las que propone de manera tajante la superioridad del poeta sobre el público lector y desnuda a la poesía de cualquier función como no sea la creación de la belleza absoluta destinada a ser disfrutada por aquellos privilegiados y selectos que son capaces de apreciarla en su verdadero valor. Como lo expresa Darío en las «Palabras liminares» de Prosas profanas: «La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento con tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior» (28), texto en el cual Darío no duda en expresar un desprecio tal por el lector general, hasta llegar al punto de que, cuando ese lector ideal no exista o no se encuentre, el poeta debe escribir para sí mismo, manifestación que, desde el punto de vista de la recepción, está en la raíz de lo que se conoce como «arte por el arte».
El primer poema del Libro de versos se titula, como es sabido, «Al oído del lector», y contiene la expresión de un arte poética en la que el autor nos habla sobre los orígenes de la poesía, sus fuentes y su relación con la vida. Este tema, como sabemos, será importante para Silva, quien lo retomará de forma central o incidental en una gran parte de su obra. Sin embargo, lo que es peculiar en este poema es que su título contiene una imagen sinestésica de la relación lector/texto. Como todos sabemos, la relación del lector con el texto se da mediante el sentido de la vista, pero en este título se expresa como mediada por el sentido del oído y por tanto transforma la experiencia de la lectura poética de visual en auditiva. Y el lector pasa de ser alguien que lee a ser alguien a quien el poeta le habla  y lo hace de tal manera en que no solamente se privilegia la relación de intimidad por la cercanía física que es necesaria para hablarle a alguien al oído, sino que se subvierte el sentido del término lectura, puesto que el «lector» se convierte en «oyente», cerrando de esta manera el círculo en la recreación del diálogo inicial, cuando las cosas hablaban «casi al oído» al poeta soñador.
Permítaseme resaltar que nos encontramos ante una de las muchas formas que históricamente ha asumido la lectura. Y que en esa peculiar lectura, «leer» significa «leer en voz alta para ser escuchado por otros». No hay que insistir demasiado sobre el hecho de que esa forma de lectura ocupa un lugar importantísimo en la cultura del siglo XIX. He aquí un estudio que urge hacer en nuestras letras, porque en este tipo de lectura, más que en el medio impreso, arraigan de manera todavía no muy bien estudiada las formas poéticas de entonces. Las consecuencias de esta observación son, por tanto, de gran interés para una revisión de las formas poéticas del XIX desde los nuevos estudios sobre la lectura. Pero baste señalar, como ejemplo de su importancia entre nosotros, que el más contundente triunfo literario de Jorge Isaacs no lo obtuvo con la publicación de su novela Maria, cuya primera edición, de unos ochocientos ejemplares, no exigió una segunda tirada antes de dos años, y la tercera edición no apareció hasta once años después. El éxito inmediato, en cambio, lo obtuvo en una sola noche: aquella en que leyó su poesía para los asistentes a una tertulia literaria en la que participaba, precisamente, el padre de Silva.
Por lo demás, es interesante notar que el poema que abre el Libro de versos sugiere con toda claridad un tipo de lectura en la que el autor participa activamente, ya que es el poeta quien habla al oído del lector. Y es precisamente este tipo de lectura participativa la que a lo largo de su vida Silva privilegió. Tenemos amplios y fehacientes testimonios acerca del gusto de Silva por leer sus poemas en reuniones de carácter social, pero, y de manera muy especial, en reuniones íntimas de su más selecto grupo de amigos. Es de notar que este tipo de lectura permite al autor escoger el receptor de su poesía, mientras que el texto impreso mediatiza el contacto entre el autor y su público. Y este planteamiento nos retrotrae a preguntas de carácter teórico acerca de la relación de la poesía (en general) y la oralidad. Permítaseme recordar que estas preguntas adquieren gran importancia en nuestros días, puesto que la poesía, como manifestación artística minoritaria, ha encontrado en la declamación medio importante de diseminación; que en los años sesenta y setenta de este siglo, un importante movimiento quiso unir la palabra poética y la música como medio de acercamiento al público. Y para no ir demasiado lejos, no hace mucho, Juan Calzadilla señalaba: «estamos viendo que la dinámica de las convocatorias de poesía centran su principal interés […] en la oralidad, entendiendo por esto a la comunicación de la poesía a través de la lectura y presencia de sus autores ante públicos heterogéneos» (29).
Para concluir, por tanto, permítaseme sugerir que una explicación exclusivamente sociológica de las complejas relaciones prevalentes entre Silva y su público contemporáneo, por mucho que pueda aportar a la comprensión del problema, no consigue agotarlo, ya que el propio Silva otorga al lector un puesto determinado en su concepción del proceso creativo y, al otorgárselo, cierra un sistema que exige poner en funcionamiento no sólo cualidades sino mecanismos determinados que pertenecen a una peculiar poética, parcialmente compartida por Silva con otros autores de su época.

La presentación de esta ponencia ha sido posible gracias a las becas recibidas del South African Human Science Research Fund y del Research Runa de la Universidad de Natal.

1. Alberto Miramón, José Asunción Silva: Ensayo biográfico con documentos inéditos (Bogotá: Revista de las Indias, 1937), 172.
2. «Se proponía el poeta [simbolista] la tarea de usar un sistema de coordenadas que tuviese su propia existencia independiente, con sus relaciones y asociaciones internas. En tal sistema, a la dimensión más importante, la que se encarga de despertar en el lector un estado psíquico paralelo al del creador, se la denominó sugestión». Bernardo Gicovate, «El modernismo y José Asunción Silva’. En: José Asunción Silva, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 400.
Nota 3. Silva, «Prólogo al poema intitulado `Bienaventurados los que lloran’, de Federico Rivas Frade», Op. Cit., 366.
4. «En Silva, como en la mayoría de los modernistas, la conciencia de lo estable […] y de lo cambiable, lo móvil (…] se asumió como una necesidad de ser o no ser, de vida o de muerte en un enfrentamiento existencial», Alfredo A. Roggiano, «Poética y estilo de José Asunción Silva». En: Silva, Op. Cit., 569.
5. Sobre este punto véase Eduardo Camacho Guizado, «Poética y poesía de José Asunción Silva», Silva, Op. Cit, 537 8.

6. Silva, «Vejeces», lbid., 40.
Nota 7. «Infancia», Ibid., 9.
8. «Los maderos de San Juan», Ibid., I1.

9. «Muertos», Ibid., 56.
Nota 10. «Prólogo…», Ibid., 366. 11. Ibidem.
12. Juan Gustavo Cobo Borda, «El primer José Asunción Silva: lntimidades, 1880 1884» [1987], Silva, Op. Cit., 527.

13. Silva, «Carta abierta», Op. Cit., 681.
Nota 14. Ibidem.
15. Silva, «La voz de las cosas», Ibid., 36. Para un estudio sobre este tipo de oraciones, refiérase a Real Academia Española (Comisión Gramática), Esbozo de una nueva gramática de la lengua española (Madrid: Espasa Calpe, 1977).
16. Silva, «Carta abierta», Op. Cil., 681.

17. Rubén Darío, Páginas escogidas (Madrid: Cátedra, 1984), 86.
Nota 18. Referimos al lector al análisis que se hace de este poema en Camacho Guizado, Op. Cit., 542 3. 19. Silva, Op. Cit., 681.
0. Ibid., 680.

21. Silva, Carta a Pedro Emilio Coll, 1o de septiembre de 1895, Op. Cit., 702.
2. Sobre la publicación de la obra de Silva y la conformación del corpus de este poeta, véase mi ensayo «José Asunción Silva: sus textos, su crítica», Silva, Op. Cit., 471 500. Igualmente se puede consultar la cronología incluida en José Asunción Silva, Obra completa, Eduardo Camacho Guizado y Gustavo Mejía, Eds. (Caracas, Ayacucho, 1977). Dicha cronología se debe completar con la que se incluye en la edición de Héctor Orjuela aquí citada.

23. Silva, Carta a su madre y hermana, 21 de agosto de 1894, Op. Cit., 684.
4. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 236. Desde otra perspectiva, es interesante observar que las razones por las cuales este crítico de ficción ataca los ficticios poemas de Fernández, no difieren fundamentalmente de las que la crítica de la época invocó al juzgar la obra de Silva. En torno a las pacatas lecturas que se hicieron de algunos de sus poemas, véase mi ensayo ya citado.
5. Ibidem.
6. Silva, «Un poema», Op. Cit., 49.

27. Andrés Bello, «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 1 ï de septiembre de 1843» (Caracas: Tipografía Americana, 1942), 31.
28. Darío, Op. Cit., 60.
29. Juan Calzadilla, «¿Un `boom’ de la poesía?», Revista Casa Silva 8 (1995), 201.

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POR UN POETA SIN AUREOLA

RICARDO CANO GAVIRIA

En memoria de Pedro Gómez Valderrama

»…Tú, que podrías llevar una aureola si cantaras lo sublime…»
La protesta de la Musa

Se puede decir que cualquier biógrafo actual de Silva está, o debería estar solicitado por un doble compromiso; 1) el de reconocer la distancia que lo salva del biografiado, que miraba las cosas de su época con una mirada distinta de la nuestra, y 2) el de reflejar bien con qué cómos y porqués debe acercarse a él, pues de la manera como se responda a éstos depende la forma como se releerá el pasado, en ese acto fundacional que está en la base de toda reinterpretación.
Ahora bien, un biógrafo que se hubiese hecho eco de ambas solicitaciones, tras comprobar que la biografía como género no cuenta con un instrumental propio para responder a ellas, no tiene más remedio que acudir a la pesquisa histórica o, más exactamente, a lo que desde la literatura más pudiera parecerse a una pesquisa histórica: la filología. De tal modo, fácilmente podría caer en la tentación de hacer suyo el ideario del filólogo a través de cualquier planteamiento que, como en el caso de ErichAuerbach  un filólogo que reconoce su procedencia viquiana , pusiese como punto de partida del investigador «no una categoría llevada por nosotros al objeto y en la que éste haya de ordenarse, sino un rasgo intrahistórico, comprobado en él» y que lo ilumine «en su peculiaridad» (1). Ateniéndose de forma rudimentaria a este principio, el biógrafo que aquí habla propuso en 1992 (2) como guía para entender la unión entre las tres figuras de Silva que creyó reconocer (la del esteta, la del histérico y la del irónico), la categoría del lector. Hoy quisiera barajar las mismas cartas de otra manera, proponiendo que si se acepta el texto «Crítica ligera»  donde el poeta exhibe sus lecturas poéticas, que en su parte más importante son las relacionadas con su viaje a París tres años atrás  como una especie de introducción en el tema de la lectura, y la novela emDe sobremesa como una especie de crispada apoteosis, en medio tenemos el remanso de las emGotas amargas, que serían el momento de mayor equilibrio. Este pequeño emcorpus poético tiene, en efecto, un ingrediente que lo convierte en punto focal de cualquier posible abordaje del tema: la ironía llevada hasta los extremos de la burla, la sátira e incluso la humorada, referido principalmente al hecho de la lectura o de las mitologías literarias acuñadas a través de la lectura.
En el Poema poética, el poema «Avant propos», que vendría a ser algo así como un exordio «al lector», leemos entre otras cosas: em«Pobre estómago literario / que lo trivial fatiga y cansa, / no sigas leyendo poemas / llenos de lágrimas» (3). Enfocada desde una óptica ya no tanto de filólogo como de arqueólogo, la idea de un estómago literario enfermo abre la puerta, a través de la mirada médica que el poeta parece hacer suya en el mismo título de La serie emGotas amargas (4), hacia un doble de ese estómago, un doble por así decirlo espiritual: el cerebro. Que el cerebro llega a ser considerado por Silva, al amparo de la síntesis médica que acaba forjándose para su uso personal, como una especie de estómago de ideas, que las buenas lecturas fecundan y las malas trastornan, hace parte de esa especie de circularidad hermenéutica, por llamarla de algún modo, que implica al propio Silva en los males que detecta en otros, al plantearse él mismo voluntaria o involuntariamente como sujeto y objeto de sus enfoques.
Acerca de uno de los poemas, «La respuesta de la Tierra», es oportuno precisar la anécdota que nos revela que La intención de Silva al escribirlo no era otra que la de satirizar a un amigo que se las pasaba hablando con los elementos y los astros, amigo que ha sido identificado como José Rivas Groot, el autor de «Las constelaciones». En el poema, en efecto, vemos cómo la figura de un poeta lírico, que Silva califica burlonamente como «emgrandioso y sibilino» (5), le formula a la Tierra las grandes preguntas a Dios o a la naturaleza heredadas por ciertos poetas del romanticismo… «em¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí venimos?». «Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo, en estas soledades aguardo la respuesta», se retrata grandiosamente el poeta lírico, sin lograr impresionar a la Tierra que, «emcomo siempre, displicente y callada, al poeta lírico no le contestó nada». Ahora bien, parece bastante claro que la intención del poema, más que satirizar a una persona concreta, es la de expresar el anacronismo de la figura del poeta lírico. El poeta lírico, grandioso y sibilino, que se considera sacerdote de la Tierra, es ya, para Silva, en el momento en que compone el poema   cuya intención en este sentido es menos ambigua que la que se detecta en «La promesa de la Musa», donde la Musa de los Poetas se autoenaltece por cosas que parecen caer en la órbita de las satirizadas en la «Respuesta de la Tierra« , una figura fuera de lugar, digna de ser ridiculizada. Pero el desplante protagonizado por la Tierra, al no dignarse responderle a nuestro poeta, parece tanto mayor cuanto que ella no es ya más que una naturaleza degradada, en lo que seguramente también tiene que ver la propia procedencia temática del poema; en efecto, es en su gabinete de lector empedernido y saqueador, donde Silva le roba a François Coppée un tema que ese gran poeta burgués de los temas menores que fue el poeta francés había orientado hacia el exotismo de la China y, paradójicamente, hacia una doméstica moraleja a la altura del lector burgués al que se dirige (6). Casi podemos imaginar a ese pobre planeta al que, antes de proceder a sentarse sobre él, el burgués, según Flaubert, había dado el tamaño exacto de su culo. Y es esta tierra ya degradada la que, en el burlón poema de Silva, ni siquiera responde a Rivas Croot, un colombiano retrasado de noticias que todavía desconoce el nuevo orden poético instaurado por Baudelaire en Francia (7). En cuanto a Silva, sabe que el poeta que históricamente está condenado a ser ya no puede formular en serio las preguntas de Rivas Groot, ni dirigirse a la naturaleza en los mismos términos; la sospecha más razonable es que este acto, en él, y en el contexto de las emGotas amargas, que representan la mayor exacerbación de la mirada irónica en su obra, iba más allá de la anécdota y reflejaba, o tendía a reflejar una postura que, a la larga, hacía posible la revisión de su propia obra. No podía José Asunción burlarse de quienes hablaban con la naturaleza sin burlarse un poco de sí mismo, del joven poeta que había escrito «A Diego Fallon» por ejemplo, por no citar más que un poema, y tampoco sin desplazar él mismo lo mejor de su poesía, aquélla que pertenece ya al continente simbolista o baudeleriano (8), hacia una luz nueva, con lo que queda bastante claro que buena parte de los poemas de Gotas amargas son crítica y autocrítica en acción.
Ahora bien, en «La respuesta de la Tierra» hay un protagonista que es cosecha exclusiva de José Asunción: aquél a quien llama poeta lírico. Ni rastro de él en el poema de Coppée, cuyo héroe es un emperador de la China. ¿Por qué lo define Silva como «poeta lírico«? ¿Y por qué a su vez el poeta lírico se autodefine como sacerdote de la Tierra? Las alusiones parecen apuntar aquí, con meridiana claridad, hacia una figura investida de un magisterio, una figura aureolada que, ya sea por la vía de una preocupación religiosa, tan importante en el primer romanticismo, ya sea por la de una impostación retórica tan frecuente en las más espurias y tardías derivaciones románticas, de las que el mismo Rafael Núñez es reflejo fiel en Colombia, encuentra su mejor expresión en la imagen del «poeta lírico». Éste ha terminado por creer que es el detentador laico de las grandes preguntas a las que antes respondía la religión: es inevitable pensar aquí en la figura de Víctor Hugo, en el que el mismo Silva piensa sin duda al escribir «La protesta de la musa», esa ambigua requisitoria contra el poeta que arrastra la poesía por los muladares de la política, requisitoria que termina, tal vez de forma involuntaria, delatando los propios anacronismos de una Musa que parece un calco exacto de la del autor de la emLeyenda de los siglos (cantar la bondad y el perdón, la belleza de las mujeres y el valor de los hombres, las conquistas de hoy, las locomotoras) y un negativo tanto más significativo cuanto que involuntario de la del autor de emLas flores del mal («¿Por qué has visto las manchas de tus hermanos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por qué te has entretenido en clavar esas flechas, en herirlos, en agitar ese cieno…?» (9)). Como se puede apreciar, el propio Silva, instalado ya en las corrientes de la modernidad que lo atraviesan y lo zarandean sin que él mismo lo sepa, parece remitirnos a Baudelaire, que se ríe en las barbas de Víctor Hugo de su fe en el progreso, y de esas ridículas mesas giratorias en las que el autor de la emLeyenda de los siglos encuentra respuesta a preguntas que, sometidas a examen, resultan ser las mismas del poeta lírico protagonista de «La respuesta de la Tierra».
Pero recordemos que, antes que contra la persona física de Hugo, Baudelaire apuntaba contra la misma figura del poeta lírico, que según él ya no tenía Lugar en la nueva realidad de la que su poesía levanta lenta pero sistemáticamente el atestado. Así, en el poema en prosa titulado «Pérdida de aureola» (10), un poema concebido como un fragmento de diálogo, el autor, como ha explicado Walter Benjamin (11), plantea en clave alegórica un problema que no es otro que el de las condiciones de la poesía lírica en la era moderna, la de las grandes ciudades y de las multitudes. El poeta lírico se ha extraviado en un lugar que no parece digno de él, y su contertulio se extraña: «¡Cómo! ¿Usted aquí, mi querido amigo? ¿Usted, en un lugar de mala nota? Ud., un bebedor de quintaesencias; Ud., que come ambrosía! De veras que me sorprende mucho». Entonces el poeta se justifica diciendo que al atravesar el bulevar, saltando sobre el barro en medio de los caballos y los coches, su aureola, en un gesto brusco, resbaló de su cabeza hasta el fango del asfalto, y que no tuvo el valor de recogerla, pues consideró menos desagradable el perder sus insignias que dejarse romper los huesos… «Y además, me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, cometer bajas acciones y entregarme a la crápula como los simples mortales. Y heme aquí, como Ud. ve, igual a Ud.!».
Nosotros, en el caso de Silva, podemos aclarar que la Santa Fe de Bogotá de 1890 estaba muy lejos de ser una metrópoli como el París de 1860, pero que en sus calles cualquier poeta lírico corría serio peligro de perder no sólo la aureola, sino también la vida, habida cuenta del mal estado de las calles y de los transportes. No se da en esa Bogotá todavía el anonimato de la gran multitud, del que sin embargo Silva hizo la experiencia en París, pero el ir en un caballo bien enjaezado es ya una truculencia que lo distingue a uno del resto de los mortales; y, lo más importante en el caso de Silva, el poeta lírico puede ser saludado y reverenciado en las esquinas, y en los salones donde recita sus poemas, pero si debe dinero, como él, es zarandeado sin contemplaciones y llevado a la guillotina de la ejecución comercial. Además, cosa también muy reveladora en el caso de quien elogiara la poesía de Rafael Núñez, la «Musa venal» del poema de Baudelaire puede tentar al joven poeta lírico con propuestas indignas, que no admiten disculpa ni siquiera cuando esa «Musa venal» es la mamá de uno que le pide todo el día que escriba bien sobre el Presidente. Todo eso, para una persona sensible como José Asunción, atenta a las secretas corrientes que hablaban de la gran ciudad que se aproximaba, y estaba ya a las puertas, como Atila, debió ser vivido en lo más íntimo como una forma de exilio. Y nadie más que una persona con sus condiciones podía escribir una pieza como «El paraguas del padre I.eón» (12), que aquí propondríamos como el texto donde Silva pierde estéticamente la aureola que ya había perdido económicamente en el enfrentamiento con el señor Uribe; el poeta acosado y sorprendido emin fraganti que se defendió como gato panza arriba durante las ejecuciones y que, intentando mantener la dignidad, salió dando un portazo pero tocado en lo más íntimo, levanta en «El paraguas del padre León» el atestado histórico y estético de la lucha de dos mundos, uno que desaparece y otro que se abre paso a empellones. El narrador, que pertenece al mundo del curita que se desplaza pesadamente bajo la lluvia, ve aparecer de súbito el lujoso coche del ministro. Debió ser ese el momento en que, para no ser atropellado, el narrador de la crónica se echó bruscamente a un lado, dejando caer el bombín y la aureola. Si los recogió o no, como en una variante consignada en «Fuseés» (13) Baudelaire propone qué hizo él mismo, quedándose con la impresión de que el gesto era de mal agüero, es una ardua cuestión que no debería ser resuelta sin tener en cuenta el gusto proverbial de Silva por la parodia y la burla, pues bien pudiera ser que la hubiese recogido, pero no en un acto de desbordamiento, sino remedando la forma como lo hubiera hecho otro, Rivas Groot por ejemplo, por lo cual Silva podría haber hecho suyo este comentario de Baudelaire: «Pienso con regocijo que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Cuánto disfruto haciendo a alguien feliz! ¡Y sobre todo, a un afortunado que me hará reír!«
Y sin embargo, tanto para Baudelaire como para Silva, no era asunto de broma. Pues si a Baudelaire le quedó la sensación de que el gesto de recoger la aureola era de mal agüero, sospecha que su discípulo colombiano hubiese suscrito pensando en sus chapolas negras  no hay que olvidar lo que una aureola, una gloriola o una lira de poeta valen en casa del prestamista . «¿Cuánto prestan por una lira en la casa de empeño?», se pregunta Baudelaire en Los «Diarios íntimos» haciéndonos recordar con una sonrisa al poeta que tuvo que cambiar su lira por una fábrica de baldosines, y que pagó con dos cuadros parte del alquiler de la última casa que habitó, y en la que nos encontramos hoy.
Tal es el Baudelaire esencial, fundador de la modernidad, que se puede entrever en aquella parte de la poesía de Silva que, a la luz de la autocrítica implícita en emGotas amargas, navega claramente las aguas de un continente poético nuevo. La idea, aquí, es la de que ese estómago cerebral de Silva ha hecho una buena digestión literaria; ¿pero ocurre lo mismo en el tercer emcorpus de lector que hemos propuesto, la novela emDe sobremesa? Manteniéndonos en el registro baudeleriano que guía nuestra reflexión, remitámonos simplemente al pasaje en que Fernández, tras agredir a su amante Lelia Orloff por haberla sorprendido haciendo el amor con otra mujer, reconoce, al analizar más tarde su reacción, que lo anormal lo fascina «como una prueba de la rebeldía del hombre contra el instinto», lo que es una de las declaraciones más explícitas que se pueden encontrar en la obra de Silva de una adscripción al credo de lo artificial que niega lo natural, en un contexto en el que el propio asunto en cuestión, el lesbianismo, subraya la intención baudeleriana. Más adelante, cuando el protagonista se examina, buscando el origen de su mal, analiza su alma proteica, tan influenciable por las lecturas y los ambientes, y habla del «cultivo intelectual emprendido sin método y con locas pretensiones al universalismo» que lo ha llevado a perder la fe y ha hecho nacer en él «una ardiente curiosidad del mal, un deseo de hacer todas las experiencias posibles de la vida». Que el protagonista sigue hablando en clave baudeleriana, y que utiliza la palabra Mal en ese contexto, nos lo testifica el que enseguida se refiera al terror que siente ante la muerte, o ante la incertidumbre de si existe Dios, y luego se desdiga: «No, no es terror de eso, es terror de la locura…», para aclarar finalmente: «¿loco? ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande, para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant… ¡Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo…» (14).
Respecto al Baudelaire que anima este pasaje, un Baudelaire de cartón piedra, un Baudelaire loco y trasnochado, que parece visto a través de la lente caricaturizante de una patología lombrosiana, utilizado por el protagonista de forma ambigua (ilustración de la enfermedad y al mismo tiempo el más grande de los poetas), tenemos que decir que se trata del Baudelaire de José Fernández, incluso el del Silva novelista, pero no del Baudelaire al que nos referíamos antes, el que por impregnación ha llevado a Silva a los grandes temas de la modernidad, o incluso el que ha logrado hacer digerir al cerebro estómago del poeta colombiano lo mejor de la teoría de las Correspondencias. Este Baudelaire esquemático de emDe sobremesa con el que, a través de la imagen latente de un emestómago cerebro libro atiborrado de Mal, se equipara José Fernández so pretexto de que ha acumulado como lector indigestado y persona proteica las mismas experiencias que llevaron al autor de emLas flores del mal a la locura, cosa que ha puesto su cerebro al borde del colapso, es simplemente un Baudelaire en negativo, en el que la propia puerta de los Paraísos artificiales aparece descrita (¿y condenada?) en negativo: «Desde hace años el cloral, el cloroformo, el éter, la morfina, el hachís, alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de la que habla Lasegue» (15).
De alguna manera, lo que se puede sacar en claro de todo esto es que el protagonista de la novela se reconoce como un estómago cerebro indigestado, y se autocondena en los mismos términos en que lo hubiera hecho Max Nordau, y también que en el experimento está implicado el propio autor: hay una complicidad manifiesta, casi una complacencia, entre el novelista y el mundo que se representa. Complicidad que, por otra parte, copiada de Barrès, forma parte del legado de la literatura Fin de siglo, en la que se da una «circularidad  manifiesta en los mismos recursos narrativos  entre lo que el escritor imagina y lo que siente como experiencia en sí mismo» (16), lo que por . cierto explica el auge del Diario durante ese período. En efecto, se trata de un novelista que se ha convertido en médico de sí mismo, en médico y experimentador: tal es la categoría de escritor, absolutamente desaparecida hoy, y por eso recuperable hoy sólo por vía filológica o arqueológica, en la que habrá que colocar a Maurice Barrès, baudeleriano vergonzante, que supo averiguar dónde estaban los problemas, pero que los interpretó siempre al revés. Por eso, si la historia de la literatura pudiera desglosarse en una historia de los problemas literarios y otra de las soluciones, nos encontraríamos con que Barrès y Proust se hallan, en una y otra, espalda contra espalda. Pues la máquina de sensaciones en que Barrès quería convertir el cerebro mediante la disciplina de los nervios, para que produjera sensaciones como se producen las notas al tocar las teclas, no había que inventarla, sólo había que interpretarla y traducirla; esa máquina no era otra que la mente humana, cerebro estómago convertido ahora en objeto de los científicos como Charcot y Freud, una máquina cuyos automatismos e intermitencias exploró narrativamente el mayor novelista de nuestro siglo, Marcel Proust, en los siete tomos de emÀ la recherche.
Ahora bien, en esa historia de la literatura desglosada en una de los problemas y otra de las soluciones que acabamos de imaginar, Silva, como novelista, se clasificaría en el primer apartado, junto a Barrès, por más que en otros momentos de su obra parezca estar en el segundo y anunciar incluso la reminiscencia proustiana. En el núcleo central de su novela hay un cerebro estómago enfebrecido, cuyo mal se hizo inteligible para este biógrafo al sospechar que, en el momento de soñar el éxito de su empresa de baldosines, Silva se expande hasta el punto de contaminar biográficamente a su protagonista (17). En otras palabras, el novelista de emDe sobremesa va a contracorriente del poeta de las emGotas amargas, o, mejor, se convierte en aquélla en ilustración de lo que critica en éstas, ya que, en el polo opuesto de una poética realista, la fórmula que Barrès le brinda a Silva, la de un autor que se desdobla en médico y enfermo, no parece la más favorable para el distanciamiento y la ironía. Por eso definimos hoy emDe sobremesa, antes que como la novela de un poeta sin lira y aureola, como la novela de un novelista sin poética que ni siquiera lo sabe y, en su desconcierto, se aferra a la idea de un lector esteta, que lo sepa comprender. Demanda casi patética que, dirigida a un lector de poesía, hubiese situado el debate en la vía correcta, pero que destinada al lector de una novela no hace más que demostrar la hibridez de la misma fórmula que intenta extraer de la estética simbolista los elementos de una poética narrativa (18).
Considerado Silva a la luz de ese arquetipo metafórico cerebro estómago tan implantado en su obra, y que refleja tan bien la presencia del hecho de la lectura, podemos ver más claramente al poeta propiamente dicho, al poeta que alcanzó el punto más allá en los Nocturnos. Porque así como el Silva novelista se desborda, a falta de una poética de novelista, el Silva poeta logra concentrarse en la imagen de un cerebro estómago que digiere de forma autosuficiente; esto es, que puede prescindir del corazón o se ha librado de lo que Silva llama el «chancro sentimental». Aquí lo vemos una vez más encontrarse cara a cara con Baudelaire, en quien empieza, como señala Hugo Friedrich, la despersonalización de la lírica moderna, a la que debemos reconocer hoy que pertenecen ese puñado de poemas en los que, durante tanto tiempo, se ha creído encontrar resonancias religiosas, románticas, metafísicas y finalmente autobiográficas. El autor del nocturno «Una noche», por citar sólo el ejemplo más obvio, no estaba postulando en su poema la unidad de su palabra y su persona empírica, sino estableciendo, por decirlo así, las reglas técnicas de un pathos anímico, en el escenario de una naturaleza interior que responde emmotu proprio a un sujeto que ha aprendido a escucharla: tal cosa le permitía al poeta traducirse, leer en sí mismo, en su recuerdo (biográfico), de acuerdo al ideal baudeleriano de un arte que cree «una magia sugestiva conteniendo a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo» (19).
En este sentido, es forzoso reconocer que tras del autor de ese puñado de poemas y textos que lo acreditan como el mayor poeta colombiano en el siglo XIX, había un espíritu que asimiló de manera satisfactoria, a pesar de las limitaciones de su medio ambiente, las nuevas experiencias de la modernidad. Lo cual quiere simplemente decir que un intelectual dotado de una curiosidad fuera de lo común sirvió de base al poeta y lo nutrió en su momento de mayor lucidez; luego, cuando vino la hora de lo que baudelerianamente habría que definir ya no como la pérdida de la aureola, sino como la pérdida de la heroicidad por pérdida de la «concentración», y comenzó la dispersión, entonces intentó salvarlo mediante un experimento narrativo que hoy nos sorprende por sus preguntas más que por sus respuestas, por la modernidad de sus preocupaciones más que por el resplandor de sus hallazgos, y que constituye el mayor interés de la novela, una vez reconocido su fuerte molde autobiográfico y su carácter de emMathesis (o compendio de saberes de su época).
La recuperación de la figura de este Silva intelectual que en el contexto de la de finales del siglo XIX supo instalarse en la corriente de la modernidad, por lo que debe ser reivindicado como uno de los primeros modernistas, no podía prosperar cuando la visión del modernismo seguía ciegamente los pasos del enfoque personalista fomentado por Rubén Darío, que gustaba de aludir a unos precursores que sólo entraban a medias en una foto en la que él ocupaba el lugar central, ni cuando el suicidio del poeta, con el que probablemente éste tan sólo aclimató en Latinoamérica el discurso de la muerte que Nietzsche había enunciado en Europa, lejos de ser desanecdotizado y desmitificado, seguía siendo considerado como un acto sin sentido, que existía no en, o a favor, sino a pesar de su obra. Este a pesar hoy ya no tiene razón de ser entre quienes tengan la voluntad de enfrentarse seriamente a una imagen real del autor, sin aditamentos tremendistas y oportunistas que disfracen con una nueva aureola de morbo su figura, o reminiscencias mitificadoras que lo muestren como víctima de conflictos religiosos y metafísicos que únicamente en sus raptus más histéricos pudo reconocer como suyos.
A estas alturas, cuando se celebra su centenario, no debe ya permitirse que algunos vuelvan a poner de contrabando sobre la cabeza de Silva la aureola que, después de caída, sólo se había puesto como histérico o parodiador, y en sus manos la lira que había dejado en la casa de empeño. Pues este Silva recoronado, estentóreo y envejecido, ha impedido ya durante mucho tiempo que se piense en lo que significaba realmente morir a la edad de treinta años, de idéntico modo que, durante un siglo de soledad, ha brindado a los colombianos, con su anacronismo y sus chapolas negras, una manera de alejarse de sí mismos, esto es, de ver en el otro  el Silva del mito y la leyenda  una imagen que no les ayudaba a ser más reales, ignorantes como eran de que todo conocimiento es un co nacimiento, según el hermoso juego de palabras de Claudel. Este Silva, en suma, ha sido la causa de varios desencuentros; en primer lugar, el que hizo posible que durante todo ese tiempo los colombianos se distrajeran pensando en el presunto «incesto» carnal del poeta, pero reflexionaran más bien poco en la casta gobernante que, encontrando en la cultura grecolatina su modelo y haciendo de Bogotá una «Atenas sudamericana», convirtió en el siglo pasado y parte de éste al poder político en el privilegio de un puñado de familias gracias al «incesto» institucionalizado del matrimonio endogámico. En segundo lugar, los hizo escandalizarse del descalabro comercial de Silva mientras encontraban enfermizamente llevadero el anacronismo cultural y económico que impuso al país el dominio político de esa casta «endogámica», con el descalabro de una última guerra y la consecuente secesión de Panamá. Y, finalmente, los incitó a cultivar con morbo la imagen mítica del suicida que por un hado fatídico familiar se pegó un tiro, mientras se quedaban sin comprender por qué un hado fatídico nacional consagró a Colombia en nuestro siglo como uno de los países más entregados al culto práctico de la muerte; no la muerte de dimensión antropológica venerada en México, sino la muerte suicida que, tras recibir la herencia de las siete guerras civiles del siglo XIX, condenó en el XX al país a la más sangrienta guerra civil no declarada.
Hoy, cuando el poeta cumple cien años de muerto, tras quitarle a Silva la aureola, dejándolo desnudo en lo que fue: un poeta sin par, un intelectual espléndidamente dotado y, englobándolo todo, el primer escritor moderno de su país, un biógrafo lo propone aquí, como alguien que tenemos que hacer nacer de nuevo, con la sospecha de que, ahora sí, ese nacimiento será un co nacimiento. Porque, por otro lado, hacer nacer de nuevo a sus predecesores es un derecho inalienable que hoy deberían saber reivindicar quienes, al mirar hacia atrás, ven en el pasado la simiente del futuro; lo anunció Eliot, al constatar que cada generación relee el pasado e inventa sus predecesores, lo dijo Borges, cuando apuntó que son los nuevos escritores los que influyen sobre sus maestros, y casi que lo intuyó Martí en el Ismaelillo, cuando señaló: «hijo soy de mi hijo, él me rehace».

1. Erich Auerbach, Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Media (Barcelona: Seix Barral, 1966), 23, 24.
. Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1990). 3. José Asunción Silva, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 73.
4. Nombre con el que ya en el siglo pasado se conocían distintos bebedizos, especialmente de carácter estomacal, como las golas amargas de Baumé, que se administraban «contra los cólicos ventosos y ciertas dispepsias’, como bien nos informa el Diccionario enciclopédico hispanoamericano, editado por Montaner y Simon en Barcelona.
5. Silva, Op. Cir., 75.
6. François Coppée, Poésies, 1874 1878 (París: Librairie Alphonse Lemerre, 1891?), 152.
7. Como es sabido, a la hora de definir una estética de la modernidad, Baudelaire, siguiendo la lógica de su posicionamiento a favor de lo insólito y lo bizarro, reaccionó contra el progreso y el naturalismo positivista que, en la época, era su mejor síntesis estética. Por ese camino, la reducción positivista del arte a lo natural llevó al poeta a pronunciarse también contra la Naturaleza y a defender el «artificio» y el «paraíso artificial».
8. La metáfora del «continente» sirve para poner en evidencia que se puede ser baudeleriano por convicción o por impregnación, o bien por ambas cosas a la vez, como en el caso de Silva, que ha recibido por distintas vías la influencia del autor de Las Flores del mal. El problema con él es que, aparte de tener un instinto especial para situarse en medio de corrientes contradictorias, por su independencia y autodidactismo está más abocado a recibir las influencias por impregnación, lo cual no facilita las cosas a los investigadores que actúan como si un autor leído fuera un autor citado. Para saber hasta qué punto este criterio puede causar estragos, téngase en cuenta el caso de Barrès, autor predilecto de Silva y gran lector él mismo de Baudelaire, que en sus borradores eliminó de sus libros casi todas las citas del autor de Las Flores del mal.
9. Silva, «La protesta de la musa», Op. Cit., 356.
10. Charles Baudelaire, «Perte d’aureole», Le Spleen de Paris, Oeuvres complètes (París: Gallimard, 19751976), I, 352.
11. Véase Walter Benjamin, «Sobre algunos temas de Baudelaire», Poesía y capitalismo (Madrid: Taurus, 1980), 168 9.
12. Silva, «El paraguas del padre León», Op. Cir., 363.
13. Baudelaire, Op. Cit, 659.
14. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 293, 294.
15. Ibidem.
16. Luis Maristany, El artista y sus congéneres. Diagnósticos sobre el fin de siglo en España, tesis doctoral inédita.
17. Contaminación biográfica que, «descubierta’ a posteriori en José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, ha convertido sin más al autor de esta biografía en exponente del enfoque biográfico aplicado a De sobremesa, cuando lo que sólo ha intentado explicar es que los personajes de esa novela están inspirados en personajes reales, no que son un calco de esos personajes reales. ¿Por haber aclarado que los personajes de la Recherche tenían modelos reales, George Painter y los más recientes biógrafos de Proust están defendiendo la interpretación biográfica de dicha novela? Aquí se confunden el nivel constatativo del biógrafo y el nivel interpretativo del crítico, y así como se condena al biógrafo por el pecado que no cometió, cuando sólo cumplía con su obligación, se incita al crítico a no cumplir con su deber, que es el de constatar por sí mismo o por otro (el biógrafo) antes de interpretar.
18. De sobreme.ca aparece como una novela sin poética sobre todo si se la juzga desde los presupuestos de la novela realista, cuya poética estableció Flaubert, presupuestos que no son los mismos de la novela naturalista. Cierto es que Silva reacciona contra esta última en De sobremesa, pero en sus inquietudes sobre las posibilidades del género en la retrasada Bogotá de su época lo que invoca sin decirlo es la poética de la novela realista (y de ahí la importancia, en él, de lo que separa a la novela realista de la novela naturalista). Ahora bien, que la reacción contra la novela naturalista puede llegar a hacer vislumbrar las posibilidades de una nueva poética, la de la novela hoy llamada lírica, en la que encajaría más cómodamente De sobremesa, es un tema que se ha de examinar con cuidado. ¿Existe realmente una poética de la novela lírica? ¿En qué consiste esa poética?

19. Baudelaire, «L’art philosophique’, Op. Cir., 598.

***

LA POLIFONÍA DEL MODERNISMO Y LA MODERNIDAD DE LA POESIA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

IVAN A. SCHULMAN

Universidad de Illinois

UNA APERTURA NECESARIA

Internarnos en el espacio de «la ternura vaga», «los tiempos idos», y «las noches pálidas» («Al oído del lector» (1)) de los versos de José Asunción Silva, viajar por el reino contracultural de sus Gotas amargas, requiere, por parte del lector moderno, la suspensión de rutinarias prácticas racionales de contemplación y lectura (2). El aliciente de su arte, el de toda imagen literaria, tiene el poder de conducirnos a un mundo de liberación radical en cuyos espacios las reglas y los hábitos de la cotidianidad se suspenden al identificarse el lector con el texto (3). Y si logramos liberamos de las vendas de la cognición tradicional, las que Martí identificó en el prólogo a «El poema del Niágara» con la nada difícil faena de distinguir en nuestra existencia «la vida pegadiza y postadquirida, de la [vida] espontánea y prenatural» (4) se abre un universo inexplorado de perfil revisionista. De modo similar, en cuanto al discurso crítico, si nos emancipamos de las amarras de conceptualizaciones críticas consagradas, emergerán lecturas alternativas de los textos modernistas. Estas reapropiaciones y reajustes críticos configurarán de otro modo la naturaleza y las fronteras del imaginario modernista, y en relación a la obra de Silva, contribuirán a percibir con mayor precisión las sistémicas construcciones lingüísticas y estilísticas del poeta como sujeto moderno.
La poesía de Silva, en sus distintos registros ideológicos y estilísticos, narra el anhelo de liberación, aspiración colectiva de la escritura modernista que se traduce en enunciaciones heterogéneas de «tesoro personal», como decía Darío en sus «Palabras liminares» (5). Es un discurso híbrido, representación prototípica de la Edad Moderna, textualización que resulta del enfrentamiento  consciente o inconscientemente  con el proceso de la racionalización de la modernidad, la que, como nos dice Julio Ramos, impone reubicaciones y remoldes socioeconómicos. El escritor modernista, «al no contar con soportes institucionales […se encara con] el proceso desigual de autonomización […que] produce la hibridez irreductible del sujeto literario posibilitando incluso la proliferación de formas mezcladas» (6). Estas sorpresivas concreciones «mezcladas», a veces contradictorias y, en el fondo, revolucionarias (o devolucionarias), constituyen el signo de la originalidad de la literatura de la modernidad. A esta dimensión del discurso moderno/modernista aludió Saúl Yurkiévich al señalar que «el modernismo no practica ninguna ortodoxia, tampoco propone una estética lineal o sistemática. Opera un movimiento expansivo impulsado por una poética de englobamiento» (7). Se trata, en fin, de una poética que busca expandir las fronteras de la expresividad mediante la apropiación de voces y modos de una experiencia universal  del pasado y del presente , modos existenciales «engullidos» en forma selectiva y sin miras a normas, pautas o límites de la estética o de la ideología.
HACIA EL DISCURSO POLIFÓNICO
El discurso crítico en torno a la poesía de Silva se ha inclinado hacia lecturas literales y racionalizaciones que han escindido su obra   «El libro de versos» / «Las gotas amargas« , práctica casi ritual en cuanto a la producción de la mayoría de los escritores modernistas. En torno a la de Silva, piénsese en la ya clásica observación de que Silva, con el nombre de Gotas amargas, pensaba hacer «un cuerpo aparte» (8). Secuela de pronunciamientos como éstos ha sido el descuido de las exploraciones polifónicas de las producciones híbridas del modernismo; en su lugar, nos hemos acostumbrado a lecturas fraccionadas que suelen erigir fronteras cerradas entre los distintos registros discursivos de versos o de libros poéticos  el Martí apolíneo de los Versos sencillos/ el Martí dionisiaco de los Versos libres; el Darío de la torre ebúrnea de las Prosas profanas l el Darío criollista americanista de los Cantos de vida y esperanza. En lugar de estas prácticas quisiéramos argüir en favor de una crítica que tome en cuenta la polifonía discursiva que, en forma acrática, frente a las disfunciones socioeconómicas de su época, ensayaron los modernistas en variadas y muy individuales formas al resemantizar su mundo. Crearon textos de componentes híbridos cuya lectura pide, a nuestro modo de ver, el deslinde del diálogo de matices heterogéneos y, al mismo tiempo, el estudio de los lazos entre los refractados signos de la escritura modernista y la sociedad en torno (9). Estamos convencidos de que si leemos la expresión modernista de esta manera, o sea, como narración polifónica de las metamorfosis de la modernidad, se percibirá con mayor claridad el sentido de los nexos y las correspondencias textuales que vinculan a los escritores modernistas, o sea, Los «vasos comunicantes», estéticos e ideológicos, de su arte.
POESÍA DE LA MODERNIDAD, POESÍA DE LA INTIMIDAD
«Toda creación artística es también práctica social, y por ello, producción ideológica, precisamente porque es un proceso estético y […] no porque sea una práctica social que represente o refiera tal o cual «realidad»» (10). Si revisitamos los textos del modernismo desde esta perspectiva socioestética, encontraremos en los textos de estilo y tono más heterogéneos los signos de su coincidencia. Su enlace se origina en el hecho de que los artistas e intelectuales finiseculares de América, observadores estigmatizados de las transformaciones estructurales socioeconómicas y culturales de la segunda mitad del siglo XIX, se sentían alienados por el proceso de modernización cuyos códigos de racionalidad instrumental relacionó Martí en su manifiesto del modernismo, prólogo a «El poema del Niágara», con la reconstrucción de la conciencia humana y la labor experimental de una nueva generación de poetas:

¡Ruines tiempos  escribió el cubano  en que no priva más arte que el de llenar bien los graneros de la casa, y sentarse en silla de oro, y vivir todo dorado; sin ver que la naturaleza humana no ha de cambiar de como es, y con sacar el oro afuera, no se hace sino quedarse sin oro alguno adentro! […j ¡Ruines tiempos, en que los sacerdotes no merecen ya la alabanza ni la veneración de los poetas, ni los poetas han comenzado todavía a ser sacerdotes! (11).

Estamos en el año 1882. Como consecuencia de los «ruines tiempos» estos poetas representativos de la metamorfosis y el «remolde» del mundo moderno eran, en su concepto, «pálidos y gemebundos», su obra, «atormentada y dolorosa«; de ahí, concluía, la proliferación de la «poesía íntima, confidencial y personal» (12) que caracteriza la de los primigenios poetas modernos: José Asunción Silva, Julián del Casal, el mismo Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Juana Borrero, cuyo centenario también celebramos este año.
En su exégesis de la cultura y las literaturas modernas, Martí se cuidó de atribuir a un persistente estilo romántico el espíritu intimista de la nueva generación poética; lo relacionó más bien con el reflejo de la «crisis universal de las letras y el espíritu» que Federico de Onís hace años asoció con la génesis de la literatura modernista’ (13). La del verso de Silva constituye un arte contrahegemónico, arte de renovación, arte producto de la pérdida de tradiciones, expresión que propone innovaciones y vueltas ante los asaltos e inquietudes del mundo moderno. Su modernidad es plural: en su evolución se produce una desarticulación entre la modernización socioeconómica, producto del relato liberal iniciado a fines del siglo XVIII, y la modernidad estética, discurso contracultural que cuestiona y subvierte la cultura materialista de la modernidad burguesa’ (14).
Nuestro concepto del modernismo parte de la idea formulada por Onís, quien insistió en el error de establecer diferencias entre modernismo y modernidad porque «modernismo es esencialmente […] la búsqueda de modernidad» (15). Y lo que llamamos modernidad presenta dos caras según Calinescu, la burguesa y la estética:

[…] En algún momento  teoriza  durante la primera mitad del XIX se produjo una escisión irreversible entre la modernidad vista como una etapa de la historia de la civilización occidental  un producto del progreso científico y tecnológico, de la revolución industrial, de las profundas transformaciones económicas y sociales creadas por el capitalismo  y la modernidad como un concepto estético. Desde entonces, las relaciones entre las dos modernidades han sido terminantemente hostiles, pero sin que esto impida que se estimulen y se influyan al tiempo que con encono han buscado destruirse una a la otra (16).

A partir de la apertura del modernismo hispanoamericano, la modernidad se inserta en el arte como estética proteica, descubridora de los persistentes conflictos de tres ámbitos fundamentales en pugna: el político, el socioeconómico y el cultural. Como producto de una creciente burguesía y de una acelerada diversidad de los estratos sociales, complejos y móviles, hay varias modernidades, como hay varios modernismos (17). El espíritu revolucionario de este arte  en cuya génesis y construcción Silva tiene un papel preponderante  no se contenta con un estilo único, insatisfacción que genera una modernidad artística polifónica cuyo radicalismo a veces se exagera y se exaspera a lo largo del siglo modernista.
El artista de estas modernidades es el agente de la aventura creadora y el historiador de su experiencia como individuo y como artista ante, contra y en la sociedad de su tiempo. En su triple búsqueda de una expresión auténtica, de una ubicación éticoexistencial y de una identidad raigal, personal, nacional y cultural, rehúsa la superficie; bucea en el mundo de las sensaciones; se interna en la cultura urbana; y explora los intersticios de la confluencia de la conciencia individual y social’». Poetas de «vallas rotas» y de porvenir incógnito, los escritores modernistas alaban y critican, respaldan y rechazan los valores culturales y sociales de la época de crisis en que viven y producen su arte. Su postura ambigua ante los dilemas de su edad refleja las confusiones y contradicciones del creador que sufre, demanda y tantea, inseguro de lo que anhela alcanzar. Formula respuestas parciales o paradójicas, o urde metas frustradas o inservibles, busca caminos sin descanso en una topografía sin héroes y sin Dios a la vista. Ante este panorama el descorazonado Silva observa: «De la vida del siglo ponte aparte /… Y cuando llegues en postrera hora / a la última morada / sentirás una angustia matadora / de no haber hecho nada…» (19).
Las bases y orígenes de la experiencia moderna en América fueron contextualizados por Martí en su prólogo/manifiesto a «El poema del Niágara». En este ensayo describió la experiencia del sujeto moderno como una »…vida personal dudadora, alarmada, preguntadora, inquieta, luzbélica…», y señaló que «la vida íntima febril, no bien enquiciada, pujante, clamorosa, ha venido a ser el asunto principal, y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna» (20). Frente a la economía y tecnología burguesas el escritor hispanoamericano, desligado y enajenado del proceso sociopolítico, propuso un arte autónomo y una contracultura:

Cualquier historia de la literatura de la edad moderna  afirma Trilling  virtualmente da por sentada la intención subversiva que caracteriza la escritura moderna, percibe el propósito claro de separar al lector de su acostumbrado pensar y sentir impuesto por la cultura en general, de ofrecerle un terreno y un lugar estratégico desde el que juzga y condena y tal vez revisa la misma cultura que lo había producido (21).

Por eso, decía Martí, los escritores modernistas no podían ser «ni líricos, ni épicos… con naturalidad y sosiego…, ni [cabía] más lírica que la que saca cada uno de sí propio, como si fuera su propio ser el asunto único de cuya existencia no tuviera dudas…«Z2. Arte descentrado, arte de ansiedad, arte metamórfico de una experiencia interiorizada, arte de transición, arte que cuestiona los signos de la cultura dominante y en el proceso crea textos lúdicos que, en algunos casos, proponen la censura de exagerados y nuevos estilos o formas de pensar. Pensemos en la «Sinfonía color de fresa con leche» y sus «venusinos cantos de / sol y rosa, de mirra y laca», y su »…historia rubendariaca / de la Princesa Verde y el Paje Abril’ (23) o en «Obra humana» con su óptica crítica y la visión contracultural frente al proceso de la modernización económica:
Y en donde fuera en otro tiempo el nido,
Albergue muelle del alado enjambre,
Pasó por el espacio un escindida
Telegrama de amor, por el alambre (24).
CONSTRUYENDO LA SUBJETIVIDAD
«La Modernidad es ante todo la `invención’ del individuo; y en esta nueva racionalidad el individuo viene a ser el sujeto normativo de las instituciones, el ser que transforma los valores culturales y el imaginario social», según afirma E X. Guerra (25). En ese imaginario se filtran los códigos del romanticismo, sobre todo entre los modernistas primigenios como Silva. «En los primeros versos de Silva  nos dice Orjuela  y en buena parte de su producción posterior, se percibe un soterrado sentimiento romántico. Esto ha dado lugar a que impropiamente se le considere `el último de los románticos colombianos’ y a que muchos de los críticos más autorizados lo hayan catalogado como poeta de transición…» (26). Pero, con base en los conceptos teóricos sobre el modernismo que hemos ido exponiendo, la presencia de los registros románticos no disminuye la modernidad de su escritura. El escenario nocturno, las notas de ternura, el ambiente misterioso, la tenue melancolía y el grito de dolor de versos como:
Tal vez la serenata con su ruido
Busca un alma de niña que ama y espera,
Como buscan alares donde hacer nido
Las golondrinas pardas en primavera.
El cantor con los dedos fuertes y ágiles
De la vieja ventana se asió a la barra
Y dan como un gemido las cuerdas frágiles
De la guitarra (27)em.
nos remiten, en un nivel metafórico, a la percepción de la soledad, las tinieblas y la incertidumbre espirituales de un artista autoconsciente del aterrador aislamiento y de las dudas existenciales y metafísicas del escritor rodeado de una cultura comercializada. Desde la narrativización poética de la existencia, Silva, como otros artistas coetáneos elaboraba su universo en la intimidad y entreveía verdades metafísicas en los intersticios de una realidad selectiva cuyas insistentes metaforizaciones son las notas, los objetos, los ruidos misteriosos, la luna pálida. Con estas construcciones imaginísticas se forja un simulacro de la naturaleza, una realidad volcada hacia el interior: «¡Colores de anticuada miniatura, / Hoy, de algún mueble en el cajón dormida; / Cincelado puñal; carta borrosa, / Tabla en que se deshace la pintura / Por el tiempo y el polvo ennegrecida» (28). Nuestro poeta pertenece a la generación de poetas «gemebundos», como decía Martí, que producían un verso atormentado y doloroso, una poesía «íntima, confidencial y personal, necesaria consecuencia ~n el concepto del ensayista cubano de los tiempos…» de transformación espléndida pero confusa (29).
Es este proceso creativo de la nueva poesía una exploración del alma y de la naturaleza, y hay en él mucho del legado de un romanticismo que confiere, según Berman (30), un status especial al artista, quien a menudo formula conceptos efímeros o tentativos. En las primeras etapas de esta modernización literaria destacan los idealismos del discurso romántico; en sus registros, el imaginario busca la legitimación de su arte mediante un léxico experimental  ejemplo: las Cotas amargas  que da expresión a posturas ideológicas de una modernización temprana. Su discurso constituye una invención que incorpora y, a la vez, rechaza la modernidad burguesa. La imagen del artista se construye a través de la representación del espíritu y del genio individuales; desde las orillas de la subjetividad, su espíritu y genio se convierten en instrumentos de conocimiento, transformación, crítica, subversión o inversión. Pero también refractan la voz de un artista hastiado y desengañado frente a las estrecheces de la naturaleza humana y los desafíos de la vida material. Se trata del artista que observa el paisaje de un mundo de ideales sacrificado en aras del imperante espíritu mercantilista. Era una época en que «las flores» de «la continua lucha» «ajó del mundo e1 frío» (31), y en que el anhelo contrahegemónico se realizaba en los «sueños de color de armiño», «cuando mi alma su vuelo emprende l a las regiones de lo infinito» (32). ¿Existen alternativas o soluciones a la marginalización? El escape, la lucha  o en los momentos de mayor decepción  la inercia.

LA AUTONOMIA DEL SER
Revisar el arte de la poesía de Silva en términos de la modernidad implica que no valoremos las supercodificaciones «individualistas» de su obra exclusivamente en términos de los códigos de un rezagado estilo romántico. Reconocemos, sin embargo, que en el arte de Silva, como en el de los demás poetas primigenios del modernismo hispanoamericano, existe un innegable filón romántico. «¿Quién que Es, no es romántico?», sentenció Darío; (33). Se concretiza este venero estilístico en la obra de los artistas del comienzo del período de la modernidad burguesa y estética, época de transición en que sienten la angustia de la tensión entre el peso de la tradición, el deseo de innovar y el repudio por parte de la cultura dominante de sus aspiraciones espirituales. La representación icónica de esta disyuntiva son los versos de apertura y de cierre de «Un poema«:
Soñaba en ese entonces en forjar un poema,
De arte nervioso y nuevo, obra audaz y suprema,

Le mostré mi poema a un crítico estupendo…
Y lo leyó seis veces y me dijo… ¡No entiendo! (34)em.
En la construcción de su imaginario, los artistas de la primera generación modernista luchan por definir el ego y afirmarlo frente a los códigos de una realidad disgregadora y metamórfica cuyas normas socioeconómicas son el producto de la cultura mercantilista. El ser, frente a esta experiencia desconcertante, se fragmenta; el arte que engendra incorpora las rupturas con los valores normativos pero frágiles del mundo moderno finisecular de América, valores que se diferencian de los de los escritores románticos pertenecientes a un mundo premoderno cuyas producciones literarias son de signo derivativo. En cambio, en las obras de los modernos se evidencia una confrontación de raíz profunda y emocional con las instituciones creadas por el advenimiento de la modernidad económica, frente a la cual se genera un discurso crítico. Sus manifestaciones polares, señaladas por Octavio Paz más de cincuenta años después de evidenciarse en las obras de Silva y Martí, patentizan «la unión de pasión y crítica [que] subraya el carácter paradójico […] el amor inmoderado, pasional, por la crítica y sus precisos mecanismos de desconstrucción, pero […es una crítica] enamorada de su objeto, crítica apasionada por aquello mismo que niega. Enamorada de sí misma y siempre en guerra consigo misma, no afirma nada permanente ni se funda en ningún principio» (35). Pese a la cognición de la inconstancia ontológica de su universo, en su discurso el artista moderno enuncia una negación, unas veces intuida, otras, percibida racionalmente, mediante la cual afirma su autoridad en registros y subtextos contramodernos, contramodernos en el sentido de constituir una censura que valoriza la existencia y el arte del creador agobiado por las contradicciones y anomalías de la modernidad burguesa. Lo normativo es la marginalización que Darío metaforizó en su cuento alegórico «El rey burgués», narración emblemática del estado afectivo del artista. Su imaginario social, el del ser existente y agónico, construye jerarquías distintas de las del romanticismo, sobre todo en cuanto a la autonomía del ser y su producción. Y sin embargo, es innegable que los textos de varios de los modernistas quedaron emparentados con conceptualizaciones románticas: las del artista rebelde, las del autoexiliado social, estigmas que lo inducen a refugiarse en un reino interior donde campean emociones, sensaciones y visiones autárquicas. «No pienses  aconseja una de las Gotas amargas  en la paz desconocida. / ¡Mira! al fin, lo mejor / en el tumulto inmenso de la vida, / es la faz interior» (36). Cabe preguntar, no obstante, si no hay un entrañable lazo entre los códigos del romanticismo y la iniciación de la literatura moderna en términos de una poética histórica que establezca una nueva totalidad orgánica, articulada por medio de formas de una identidad colectiva, y narrativas de subjetividad que se enfrenten con la historia, y reestructuren la cultura (37). Ser poeta se equipara con la (re)construcción del sujeto y su universo; producir poesía constituye una lectura del mundo, el cuestionamiento de normas, la expresión de un anhelo de liberación y, en el fondo, un acto de apropiación.
El ser que se constituye en el modernismo primigenio se define a menudo en términos de valores excéntricos y modelos del pasado (38). Piénsese en las «Recreaciones arqueológicas» de Darío, en esos ecos y maneras de «épocas pasadas», resemantizadas en su obra, elementos que en su conjunto consideraba imprescindibles para «realizar la obra de reforma y modernidad que emprendiera…«39. Por tanto, no sería aventurado decir que en algunos artistas el arte modernista genera un discurso que hace evidente la pervivencia de conceptualizaciones que pertenecen al pasado, inclusive las románticas. Y sin embargo, aunque admitamos esta noción historiográfica, nos parece de mayor trascendencia leer el arte de figuras como Silva, Darío o Martí, como expresiones de una subjetividad que se siente amenazada por el empirismo dominante de la modernidad económica, y en contra de la cual buscan, no sólo expresarse desde otras orillas, sino eternizarse empleando muchas veces formas dispersas y atomizadas. De ahí, por ejemplo, en la poesía de Silva, la metaforización del pasado, las «blancas mariposas» del «recuerdo vago de las cosas / que embellecen el tiempo y la distancia» y los `plácidos recuerdos de la infancia» (40). ¿Y, no podríamos decir que en lugar de una sencilla vuelta al pasado, un deseo de escaparse, o un afán de rumiar sobre el pasado, la insistencia sobre la infancia, la felicidad e inocencia de la juventud, las Caperucitas o pequeños Liliputienses constituyen una reubicación del imaginario social, una apropiación de lo conocido de los elementos de la vida no tocados por el materialismo reinante, y una forma de reestructurar el universo frente a las disfunciones sociales que marginaron y marcaron el espíritu del escritor finisecular de América?

REPLANTEAMIENTOS
En la poesía de Silva hay un doble proceso en la representación de la realidad. Falta, como en el caso de la mayoría de los poetas modernistas, el concepto de normas o reglas, aplicadas éstas de modo heterogéneo a los géneros de un arte tradicional o académico. Pero en el caso de Silva tenemos una visión bifronte, dos caras de la realidad que suelen verse en forma escindida y que, a nuestro modo de ver, pertenecen a las dos caras del proceso de la modernización: la estética y la burguesa. Es notorio, por un lado, la percepción que el poeta tiene de la inconstancia del universo en que vive. En poemas como «La voz de las cosas» alude a la insuficiencia del lenguaje para aprisionar la mutabilidad de su mundo, tema cuya presencia está en la obra de otros artistas primigenios del modernismo y aun en el verso premoderno de Bécquer. Se habla no sólo de «fantasmas» sino de las «móviles formas del Universo» (41), o sea de lo confuso, secreto y oculto de la articulación universal y del proceso modernizador. El discurso visionario de Silva, con su fecunda imaginería, se enlaza con el de Martí para quien, de modo similar, los signos identificadores del mundo moderno son «La Intranquilidad, la Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión Secreta» (42). Entre estas visiones pesadillezcas, «airadas y hambrientas», el cubano vislumbra «un inmenso hombre pálido, de rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca, vestido de negro» (43). Nos movemos, en el caso de ambos poetas, entre construcciones subjetivas de la modernidad que arrancan las semantizaciones primigenias presentes en algunos textos románticos y, a partir de 1875 y con un sentido nuevo, en los textos de los escritores modernistas.
En la visualización del mundo de los primeros modernistas hay un ejercicio de desrealización. Este ejercicio de desrealización consiste en la proyección del acto creador más allá de todo criterio externo a la imaginación individual. Se nota la presencia de una intuición espiritual que sobrepasa las fronteras de la creatividad textual (44), construcción en cuya elaboración los modernistas proyectaban la imagen de un yo divorciado de los sostenes racionales del universo. Diríamos que la labor artística se desplaza hacia las fronteras de lo inmaterial, en cuya representación el ego confronta la realidad y busca lo que niega el contorno material: el sentido de lo incognoscible, de lo inmaterial, proceso que le lleva a esencializar los objetos del mundo material. Así es en el poema «Ars», que caracteriza la creación en verso como «un vaso santo» de pensamientos puros, e imágenes de oro, de flores, de gotas de rocío  y todo «[para] que la existencia mísera se embalsame» (45). La realidad en este proceso se corporifica, pero actúa en un continuum desprendido de la materia.
Se puede ver este proceso desrealizador como un replanteamiento de la noción de la realidad, que en el caso de Silva se materializa en las iteradas metaforizaciones de los cuentos infantiles, los juegos de niño, los perfumes, los bálsamos, los cielos azulosos, infinitos y profundos, y los murmullos nocturnos. No se trata de un arte escapista, sino, como Cintio Vitier ha notado en relación a los vuelos imaginativos de Casal hacia una «irrealidad» exótica, «un modo de ocultarse (y toda ocultación es de raíz sagrada)». Pero, «ocultarse no es huir, sino replantear 1a batalla en otro terreno» (46). Las dos nociones: ocultación y batalla son fundamentales a la poética de la modernidad y a la de Silva, quien narra «la continua lucha» que «ajó del mundo el frío» (47).
Hay quienes descubren en este proceso de resemantizar la realidad un factor inverosímil que atañe a la autonomía individual del artista moderno: el del presumido carácter verosímil de la autonomía creadora. Berman, por ejemplo, arguye que la Ilustración propuso la constitución del ser autónomo a base del triunfo del racionalismo. Pero, paradójicamente, el racionalismo socava la autonomía conquistada por el pensamiento moderno, pues la lleva a las orillas de la ciencia empírica del relato liberal de la modernidad (48), al prototípico Juan Lanas, a «nuestra vida artificial», al mal del siglo o a los telegramas, hilos y locomotoras de «Obra humana» (49).
Los códigos de la modernidad burguesa acosan y atormentan a los creadores del siglo XIX, y sus diversos signos producen una polifonía discursiva. El racionalismo moderno del XVIII que liberó al ser, lo obligó a enfrentarse con una sociedad volcada hacia el materialismo y a enfrentarse en su contramarcha espiritual con los límites de lo desconocido, con una otredad indescifrable. Así, pues, la Tierra no le contesta nada al poeta atormentado y el agonista de «Crisálidas» tampoco encuentra respuesta cuando pregunta «Al dejar la prisión que las encierra / ¿Qué encontrarán las almas?» (50). Las voces de la vida y la muerte en los versos de Silva constituyen un diálogo continuo que llena el vacío de la existencia; dan una nueva consistencia a la expresión del artista moderno que «replantea» su función existencial. El lector atento que escucha los murmullos, quejas e interrogaciones de la poesía de Silva percibirá los ecos de la disconformidad de los creadores modernistas y el atolladero espiritual del sujeto moderno que en textos contrahegemónicos anhelaba descentrar la modernidad institucionalizada y reconstituirla desde el eje de su interior. Consecuencia de esta lucha son los supuestamente divergentes y a veces contradictorios registros de su discurso en los cuales se concretiza la tentativa de la reconstrucción contracultural del asediado poeta moderno.

POLIFONÍA Y CORRESPONDENCIAS
El anverso del medallón del discurso polifónico del artista individual es el diálogo interno de todos ellos, el cual subraya los desengaños, crisis, angustias y, en el fondo, las disfunciones que pertenecen al texto cultural de la colectividad fin de siècle cuyos códigos podemos leer en las correspondencias enunciativas de los versos que se escriben en la época. No pretendemos hacer la defensa de un arte modernista de perfil monolítico, o de un solo estilo generacional, con un léxico exótico y un metaforismo basado en visiones y figuras de un ilusorio arte evasionista. Todo lo contrario. Al tocar esta cuestión de las correspondencias deseamos por un lado ampliar el concepto de polifonía y de diferenciación individual en que hemos insistido desde un principio al examinar el arte poético de Silva, y por otro, queremos señalar que el revisionismo crítico del modernismo requiere la exploración de la multiplicidad de voces interiores de los respectivos poetas y, a la vez, de las resonancias intertextuales generadas por los procesos tecnológicos e industriales de la época, las transformaciones de los sistemas sociales coetáneos y las reubicaciones de la experiencia estética frente al intenso y metamórfico proceso mercantilista de fines del siglo XIX. El estudio sistemático de estos nexos ideológicos y de sus substratos estéticos y estilísticos ensanchará nuestro concepto del modernismo y, a la vez, revelará cómo entre los creadores del modernismo hay un parecido inconsciente que »…posee un potencial de crear `contraimágenes’ de valor simbólico, las cuales refractan una representación colectiva», según Iris Zavalas (51). Una representación que construye nuevos universos poblados de figuras mitológicas en el caso del poemario de Darío o, en los versos de Silva, las visiones juveniles, los ritmos y tradiciones de raíz popular, o las recreaciones de escenas del pasado. Estas «reubicaciones» tienen la intención de Llenar el vacío creado por el desplazamiento del artista en las estructuras de poder social (52), su lucha en el mercado económico y la busca de una fuente alternativa de autoridad. En estas tentativas de reconstrucción descubrimos un paralelismo interdiscursivo de presencia múltiple y varia. Se patentiza, a modo de ejemplo, en el transformismo de la modernidad que se expresa en un plano metafórico de «Juntos los dos», cuyos ecos leemos también en los versos martianos pertenecientes al diminuto poemario de los Versos sencillos (53); o en la evocación de lo efímero, lo intangible de la existencia y La insuficiencia lingüística de aprisionarla en «La voz de las cosas», que es también el dilema del «botón de pensamiento que busca ser 1a rosa» de «Yo persigo una forma», de Darío (54). En «Midnight dreams» el narrador sintetiza la visita de los sueños, experiencia nocturna que elabora Gutiérrez Nájera en «Tristissima nox» (55), y en «La respuesta de la Tierra» sentimos la angustia del sujeto moderno frente a las incógnitas, los callejones sin salida de la existencia, como el atribulado Darío ante el silencio de Venus que «desde el abismo me miraba con triste mirar» (56).
En la enunciación de los códigos de la modernidad los poetas primigenios del modernismo amplían la nota de disconformidad expresada en los códigos del intimismo sentimental hasta comunicarla con el discurso social y político. El proyecto de forjar un destino alternativo, de crear un discurso de liberación  signo fundamental del arte modernista  produce textos en que se funden los conceptos de narración y nación, así se puede apreciar en las obras de Martí, de Juana Borrero o en grado menor en la obra de Casal. En la poesía de Silva, específicamente en su poema «Al pie de la estatua», la lectura de la función de los héroes en la sociedad se contextualiza con la de «Claustros de mármol» de Martí o «Esperad» de Juana Borrero (57). La voz misteriosa que narra el poema de Silva no quiere que se celebren pasadas hazañas gloriosas de la nación, sino el «sueño más grande hecho pedazos» o «el misterioso panorama oscuro«58. Afirmando conceptos formulados por Martí en su prólogo a «El poema del Niágara» en torno al intimismo ineludible del poeta moderno, el narrador de «Al pie de la estatua» evoca las «tristezas profundas» del héroe y propone que se haga un poema de registros y estilo distintos: con «misteriosas armonías, con `teclado sonoro’ y nota melódica» (59). Se identifica con el héroe cuya vida perdura, en comparación con las vidas «triviales» del momento (60), y al afirmarlo propone el narrador una conceptualización sociopolítica idealista reforzada en un plano metafórico por la naturaleza abundante al pie de la figura heroica donde gritan «las rizosas cabecitas blondas» que rodean el zócalo (61). Diríase, como en el caso de Juana Borrero, que la asfixia del limitado recinto patrio se distiende y se inserta en un discurso colectivo. La independencia del ser y la libertad creadora se suman a la historia patria evocada con el metaforismo perteneciente a los registros intimistas del modernismo: la niñez, la juventud y la inocencia silvianas. El perfume de la lírica íntima, el amor como patria (62), se entrelaza con la narración de La nación, se empalma con las narraciones emancipatorias de los poetas modernistas, «[…] de pie sobre la tierra, apretados los Labios, desnudo e1 pecho bravo y vuelto el puño al cielo, demandando»  en vano  a «la vida su secreto» (63).

1. Citamos siempre por la edición de la Obra completa de José Asunción Silva, editada por Héctor H. Orjuela (Buenos Aires: Plus Ultra, 1968).
. Wendy Sleiner, The Scandal of Pleasare: Art in an Age of Fundamentalism (Chicago: The University of Chicago Press, 1996), 6. El libro de Steiner se refiere a la contemplación de objetos de arte plástico, aunque sus ideas pueden contribuir de igual manera a la meditación de textos literarios.
3. Steiner, citado por Andrew del Blanco, «The Know What They Don’t Like», The New York Times Book Review, 31 de diciembre de 1995, 6.
4. José Martí, prólogo a «El poema del Niágara», Obras completas (La Habana: Editorial Nacional, 19631973), 7, 230.
5. Rubén Darío, «Palabras liminarcs», Prosas profanas, Poesía, Ernesto Mejía Sánchez, Ed. (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977), 179.
6. Julio Ramos, «El reposo de los héroes», Apuntes posmodernos; Postmodern Notes (primavera, 1995), 16.
27. Saúl Yurkiévich, Celebración del modernismo (Barcelona: Tusquets, 1976), 62.
8. Baldomero Sanín Cano, «José Asunción Silva». En: José Asunción Silva. Poesías (Santiago de Chile: Cóndor, 1923), 17.
9. Iris Zavala, Colonialism and Culture; Hispanic Modernism and The Social lmaginary (Bloomington: Indiana University Press, 1992), 38.
10. Claude Duchet, «Posiciones y perspectivas sociocríticas». En: M Pierrette Malcuzynski, Ed. Sociocríticas, prácticas textuales, culturas de frontera (Madrid: Fundación Mapfre América, 1992), 43 4.
11. Martí, Op. cit., 7, 223.
12. Ibid., 224.
13. Federico de Onís, España en América (Madrid: Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1955), 176.
14. Sobre las modernidades y su interacción, ver Matei Calinescu, Five Nota s of Modernity: Modernism, Avant Garde, Decadence, Kitsch, Posrmodernism (Durham: Duke University Press, 1987), especialmente 41 46.
15. Onís, Op.Cit., 625.
16. Calinescu, Op. Cit., 41. La traducción es mía.
17. Sobre los multifacéticos modernismos de la modernidad ver, por ejemplo, el libro de Zavala ya citado, cuyo subtítulo confirma esta aseveración: Hispanic Modernisms and Social Imaginary.
18. Irving Howe, «Introduction». The Idea of The Modern: !n Literarure and The Ares, I. Howe, Ed. (Nueva York: Horizon Press, 196n, 31.
19. Silva, «Filosofías», Op. Cit., 91.
0. Martí, Op. Cit, 7, 229.
1. Lionel Trilling, Beyond Culture (Nueva York: Viking, 1965), xii xiii.
2. Martí, Op. Cit., 7, 225.
3. Silva, «Sinfonía color de fresa con leché’, Op. Cit., 117. 24. «Obra humana», lbid., 51.
5. François Xavier Guerra, Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas (Madrid: Fundación Mapfre América, 1992), 85.
6. Orjuela, Op. Cit., 15.
7. Silva, «Serenata», Op. Cit., 56 7.
8. «Vejeces», lbid., 52.
9. Martí, Op. Cit., 7, 224.
30. Art Berman, PreNota to Modernity (Urbana y Chicago: University of Illinois Press, 1994), 21.
31. Silva, «Ars», Op. Cit., 51.
32. «A ti», lbid., 1.14. Este poema aparece en otras ediciones con el título de «Sub Umbra».
33. Rubén Darío, «La canción de los pinos». El canto errante. Op. Cit., 335.
34. Silva, «Un poema», Op. Cit., 58 9.
35. Octavio Paz, Los hijos del limo (Barcelona: Seix Barral, 1974), 2f1.
36. Silva, «Filosofías», Op. Cit., 91.
37. Zavala, Op. Cit., 29.
38. Berman, Op. Cit., viii. Octavio Paz es bastante explícito con relación a esta cuestión: «El tema de este libro es mostrar que un mismo principio inspira a los románticos alemanes e ingleses, a los simbolistas franceses y a la vanguardia cosmopolita de la primera mitad del siglo xx» (Paz, Op. Cit., 22 3).
39. Rubén Darío, Historia de mis libros. En: Obras completas (Madrid: Aguado, 1953), I, 212.
240. Silva, «Infancia», Op. Cit., 27.
41 . «La voz de las cosas», lbid., SU.
42. Martí, Op. Cit., 7, 225.
43. lbidem.
44. Berman, Op. Cit., 274.
45. Silva, «Ars», Op. Cit., 51.
46. Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía (La Habana: Letras Cubanas, 1970), 297. 8l énfasis es nuestro. 47. Silva, «Ars», Op. Cit., 51.
48. Berman, Op. Cit., 274.
49. Véanse los poemas «Égalité», «Psicotesapéutica», «Psicopatía» y «Obra humana», respectivamente.
50. Silva, «Crisálidas», Op. Cit., 29 30.
51. Iris M. Zavala, «Lo imaginario social dialógico». En: Pierrette M. Malcuzynski, Sociocriticas: prácticas textuales / cultura de frontera (Amsterdam: Rodopi, 1991), 118.
52. Ramos, Op. Cit., 16.
53. Silva, «Juntos los dos», Op. Cit., 45. En efecto, compárese el poema de Silva con los siguientes versos de la primera sección del poema de Martí: «Todo es hermoso y constante, / Todo es música y razón, / Y todo, como el diamante, / Antes que Luz es carbón» (Martí, Op. Cit., 16, 65).
54. Silva, Op. Cit., 50. Darío, Op. Cit., 240.
55. Silva, «Midnight dreams», Ibid., 59 60. Manuel Gutiétrez Nájera, Poesías completas, Francisco González Guerrero, Ed. (México: Porrua, 1953), 2, 35.
56. Silva, «La respuesta de la Tierra’ Ibid., 78. Darío, «Venus», Op. Cit., 175.
57. Silva, «Al pie de la estatua’, Ibid., 41. Martí, Op. Cit, t6, 123 4. Juana Borrero, Poesías (La Habana: Instituto de Literatura y Lingüística, 1966), 68.
58. Silva, Ibidem. 59. Ibid., 41 2. 60. Ibid., 43.
61. Ibid., 44.
62. Cintio Vitier, «Las cartas de amor de Juana Borrero». En: Juana Borrero. Epistolario (La Habana: Instituto de Literatura y Lingüística, 1966),
63. Martí, Op. Cit., 7, 238.

***

SILVA Y LA POESÍA CUBANA

JORGE LUIS ARCOS

Las siguientes notas sobre las relaciones, correspondencias, afinidades parentescos de la poesía del colombiano José Asunción Silva (1865 1895) con algunos poetas cubanos de una misma época  Juan Clemente Zenea (1832 1871), José Martí (1853 1895), Julián del Casal (1863 1893) y José Manuel Poveda (1888 1926) pretenden establecer ciertos vínculos puntuales o muy generales entre sus poéticas. Una misma época, digo, en un sentido amplio: desde el último romanticismo de Zenea hasta el posmodernismo de Poveda, vísperas y postrimerías del modernismo. En cierto sentido, tomando a Silva como centro, Zenea fue su precursor, Martí y Casal sus coetáneos y Poveda su derivación: atrayente causalismo que sólo puede funcionar en un nivel de máxima generalidad, pues cada uno de estos poetas esenciales, primigenios, no derivados, tuvo su propia fisonomía lírica, su propia visión, su propio e incanjeable destino.

uSILVA Y ZENEA

¿Conoció Silva la poesía de Juan Clemente Zenea, poeta romántico cubano autor de Cantos de la tarde (1860), tan elogiado por Rubén Darío? Es probable, sobre todo a través de Rafael María Merchán, quien publicó en Bogotá el libro Juan Clemente Zenea, poeta cubano (1881). Lo cierto, sin embargo, es que no ha quedado ninguna referencia pese a que la afinidad entre ambos es sorprendente. Veámosla, siquiera sea indirectamente, a través de las caracterizaciones que hace Cintio Vitier de la poética de Zenea. Dice el crítico:

La espiritualización de la naturaleza alcanza un grado de indefinible vaguedad, una penetrante sugestión de la atmósfera crepuscular donde ya se pierden o se difumina los contornos del paisaje […] es, realmente, un paisaje poético, ideal, soñado […]. Pero es sueño suyo. No es ya, en verdad, paisaje, sino hora: la hora del crepúsculo, el velado anochecer lleno de nostalgia y vaguedad; la hora de la deliciosa tristeza […] con él empieza la línea de influencia francesa […] e incluso alemana […] lo que busca en la poesía francesa es precisamente aquello que la española de su tiempo no podía ofrecerle: un lirismo de las sensaciones. El romanticismo español (con las excepciones de Bécquer y Rosalía de Castro) […] se resuelve en oquedad retórica […] El romanticismo francés en cambio tuvo entre otras cosas la virtud de preparar el camino del simbolismo a través del culto de las sensaciones […] Es este aspecto de la literatura francesa […] el que determinó el afrancesamiento creciente de la poesía hispanoamericana hasta la eclosión modernista […] la poesía vagorosa del bosque […] el hechizado bosque nórdico (¿de los laquistas, de los prerrafaelistas?) […] con sabor a Heine y a Bécquer, de los vagos fantasmas, de los sepulcros olvidados […] el recuerdo nocturno de la doncella muerta […] su modo trémulo, lejano y desamparado de sentir el mundo […] Algo imponderable, indefinible […] una ensoñación velada, libre, modesta; una voz pequeña erguida en el aire; un anhelo extasiado; una lejanización radical del mundo. Brillos, ecos, aromas (1).

Estos juicios ¿no pueden verterse igualmente sobre Silva? En ambos  sobre todo en el Silva de Intimidades y de los «nocturnos» de El libro de versos  se expresa un romanticismo ya depurado de excesos, un romanticismo interior, simbolista; una poética elegíaca, de la evocación; además de existir un léxico y una marca estilística semejantes. Pero más allá de que ambos poetas hayan bebido en las mismas fuentes foráneas, lo que conviene destacar es su pathos común. Con respecto al fenómeno de las influencias, en sentido general, vale señalar el siguiente juicio de Lezama a propósito de otro poeta cubano, Julián del Casal: «Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie La ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado» (2).
No obstante todo lo anterior, una lectura contemporánea de las poesías de Zenea y de Silva hace resaltar una diferencia importante: aquella que, pese a afinidades indudables, los sitúa dentro de dos movimientos literarios diferentes  pero no tan antagónicos como cierta crítica ha hecho parecer : el romanticismo y el modernismo. Ello se revela, sobre todo, por una razón muy esencial: si el tono, el léxico, el lirismo de Zenea aparecen confundidos con  a veces sepultados por  los convencionalismos románticos  su veta elocuente, hispánica, por ejemplo ; el lirismo silviano es más depurado y se siente más intemporal, lo cual sucede en Zenea, plenamente, en «Fidelia» y en algunos momentos poéticos  eso sí, altísimos , todo lo cual implica una distinción antes que una calificación negativa de la poesía del autor de Cantos de la tarde, cima del romanticismo hispanoamericano.

uSILVA Y MARTÍ
Hay que comenzar aclarando un posible error: Silva y Martí no se conocieron nunca personalmente, como afirma  sin citar fuente alguna  Gabriel García Márquez en su reciente prólogo a De sobremesa, donde expresa que «Silva sólo estuvo en Europa desde diciembre de 1884 hasta noviembre del año siguiente. Regresó a su tierra con una escala en Nueva York, donde conoció a su admirado José Martí, al que tenía como uno de los prosistas mayores de La lengua» (3). Según Ricardo Cano Gaviria, el excelente y acucioso biógrafo de Silva, autor de José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (1992), Silva no realizó nunca esa escala en Nueva York y, en consecuencia, no conoció personalmente a Martí (4). Que lo haya leído como prosista es casi seguro, dada la amplia y continental actividad periodística del cubano, cuya prosa influyó tanto en Darío y en otros escritores modernistas hispanoamericanos. Incluso, ya existe un estudio donde se realizan interesantes comparaciones entre las novelas Lucsa Jerez y De sobremesa (5). Asimismo, Silva leyó Ismaelillo (1882)  su poema «Las crisálidas» recuerda, además de Bécquer, los poemas de Martí, incluso formalmente ; el testimonio es conocido, aunque no deja de ser inquietante. En la polémica biografía de Silva, Chapolas negras (1995), de Fernando Vallejo, éste cita el testimonio del sobrino de Silva, Camilo de Brigard, quien refiere, en dos artículos intitulados «El infortunio comercial de Silva» (1946), que, al suceder La quiebra comercial del almacén de Silva, éste le traspasó casi todos sus bienes a sus acreedores, y dice Brigard: «Entre los libros, por ejemplo, se hallan enumerados: un ejemplar de Ismaelillo, de pasta marroquí blanco con esquinas de oro, seguido de la anotación regalo de José Martí » (6). ¿Le envió Martí a Silva un ejemplar de su libro? Es muy posible. Pero no deja de perturbar el hecho de que nunca se refiriera Martí a la obra ni a la persona de Silva. Claro que Martí no pudo leer nunca ningún libro del poeta bogotano, que no publicó ninguno en vida. Acaso pudo leer algún poema en periódicos de Bogotá y, sobre todo, de Caracas. Pero no queda ningún testimonio al respecto. Y de haber leído Martí a Silva, vale preguntarse: ¿cuál hubiera sido su reacción? Aquí sí podemos aventurar una hipótesis. Su juicio, acaso, no hubiera sido muy diferente  salvando la referencia contextual a la condición colonial de Cuba  del que emitió en 1893, cuando murió Casal:

Aquel nombre tan bello  escribe Martí , que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad (…] Aborrecía lo falso y lo pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme […] El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen, y fue que la poesía doliente y caprichosa, que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas […] Murió el pobre poeta y no le llegamos a conocer […] Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran (7).

Si Martí, temperamento artístico tan diferente al de Casal, como al del propio Silva  repárese en que durante mucho tiempo una crítica excesivamente maniquea los situó en unas antípodas irreconciliables, basada en las visibles diferencias de sus credos ideo estéticos  pudo comprender y valorar tan positivamente a Casal, ¿no hubiera hecho lo mismo con Silva?
Para quienes gustan de las comparaciones estilísticas sería interesante relacionar los textos «Fidelia», de Zenea, «Nocturno», de Silva, y «La niña de Guatemala», de Martí. Pero si hubiera que mencionar las afinidades profundas de Silva con Martí, estas descansarían en una semejante cosmovisión simbólica de la realidad, en sus raigales ascendencias románticas y en sus similares actitudes frente a la naturaleza. En otra dirección muy general, cabría atender a Gotas amargas y a versos libres  tan diferentes en su proyección filosófica: nihilista, el primero, trascendentalista, el segundo por su común aprehensión crítica de la modernidad, lo que los sitúa junto a Nájera, Casal y Darío  como los primeros poetas «modernos» de Hispanoamérica. Ya dentro del universo de sus respectivos pensamientos poéticos, una crítica profunda podría relacionar las connotaciones simbólicas  dentro de los tópicos literarios del romanticismo y del modernismo  que alcanzan en ambos la noche y la muerte, por ejemplo, más afines de lo que a primera vista podría parecer.
Por último, vale precisar que la estética romántico simbolista de Silva, y la forma que se apropió de la tradición lírica de la lengua española, amén de las comunes fuentes francesas, lo hacen un poeta más cercano, en esencía, a Martí que al propio Casal. El frío parnasiano, el esteticismo y el rechazo de la naturaleza casalianos, lo alejan tanto de Martí como de Silva. Podría también afirmarse que si tanto Nájera, Casal, Silva y Juana Borrero, como Darío y Martí, ocupan cada uno a su modo un importante lugar dentro del modernismo hispanoamericano, Darío y Martí, espíritus más ecuménicos, contienen dentro de sí, en aristas y en tópicos específicos, tanto formales como estéticos, a los demás. En esto tuvo, sin duda, una ventaja Darío, quien los sobrevivió a todos, y quien pudo desarrollar su obra con una parábola creadora más vasta. Pero todos son, en suma, los poetas esenciales del modernismo hispanoamericano.
uSILVA Y CASAL
Si las relaciones entre Silva y Zenea son demasiado evidentes y, más allá de sus afinidades de sensibilidad, ellas se establecen sobre una tradición poética común, las de Silva y Casal, no siendo tan evidentes, y a menudo contradictorias, son acaso más profundas, Más allá del conocimiento, por parte de Silva, del libro Nieve  libro, por cierto, el más parnasiano de Casal y, en consecuencia, el más alejado formalmente de Silva, y más cercano quizás a Valencia , las relaciones entre ambos y la diferente manera de resolver una misma contradicción: la que se establece entre lo ideal y lo real, sirven para iluminar una de las problemáticas estéticas y filosóficas más importantes del modernismo hispanoamericano (8).
Casal, como Silva, fue un incomprendido en su medio, y, simultáneamente, un perenne inadaptado. Sólo Martí, en su ya citado artículo sobre Casal, pudo comprender el conflicto profundo de Casal en un medio hostil y la sinceridad del poeta, con juicios que valdrían lo mismo para Silva. Casal padecía su realidad con una agravante sobre Silva: la condición colonial cubana. Ambos, además, sintieron la contradicción, característica del fin de siglo, entre los signos visibles, técnicos y sociales, del «progreso» y pragmatismo capitalistas, y una concepción romántica de la cultura. Esa concepción de la cultura, casi aristocratizante en el parnasianismo casaliano, se resolvió en una feroz ironía en Gotas amargas. Y no hay que olvidar que Silva fue como comerciante una suerte de anticuario de objetos raros, antiguos, valiosos, y que amaba ese lujo culto, esas formas ya en vías de extinción. Sólo que si Casal las lleva a su poesía como modelos de impasibilidad parnasiana o como artificio esteticista, Silva alude a ellas por su contenido simbólico, y las dota de una alma. Externamente, ambos asumieron una suerte de dandismo en su apariencia, como Baudelaire, en una típica reacción contra el medio circundante (9). Concurrentemente, vale para Silva el siguiente juicio de Vitier sobre la excentricidad de Casal:

Solemos referirnos a cierta clase de artistas como seres neuróticos, desequilibrados, raros. Y creemos que con esos calificativos basta para confinarlos en una subjetividad cerrada, sin relación alguna con el mundo en que vivimos. Pero ocurre que algunos aspectos, los más invisibles y por eso los más poderosos, de ese mundo real, únicamente se revelan a constituciones que según el rasero común tenemos que llamar anormales. Lo que nuestros ojos no ven, ellos lo ven; lo que no oyen nuestros oídos, ellos lo oyen. Y así resulta que su enfermiza y desquiciada subjetividad es La única vía por donde puede llegamos la expresión, el testimonio de realidades que sin embargo nos tocan muy de cerca (10).

Silva se refugia en el arte, se oculta en él  o se manifiesta allí, esencialmente, de la manera más profunda , pero ello lo hace no por una fruición esteticista  forma de enmascaramiento casaliana  sino por las consecuencias que se derivan de su relación trágica con una realidad, tanto social como personal, que le parece siempre insuficiente en su apariencia o minada de imposible en su devenir, al ser capaz de intuir su más hondo contenido simbólico, sobreabundante de sentido. La disposición estética de Silva no se resuelve en el culto, la idolatría de la forma, de la belleza artificial  tan poderosa y, en el fondo, tan desolada, en Casal , sino, en todo caso, en la pasión interna de la forma, en su centro de plenitud simbólica  desgarrado y doloroso en Casal , detrás de la opacidad o belleza de las formas…
En la contradictoria relación que establece Lezama entre el dandismo de Baudelaire y el esteticismo de Casal, hay un punto de comunión: el hastío (11). Éste, que tuvo su íntima gravedad en Silva  tal en Gotas amargas , no aflora empero de la misma manera que en Casal. Porque si en Casal el hastío es el centro de su sensibilidad, en Silva es, cuando se presenta  y nunca de la manera absoluta, unilateral casaliana , una consecuencia de su ironía (que es siempre un efectivo mecanismo de defensa): mirada  o salida , por cierto, que desconoció Casal en su poesía. En este sentido, Silva es un poeta más «moderno», más contemporáneo, aunque la actitud o pathos casalianos también sean dables de encontrar en la tradición poética posterior. Silva no trasladó el esteticismo de su actitud vital a su poesía. Sí lo reflejó en el dandismo o en el decadentismo del protagonista de su novela De sobremesa. Pero ya en ésta introduce esa distancia que le es inherente a la ironía. Casal sí fue un decadente radical, entrañable, que ni siquiera se permite el vitalismo que sí posee el personaje de la novela de Silva. Silva estuvo más resguardado por la inocencia primigenia de su poesía lírico simbolista y por la lucidez concurrente de sus Gotas amargas y de su novela. Habría que desplazarse hacia las crónicas casalianas para encontrar ese reverso que todo poeta profundo porta dentro de sí mismo.
Casal fue, en su poesía, más intelectual, un creador de intensos paisajes mentales. En Silva, sus paisajes simbólicos son fruto de una mayor espiritualización de la realidad  sus paisajes se estructuran a menudo desde afuera, desde sus visiones de la naturaleza, aunque revelen a su vez, en típica simultaneidad simbólica, el interior de su alma , y su impulso es más intuitivo y, por eso mismo, más libre, menos cerrado que en Casal. Su poesía es más lírica, más «desnuda», como señalara Juan Ramón Jiménez (12). La de Casal es más reconcentrada sobre sí misma, más formalista.
El exotismo literario casaliano le fue ajeno a Silva, o Silva lo expresó de una manera diferente. Mientras Silva se proyectaba siempre hacia un más allá misterioso, Casal lo hacía a menudo a través de referentes físicos, geográficos. Acaso porque si para Casal, por ejemplo, París fue siempre un ideal  que su profundo centro neurótico y su visceral hastío le impidieron visitar  para Silva fue una realidad. En este sentido, Silva fue más consecuente en su despegue ideal de la realidad. Casal también sintió esa necesidad, pero la encubría con tópicos literarios o referencias geográficas. Recordemos los versos famosos de su poema «Nostalgias«: «Mas no parto. Si partiera / a1 instante yo quisiera / regresar» (13). Y dice más explícitamente en el texto «La última ilusión«:

Porque si me fuera, estoy seguro de que mi ensueño se desvanecería, como el aroma de una flor cogida en la mano, hasta quedar despojado de todos sus encantos; mientras que, viéndolo de lejos, creo todavía que hay algo en el mundo, que endulza el mal de la vida, algo que constituye mi última ilusión, la que se encuentra siempre, como perla fina en cofre empolvado, dentro de los corazones más tristes; aquella ilusión que nunca se pierde, quizás… (14).

Pero Casal también escribió estos versos que pudo suscribir Silva: «entre el silencio de sopor profundo, / tan sólo llega a percibir mi oído / algo extraño y confuso y misterioso / que me arrastra muy lejos de este mundo» (15). Es el trasmundo casaliano y silviano, mucho más profundo que el desarraigo romántico de Zenea: «Tengo el alma, ¡Señor!, adolorida / por unas penas que no tienen nombre: / y no me culpes, no, porque te pida / otra patria, otro siglo y otros hombres» (16). Acaso el único escape real, absoluto, fue el de Rimbaud, cuando se sumió en la rugosa realidad, y suspendió su discurso, o encarnó su verbo en la realidad. Silva, a su manera, fue también un radical: su suicidio ¿no fue, en acto, un viaje del alma hacia la noche obscura, hacia su más allá anhelado, hacia su misterio imantador, el origen y el centro simbólico de toda realidad? Lezama concluye así su hermoso ensayo sobre Casal: «Y que una frustración puede ser voluntaria, por situarse con un salto elástico fuera de las circunstancias. Puede ser involuntaria… […] Lo primero será siempre una virtud […] ¿No veis en la frustración de Casal, en su sacrificio, el cumplimiento de un destino armonioso?», pregunta pertinente también para Silva, que no excluye otras argumentaciones, como la de que a ambos los mató la realidad… (17). Pero Silva nunca estuvo divorciado, como sí Casal, de la «amante naturaleza». De ahí que el suicidio de Silva pueda verse, simbólicamente, en el plano de las transposiciones poéticas, como una manera carnal de conocer otra realidad, objetiva, material, la de la muerte: En esto Silva, también, fue más consecuente que Casal.
El escepticismo, el hastío, tan absolutos, tan omnipresentes, en la poesía de Casal, tuvieron en la de Silva dos salidas: una, trascendente, simbólica, anagógica, afirmativa; otra, irónica, lúcida, negadora. Silva siempre conservó, con su primera salida, una posibilidad de plenitud que le estuvo vedada a Casal, quien ni siquiera conoció en su poesía la ironía. Incluso, en Silva, su poética de la evocación (infancia, pasado) comporta una manera estética de establecer  auuque sin ironía  una distancia entre un territorio no dañado, ya imperecedero, objetivo, intacto, y un presente perecedero, provisorio, inmanente… Pero mirar las cosas en el pasado, salvadas ya de la caducidad, ¿no implica una búsqueda de lo trascendente en la realidad? Casal padecía de una como legendaria imposibilidad para encontrar una salida, una trascendencia: ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro. Para Casal sólo existía un frío ontológico, simbolizado por la palabra nieve  para Vitier el símbolo casaliano del imposible (18). De ahí también que su «ansia oscura de lo otro» avasalle siempre su mirada. Pero el otro silviano implica una trascendencia, una transposición simbólica, una transfiguración incluso; en Casal, lo otro, es la nada, el vacío. En Casal hay una mirada tantálica, gélida, que aísla, enfatiza, absolutiza, el dolor, el sufrimiento. En Silva la mirada es profundamente simbólica y, por eso, voluptuosa, casi afirmativa, por muy nocturnal que sea. Su afán de oscuridad  noche, muerte  es casi erótico, sensual, en su refinamiento o estilización. Es, entonces, una mirada más profundamente romántica y simbólica que la de Casal, porque toda sensualidad comporta un panteísmo, una religación, una afirmación, aun’ que sea indirecta, de las apariencias. Es por eso que Casal, a diferencia de Silva, siente en su «Paisaje espiritual«: «el hastío glacial de la existencia / y el horror infinito de la muerte» (19). La muerte, en Silva, es sentida de diferente manera (no hay que olvidar que la conoció por su propia voluntad). Pero incluso cuando siente o sufre la ajena, la reviste de una belleza, de un misterio, de una aura simbólica, fascinantes, atrayentes.
Silva y Casal. Ambos coincidieron en una misteriosa y ambigua ausencia de realización erótica, carnal. En esto Casal fue más claro, al confesar el tedio que le provoca la mujer, aunque ambos la evocaran en sus poemas. También coincidieron en sus estilos de vida y en un gusto por un refinamiento absoluto, pero mientras Silva, acosado por las deudas, pudo vivir (o sufrir) el lujo, Casal no: Casal, desde la pobreza, vivió el lujo a través de su imaginación  en ello sí fue más simbolista que Silva; como Lezama, quien incluso formuló toda una ontología de la pobreza: la pobreza irradiante, y le confirió un valor de plenitud a la renuncia. Así, lo que en Silva fue una vivencia física, casi una agónica obsesión, en Casal fue una vivencia imaginaria, aunque muy profunda, por cierto (20).
Otro apunte: si para Silva las formas, las cosas, las apariencias  esto es, la naturaleza  poseían un alma, por donde les confería un valor trascendente; para Casal, las cosas sólo eran testimonio no del lleno, sino del vacío de la realidad; pero en este reverso casaliano, tan consecuente, también se toca con Silva en el sentido de que sus aparentes formalismo y parnasianismo tienen una connotación vivencial, más que estética.
Quiero concluir estas insinuaciones de relaciones entre Silva y Casal citando de nuevo a Vitier, para volver a verlos, una vez más, unidos y esclarecidos:

Es muy cómodo hablar de evasión, de escapismo u otros términos análogos que puso de moda la crítica marxista. La impotencia de Casal para asumir la realidad y superarla en su propio terreno, o bien para obligarla a entrar en las leyes del espíritu, que es la suprema realidad, como hizo Martí, no lo sitúa necesariamente entre los frustrados y evadidos  si tales adjetivos pueden aplicarse alguna vez a un poeta verdadero . En todo caso Casal, si no asume la realidad, asume hasta sus últimas consecuencias la irrealidad, y esto muy pocos pueden hacerlo. Todo su exotismo es desde luego un modo de ocultarse (y toda ocultación es de raíz sagrada), pero ocultarse no es huir, sino replantear la batalla en otro terreno. Aceptar su angustia y su desamparo como él los aceptó, no traicionar los dones ni los límites de su sensibilidad, escribir y vivir como él escribió y vivió, no es evadirse, sino dar un paso al frente en la batalla secreta, oculta, de la expresión (21).

Y una última pregunta: así como en el proceso poético cubano posterior a Casal puede detectarse, de una manera sostenida y profunda, una suerte de pathos, actitud, sabor casalianos, ¿no ha sucedido, en la tradición poética colombiana, lo mismo con Silva?

uSILVA Y POVEDA
Pero si Silva tuvo un poeta afín en Cuba, ese fue José Manuel Poveda: «Tengo nocturna el alma. Siento / amor por las penumbras que lo prestigian todo», confiesa en su poema «Laudo de lumbres» el autor de Versos precursores (1917) (22). Mas no fue Poveda un poeta derivado, sino un poeta primigenio como Silva. Ambos pertenecen a un mismo linaje espiritual y hallaron en el credo simbolista la vía idónea para expresar sus más intensas y genuinas sensibilidades. Aunque Poveda fue un modernista tardío  el crítico Alberto Rocasolano lo define como «un posmodernista (…], un heredero conservador del simbolismo» (23)  sus parentescos con Silva son ostensibles y conscientes. A diferencia de Silva, Poveda sí recreó la veta maldita, decadente de los poetas franceses ~n este sentido guarda más parentescos con el personaje José Fernández, de la novela De sobremesa, que con el propio Silva . Pero sus comunidades son más esenciales que sus diferencias: el paganismo, el panteísmo y el simbolismo (y hasta el ocultismo) los aúnan dentro de una misma estirpe romántico simbolista característica del modernismo hispanoamericano. En una fecha tan temprana como la del año 1910, Poveda ya leía con devoción a Silva. En una de sus «Crónicas hipocondríacas», la homónima, escribe:

¡Ese sol! ¡Ese bestia de sol!… Yo gozaba, yo gozaba con toda mi alma, dando los últimos toques a un boceto que el «Nocturno III» de Silva me ha inspirado. Marchaban hacia la luna los amantes, a través de la llanura solitaria, y yo estaba absorto viéndolos moverse, viéndolos andar y agitarse en la quietud del lienzo, satisfecho de mí mismo porque había logrado darle a la escena la amargura, la belleza y el espanto de que la dotara el genio del poeta… Y entonces trataba de llevar a cabo la labor más ardua: entonces trataba de pintar la sombra, la sombra larga, la sombra de los cuerpos que se junta con la sombra de las almas. ¿Cómo darle la fluidez, la vida, el no sé qué alado y siniestro que esa sombra extraña reclama del pintor con más vehemencia aún que del poeta? Los dibujantes que han tratado de copiar la escena de la entrevista de Edgardo Poe con el ave agorera, han tropezado con un obstáculo insuperable: la sombra que proyecta el ala del feo pajarraco. Porque todo lo horrible del poema reside allí, y no es tan fácil como pudiera parecer a los profanos transcribir una cosa tan compleja en una simple mancha oscura. Y he aquí que cuando me disponía, entusiasmado, excitado hasta el colmo por una noche de insomnio a vencer el obstáculo, ha llegado ese bestia de sol. Y con él la vida, el estruendo, la fiebre ciudadana, los gritos y las carcajadas estúpidas de la gente que pasa, las sucias canzonetas de la turba, las palabras banales de todos los días… Y mientras, los dos amantes seguirán a través de la llanura, hacia la luna blanca, mas sin que sus sombras se junten sobre las arenas tristes de la senda. ¡Diablo de sol, bestia de sol! ¡Oh, cuánto vendrá la perpetua noche, con o sin insomnio, con o sin absintio, con o sin cigarrillos, pero la perpetua noche al fin! (24).

Lo de menos es detectar el hipotético texto al que alude Poveda, aunque pudieran tomarse en consideración los poemas «Luna gualda», publicado en 1912, o, ya en Versos precursores, «De profundis», «Nocturno sentimental», «Esfinge», «La senda sola» este último, evidente recreación del famoso nocturno silviano , u otros poemas en prosa que evocan un mismo ámbito simbólico y nocturno: «Nocturnal», «La torva tristeza» y «Música de Schubert» (25). Lo de más es la profunda afinidad estética. Ésta se hace explícita, también en 1910, en la crítica povediana «José Asunción Silva»  además de Casal, fueron Silva y Darío los poetas modernistas hispanoamericanos más elogiados por Poveda (26) . Dicha crítica, que ostenta el subtítulo «Con motivo de sus Poesías» indica que Poveda leyó la edición príncipe de la obra en verso de Silva, Poesías (1908), prologada por Miguel de Unamuno. Esto se confirma no sólo por la fecha de su publicación, sino porque los poemas que cita aparecen todos en esa edición: «Infancia», «Los maderos de San Juan», los tres «Nocturnos», «La voz de las cosas», «Día de difuntos», «Avant propos», «El mal del siglo» y «Psicopatía». Por donde se confirma que no sólo leyó algunos de los mejores poemas silvianos de El libro de versos, sino otros de Gotas amargas. Es muy interesante el hecho de que Poveda, en su crítica, le haya dado a conocer al público cubano un fragmento  que transcribe en su texto  de la novela De sobremesa, que no se publicó íntegra hasta 1925; fragmento que apareció en la edición príncipe en cuestión, donde se incluye una sección con prosas del bogotano. La crítica (que evidencia la honda atracción que sintió Poveda por Silva a quien considera, a propósito de Baudelaire «el más alto representante lírico del visionarismo decadente en Hispanoamérica«) revela algunas inexactitudes valorativas, menores y comprensibles, acaso al seguir los juicios de Unamuno y de Alfredo Gómez Jaime, a quienes no cita. El más evidente es el que es fruto de su atinada, por otra parte, comparación con Poe, cuando expresa que «el angloamericano bebió su inspiración en el crepúsculo, y el hispanoamericano la bebió en la noche». Si Poveda hubiera podido leer el libro juvenil de Silva, Intimidades  no publicado hasta 1977, aunque escrito entre 1880 y 1884  no hubiera hecho una afirmación tan categórica, pues en ese libro Silva se revela, en afinidad con Zenea, como un poeta del crepúsculo. Concluye su prosa diciendo que el féretro que contuvo el cadáver de Silva, no llevó sólo «el cadáver de un hombre, sino que encierra además los de una época, una literatura, un gran dolor y una gran locura» (27).
Muchas fueron las referencias que hizo Poveda de Silva. Además de la crítica comentada, Las otras dos más significativas son el poema que le dedicó, importante para apreciar el Silva de Poveda  muy afín con el personaje José Fernández, como ya se advirtió , y una referencia contenida dentro de su importante ensayo «La música en el verso» (1914), donde expresa  demostrando la importancia, también formal, que le concedió Poveda al «Nocturno m« , a propósito del «metrolibrismo», que:

Pero yo os he venido preparando pata que comprendáis cuán absolutamente es musical ese verso, en que vosotros no lograbais ver más que la prosa. Hasta hoy mismo, si todos vuestros técnicos han aceptado la nueva fórmula, pocos la han utilizado, ninguno se la ha explicado. La procesión de sílabas, de cuatro en fondo, puesta en marcha por Silva, ha servido para que se transija con el metro libre, por la gracia de ese «Nocturno» que es su más radical negación (28).

Conocida es la importancia que tanto Silva como Poveda le concedieron a lo que nombraron como «el ritmo interior» en poesía.
Es imprescindible transcribir el poema «José Asunción Silva» (1914) para cerrar este acápite, no sin antes indicar que las relaciones entre ambos poetas hay que buscarlas, más allá de su similares fuentes literarias  similares por libre y consciente elección , de un mismo «espíritu de época»  el característico fin de siglo decimonónico, ámbito que marcó profundamente a Poveda , en un pathos semejante, expresado a través de una poética simbolista. En este sentido vale agregar que es como si Poveda hubiera podido desarrollar muchas Nota tas ideo estéticas presentes en la cosmovisión silviana, sobre todo, como ya se indicó, en su novela, las cuales valdría la pena estudiar con prolijidad y profundidad. Otro aspecto fructífero en correspondencias sería el referido a la agónica y compleja relación que establecieron ambos poetas con su contexto inmediato. Tanto Silva como Poveda fueron, a la vez, dos inadaptados y dos incomprendidos, de ahí su profundo dandismo. Ambos murieron jóvenes, víctimas de su intenso y consecuente vitalismo, llevado hasta sus últimas consecuencias (29). Leamos el poema «José Asunción Silva«:
La noche es mortalmente triste. Sobre el paisaje
la luna se alza lóbrega. Y se oye solamente
un ruido, el de unos pasos, cuyo vagar demente
resuena tembloroso de espera o de espionaje.
Errante caballero de la Nostalgia; puro
romance del idilio luctuoso y sin olvido;
sepulcro antiguo donde yace muerto el futuro;
alma de ayer, inútil y melodiosa; triste
como su raza, débil, que nutre en lo vivido
su vida, y agoniza sobre lo que no existe.
Noche de remembranzas. Presagios. Ritornelo
de sombras invocadas y profecías ciertas;
fantasmas en las rutas y augurios en el cielo
~h Isaac, oh Silva! ~ todas las perspectivas muertas (30).
Silva fue un poeta más lírico que Poveda, aunque éste haya podido escribir textos de intenso lirismo simbolista como «Serenata» y «Palabras en la noche», entre otros. Poveda, en cambio, ya frente a nuevos tiempos, abrió su poesía a otras vertientes poéticas, ausentes en Silva (31).

uPOÉTICA SILVIANA
Si por algo se caracteriza la poesía de Silva, ya desde Intimidades, su libro más netamente romántico, es por su vocación anagógica, su impulso de trascendencia vertical. El poeta recrea, analógica, horizontalmente, el mundo inmanente, pero lo hace siempre con la conciencia de que toda realidad es simbólica, alude siempre a un orden diferente o superior, y no con un sentido conscientemente religioso, sino a través de una mirada que traspasa las apariencias, las torna signos evanescentes, aéreos, hasta conformar un paisaje eminentemente espiritual, que casi siempre se organiza para propiciar el despegue, la salida de sí, la transfiguración. Casi nunca mira las apariencias como formas suficientes, sino como signos resonantes alusivos. De ahí la intensidad y ambigüedad de sus paisajes simbólicos o, mejor, paisajes del alma. Por eso Silva no pudo desplegar la veta parnasiana  concentrada, cerrada en la cárcel de las formas , formalmente esteticista, como sí Casal y Valencia. Al conservar el profundo panteísmo religador romántico entre el hombre y la naturaleza  tal en Darío y en Martí , Silva acentuó la veta simbólica, y sólo tuvo un parigual en los Versos sencillos martianos. Su romanticismo, ya en Intimidades, conoce de una depuración estilística que lo sitúa en la línea lírica de Bécquer y Zenea. Su ascendencia puede remontarse a la sentimentalidad lírica de Garcilaso, y a la mística española, que alcanza una cota tan alta en nuestro siglo con Machado y Juan Ramón. Ese es su linaje más profundo. De ahí, también, la sensación de atemporalidad que acompaña a sus textos, y la dificultad para situarlo dentro de la estética más común del modernismo.
Su exotismo nunca fue geográfico. Su exotismo se proyecta al mundo edénico de la infancia, o hacia un pasado que sublima, a través de un tono elegíaco, de su poética de la evocación, o hacia un más allá, un trasmundo diríase que neoplatónico. Eludió, pues, la efusiva sentimentalidad romántica  también reconcentrada, narcisista , su tono elocuente, a través de la interiorización del tono, para expresar delicados paisajes afectivos, espirituales, simbólicos. Eludió, también, toda poesía objetiva, parnasiana, formalista, ornamental: su tropología está siempre en función de connotar eso que puede denominarse como e1 alma de las cosas, el misterio que portan y que las proyecta siempre hacia más allá de sí mismas. Despegue hacia lo desconocido. Salir de sí. Ensanchamiento simbólico de la realidad. Realidad que siempre es desbordada: formas abiertas, aéreas, de contornos vagos, evanescentes, ya traspasadas por un velo, ya atravesadas en el tembloroso umbral entre lo inmanente y lo trascendente. Lo que fue en su vida una perenne contradicción entre lo ideal y lo real, se resuelve en su poesía en la profunda idealización, espiritualización de lo real. El arte fue para Silva un medio de conocimiento, la manera de objetivar una cosmovisión esencialmente simbólica, que es acaso su aporte fundamental al modernismo hispanoamericano. Si no llegó al unilateral ascetismo de la poesía pura, fue porque lo salvó su ascendencia romántico simbolista, pero preparó el camino hacia ella y acentuó la autonomía del arte como una forma suficiente de conocimiento, de expresión de la realidad, pero no de la realidad simplemente aparencial, inmanente, sino de la realidad más profunda de las cosas. Que ello lo hiciera a través de una suerte de voluptuosidad lírica, le confirió a su poesía su halo perenne de misterio, de intensa carga alusiva, resonante, simbólica, y su característica atemporalidad. Ella es su aporte más profundo a la modernidad, el cual coexiste con su otra Nota ta poética, la de Gotas amargas, donde despliega una mirada escéptica, irónica, típica también de la modernidad.
La conciencia de una legalidad cósmica, analógica y anagógica, por un lado, y su aparente reverso: la mirada irónica, aseguran la modernidad de la poesía silviana, ya como depositaria de un saber oculto, ancestral, primigenio, atemporal, ya como crítica de la soberbia racionalista o irracionalista, típicas de toda vanguardia, esto es, de un arte afincado siempre en una temporalidad determinada  Lezama diría «rapidísima« . Silva critica la exterioridad romántica, nunca su corriente más profunda. Apartado, pues, tanto de los estereotipos más externos del romanticismo, como del parnasianismoesteticista del modernismo, Silva es poseedor de un profundo vitalismo, de ascendencia romántica, legitimador de una naturaleza simbólica y panteísta. A lo que se opone Silva, incluso en sus textos calificados de antipoéticos o antirrománticos, es a la noción de naturaleza artificial, artística, por un lado, y a todo reduccionismo racionalista de la naturaleza. Por eso tampoco la poesía puede ser para Silva la mera expresión de sentimientos, en el sentido romántico tradicional.
La convivencia de una poética simbolista con una poética de la ironía es la intuición mayor de Silva, la garantía de su perdurabilidad lírica. Precisamente el despliegue de una poética de la ironía, tal en Gotas amargas, le permiten cultivar su poética simbolista despojada de todos los estereotipos estéticos y filosóficos que no se avienen con ella y a los que somete a una implacable crítica.
Quien fue capaz de sentir como Silva la profunda espiritualidad de la naturaleza y expresarla a través de una poética simbolista, anagónica, tuvo también que sopesar su reverso de una manera igualmente profunda. No son, pues, esas dos Nota tas silvianas, dos maneras antagónicas, sino dos vertientes expresivas de una conciencia, en el fondo, unitaria. Es por ello que la muerte no es vista en la poética de Silva como mera negación de la vida, y viceversa; sino como dos órdenes de manifestación de la realidad que el poeta pretende siempre relacionar. No son dos contrarios, sino dos formas de manifestarse una realidad esencial. Gotas amargas, desde esta perspectiva, no es la negación de la poética simbolista silviana, sino la negación de un romanticismo exterior, superado por él, por Bécquer, por Zenea. Gotas amargas es la antipoesía de ese romanticismo, su reverso igualmente romántico, como en Heine, Bartrina, Campoamor, aunque ya proyectado en Silva hacia la modernidad. Porque en Silva ese reverso adquiere una proyección estética y crítica que lo hace ya un poeta de nuestro siglo XX: Silva, nuestro contemporáneo.

1. Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía. (La Habana: instituto Cubano del Libro, 1970), 184 207.
. José Lezama Lima, «Julián del Casal», Confluencias (La Habana: Letras Cubanas, 1988), 182.
3. Gabriel Garcia Márquez, Prólogo, José Asunción Silva, De sobremesa (Madrid: Hiperión, 1996), 26.
4. Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1992), 123.
5. Rosario Peñaranda Medina, «La poetización de la existencia: el gesto estético en la novela modernista». En: Juan Gustavo Cobo Borda, Ed., Leyendo a Silva (Bogota: Caro y Cuervo, 1994), II, 395 410.
6. Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995), 84.
7. José Martí, «Julián del Casal» [18931, Obras completas (La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1%3), V 222.
8. Vallejo cita el siguiente testimonio de Ismael Enrique Arciniegas: «Una tarde fue Silva a visitarme al Gran i Restaurante, hotel en el que me hallaba hospedado, y después de cambiar palabras de cortesía, me dijo que le habían informado que tenía yo las poesías de Julián de Casal, enviadas por él, y que deseaba leerlas. Se ; las dí en préstamo […] Cuando días después me devolvió las poesías de Casal, me dijo que le habían gustado unos eneasílabos, sobre todo la consonancia de músculos con crepúsculos. Al tomo Nieve le hizo en los márgenes muchas anotaciones con lápiz, que borró con caucho, pero al lado del verso, en la poesía de `Petronio’, `tendido en la bañera de alabastro’, leí claramente: `Bañera es la mujer que baña; bañadera sí es la tina’. Al entregarme los libros que le había dado, en rústica, observé con grata sorpresa que estaban empastados en pergamino, obra de él, según me dijo. Se me extraviaron, lo que deploro de todas veras». Vallejo, Op. Cit, 73 4. Repárese en que el autor se refiere al final a varios libros. Además de Nieve (1892), ¿leyó Silva, Hojas al Viento (1890) y/o Bustos y rimas (1893)?
9. Vale la pena recordar al respecto el testimonio de Federico Villoch, «La celda de Casal», publicado en el Diario de la Marina (La Habana, 1941): «Invariablemente vestía de negro, como Baudelaire, decía él. Resplandecía en aquella celda su lecho siempre cubierto por una sobrecama cretona de brillantes colores y caprichosos dibujos japoneses. Le encantaban las ‘japonerías’ de Loti. Tenía de escritorio una cómoda del viejo estilo ochocentista, un cómodo butacón frailuno, un pequeño armario donde guardaba su biblioteca, y un sillón, uno de aquellos cómodos mecedores criollos en que nuestras abuelas cantaban La bayamesa, de Fornaria, y La golondrina, de Alcalá Galiano, el que se balanceaba perezoso, enhebrando sus rimas. En todos los detalles de orden y aseo se reconocía al antiguo interno del colegio de los jesuitas de Belén. Debajo dei lecho ocultaba un amplio latón de zinc, que usaba como bañadera, y al cual llamaba, siempre perdido en sus paraísos artificiales: `mi tina de mármol rosa’. Villoch, citado por Maro Cabrera Saqui, `Ensayo preliminar», Julián del Casal, Poesías completas (La Habana: Dirección de Cultura, 1945), 19.
10. Vitier, Op. Cit., 309.
11. Lezama Lima, Op. Cit., 18S ss.
12. Ivan Ramón Jiménez, «José Asunción Silva’ [19411, Rpd., Fernando Charry Lara, Ed., José Asunción Silva, vida y creación (Bogotá: Procultura, 1985), 63.
13. Casal, «Nostalgias», Op. Cit., 222.
14. Casal citado por Vitier, Op. Cit., 310 1.
15. Casal, «Pax animae», Op. Cit., 192.
16. Clemente Zenea, «En días de esclavitud», Poesías (La Habana: Letras Cubanas, 1989), 216.
17. Lezama Lima, Op. Cit, 205.
18. Vitier, Op. Cit., 288.
19. Casal, «Paisaje espiritual», Op. Cit., 195.
0. Lezama Lima, «A partir de la poesía», las eras imaginarias (1972) (Madrid: Fundamentos, 1982), 49.
1. Vitier, Op. Cit., 296 7.
2. José Manuel Poveda, «Laudo de lumbres», Las visiones y los símbolos, Obra poética, Pról., Alberto Rocasolano, (La Habana: Letras Cubanas, 1988), 251.
3. Rocasolano, Ibid., 45.
4. José Manuel Poveda, «Crónicas hipocondríacas» [19101, Prasa (La Habana, Letras Cubanas, 1981), II, 325.
5. Poveda, Obra poética, Op. Cit.
6. Poveda, Prosa, Op. Cit., Il, 211 15.
7. Ibid., II, 211 ss.
8. Poveda, «La música en el verso» (1914), Prosa, Op. Cit., I, 64. En otro lugar dice: «Poe, Silva, Casal: es el rostro hermético’ ; ver su ensayo «Para la lectura de las Rimas de Julián del Casal», Ibid., I, 233.
9. Dice Alberto Rocasolano, su mejor crítico: «Su dandismo cobra en él categoría espiritual: la elegancia es un recurso aparentemente externo que se opone al hastío, la mediocridad y el mal gusto; la aristocracia espiritual debía corresponderse con el modo de vestir y de comportarse. Tanto es así, que la imagen de Poveda se torna única, aunque así no fuera siempre: traje negro, sombrero oscuro, cuello de mariposa, camisa blanca, un bastón tal vez de ébano con puño de plata, que pocas veces sometía al reposo; y siempre hablando de cosas del espíritu, barajando teorías, escuelas, libros, diciendo cosas raras y bellas a propósito de obras en marcha o simplemente vislumbradas», Rocasolano, Prólogo, Op. Cit., 49. Como es sabido, Poveda murió acaso víctima del alcohol y de las drogas. Al morir, su viuda quemó todos sus manuscritos inéditos.
30. Poveda, Obra poética, Op. Cit., 212 3. Reproduzco la nota de Rocasolano a este último verso: «Isaac. Patriarca hebreo, hijo de Abraham y de Sara. Casó con Rebeca, de la que tuvo dos hijos: Esaú y Jacob. Sentía predilección por el primero, pero por una estratagema de su mujer  que se inclinaba por el segundo  le dio su bendición a Jacob. Quizás Poveda relaciona a Isaac con Silva al recordar un pasaje bíblico que, si bien no se ajusta totalmente al caso específico del poeta colombiano, dice: ‘Y los hombres de aquel lugar le preguntaron [a Isaac] acerca de su mujer; y él respondió: Es mi hermana; porque tuvo miedo de decir: Es mi mujer; pensando que tal vez los hombres del lugar lo matarían por causa de Rebeca, pues ella era hermosa de aspecto. O de este otro: Y llamó Abimalec a Isaac, y dijo: He aquí que ella es de cierto tu mujer. ¿Cómo, pues, dijiste: Es mi hermana? E Isaac le respondió: Porque dije: Quizá moriré pon causa de ella». Nota de Rocasolano, en Poveda, Obra poética, Op. Cit., 439.
31. Como dato de sumo interés debe valorarse la relación entre Gotas amargas y cierta zona postmodernista de la poesía de Rubén Martínez Villena (1899 1934) y de Julio Herrera y Reissig, relación entrevista por Virgilio Piñera en «Martínez Villena y la poesía» [1961]. Asimismo, debe llamarse la atención sobre la afinidad entre el propio Piñera y la sentimentalidad lírica silviana  de ascendencia romántica en ambos casos , que se pone en evidencia en su ensayo «Una lección de amor» [1960]. En dicho ensayo Piñera distingue el «Nocturno III» por la simple y auténtica exposición del amor pasión  como luego hará Neruda en sus veinte poemas de amor y una canción desesperada . Véase Virgilio Piñera, Poesía y crítica (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994).

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SILVA Y SU EPOCA

JAIME JARAMILLO URIBE

Universidad de los Andes

José Asunción Silva nace en 1865 y muere en 1896. Su vida transcurre, pues, a lo largo de uno de los períodos más dinámicos, conflictivos y ricos en cambios políticos, sociales y culturales como fue la segunda mitad de nuestro siglo XIX. Políticamente corresponde a lo que en nuestra historiografía convencional denominamos la era de los gobiernos liberales, que se enmarca entre el gobierno de José Hilario López y el régimen de los gobiernos de Rafael Núñez llamado la Regeneración.
Fue este un período notable por su aliento reformista en todos los aspectos de nuestra historia. Suele decirse que con él nuestro país entra a participar en algo semejante a la modernidad y empieza a dejar atrás las formas de vida coloniales. Demográficamente el país ha crecido en forma notable. De 1825 a 1851 la población nacional se ha duplicado y un fenómeno semejante se ha presentado en sus principales ciudades. La estructura social y económica también presenta algunos cambios. El grupo comerciante, que podría formar una incipiente clase burguesa, se ha fortalecido y ha llegado a ser capaz de iniciar empresas de producción y actividades exportadoras e importadoras notables. Lo mismo ha ocurrido con el grupo terrateniente, especialmente el del oriente del país, que ahora está dispuesto a abandonar sus viejas rutinas coloniales para participar en empresas productoras de materias primas exportables como el tabaco, la quina y el café.
Con respecto a la vieja estructura colonial de criollos, mestizos, indígenas y esclavos negros, el grupo mestizo debe haber crecido notablemente, dando a la sociedad un elemento dinámico que aumentará también el factor conflictivo del período. Los artesanos (sastres, zapateros, carpinteros, bataneros, costureras, etc.) han crecido y logrado cierto grado de conciencia social y política como lo demuestran la aparición de las Sociedades de Artesanos que comenzaron a formarse en la década de los 40 y los conflictos que este grupo protagonizó a lo largo de la segunda mitad de la centuria. Lo demás: campesinos mestizos e indígenas y antiguos esclavos, sirvientes domésticos y peones de hacienda, constituyeron la materia prima pasiva de la conflictiva época y de. sus guerras civiles generales y locales.
Con la mayor apertura al contacto con Europa, llegaron a la Nueva Granada viajeros, extranjeros, periódicos, revistas, libros ingleses y franceses, y los granadinos de las clases altas, por su parte, comenzaron a viajar a París, Londres y los Estados Unidos. En Bogotá y otras ciudades del país aparece la prensa en un sentido moderno. A través de ella y de los libros nos llega la influencia intelectual del romanticismo en literatura y del liberalismo en los campos político y económico.
Recordemos los cambios más importantes que se presentan en el período (1). En el gobierno de José Hilario López (1849 1853) se promulga la Constitución de 1853 que consagra el sufragio popular directo para la elección de presidente y miembros del congreso, abandonando así el sistema de elección indirecta de las autoridades y las anteriores limitaciones al sufragio. Los derechos individuales como el de libertad de prensa, reunión y actividad política se establecen sin restricciones. El carácter unitario y centralista de la organización política nacional se atenúa con notables elementos federalistas como la elección popular de gobernadores. La Iglesia y el Estado se separan, rompiendo la tradicional institución del patronato que los unía íntimamente. En el plano social se consagran el matrimonio civil y el divorcio, y aprovechando los mayores poderes otorgados a los gobiernos regionales, alguno como el de Vélez se atrevió a establecer el voto femenino. En el campo social se eliminó la esclavitud de la población negra y en el económico se suprimió el monopolio o estanco del tabaco, abriéndose la posibilidad del cultivo y comercialización de un producto que por tener amplio mercado en Europa habría de constituir la base de la expansión de nuestras exportaciones y de la inserción de nuestra economía en los mercados internacionales. Por otra parte, la supresión de algunos impuestos que frenaban la producción minera y agrícola, como los quintos de oro y los diezmos, abrió la posibilidad de exportar otros productos como el añil, la quina, los sombreros de paja y, en menor medida, el algodón y el caucho (2).
El espíritu reformista de 1850 no se detuvo aquí. Como resultado de la guerra civil de 1859 62, promovida por el general Tomás Cipriano de Mosquera y otros caudillos regionales contra el gobierno conservador de Mariano Ospina Rodríguez, un nuevo ciclo de reformas fue iniciado por los gobernantes radicales del período que corre entre 1860 y 1880. La primera expresión de este ciclo fue la promulgación de la Constitución de 1863, llamada de Rionegro, que estableció un régimen radicalmente federalista en la organización del Estado. Las unidades regionales, nuestros departamentos, fueron llamados estados federales y la nación tomó el nombre de Estados Unidos de Colombia. En el plano de las relaciones entre la Iglesia y el Estado se tomaron dos medidas que agravaron las tensiones políticas que se habían producido con motivo de las reformas de 1850. La primera de estas medidas fue la desamortización de los bienes de la Iglesia y de las comunidades religiosas. En ese momento la Iglesia y sus comunidades poseían bienes raíces, semovientes y capitales puestos a censo por un valor que se ha calculado en doce millones de pesos de la época. Por el decreto de desamortización, esos bienes pasaban a propiedad del Estado y éste los sacaría a remate público para ser adquiridos por quienes estuvieran en capacidad de comprarlos. Esto para los bienes raíces como haciendas, locales y lotes urbanos. En cuanto a los censos o capitales a interés a favor de la Iglesia, los deudores podrían amortizar sus deudas pagando en las cajas del Estado el 50%o de ellas. Como indemnización, el Estado pagaría a la Iglesia su valor comercial con bonos del tesoro nacional a diez años de plazo y un interés del 6% anual (3).
La segunda medida que intensificó el conflicto religioso fue la reforma educativa de 1870. Por ella la asistencia a la escuela primaria se haría obligatoria y la enseñanza de la religión sólo se impartiría a los niños cuyos padres la solicitaran. Estas disposiciones se complementaron con la traída de una misión de educadores alemanes que organizaría escuelas normales para la formación de maestros. La protesta de la Iglesia y de la opinión conservadora del país por estas medidas llegó a ser tan intensa, que con muy buenas razones se ha dicho que ése fue el motivo que desencadenó la guerra civil de 1876, promovida por el partido conservador contra el gobierno radical del presidente Parra (4).
En 1880 fue elegido presidente el doctor Rafael Núñez quien, no obstante pertenecer al partido de gobierno, había sido un crítico permanente de las políticas adelantadas por los radicales. Desde ese momento Núñez, acompañado en esto por otros miembros del partido liberal, que más tarde tomarían el nombre de Independientes, planteó la necesidad de introducir reformas a la Constitución de 1863 y de realizar cambios en las relaciones entre el Estado y la Iglesia. También planteaba la necesidad de modificar algunos aspectos de la política económica, como el aumento de las tarifas de aduana con el fin de proteger las incipientes industrias nacionales y la creación de un banco nacional que diera al Estado la facultad exclusiva de emisión monetaria, que sirviera como banco de depósito de los dineros oficiales y otorgara al gobierno créditos en caso de penurias fiscales.
Estas medidas despertaron una fuerte oposición dentro de la mayoría de las directivas del partido liberal y en algunos sectores conservadores, pero Núñez, en éste y en su segundo gobierno (1884 1886), las llevó adelante. El punto culminante del conflicto se presentó en 1885, cuando el sector radical del liberalismo se lanzó a la guerra civil de ese año, ante la perspectiva de que Núñez le abriera el camino a una victoria conservadora.
Triunfantes las armas del gobierno, Núñez declaró muerta la Constitución de 1863 y convocó a una asamblea constituyente compuesta por liberales y conservadores que compartían sus ideas, asamblea que dío al país la Constitución de 1886, constitución unitaria y centralista, que concedió vigorosos poderes al presidente de La República y le permitió ser reelegido en forma continua para períodos de seis años. Constitución que dio al presidente la libre remoción y nombramiento de los gobernadores y que declaraba que la religión católica, por ser la de la mayoría de los colombianos, merecía una especial protección del Estado. En desarrollo de esta política el gobierno de Núñez suscribió con la Iglesia el concordato de 1887 por el cual se indemnizaba a la Iglesia por los perjuicios sufridos a raíz de la desamortización de los bienes de manos muertas y prácticamente se le daba el control de la educación pública (5).
También en el plano económico el período fue de innovación y cambio. La eliminación del monopolio estatal o estanco del tabaco y los estímulos tributarios que se dieron a la agricultura, sobre todo a los géneros exportables, iniciaron una etapa de crecimiento de nuestras exportaciones, intensificando el proceso de inserción de nuestra economía en el comercio internacional. He aquí algunas cifras indicadoras del aumento de las exportaciones:

Sin embargo, aunque el período fue de crecimiento global, se presentaron también fuertes y bruscas oscilaciones de bonanzas y depresiones. Precisamente el período del 83 al 92, época en que Silva debió afrontar la crisis de la firma de Ricardo Silva e Hijos, fue de severa depresión. Dentro de las oscilaciones de baja, dos géneros de las exportaciones jugaron una importancia decisiva: el tabaco y la quina. El café comenzaba apenas su ascenso. En efecto, el tabaco que en el período 1864 65 y 69 70 alcanzó la suma de 2’757.003 y llegó a representar el 27,3% de nuestras exportaciones totales, en los años de 1888 91 descendió a la suma de $833.400 representando el 6,9% de ellas. El colapso de la quina fue mayor. Después de haber alcanzado en su mejor época la suma de $4’763.040 y de representar el 30% de las exportaciones, llegó a valer sólo $33.007 en el período 1888 89, lo que significaba el 0,3% de las exportaciones totales (6).
A la depresión de las exportaciones se agregaron otros factores críticos. Como lo hemos dicho, en 1880 Núñez, durante su primer gobierno, funda el Banco Nacional como banco emisor y eventual financiador del gobierno. Más tarde, en su segunda y tercera administraciones, elimina la convertibilidad en metálico del billete y la libre estipulación monetaria, y ordena el curso forzoso de los billetes del Banco Nacional. Como es sabido, la emisión aumentó más allá de los límites aceptados por el mismo gobierno, la circulación monetaria creció, los precios internos subieron y el peso colombiano perdió valor con respecto a la libra esterlina, de manera que los importadores, como era el caso de Silva, tuvieron que pagar más por sus mercancías en términos de pesos colombianos, mientras las ventas internas bajaban. En cuanto dependía de esas circunstancias, ésta fue la causa de su quiebra comercial.
La apertura hacia el exterior que se intensificó en la segunda mitad del siglo XIX, tuvo también sus efectos en el campo de la cultura y en la mentalidad de muchos colombianos. En 1887 se recrea la Universidad Nacional, Bogotá recibe más viajeros extranjeros y a sus librerías llegan más libros de nuevas tendencias del pensamiento europeo. Las influencias románticas del 50, todavía compatibles con una visión cristiana de la vida, fueron sustituidas por la visión positivista que afianzaba su fe en la ciencia y llevaba a sus extremos la visión secularizada del mundo. La influencia de Lamartine, de Hugo, de Sue, de los católicos liberales y de los utopistas sociales del 48, fue sustituida hacia la década del 70 por la de Mill y Spencer, cuyas ideas vigorizaban la esperanza y la fe en el progreso material e intelectual que traerían el desarrollo de la ciencia, del comercio y de la industria (7).
Diez años más tarde, hacia 1880, precisamente en los años más decisivos para la formación intelectual y espiritual de Silva, aparecen en el medio cultural bogotano influencias intelectuales europeas de signo pesimista. Tales tendencias estaban representadas por filósofos, poetas, artistas y novelistas que expresaban su desencanto y su repudio a los valores, hábitos y creencias instauradas por la civilización capitalista moderna y por su clase rectora, la burguesía: el valor del dinero, el progreso, el orden. Las obras más representativas de ellos aparecen entre los libros leídos y comentados por Silva: Nietzsche, Taine, Renan, Baudelaire, Huysmans, Bourget. La intelhgentsia francesa había entrado en un período de crisis. La ciencia y el saber racional no le brindaban satisfacciones profundas ni explicaciones aceptables de los problemas morales. Muchos autores describían la época como dominada por el aburrimiento y el tedio. Baudelaire ponía en circulación la palabra spleen. Paul Bourget, tan leído por Silva, calificaba al hombre contemporáneo como un animal que se aburre y Renan vaticinaba que los progresos científicos podrían llevar a una gran depresión moral e intelectual (8).
Con la diferencia que va de lo grande a lo pequeño, y a pesar de pertenecer a una sociedad que entraba con paso lento a la formación de una economía capitalista y una conciencia auténticamente burguesa, la crisis de la conciencia moderna no pasaba desapercibida en algunos sectores de la élite intelectual de la Colombia de finales del siglo XIX. Por lo menos dos contemporáneos de Silva, Rafael Núñez y José María Samper, dejaron testimonio de ella. En su emFilosofía en cartera, especie de diario filosófico en el cual trató los más diversos temas de política, historia y filosofía, Samper expresaba que todas las promesas del positivismo habían resultado fallidas. Ni el progreso social y político, ni el mejoramiento moral del hombre, ni el conocimiento de los grandes secretos de la naturaleza, ni la paz perpetua, se habían logrado después de un siglo de desarrollo. Las ciencias habían traído enormes progresos técnicos pero, se preguntaba Samper,

¿ (Han) determinado la naturaleza de las relaciones del hombre con la fuente suprema de donde emana? ¿Han establecido la fraternidad entre los hombres? ¿Han inventado algo que reemplace el poder de las religiones positivas, que rechazan, o de las cuales prescinden? ¿Han podido crear o suprimir cuerpos, la materia, la inteligencia o los objetos que le sirven de asunto para sus investigaciones? ¿Han hallado en la naturaleza algún principio (salvo el principio vital siempre inexplicable) que les sirva en lugar del espíritu, del cual parecen renegar en obsequio de la razón también irreductible? Nada de eso. Todo está por resolver, y ninguna solución, en ningún ramo científico, es hasta el presente satisfactoria. Así, de todo lo que me alucinaba cuarenta años hace, poco, poquísimo queda intacto en mi corazón. Todo está en escombros o cuarteado. Y lo que hace cuarenta años me faltaba, es lo único que ahora tengo: la única luz con que ilumino tantas ruinas: la fe religiosa (9).

Núñez hacía un análisis semejante de la situación:

¿Qué es la ciencia sino un cúmulo de incertidumbres? El método de la ciencia es el análisis que acentúa más y más el particularismo, es decir, el aislamiento de los hechos y fenómenos, y así mutila la misma materia de investigación, como si las partes aisladas equivalieran en su modo de ser a esas mismas partes cuando forman un todo. La ciencia emplea el número puro, las figuras geométricas, el perfecto fluido, el metal inflexible, aunque es sabedora que eso no pasa de ser imaginaria abstracción. No hay, en efecto, nada que sea absolutamente matemático, mecánico ni químico en todas sus susceptibles relaciones porque nada se basta a sí mismo. La objetiva contemplación de las cosas no nos da, pues, sino un cuadro de apariencia, de donde se sigue que para percibir la verdad entera, la verdadera verdad, tenemos que entrar en el estudio de nuestras propias almas que se hallan en comunicación con la verdad absoluta. Para que pueda ser comprendido el inteligente mundo tenemos que referirlo a la inteligencia suprema; así como para comprender la vida humana tenemos que examinar al hombre vivo y no su cadáver en el laboratorio (10).

También Silva se movió en ese ambiente de perplejidades y dudas. Como lo han anotado numerosos comentaristas y críticos, el personaje central de su novela De sobremesa, José Fernández, pasa su vida en busca de algo que le dé sentido a su existencia. Ensaya todas las posibilidades de la sociedad mundana y al final sólo encuentra su satisfacción en el recuerdo del amor de su amante preferida, Helena. En su diario del 14 de abril, José Fernández hace una alusión muy directa a la crisis moral de la modernidad, a su individualismo exacerbado, a la búsqueda de la absoluta libertad personal con exclusión de cualquier vínculo social que limite los derechos del individuo y Le impongan algún sacrificio. Y a propósito menciona Casa de muñecas de Ibsen, cuya heroína, Nora, es «una mujercilla común y corriente […que] abandona marido, hijos y relaciones para ir a cumplir los deberes que tiene consigo misma, con su yo, que no conoce y que siente nacer en una noche como hongo que brota y crece en breve espacio de tiempo» (11). Alude también a la obra de Sudermann, La dama vestida de gris, donde la abnegación y el amor a la familia toman tintes grotescos. Y agrega, irónicamente, Fernández: «así, a estallidos de melinita en las bases de los palacios y a golpes de zapa en lo más profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias, marcha La humanidad hacia el reino de la justicia, que creyó Renan entrever en el fin de los tiempos» (12).
Sigue reflexionando Fernández y evoca la figura de Victor Hugo para decirle:

Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana. El frío viento del Norte que trajo a tu tierra la piedad por el sufrimiento humano que desborda en las novelas de Dostoievski y de Tolstoi, acarrea hoy la voz terrible de Nietzsche (13).

Y con Nietzsche vendrá la revaluación de todos los valores, se debilitará la moral de los señores y el obrero abandonará la moral de los débiles, la moral cristiana. Ya no rezará por el bienestar de sus patrones, ni sus uñas se clavarán en su propio cuerpo, sino en el cuerpo de los demás.
Para solucionar el vacío dejado por la incredulidad, agrega Fernández, vendrán otros sustitutos: el arte, la poesía, la música; las religiones orientales, el espiritismo, las magias. Y aun así, desconfiando de todas las fórmulas posibles para dar solución a la crisis, Fernández termina con esta interrogación:

¿Crees tú, crítico optimista que cantaleteas el místico renacimiento y cantas hossana en las alturas, que la ciencia notadora de los Taine y de los Wundt, la impresión religiosa que se desprende de la música de Wagner, de los cuadros de Puvis de Chavannes, de las poesías de Verlaine y la moral que le enseñan en sus prefacios Paul Bourget y Eduardo Rod, sean cadenas suficientes para sujetar a la fiera cuando oiga el Evangelio de Nietzsche?… El puñal de Cesáreo Santo y el reventar de las bombas de nitroglicerina pueden sugerirte la respuesta (14).

Con impresionante lucidez, Silva se refirió también a la crisis de la modernidad en varios de sus poemas: «La respuesta de la Tierra», «El mal del siglo», «Cápsulas», Este último dice así:

Luego, desencantado de la vida,
Filósofo sutil,
A Leopardi leyó, y a Schopenhauer
Y en un raro de spleen,
Se curó para siempre con las cápsulas
De plomo de un fusil (15).

En qué medida lo que podría interpretarse como una cuestión de información literaria y erudita se transformó también en un drama personal que influyó en la decisión final del suicidio, es el secreto que Silva se llevó consigo el 24 de mayo de 1896.

1. Sobre el tema hay numerosa bibliografía. Ver, especialmente: Gerardo Molina, las ideas liberales en Colombia Vol. I; (Bogotá: Universidad Nacional, 1970). Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX [1964] (Bogotá: Temis, 1982); La personalidad Histórica de Colombia [1974] (Bogotá: El Áncora, 1994), 162 ss.; David Bushnell, Colombia, una nación a pesar de si misma (Bogotá: Planeta, 1996), 101 ss.
. José Antonio Ocampo, Colombia en la economía mundial (Bogotá: Siglo XXI, 1984), 81 139.
3. Fernando Díaz Díaz, «Estado, lglesia y desamortización», En: Jaime Jaramillo Uribe, Ed., Manual de historia de Colombia (Bogotá: Procultura, 1982), II, 412 65.
4. Jaime Jaramillo Uribe, «El proceso de la educación en Colombia del virreinato a la época contemporánea’, Manual de historia de Colombia, Cit,, III, 308 28.
5. Sobre Núñez y la Regeneración hay numerosa bibliografía. Una síntesis sobre el aspecto político se encuentra en Álvaro Tirado Mejía, «El estado y la política en el siglo XIX», Manual de historia de Colombia, Cit. II, 327 ss. Un tratamiento más amplio en Helen Delpaç Rojos contra azules. El partido liberal en la política colombiana (Bogotá: Procultura, 1994).
6. Ocampo, Op. Cit., 110 ss.
7. Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX, Cir., 402 ss.
8. Un tratamiento sobre este tema se encuentra en la obra de Theodore Zeldin, Histoire des passions françaises (originalmente publicado en inglés, 1973) (Puís: Seuil, 1980 1981), Vol. 5, especialmente 71 ss.
9. José María Samper, Filosofía en cartera (Bogotá: Imprenta de «La Luz», 1887), 312.
10. Rafael Núñez, «El positivismo», La reforma política en Colombia (Bogotá: Imprenta Nacional, 19441950) 7, 193 194.
11. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 320.
12. Ibídem.
13. Ibid, 321.
14. lbid, 324.
15. Silva, Gotas amargas, Ibid., 78.

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SILVA ANTE LOS LECTORES Y LA CRÍTICA

HÉCTOR H. ORJUELA

Aunque difícilmente hubiera podido hallar Silva entre sus contemporáneos el lector ideal o lector artista con que soñaban los modernistas (1), la verdad es que a partir de su muerte la admiración por el poeta hizo que se estableciera una estrecha relación entre el escritor y su público, relación ambigua que se ha mantenido a través de los años. Otra cosa sucede, sin embargo, cuando Silva se enfrenta ante el lector crítico, pues el placer de la lectura se torna en experiencia intelectual, en asedio irreverente de los textos y surge así una visión múltiple del poeta y de su obra que es la que nos interesa en este trabajo.
Hablar de la crítica de Silva entraña no obstante referirnos inevitablemente a la historia editorial de sus escritos, al accidentado proceso de la recuperación del legado literario del bogotano, ya que a partir del naufragio del Amérique la mala suerte ha perseguido sus manuscritos, hasta el punto que en el mismo año del centenario de su muerte aún no se tiene certeza de contar con un corpus fijo o definitivo de su producción, circunstancia que ha sido un obstáculo para estudiar al escritor y que ha hecho que para algunos el rescate y ordenación de los textos sea una labor tan necesaria e importante como la misma crítica.
En estudios previos he seguido en detalle la historia editorial de Silva (2), por lo que en esta ocasión voy a usar como punto de partida la edición oficial del centenario de su nacimiento que con el título de Obras completas (1965) (3) publicó el Banco de la República, en la cual el corpus literario está representado por 65 poemas, la novela De sobremesa y una colección de cartas y prosas breves, producción que, en general, era para entonces la obra conocida del bogotano y la que había servido a la crítica por más de medio siglo para estudiar sus escritos, juzgar el valor de su obra en prosa y verso, y ubicar al autor como un poeta destacado del Modernismo y como una figura fundamental de las letras nacionales.
Este reconocimiento estaba sustentado por centenares de estudios y artículos de ensayistas colombianos, ya que no hay crítico nacional que quiera hacerse valer como tal, que no haya escrito sobre Silva, y de especialistas extranjeros, particularmente por los que enfrentándose a la crítica tradicional emprendieron la revaloración del Modernismo, entre los cuales están Federico de Onís, Juan Ramón Jiménez, Manuel Pedro González, Max Henríquez Ureña, Ricardo Gullón e Iván Schulman, para mencionar sólo a los principales. Esta relectura que es básica para la historia del Modernismo, y que desafortunadamente no tuvo en Colombia una manifestación de igual magnitud, dio límites más amplios al movimiento, revisó su cronología ceñida hasta entonces a las fechas que le imponía la obra dariana, y al concepto de escuela o tendencia estilística opuso la interpretación que concedía al Modernismo la amplitud de época o período histórico cultural, en la medida que se entienden el Renacimiento o el Barroco, etapa en la que priva la libertad creativa, un arte múltiple y sinerético y una literatura que busca orientarse por la senda de la Modernidad.
Varias consecuencias importantes marcó esta revisión del Modernismo: señaladamente la evidencia de que es la prosa y no el verso la que inicia la renovación, y el rechazo puntual de la tesis que erigía a Rubén Darío como el fundador, único guía y figura epónima del movimiento, ya que Martí o Casal en Cuba, Gutiérrez Nájera en México y Silva en Colombia, considerados por la crítica tradicional como «precursores» del movimiento, escribieron anticipándose a Darío, o durante su etapa preciosista, que fue la única que conoció Silva, y en consecuencia merecen ser incluidos con Darío en el grupo de los fundadores.
Importa señalar en este momento cómo estos conceptos no fueron aceptados de inmediato por los críticos nacionales y que aún hoy en día en algunos parece dominar la interpretación de escuela para el movimiento, al asociarlo exclusivamente con el «rubendarismo», y al insistir en la ubicación del poeta entre los «precursores». Si esto por fortuna no es general, sí resulta evidente el desfase que en el caso de Silva existe entre nuestra crítica con la que se ha llevado a cabo en el extranjero, desfase que en parte puede atribuirse al lento proceso de la recuperación de los textos y a la tardía y deficiente compilación y ordenamiento de los escritos del bogotano.
Antes de los sesenta, en vez de producir la crítica en nuestro medio libros tan necesarios para estudiar el movimiento en Colombia (4), como la Breve historia del modernismo, de Max Henríquez Ureña, o trabajos monográficos significativos acerca de la obra de Silva como los que dedicaron los especialistas a Darío, Martí y Gutiérrez Nájera, se prefirió en cambio orientar la indagación hacia la biografía del poeta siguiendo la pauta que trazó en 1937 el libro de Miramón, José Asunción Silva. Ensayo biográfico con documentos inéditos (5), estudio deficiente, hoy superado, pero que entonces influyó para que los críticos usaran con marcada preferencia  como ha mostrado el profesor Gustavo Mejía  la lectura biográfica con la perspectiva «vida y obra», o «El hombre, la vida, la sociedad», en sus aproximaciones a los escritos de Silva (6), enfoques temáticos muy a tono con la teoría crítica dominante y que concedían una importancia secundaria a los textos y a su valoración
Lo que la edición centenaria del Banco de la República reunió en 1965 fue la obra que habían presentado numerosas publicaciones anteriores basándose en los manuscritos del poeta; tal es el caso de las publicaciones que hizo la Editorial Cromos en la década de los veinte y entre las que cabría señalar la edición príncipe de la novela De sobremesa (1925) (7), la cual aparece un año después de La vorágine, de José Eustasio Rivera, cuando el auge modernista estaba en declive y tomaba fuerza la Literatura del criollismo. El desfase de esta publicación es evidente y a esta circunstancia se debe en buena parte la recepción negativa que la novela tuvo de parte de la crítica.
Pero desde luego que también hay algunos estudios críticos  no muchos dignos de atención entre los que se escriben en la década de los sesenta: los de Rafael Maya, especialmente Los orígenes del modernismo en Colombia (1961) (8), estudio en el que establece para Silva la dicotomía del «Apolo bifronte«: el poeta y el prosista; el ensayo clásico de Juan Loveluck, «De sobremesa novela desconocida del modernismo» (1965) (9), que marca el comienzo del interés contemporáneo por la novela de Silva (10), y dos libros monográficos elaborados desde la perspectiva de la estilística hispánica que cambiaron la orientación crítica de los estudios silvianos al desplazar la mirada del autor al texto: El tomo de Betty T. Osiek, José Asunción Silva, estudio estilístico de su poesía (1968) (11), y el libro de Eduardo Camacho Guizado, La poesía de, José Asunción Silva (1968) (12), punto de partida en su ya larga indagación crítica sobre la obra en verso de nuestro bardo.
Éstos ya son claros indicios de que se aproximaba una revaloración de Silva para la cual era menester reunir un corpus más representativo de su producción, trabajo de rescate iniciado a finales de los sesentas, en el que se distinguieron dos investigadores norteamericanos con quienes Colombia tiene una deuda de gratitud: los profesores Donald McGrady y Betty T. Osiek, a cuyo esfuerzo y a la contribución posterior de investigadores nacionales puede atribuirse el rescate de 21 poemas que en 1973 incluí en la sección titulada «Poesías desconocidas y olvidadas», en una edición popular de las Poesías de Silva (13), que asimismo incorpora la primera versión del famoso nocturno «Una noche», tal como aparece en la revista cartagenera Lectura Para Todos (1894) (14), cuya primera impresión anduvo perdida por cerca de ochenta años. Este poema fue reproducido al año siguiente, acompañado de un estudio comparativo de sus dos versiones, el cual lo difundió entre los lectores del mundo hispánico. Para Gustavo Mejía el rescate de la primera versión del «Nocturno» da comienzo a la más importante etapa en la historia editorial de Silva (15), y en la crítica de la obra del bogotano, etapa que se prolonga hasta la aparición del volumen de Archivos y a los años más recientes.
El mismo problema de desfase a que hemos aludido, pero esta vez entre la labor de recuperación y el trabajo crítico hechos principalmente por críticos nacionales  aunque el problema los afecta a todos  es lo que caracteriza la década de los sesenta en lo que respecta a Silva, hasta el punto que en ocasiones el rescate de los textos se lleva a cabo, y sin que medie en ello ninguna intención premeditada, en las circunstancias menos oportunas. Así sucede, por ejemplo, con la publicación de la primera versión del «Nocturno» cuando en el mismo año Enrique Santos Molano afirmaba que la revista cartagenera en que apareció no existía, pues buscaba una que se llamaba La Lectura en vez de la verdadera (16).
La aparición en 1977 de Intimidades (17), cuadernillo de poesías de Silva escrito de 1880 1884, que conserva sus poemas de juventud, produjo cierta sorpresa entre los especialistas y la natural desazón cuando al darse cuenta de que el poemario aportaba 59 composiciones, entre las cuales unas 33 estaban inéditas, se corría el peligro de que los trabajos críticos anteriores perdieron cierta vigencia al aumentar considerablemente el corpus en verso del bogotano y porque las ediciones más completas resultaban ahora inevitablemente truncas y deficientes. Tal fue el caso de la edición de la Obra completa (1977) (18) de José Asunción Silva, de la Biblioteca Ayacucho, la cual incorporó la producción en verso y prosa de Silva, sin la correspondencia, agregando con buen criterio los textos nuevos de poesías rescatadas. Desafortunadamente, y a causa de la fecha de su publicación, en esta excelente antología no aparece Intimidades, la cual no había sido publicada cuando apareció el tomo. Algo semejante ocurrió, entre las obras críticas, en un nuevo libro de la profesora Betty T. Osiek: José Asunción Silva (1978) (19), estudio comprehensivo escrito en inglés, con una sección dedicada a la biografía, cuya autora conoció Intimidades cuando su estudio estaba en prensa y no pudo, por tanto, actualizar su lectura crítica.
El deseo de ver reunida la obra completa en verso del bogotano se vio por fin cumplido en 1979 con La publicación, por el Instituto Caro y Cuervo, de la edición crítica de Poesías (20) en la que se incorpora toda la producción poética conocida de Silva hasta entonces, o sea unos 130 poemas, sin las poesías atribuidas al bogotano, pero teniendo en cuenta las versiones diferentes de algunos poemas, apreciable corpus de obra que prácticamente dobla el número de composiciones que aparecieron en 1965 en el tomo del Banco de la República. Las consecuencias directas de esta publicación fueron las esperadas, pues se vio la necesidad de difundir la producción completa de Silva y de emprender La impostergable labor crítica que exigía una revisión de lo escrito antes sobre la obra en verso del bogotano y de hacer nuevas Lecturas con una óptica más actual que pusiera al día la interpretación de la poesía silviana. La respuesta no se hizo esperar y el mismo año apareció el extenso repertorio de Poesía y prosa, con 44 textos sobre el autor, de Santiago Mutis Durán y Gustavo Cobo Borda (21), en el que en su contenido en verso se reproducen las ediciones de Intimidades y de Ayacucho. A éstas han seguido otras que también incluyen un corpus poético más representativo.
Sólo hasta la década de los ochenta se comienza en realidad el análisis de los aportes y se hace un evidente esfuerzo por reunir las fuentes críticas selectas e intentar nuevas lecturas de la obra en prosa y verso, pero con criterios más modernos y aportando nueva documentación. Estas lecturas van llevando a la edición de Archivos, en la que colaboraron algunos de los críticos que difunden sus obras por estos años, por lo que me limitaré a mencionar sólo algunas de las principales. Entre las compilaciones de estudios de varios autores, que revelan el interés de recuperar no sólo los textos de Silva, sino los muchos estudios que existen sobre el poeta, se deben destacar los repertorios de Fernando Charry Lara y Juan Gustavo Cobo Borda (22). En el aspecto crítico, un libro que hace una contribución significativa es el tomo de Mark I. Smith Soto, José Asunción Silva, contexto y estructura de su obra (1987) (23), y en la aproximación biográfica el libro de Rafael Serrano Camargo, Silva: lmagen y estudio analítico del poema (1987) (24), obras todas ellas que anticipan lo que ofrecerá la edición de Archivos y los trabajos posteriores a raíz de la conmemoración del centenario de Silva. El desfase crítico a que nos hemos referido sigue sin embargo afectando el conocimiento de la obra de Silva, como puede apreciarse en el estudio que Eduardo Camacho Guizado incluyó en la primera edición de la prestigiosa Historia de la literatura hispanoamericana (1987), coordinada por Luis Iñigo Madrigal, con el título «José Asunción Silva», en el que no incluye a Intimidades y da como único texto de la producción silviana la edición de Ayacucho (25).
La edición crítica de Archivos, José Asunción Silva, Obra completa (1990) (26), es un hito en la historia editorial de los escritos de Silva, ya que a la cuidadosa presentación de los textos, hecha de acuerdo con los procedimientos de la crítica genética, se une la alta calidad de las lecturas de los colaboradores, entre los que se encuentran algunos de los silvistas más connotados. El volumen lleva un dossier que contiene material desconocido, la correspondencia, una bibliografía selecta y, por primera vez en una antología de Silva, las traducciones en prosa. El volumen incorpora todo lo que se conocía hasta la fecha de la producción en prosa y verso del bogotano, y debe resaltarse la importante contribución que en él hacen los críticos colombianos y extranjeros desde los más diversos puntos de vista. La recepción crítica de esta antología ha sido excelente, a pesar de que, desde luego, presenta algunos lunares, y se ha notado que por fin nuestro poeta tiene la edición que se merece y su obra un conjunto de lecturas que orientarán la crítica futura sobre el poeta. Del volumen de Archivos ha salido muy recientemente una reedición con el patrocinio de Archivos y la Casa de Poesía Silva, con liminar de su directora, tomo al cual honran las plumas de Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis. Otras ediciones de la obra del bogotano, auspiciadas también por la Casa de Poesía Silva, han sido publicadas con motivo del centenario.
Debido al límite que se ha fijado para este estudio no podré referirme a las diversas lecturas que aportan los colaboradores del tomo de Archivos, a algunas compilaciones recientes de cartas y estudios, ni a los ensayos acerca de De sobremesa, ! reveladores del creciente interés por esta novela, excepto al estudio que le dedica Gabriel García Márquez: «En busca del Silva perdido» (27), pues él es el maestro y su lectura nos puede ser útil. Y en verdad en ciertos aspectos es iluminadora: la técnica del cine en la obra, el uso del tiempo, la multiplicidad del personaje y la advertencia de que el José Fernández de la novela no es un retrato fiel del autor sino el hombre que éste hubiera querido ser, el análisis de la búsqueda de Helena y, en fin, el juicio de que la obra falla en la selección del nombre del personaje y en el grado de credibilidad que comunica. Discrepo, sin embargo, de su lectura en dos aspectos: en su afirmación de que toda la novela transcurre en Europa cuando el marco de la obra, o su comienzo y fin, es americano, y en su excesiva confianza en los biógrafos, de los cuales toma datos que no han sido corroborados enteramente.
Es preciso referirme ahora a varias contribuciones que han aparecido con motivo de la conmemoración del centenario de Silva, un número de las cuales utilizan en cierta medida el contenido de esta edición. En primer lugar, las cuatro biografías sobre el poeta, publicadas en el curso de los últimos cinco años y que merecen una cuidadosa exégesis crítica, por lo que no serán objeto de comentario. No obstante corresponde hacer una mención del aporte que para la recuperación de los textos de Silva podría hacer una de ellas: El corazón del poeta (1992), de Enrique Santos Molano (28), una vez que se compruebe, sin lugar a dudas, la atribución de autoría. Sin embargo, no sobra expresar mi escepticismo acerca de algunas de estas atribuciones, la mayoría de las cuales se refieren a textos sin firma o con seudónimo, cuya autenticidad debemos basar casi enteramente en la buena fe y devoción del investigador, y en el profundo conocimiento que tiene de la vida y obra de Silva, pero cuyos hallazgos no están respaldados por una documentación satisfactoria. Bien sabe nuestro amigo silvista que los especialistas a menudo nos equivocamos y que el grado de error se acrecienta cuando se pretende, como lo hace Santos Molano, que en un solo periódico bogotano: El Telegrama, de Jerónimo Argáez, haya más de cien páginas de Silva, lo cual quizás sea una desmesura. Digo esto pero no sin reconocer que cuando se superen los problemas de autoría  si esto alguna me llega a ocurrir  el aporte de Santos Molano podría llenar un gran vacío en la producción silviana: el de cronista en el que nuestro poeta vendría a competir con Martí y Gutiérrez Nájera.
En consonancia con el enfoque que le hemos dado a este trabajo, quiero finalmente llamar la atención sobre dos libros que acaban de aparecer y que pueden constituir contribuciones significativas, la una para las ediciones de Silva y la otra para la crítica de su obra en verso. La primera es el tomo J. A. Silva, Poesías (1996) (29), con dibujos y texto de la pluma de José Restrepo Rivera, edición facsimilar de Disloque Editores, a cargo de Vicente Pérez Silva, que en el aspecto artístico responde a la edición de lujo con que soñaba el poeta, la cual contiene una «Gota amarga» desconocida, «Zigzags», y algunas variantes de interés en otros poemas, y el volumen Las luciérnagas fantásticas: poesía y poética de José Asunción Silva (1996) (30), de Héctor H. Orjuela, el cual me atrevo a comentar pues en él se resume lo esencial de algunos trabajos de la edición de Archivos y mi propia lectura de su obra en verso, estudio que se ha ido conformando a través de los años y que hasta ahora pudo ser escrito cuando el corpus de la producción silviana es ya casi definitivo. A la vez que seguimos en esta obra el itinerario de su creación poética, se establece el desarrollo de su poética, la cual desemboca en lo que he llamado, siguiendo a Alfredo Roggiano, «Poética de la búsqueda de lo imposible», o sea el fin que se propone el escritor simbolista de expresar o sugerir lo inefable, y que en el bogotano presenta una modalidad antagónica en el contradiscurso de las Gotas amargas, Nota ta de su producción que lo relaciona con la postmodernidad y la poesía contemporánea (31). Se hace en este tomo el estudio más extenso que se haya elaborado hasta el presente sobre la antipoesía silviana.
Las lecturas que sobre el vate modernista se vienen haciendo desde 1965, constituyen en conjunto una síntesis de los estudios que ha hecho la crítica en el siglo XX. El aporte documental, biográfico y crítico que se ha hecho, particularmente en los últimos lustros, servirá para que los futuros silvistas, con una más vasta y rica perspectiva, emprendan la lectura del siglo XXI.

l Nota 1. Sobre el lector ideal en el Modernismo colombiano, véase J. Eduardo Jaramillo Zuluaga, «El modernismo». En: Historia de la poesía colombiana (Bogotá: Casa de Poesía Silva, 1991), 207 13.
l2 . Véanse en especial la introducción a las ediciones críticas de Poesías, de José Asunción Silva (Bogotá: Caro y Cuervo, 1979), 11 35, y de su Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), xxii xxxviii.
3. José Asunción Silva, Obras completas: Poesías, De sobremesa, Correspondencia (Bogotá: Banco de la República, 1965).
4. Para información acerca de los principales trabajos críticos sobre Silva, véase mi «Bibliografía selecta» en la edición de la Obra completo, Op. Cit, 703 15.
5. Alberto Miramón, José Asunción Silva: Ensayo biográfico con documentos inéditos, la Ed. (Bogotá: Imprenta Nacional, 1937); 2® Ed. (Bogotá: Litografía Villegas, 1957).
6. Véase Gustavo Mejía, «José Asunción Silva: sus textos, su crítica’. Silva. Obra completa, Op. Cit., 471500.
7. losé Asunción Silva, De sobremesa [1887 1896] (Bogotá: Cromos, 1925); 28 Ed. (Bogotá: Cromos, sf).
8. Rafael Maya, Los orígenes del modernismo en Colombia (Bogotá: Imprenta Nacional, 1961).
9. Juan I.oveluck, «De sobremesa, novela desconocida del modernismo». Revista Iberoamericana, 31. 59 (enero julio, 1965), 17 32.
10. Debe reconocerse que antes de I.oveluck, Bernardo Gicovate se había referido a la novela De sobremesa en «José Asunción Silva y la decadencia europea», Conceptos fundamentales de literatura comparada: iniciación de la poesía modernista (San Juan de Puerto Rico: Asomante, 1962), 117 38.
11. Betty Tyrec Osiek, José Asunción Silva: Estudio estilística de su poesía (México: De Andrea, 1968).
12. Eduardo Camacho Guizado, La poesía de José Asunción Silva (Bogotá: Universidad de los Andes, 1968).
13. José Asunción Silva. Poesías, Héctor H. Orjuela, Ed. (Bogotá: Cosmos, 1973), 9 28.
14. Lectura Para Todos, 11 (agosto de 1894).
15. Mejía, Op. Cit., 476.
16. Véase Enrique Santos Molano, Prólogo a José Asunción Silva, Antología de verso y prosa (Bogotá: Colcultura, 1.973), 74.
17. José A. Silva, Intimidades, Germán Arciniegas, Introducción; Héctor H. Orjuela, Edición, estudio preliminar y notas (Bogotá: Caro y Cuervo, 1977).
18. José A. Silva, Obro completa, Eduardo Camacho Guizado, Prólogo; Gustavo Mejía y Eduardo Camacho Guizado, Edición, notas y cronología (Caracas: Ayacucho, 1977).
19. Betty Tyree Osiek, José Asunción Silva (Boston: Twayne, 1978).
0. José A. Silva, Poesías, Héctor H. Orjuela, Ed. (Bogotá: Caro y Cuervo, 1979).
1 . Juan Gustavo Cobo Borda y Santiago Mutis Durán, Eds. José A. Silva. Poesía y prosa (Bogotá: Colcultura, 1979).
2. Fernando Charry Lara, Ed. José Asunción Silva, vida y creación (Bogotá: Procultura, 1985); Juan Gustavo Cobo Burda, Ed., José Asunción Silva, bogotano universal (Bogotá: Villegas, 1988).
3. Mark. 1. Smith, José Asunción Silva: Contexto y estructura de su Obra [1980], (Bogotá: Tercer Mundo, 1981).
4. Rafael Serrano Camargo, Silva: lmagen y estudio analítico del poeta (Bogotá: Tercer Mundo, 1987).
5. Eduardo Camacho Guizado, «José Asunción Silva». En: Luis Iñigo Madrigal, Ed., Historia de la literatura hispanoamericana (Madrid: Cátedra, 1987), II, 597 601.
6. Gabriel García Márquez, «En busca del Silva perdido». En: José Asunción Silva, Obra completa, 2» Ed. (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1996), XXII XXXII.
7. José Asunción Silva, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990).
8. Enrique Santos Molano, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva (Bogotá: Nuevo Rumbo, 1992); 2á ed.; Bogotá: Planeta, 1996).
9. José A. Silva, Poesías, Vicente Pérez Silva, Ed.; edición facsimilar con dibujos y textos de José Restrepo Rivera (Bogotá: Disloque Editores, 1996).
30. Héctor H. Orjuela, Las luciérnagas fantásticas: poesía y poética de José Asunción .Silva (Bogotá: Kelly, 1996).
31. Alfredo A. Roggiano, «José Asunción Silva o la obsesión de lo imposible», Discurso Literario, 4.2 (1985), 463 71.

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SILVA Y LA NOVELA DE FIN DE SIGLO

KLAUS MEYER MINNEMANN

Universidad de Hamburgo

En el primer lustro de los años ochenta del siglo pasado surge en Francia un nuevo tipo de novela que, debido al. prestigio cultural que goza ese país en aquel tiempo, muy pronto se difunde por Europa y América Latina. Se trata de un tipo de novela que, en una complicada relación con las características más avanzadas de la sociedad burguesa de la época, proclama su absoluta modernidad, definiéndose, en lo que corresponde a sus rasgos de contenido y expresión, en franca oposición a la todavía poderosa novela naturalista. En De sobremesa de José Asunción Silva, que será el primer ejemplo cabal hispanoamericano de este tipo de «novela nueva», segun la expresión de un ensayo señero de Rodó (1), esta oposición en relación a los rasgos de novedad de las demás artes, se ve caracterizada de la siguiente manera:
blockquote Nota En vez de las prostitutas y de las cocineras, de los ganapanes y de los empleadillos que ganan cien pesetas al mes, deléitanse los novelistas en pintarnos grandes damas que se mueven en suavísimos ambientes, magas que realizan los prodigios de los antiguos teúrgos y sabios que poseen los secretos supremos. Tórnase la música de sensual modulación que acariciaba los oídos y sugería voluptuosas tentaciones, en misteriosa voz que habla al cerebro; pasan místicas sombras por entre el crepúsculo que envuelve las estrofas y toman forma en los lienzos, las visiones del más allá. Los exploradores que vuelven de la Canaan ideal del arte, trayendo en las manos frutas que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes que entrevieron, se llaman Wagner, Verlaine, Puvis de Chavannes, Gustave Moreau.
En manos de los maestros la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicas complicaciones; ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo (2).

Vale la pena detenerse un momento en esta cita que en el marco intraficcional del mundo de la novela procede de La pluma de su protagonista José Fernández. Las «prostitutas» y las «cocineras», los «ganapanes» y los «empleadillos que ganan cien pesetas» como aquel M. Folantin de la novela corta A vau l’eau (1882) de Huysmans (3), representan metonímicamente a los personajes de la novela naturalista cuyo interés por los pobres y marginados de la sociedad se había iniciado con Cerminie Lacerteux de Los hermanos Goncourt, una novela que fue publicada en 1865 y saludada calurosamente por el joven Émile Zola (4). Estos personajes vulgares a modo de una Gervaise o una Naná (5) son reemplazados ahora, es decir, en el momento en el cual José Fernández redacta esa nota de su diario y que señala la casi coetaneidad con el momento de la (re )escritura de la novela en las pocas semanas que preceden al suicidio de su autor (6), por «grandes damas que se mueven en suavísimos ambientes, magas que realizan los prodigios de los antiguos teúrgos y sabios que poseen los secretos supremos».
El reemplazo del personal novelístico que señala losé Fernández podría hoy parecernos cursi si no se le observa sobre el trasfondo de un cambio de enfoque en la narrativa de finales del siglo XIX. Mientras en la novela naturalista prevalecía el interés por una narración que hacía entendible el porqué de determinados comportamientos humanos, los cuales se explicaban  incluso «experimentalmente» (7) recurriendo a los detalles de origen, momento y ambiente social de los personajes narrados, en la «novela nueva», que sólo mucho después recibirá el nombre de «novela de fin de siglo» (8), dominaba un interés hacia el cómo, ya no tanto de comportamientos humanos, sino de disposiciones psíquicas complejas en su función instigadora de estos comportamientos. En perfecta correspondencia con la crítica más exigente de su época, Rodó planteó, casi al mismo tiempo en que Silva redactaba su novela, que con esta nueva forma de narrar,

[…] debemos admitir al experto peregrino de nuestro mundo interior, al novelista de la universalidad humana que brinde, en la copa exquisita de sus cuentos, el extracto sutil de sus torturas intelectuales, de sus contemplaciones íntimas, de sus estremecimientos profundos, para los curiosos de la inteligencia y los «curiosos de la vida» que quieren ver brillar sobre el frente del Arte la luz que los guíe hacia lo hondo en los misterios de la Idea y el antro obscuro de la Pasión; el rocío que flota, como exhalación de playas nuevas, en el ambiente de los que se lanzan, argonautas del perdido Ideal, a los mares del espíritu, para las almas inquietas, anhelantes, para los visionarios del porvenir, que reflejan sobre la profundidad del horizonte humano los mirajes dorados de sus sueños; las raras exquisiteces de su expresión, para los refinados de la forma que piden a la magia omnipotente del verbo la entera imitación de todos los estremecimientos de la vida, el placer condensado de todas las sensaciones de arte; la quintaesencia de sus nostalgias indefinibles y sus penas agudas, para los paladares finos en lo amargo, para los que Anatole France llama los gourmets del dolor (9).

Aunque formulada a propósito de un relato de Carlos Reyles, cuyo protagonista a primera vista muy poco tiene que ver con el personaje de la novela De sobremesa de Silva (10), esta larga cita se lee como una evocación de los estados anímicos de José Fernández, las preocupaciones literarias de su autor y el público lector ideal que, según Rodó, quiere «ver brillar sobre la frente del Arte la luz que lo[s] guíe hacia lo hondo en los misterios de la Idea y en el antro obscuro de la Pasión». Está claro que el camino hacia estas honduras no podrá arrancar de las disposiciones psíquicas de las «prostitutas» y las «cocineras», y tampoco de los «ganapanes» y «empleadillos» que ganan cien pesetas al mes», por lo menos no en la perspectiva del fin de siglo XIX asumida por José Fernández, sino más bien de las «grandes damas» que se mueven «en suavísimos ambientes» como las protagonistas de Il piacere (1888) de Gabriele D’Annunzio (11), o de las «magas que realizan los prodigios de los antiguos teúrgos» como (en cierta forma) la Mme. Chautelouve de Là bas (1891) de Huysmans o aun de los «sabios que poseen los secretos supremos» o, por lo menos, creen poseerlos como Adrien Sixte en Le disciple (1889) de Paul Bourget. El mismo Bourget, en un importante ensayo sobre Stendhal, había afirmado que sólo los seres superiores eran portadores de experiencias psíquicas capaces de reflejar la totalidad compleja de la vida humana (12).
La caracterización de la novela finisecular por parte del protagonista de Silva llama la atención sobre un segundo rasgo que la distingue, esta vez no de la novela naturalista que también aspiraba a «hacer pensar», sino de la narrativa contemporánea de entretenimiento. También en este aspecto coincidía con Rodó que diagnosticó con desdén:

Hay espíritus vanos para quienes está enferma toda literatura que no ría, o que no duerma, o que no sea discreta y canta como podría serlo la Musa de Bouvard, o que no aspire sólo a aquel fin de alegre e inofensiva diversión que se cumple sin dejar surcos ni sombras en el alma, y hace del libro grato arrullo de las cabezas soñolientas que conciben el arte como el sueño tranquilo de sus noches y al artista como el juglar que las liberte del tormento odioso de pensar (13).

Rodó, como sabemos, no pudo leer De sobremesa que tan bien encajaba en su descripción de la «novela nueva». Resultaría, por tanto, vano especular sobre lo que hubiera pensado de la novela de Silva en el conjunto de un juicio suyo que, con todo, no se mostraba enteramente favorable a las novísimas tendencias en la literatura hispanoamericana:

Nuestra reacción antinaturalista es hoy muy cierta, pero es muy candorosa. Nuestro modernismo apenas ha pasado de la superficialidad. Tenemos, sí, coloraciones raras, ritmos exóticos, manifestaciones de un vivo afán por la novedad de lo aparente, osadas aventuras en el mundo de la imagen, refinamientos curiosos y sibaríticos de la sensación… Pero el sentimiento apenas ha demostrado conocer las fuentes nuevas de la emoción, y el pensamiento duerme en la sombra, o sigue los rumbos conocidos, o representa sólo la manifestación de algunas individualidades aisladas, el vano concitar en que se pierde la voz de espíritus sin séquito (14).

Por lo menos en lo que se refería a «las fuentes nuevas de la emoción» o el pensamiento contemporáneo, De sobremesa manifestaba fundarse en un conocimiento de experto. Prueba de ello son las muchas lecturas de José Fernández que se mencionan a lo largo del texto. Entre las que más comentarios han recibido por parte de la crítica cuenta el Journal de Marie Bashkirtseff, que se había publicado en forma mutilada, como sabemos hoy, en dos tomos en París en 1887 (15). José Fernández se esfuerza por arrebatar a su autora de Las «rudas manos tudescas» de Max Nordau, imaginándosela «de acuerdo con las páginas del Diario» (16), el que la joven pintora rusa, fallecida prematuramente víctima de la tisis, había dejado antes de haber podido entregar todo lo que anhelaba. Salta a la vista que esta larga fantasía del protagonista silviano quien recrea las sensaciones de la joven malograda, vividas en una intensa jornada de lectura, trabajo artístico, ensayo de vestuario y momentos pasados ante el piano, representa la invención de una alma gemela que es contemplada a través del retrato que la evoca.
Es significativo que José Fernández imagine a María Bashkirtseff después de haber mencionado «tres impresiones instantáneas de tres actitudes suyas» que ha encontrado en el ensayo «La leyenda de una cosmopolita» de Maurice Barrès y que le han dejado insatisfecho (17). Por una parte el protagonista silviano se acerca a la que en su diario ha dejado, como anota, «un espejo fiel de nuestras conciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada» (18), a través de uno de los analistas más sutiles de su época, que era el joven Maurice Barrès. Por otra parte, este brillante analista no es capaz de satisNota rle. La pregunta del porqué de la insatisfacción que José Fernández siente ante las impresiones que de ella da Barrès, debe buscarse, tal vez, en razones de orden artístico. Es posible que la Bashkirtseff de Barrès no correspondiese por completo a la imagen que Silva quería forjar de la joven pintora rusa porque ésta debería cumplir con dos funciones: por un lado, el autor colombiano quería modelar a la Bashkirtseff como una especie de álter ego de su protagonista, a quien hace exclamar:

¿Qué hay de extraño en cambio en que un hombre a quien las veinticuatro horas del día y de la noche no le alcanzan para sentir la vida, porque querría sentirlo y saberlo todo, y que, situado en el centro de la civilización europea sueña con un París más grande, más hermoso, más rico, más perverso, más sabio, más sensual y más místico, se entusiasme con aquélla que llevó en sí una actividad violenta y una sensibilidad rayana en el desequilibrio?… (19).

Por otro lado, como ha sugerido Héctor H. Orjuela, «la Bashkirtseff bien pudo ser el modelo para la heroína de Silva en De sobremesa» (20), En efecto, la imagen que de ella crea José Fernández en su diario, prefigura la aparición de Helena de Scilly Dancourt en el hotel de Ginebra. Como Helena, caracterizada por su «suelta cabellera castaña, rizosa y sedeña», la joven rusa se halla envuelta en una «masa de cabellos castaños» (21). Y lo mismo ocurre con la madre de Helena, cuyo semblante, «enmarcado por los sedosos rizos castaños de la destrenzada cabellera», puede apreciarse en el retrato que de ella hizo un tal J. F. Siddal que, según Fernández, es pariente de María Isabel Leonor Siddal, la esposa del más famoso de los pintores prerrafaelitas, Dante Gabriel Rossetti (22).
Es sabido que la portentosa cabellera femenina era una de las marcas de los cuadros de Rossetti. Se puede admirar en todo su esplendor en The Blessed Damozel (1875 1879), una pintura que en muchos aspectos representa el físico de Helena. Con la misma cabellera había inmortalizado Rossetti a su mujer Elizabeth Eleanor Siddal, la María Isabel Leonor de la novela, muerta en su plenitud (a los treinta y tres años) lo mismo que María Bashkirtseff (a los veintiséis), la ficticia madre de Helena (a los veintitrés) (23) y la misma Helena (a los dieciséis, pues tenía cuatro a la muerte de su madre).
Por consiguiente, la diarista María Bashkirtseff, vista por José Fernández en De sobremesa, es tanto una encarnación de un aspecto del estado anímico del protagonista silviano, como una prefiguración de Helena de Scilly Dancourt, la cual a su vez, con toda la estilización prerrafaelita que la caracteriza, no simboliza otra cosa que el ingrediente místico del héroe de la novela (24). El otro ingrediente del ser de José Fernández es su poderosa sensualidad. Ambos ingredientes se ven explicados en la novela por medio de una «plancha de anatomía moral» trazada por el mismo protagonista según el modelo propuesto por Paul Bourget, y en la cual José Fernández da cuenta de su origen y su educación. Sus antepasados, como el lector recordará, eran por la vía paterna una estirpe de criollos austeros, que llegaron a América con los primeros conquistadores y que contaron entre ellos con una monja mística, un capitán al servicio de la Inquisición e incluso un arzobispo. Por el contrario, su ascendencia materna está ligada a vigorosos llaneros. Su abuelo fue un «jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas» (25). En José Fernández se unen, pues, las propiedades de la ascendencia paterna de «intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre» con los brutales instintos de la rebosante familia materna (26).
En el contexto de la novela de fin de siglo, esta caracterización se ha de ver como una fusión de dos tipos masculinos que, en cierta forma, complementan el tipo de la mujer frágil, representada por Helena (y, en grado menor, por Consuelo, la amante colombiana del protagonista) y aquel otro de la mujer fatal que en De sobremesa encarnan mujeres como María Legendre, alias Lelia Orloff, Olga, «la rubia baronesa alemana que tiene la carnadura dorada de las Venus del Ticiano» o la Musellaro quien le recita a José Fernández «los más ardientes poemas en que D’Annunzio canta las glorias de la carne» (27). Los dos tipos masculinos fundidos en José Fernández son el intelectual soñador; último descendiente de una familia antigua y fatigada a la manera de Des Esseintes en À rebours de Joris Karl Huysmans o de Hanno Buddenbrook en la famosa novela de Thomas Mann, y el vigoroso hombre lleno de fuerza y salud que encontramos en Il piacere de Gabriele D’Annunzio donde se le relaciona con la vitalidad renacentista de un César Borgia. Ambos tipos pueblan la novela finisecular y pueden rastrearse en muchos ejemplos. Parece obvio que Silva, al concebir a José Fernández, quería aunar en un personaje sus principales características.
También la llamada «plancha de anatomía moral» como medio de explicación de estados anímicos o comportamientos humanos pertenece al contexto de la novela de fin de siglo. En ella se prolonga un procedimiento establecido por el Naturalismo de fundar las emociones y conductas de los personajes novelísticos en su origen, la época y el medio ambiente. Sin embargo, el interés que los autores postnaturalistas portaban hacia este procedimiento, se concentraba más en el análisis de La «psicología» que en cualquier otro aspecto del ser humano, y fue precisamente Paul Bourget, cuyo prólogo a la novela André Cornélis (1887) menciona Silva, quien a los ojos de sus contemporáneos había conducido dicho análisis a una sutileza y perfección insuperables. Pero la vivisección de un état d’dame como lo entendía Bourget, por lo menos desde sus novelas Mensoreges (1887) y Le disciple (1889), perseguía un objetivo diferente al de Silva, pues mientras Bourget quería cada vez más denunciar, con el análisis de sus personajes, todo aquello que él veía como depravaciones de su época, y con ello seguirse constituyendo como representante de valores e instituciones decididamente tradicionalistas, el cuadro cuasiclínico que de sí mismo traza José Fernández, debía valer como una distinción.
Este cambio en la valoración de fenómenos, por lo demás idénticos en el Naturalismo y en la novela dé fin de siglo, había comenzado con el abandono de Las intenciones sustentadas por un Zola y sus discípulos en sus genealogías de la decadencia. No sólo estaba cambiando el origen social de los personajes novelísticos, como Silva hace constar a José Fernández en la ya citada caracterización de «la novela nueva«; se transformaba también el punto de vista en torno a la decadencia. Aquello que en Zola y en la literatura naturalista se debía entender como demostración de un descenso a la vez lamentable e inevitable, tenía ahora rasgos provocativamente meritorios. Este desafío que se alejaba claramente de los valores y de las propuestas de terapia de un Paul Bourget puede encontrarse también en De sobremesa, a pesar de las veleidades casualmente tradicionalistas de su protagonista. José Fernández cultiva un yo moderno, cosmopolita y neurótico, el cual en muchos aspectos, como ha hecho notar Ricardo Cano Gaviria, se puede comparar al yo del protagonista de las inquisiciones anímicas de Un homme libre (1889) de Maurice Barrès (28). Como éste, el protagonista de Silva no cesa de indagar en su personalidad calificada de «proteica y múltiple, ubicua y cambiante, resistente al influjo de los ambientes, vigorosa por los ejercicios atléticos, por el uso de suculentos manjares y licores añejos, enervada por sensuales delicias«; y como el hombre libre de Barrès pasa «largos días de meditativo desprendimiento de las realidades tangibles y de ascética continencia» (29).
También por lo que a la expresión de esta indagación se refiere, Un homme libre de Barrès pudo servirle a Silva de modelo, en la misma medida en que lo hacía el auténtico diario de María Bashkirtseff. En la dedicatoria de su libro, dirigida a algunos colegiales de París y de la provincia, el autor francés declara haberse atenido para su ficción «a la forma más infantil que pueda imaginarse: un diario» (30). Esta calificación del diario íntimo como «infantil», obviamente no aludía a una supuesta sencillez ingenua de esta forma, sino al hecho de que servía (y aún sigue sirviendo) de modo de expresión más natural a las emociones y observaciones adolescentes. Por lo demás, el diario era una de las formas predilectas de la novela de fin de siglo. Se encontraba en varias novelas de Pierre Loti; en Chérie (1884), la última novela de Edmond de Goncourt; y en La course à la mort (1885) y Le sens de la vie (1889), del novelista francosuizo Edouard Rod, para sólo citar algunos ejemplos; y era también el modo de analizarse que había elegido Henri Frédéric Amiel, cuyos Fragments d’un journal intime, publicados con gran resonancia en 1883, fueron comentados por Bourget, Nietzsche y Walter Pater (31).
Al servirse del diario para expresar las Nota tas de la vida interior de su protagonista, Silva se situó en una poderosa tradición de análisis psicológico, actualizada por las reflexiones de Paul Bourget y el afán de la novela finisecular de mostrar, en un solo personaje, las complejidades psíquicas, muchas veces contradictorias del ser humano (32). Frente a los primeros intentos sistemáticos de Edouard Dujardin por crear en su novela Les lauriers sont coupés (1888), lo que se llamará el monólogo interior, de los cuales no se sabe si llegaron al conocimiento de Silva, la forma del diario era la que más fácilmente se prestaba al escritor colombiano para dar una expresión de inmediatez a la confesión de las emociones, sensaciones y Los pensamientos de su protagonista. Pues, como lo había dicho Bourget en su ensayo sobre Amiel: «Es para satisNota r este apetito de confesión que muchos modernos han contraído la costumbre del diario» (33).
El diario ofrecía, además, el modo de expresión adecuado para cumplir con lo que la novela de fin de siglo se proponía: hacer ver el mundo de la ficción en su función de representante de la realidad extraliteraria fáctica como simple exteriorización de las aprensiones de un yo inclinado sobre sí mismo. Es así como el narrador de Un homme libre de Barrès incluso se cansa de la belleza exterior de una Venecia, sin embargo seleccionada y aprehendida por él, para entregarse de lleno, en el retraimiento de su cuarto de hotel, a sus recuerdos:

A los atractivos que esta noble ciudad ofrece a todos los transeúntes, substituí maquinalmente una belleza más segura de gustarme, una belleza según mí mismo. Llevé sus esplendores tangibles hasta la belleza impalpable de las ideas, porque las formas más perfectas son sólo símbolos para mi curiosidad de analista (34).

En una línea parecida José Fernández evoca ante la magnificencia de la naturaleza alpina el recuerdo, de por sí ya altamente teñido de subjetividad, de una noche en medio del Atlántico, en el cual la impresión recibida de la belleza exterior da paso a una visión interior excluyente de la realidad:

Luego cuatro entidades grandiosas, el Amor, el Arte, la Muerte, la Ciencia, surgieron en mi imaginación, poblaron solas las sombras del paisaje, visiones inmensas suspendidas entre dos infinitos del agua y del cielo; luego aquellas últimas expresiones de lo humano se fundieron en la inmensidad negra y olvidado de mí mismo, de la vida, de la muerte, el espectáculo sublime entró en mi ser por decirlo así y me dispersé en la bóveda constelada, en el océano tranquilo, como fundido en ellos en un éxtasis panteísta de adoración sublime. ¡Instantes inolvidables cuya descripción se resiste a todo esfuerzo de la palabra! La luz de la madrugada que destiñó el brillo de las estrellas y le devolvió al mar su glauca coloración mareante, me hizo volver a las realidades de la vida (35).

Al mismo tiempo esta cita aclara lo que también separa De sobremesa de la novela del francés. Mientras el narrador cultivador de su yo de la obra de Barrès se inventa un mundo para liberarse de la realidad circundante, por lo que, en cierta medida, recoge el proyecto de Des Esseintes en À rebours de Huysmans, José Fernández busca fundirse en la naturaleza o, por lo menos, encontrar paz en ella. Además concibe un plan mediante el cual aspira a apoderarse de su patria, fundando una tiranía a la manera de los «legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes» (36). Este plan de corte cesarista que el personaje silviano, por cierto, no llega a realizar, encaja bien con su sed de vida activa que le distingue del protagonista de Barrès, quien en esta etapa de su formación aún no intenta lanzarse a una actividad política. Será solamente en la tercera de las novelas del «culto del yo», titulada Le jardin de Bérénice (1891), donde el personaje barresiano se esfuerza por «conciliar las prácticas de la vida interior con las necesidades de la vida activa» (37). Cabe agregar, sin embargo, que tampoco en esta novela la vida activa ocupa el centro del interés narrativo. Lo que se enfoca, ya no en forma de diario pero sí desde la tradicional visión introspectiva, es el «jardín de Berenice», es decir, los arriates del alma de la protagonista en concomitancia con el paisaje legendario de Aigues Mortes.
Existe una segunda diferencia entre Silva y Barrès que debe mencionarse. Esta diferencia se refiere al papel que los dos personajes novelísticos conceden al amor y sus defectos. Para el narrador de Un homme libre el amor significa una experiencia que sólo después de haberlá vivido adquiere su plena importancia en la evocación purificadora del recuerdo: «El placer  dice el yo de Barrès  sólo empieza en la melancolía del recuerdo, cuando las sonrisas, siempre tan burdas, han sido depuradas por la noche que ya las penetra. Para presentar alguna dulzura, es preciso que un acto sea transformado en materia de pensamiento» (38). José Fernández, en cambio, no siente el placer de la melancolía del recuerdo, sino el dolor y el sufrimiento ante la irreparable ausencia de la amada. Al final exclama:

¡Helena! ¡Helena! […] Es un amor sobrenatural que sube hacia ti como una llama donde se han fundido todas las impurezas de mi vida. Todas las fuerzas de mi espíritu, todas las potencias de mi alma se vuelven hacia ti como la aguja magnética hacia el invisible imán que la rige… ¿En dónde estás?… Surge, aparécete. Eres la última creencia y la última esperanza. Si te encuentro será mi vida algo como una ascensión gloriosa hacia la luz infinita; si mi afán es inútil y vanos mis esfuerzos, cuando suene la hora suprema en que se cierran los ojos para siempre, mi ser, misterioso compuesto de fuego y lodo, de éxtasis y de rugidos, irá a deshacerse en las oscuridades insondables de la tumba (39).

No llega a concebir José Fernández una vida sin la presencia del ser amado, mientras que para el hombre libre de Barrès, la felicidad del amor se funda en su depuración definitiva por el recuerdo.
Hay todavía otros aspectos que separan las dos novelas. Un homme libre, como todo el «Culto del yo» de Barrès, está caracterizado por un desinterés casi total en la narración de acontecimientos. Lo que cuenta referir en las novelas del francés son las sensaciones y reflexiones que éstos provocan. Esta particularidad, que es un rasgo genérico de la novela de fin de siglo, también se presenta en De sobremesa. Sin embargo, en la obra de Silva, la intriga novelesca conserva un cierto vigor. El encuentro fatídico con el único ser amado, la búsqueda desesperada por volver a verlo y la evidencia final de su muerte son indicios claros de una valorización de la trama novelesca de excepción, que por su falta de verosimilitud había sido rechazada por la novela naturalista. Al mismo tiempo, esta trama ayuda a comprender el estado anímico del protagonista que, desde su perspectiva limitada en el diario, sólo es capaz de dar una explicación parcial del mal que sufre. En este sentido, la trama de De sobremesa viene a desempeñar en parte la función de narrador autoral a la manera de las novelas psicológicas de Bourget, donde, en palabras de Barrès, se hace ver según el método del botánico, cómo la hoja es alimentada por la planta, las raíces y el suelo (40).
No obstante, lo que llama la atención en De sobremesa es la cantidad de señales y encuentros misteriosos que márcan el mundo de ficción. Por una parte se trata de un mundo cuyo funcionamiento y sucesos plantean la similitud con la realidad extraliteraria fáctica. En este sentido la novela obedece a los principios de la ficción mimética (41). Por otra parte, este mundo está dominado por el misterio. La crítica, estableciendo su vinculación con las doctrinas esotéricas del fin de siglo, ha hecho hincapié en la importancia de las fuerzas ocultas que rigen el mundo y los acontecimientos de De sobremesa (42). Estas fuerzas ocultas son las que verdaderamente determinan el universo de la novela. Dotan cada objeto, de por sí ya enfocado desde la subjetividad del protagonista, de un significado especial que lo sitúa más allá de la pura contingencia. Es así como una de las características de la escritura realista, el llamado «efecto de lo real» (43), se ve notablemente debilitado. Lo que en el discurso narrativo de la novela naturalista se describía, por lo menos teóricamente, para asegurar la facticidad racional del entorno específico de los acontecimientos, recupera en De sobremesa la función de representar un mundo misterioso, cuyo verdadero funcionamiento se esconde bajo la casualidad aparente de sus objetos. Importa, por tanto, en la perspectiva del protagonista y su autor, penetrar esta casualidad para llegar al entendimiento del «misterio oculto en cada partícula del Gran Todo» (44). Muchas novelas del fin de siglo XIX comparten con la obra de Silva esta convicción de que el mundo circundante sólo ofrece una superficie bajo la cual se encuentran las fuerzas fatídicas de la existencia humana.
Con su concepción del mundo, De sobremesa se aparta de una tradición novelística que buscaba fundar la credibilidad de los sucesos narrados tanto en su «naturalidad» como en la descripción autentificadora del detalle. En Colombia esta tradición, piedra angular de la escritura realista, se había manifestádo por primera vez con claridad en María. Constituía una señal de modernidad frente a las convenciones de la novela sentimental romántica que, por otra parte, Isaacs continuaba (45). Casi treinta años después de la publicación de María, José Asunción Silva plantea con De sobremesa una nueva modernidad, la de la absoluta conformidad con la novela de fin de siglo y las tendencias intelectuales que la sustentan. Con su planteamiento de un mundo regido por fuerzas secretas y el misterio, se anticipa a una literatura que en Hispanoamérica sólo a partir de los años treinta de este siglo vuelve a manifestarse.
Pero hay más: en una nota publicada el 8 de junio de 1886 en la Revue Wagnérienne, cuyo director era nada menos que Edouard Dujardin, futuro autor de Les lauriers sont coupés, el crítico francopolaco Teodor de Wyzewa expone, después de haber preguntado por la novela perfecta que veinte siglos de literatura han preparado:

Para restituir literariamente una vida completa, el artista deberá primero limitar sus esfuerzos a la creación de un solo personaje. Cuando en una novela haya dos papeles, el artista debe, alternativamente, vivirlos el uno y el otro: es una necesidad para él modificar siempre sus visiones. Al concebir reales estas vidas que surgen, se borran y reaparecen, resulta una dificultad. El novelista creará una alma sola que animará plenamente: a través de ella serán percibidas las imágenes, razonados los argumentos, sentidas las emociones: el lector, como el autor, verá todo, las cosas y las almas, a través de esta alma única y precisa, cuya vida va a vivir (46).

Es curioso ver en qué gran medida De sobremesa realiza lo que De Wyzewa propone con respecto a lo que él llama la novela perfecta. Su planteamiento constituye otra prueba más de los vínculos estrechos que unen la obra del bogotano universal José Asunción Silva a la novela de fin de siglo (47).
dl 2 Nota b1. José Enrique Rodó, «La novela nueva (A propósito de `Academias’, de Carlos Reyles)», Obras completas (Montevideo: Barreiro y Ramos, 1956), II, 23 43. El ensayo de Rodó es de 1896 y fue reeditado junto con El que vendrá al año siguiente bajo el título común de La vida nueva.
. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 322 3.
3. Joris Karl Huysmans, À vau l’eau (Bruselas, 1882). Una nueva edición de esta obra, todavía en vida de Silva, se publicó en París en 1894.
4. En un artículo de 1865 recogido en Mes haim•s (1866); véase Emile Zola, Ouvres complères, H. Mitterrand, Ed. (París: Cercle du Livre Precieux, 1968) X, 62 71.
5. Protagonistas de las novelas de Emile Zola, L Assommoir (18’T’~ y Nana (1880), respectivamente.

2 Nota b6. La primera reflexión del diario que José Fernández lee a sus amigos en la sobremesa de una comida ofrecida a dos de ellos en uno de «los últimos días del año» (238), está fechada en «París, 3 de junio de 189..:’ (239). En esta reflexión se comentan las «pedantescas lucubraciones seudocientíficas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau (Ibidem). Se trata, como es sabido, de un libro Famosísimo en su tiempo y que había sido publicado primero en alemán bajo el título de Entartung (Berlín, 1892 1893), y después en francés con el título de Dégém•rescence (París, 1894). Esto permite determinar que el indefinido año de «189…» es 1894, puesto que el protagonista, a todas luces, había leído la versión francesa del libro de Nordau en el año de su publicación. La última anotación que Fernández lee es la de un «16 de enero» (347), año y medio después de la primera reflexión. Estamos intraficcionalmente, por tanto, a 16 de enero de 1896. Los proyectos para el futuro que losé Fernández concibe rodeado del paisaje suizo ‘los montes del fondo, con sus perfiles de puntiagudos picachos y dentelladas rocas» (258~, se de/bstrongtallan un «10 de julio» (de 1894). Desde entonces, como se puntualiza en la novela, transcurrieron «ocho años» (26S), lo que nos Lleva a pensar en 1902 como el año en que tiene lugar la lectura de sobremesa. Se trata, pues, de una proyección hacia el Futuro de la vida de un protagonista que, como ha mostrado Ricardo Cano Gaviria en José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1992), guarda más de un parentesco con su autor En lo que respecta a Max Nordau (1845 1923), cuya insistente presencia en las páginas de varios modernistas hispanoamericanos merecería un estudio aparte, no era precisamente un «doctor alemán», sino un escritor y médico húngaro, oriundo de Budapest, quien, como casi todos los intelectuales judíos del Imperio Áustro Húngaro se expresaba en la lengua de Lessing y Goethe. Desde 1880 vivía en París. Con Theodor Herzl fue uno de los fundadores del Sionismo.
Nota 7./bstrong Emile Zola, Le roman expérimental (1880); véase el ensayo de Michel Butor en Zola, Op. Cit., X, 114S 71, y el célebre estudio de Zola, Ibid., 1173 1203.
b
2 Nota b8. Véase mi estudio La novela hispanoamericana de fin de siglo (México: Fondo de Cultura Económica, 1991), 1 39.
Nota 9. Rodó, Op. Cit., 41.
10. Consulté el texto de este cuento en Carlos Reyles, El terruño y Primitivo. Prólogo de Angel Rama (Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1953), 235 73.
11. Se trata de Elena Muti y María Ferres, dos personajes femeninos que se complementan como «dos manifestaciones básicas de la figura femenina típica del arte y la literatura del fin de siglo». Hans Hinterháuser, «Mujeres prerrafaelitas». En: Leyendo a Silva, Juan Gustavo Cobo Borda, Ed. (Bogotá: Caro y Cuervo, 1994), II, 255.

2 Nota b12. Paul Bourget, «Stendhal (Henri Beyle)», Essais de psychotogie contemporaine (1883) (Paris, sf) 291.
Nota 13. Rodó, Op. Cit., 39 40.
14. Ibid., 35.
15. Véase Colette Cosnier, Marie Bashkirrseff, an portrait sans retouches (París: P. Horay, 1985), Traída a colación por Cano Gaviria, Op. Cit., 73 ss., y Héctor H., Orjuela, «De sobremesa» y otros estudios sobre .José Asunción Silva (Bogotá: Caro y Cuervo, 1976), 60.

2 Nota b16. Silva, Op. Cit., 240 y 241 respectivamente.
Nota 17. lbidem. Se trata del ensayo «La légend d’une cosmopolite», incluido en Trois stations de psychothérapie, de Maurice Barrès, publicado en forma de libro por primera vez en M. B. Huit jours chez M. Renan (París, 1890). Barrès evoca también a María Bashkirtseff en la cuarta parte de su novela Un homme libre (París, 1890); véase la edición consultada (París: Plon, 1957), 149 53.
18. Ibid., 247.
19. lbidem. Consúltese para este aspecto de la novela de Silva el estudio de Evelyn Picon Oarfield, «De sobremesa: José Asunción Silva. El diario íntimo y la mujer prerrafaelita». En: Iván A. Schulman, Ed. Nuevos asedios al Modernismo (Madrid: Taurus, 1987): 262 81.

2 Nota b20. Orjuela, Op. Cit., 62.
1. Silva, Op. Cit., 274, 270, 241 y 243, respectivamente. 22. Ibid., 312.
3. Ibid., 313.

2 Nota b24. Helena de Scilly Dancourt en De sobremesa representa el tipo fínisecular de la femme fragile en su variante de la femme enfanr. Este tipo, que se encuentra en el polo opuesto de la femme fatale, fue descrita por primera vez sistemáticamente por Miane Thomalla, Die «femme fragile». Ein lirerarischer Frauenrypus der Johrhundemvende (Düsseldorf: Sertelsmann Universitatsverlag, 172). Una filiación diferente de la Helena de Silva, sin embargo, plantea Alfredo Villanueva Collado en «La funesta Helena: intertextualidad y caracterización en De sobremesa, de José Asunción Silva’, Explicación de Textos Literarios, 22.1 (1993 1994), 6371. ViIlanueva Collado parte de la Helena de la mitología greco latina para proponer una imagen de la Helena de Silva que la hace encamar el tipo de la mujer «fatalmente atractiva y de naturaleza vampírica» (63).
5. Silva, Op. Cit., 291.
6. Ibidem.
7. lbid, 339 y 340, respectivamente
big.
8. Ricardo Cano Gaviria, «Mimesis y ‘pacto biográfico’ en algunas prosas de Silva y en De sobremesa», José Asunción Silva, Obra completa, Op. Cit., 608 ss.
9. Silva, De sobremesa, Op. Cit., 293.

2 Nota b30. «[…J à fa forme fa plus enfantine qu’on puisse imaginer: un journa!», Barrès, Op. Cit., XXI.
Nota 31. Para la recepción de Amiel y de otros diaristas del siglo xix, que hacia 1880 era muy fuerte, véase Alain Gitard, Le journal intime (París: Presses Universitaires de France, 1963), 87 ss. y 549 99.
32. Véase Michel Raimond, La crise du roman. Des lendemais du Naturalisme aux années vingt (París: J. Cotti, 1966), 411 ss.
33. «C’est pour satisfaire cer appétit de conjessiars que beaucoup de modernes ont coniracté 1’habimde du journa! intime», Boutget, «Henri Frédéric Amiel», Nouveaux es.sais de psychologie contemporaine (París: 1891), 279.

2 Nota b34. ‘ilux attraits que cette noble cité offre à tous les passants, je subsrituai machinalement une beauté plussiere de me plaire, une beauté selan mni méme. Ses splersdeurs iarsglbles, je Jes poussai jusqu’à I’impalpable beauté des idées, car les formes des plus parfaites ne sont que des symboles paur ma curiosité d’idéalague». Hamès, Op. Cir., 179.
Nota 35. Silva, Op. Cit., 258.
36. Ibid., 260.

2 Nota b37. «I…I rnncilier les pratigues de la vie intérieure avec les nécessités de la vie active’, Maurice Barrès, Prefacio, Le jardin de Bérénice (París: Plon, 1920).
Nota 38. «Le plaisir ne commence que dans la mélaneolie de se souvenir, quand les sourires, toujours si grossiers son épurés par la nuit gue déjà les remplit. Pour présenter quelques douceúrs, il faut qu’un acte soit transformé en matière de pensée », Barres, LJn homme libre, Cit., 230.

2 Nota b39. Silva, Op. Cit., 347.
Nota 40. Maurice Barrès, Sous !’oeil dcs barbares (París: Plon, 1957), 8.
41. Tomás Albaladejo Mayordomo, Semántica de la narración: la ficción realista (Madrid: Taurus, 1992). 42. Véanse los trabajos de Gioconda Manín, «De sobremesa: el vértigo de lo invisible», Thesaurus 40.2 (mayo   agosto, 1985), 361 74; y Alfredo Vdlanueva Collado, «De sobremesa de José Asunción Silva y las doctrinas esotéricas en la Francia de fin de siglo», Revista de Estudios Hispánicos 21.2 (mayo, 1987), 9 22.
43. Roland Barlhes, «L’effet de réel’ ‘, Communicarions 11 (1968), 84 9.

2 Nota b44. Silva, Op. Cit., 323.
Nota 45. Véase al respecto mi trabajo «Mundo novelesco, efecto de lo real y literariedad en María de Jorge Isaacs». En: H. O. Dill, C. Gründler, I. Gunia, K. Meyer Miunemann, Eds., Apropiaciones de realidad en la novela hispanoamericana de los siglos xix y xx (Francfort Madrid: Iberoamericana, 1994), 126 37.
46. «Pour restituer une compfète vie littéraire, l’artiste devra d’abord óorner son effort à la création d’un seul personnage. Lorsqu’iI y a deue rBles dans un roman, I’artiste doit, alternativement, les vivre t’un et d’autre: c’esr une nécessité, pour lui, de mod~fier sans cesse ses visions. llne difficutté en résuke a concevoir réelfes ce.s vie qui paraissep s’eJjacent reparaissent. Le romancier dressera une seule áme, qu’il animera pleinement: par elle seront perçues les images, raisonnés les arguments, senties les émotions: te lecteu5 comrne l’auteur, verra rout ies choses et les ámes, à travers cette rsrne unique er précise, doni id vivra !a vie». Teodor de Wyzewa, «Notes sur la liltérature wagnérienne», Revue Wagnérienne (1886 1887), Rpd., (Génova, Slatkine Reprints, 1968), II, 169. Ca teoría de «la novela perfecta» planteada por De Wyzewa se analiza en Bernard C. Swift, «Tbe hypothesis of the French Symbolist Novel», MRG 68 (1973), 776 87.

2 Nota b47. Juan Gustavo Cobo Borda, «Silva, bogotano universal». En: Juan Gustavo Cobo Borda, Ed. José Asunción Silva, bogotano universal (Bogotá: Villegas, 1988), 29 121.

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DE SOBREMESA: NOVELA MODERNISTA, NOVELA MODERNA

CATHY L. JRADE

Universidad Vanderbilt

José Asuncion Silva, en su compleja e inquietante obra maestra, De sobremesa, se niega a seguir las construcciones novelísticas tradicionales de fines del siglo XIX. Tal vez fue este rechazo de los modelos literarios predominantes del día lo que determinó la temprana recepción crítica de la novela, su consideración como «una obra fallida»  Sin embargo, esta resistencia a las normas artísticas adoptadas por sus contemporáneos revela la orientación de Silva y de su única novela hacia el futuro y hacia características más comunes entre obras de finales del siglo XX.
En otras palabras, De sobremesa es una novela que  con su estructura, sus temas y su lenguaje  subraya la manera en que las obras modernistas afirman su perspectiva visionaria y establecen el fundamento de corrientes literarias posteriores.
Aunque muchos aspectos de la novela todavía no han sido estudiados, los críticos han examinado ampliamente la presencia de diversos modos discursivos. De sobremesa es simultáneamente novela y diario, historia y ficción, memoria y tratado: algunos de los estudios más perspicaces se han centrado en su naturaleza heteroglósica. En este sentido, el artículo de Evelyn Picon Garfield investiga a dos de los personajes femeninos cuya realidad histórica se elabora dentro del mundo novelado de Fernández; el de Benigno Trigo subraya las huellas del discurso médico finisecular que aparecen en la novela; y el de Alfredo Villanueva Collado hace hincapié en la acumulación de «elementos literarios, pictóricos y biográficos» (2).
A pesar de que la novela contiene muchas interrupciones y aunque recurre a muchos modos discursivos, predomina una cierta unidad del texto, la cual se deriva del tono. La obra empieza con una escena de índole claramente modernista:

Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta, y al iluminar de lleno tres tazas de China, doradas en el fondo por un resto de café espeso, y un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa.
En el fondo de ella, atenuada por diminutas pantallas de rojiza gasa, luchaba con la semioscuridad circunvecina la luz de la bujía del piano, en cuyo teclado abierto oponía su blancura brillante de marfil al negro mate del ébano.
Sobre lo rojo de la pared, cubierta con opaco tapiz de lana, brillaban las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela, y destacándose del fondo oscuro del lienzo, limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con expresión bonachona la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt (3).

Esta descripción detallada de un interior lujosamente decorado con artefactos de diversos orígenes destaca el decadentismo de la novela y apunta hacia sus rasgos decadentistas más obvios: La autocomplacencia, el exceso, la valorización positiva de lo artificial y el énfasis sobre lo material. El juego de iluminación y oscuridad, las figuras de la luz en la carpeta y en la alfombra, y las sombras en la pared, sin embargo, tienen que ver con otras cualidades que no se asocian, por lo general, con el decadentismo. Estas características aparecen de forma destilada en dos sonetos posteriores escritos por Rubén Darío. La intensidad de la presentación, hecha posible por la reducción poética, hace evidente lo que tiende a eludir al lector de la prosa de Silva. Los poemas afirman la presencia de realidades ocultas tras las apariencias, de significados ocultos bajo las superficies.
Los dos sonetos a que me refiero son «A Amado Nervo», escrito en julio de 1900, y «En las constelaciones», escrito en abril de 1908. Ambos forman parte de las poesías dispersas de Rubén Darío. Es preciso citar «A Amado Nervo», por entero:

La tortuga de oro camina por la alfombra
y traza por la alfombra un misterioso estigma;
sobre su carapacho hay grabado un enigma
y un círculo enigmático se dibuja en su sombra.

Esos signos nos dicen al Dios que no se nombra
y ponen en nosotros su autoritario estigma;
ese círculo encierra la clave del enigma
que a Minotauro mata y a la Medusa asombra.

Ramo de sueños, mazo de ideas florecidas
en explosión de cantos y en floración de vidas,
sois mi pecho suave, mi pensamiento parco.

Y cuando hayan pasado las sedas de la fiesta,
decidme los sutiles efluvios de la orquesta
y lo que está suspenso entre el violín y el arco (4).

La coincidencia entre el poema y el pasaje inicial de la novela es extraordinaria, pero el soneto «ilumina» lo que queda en la «penumbra» del texto en prosa. Subraya el reconocimiento por parte de Darío de que los placeres de la carne no deben ofuscar el significado más profundo que reside en el entorno lujoso. La meta del poeta es convertir la gama de sensaciones en una sabiduría mágica que trasciende lo físico, lo material. Esta sabiduría mágica está vinculada, desde luego, con el «Dios que no se nombra». Este Dios se queda sin nombrar no solamente porque los no iniciados no lo pueden percibir sino porque su identidad es esencialmente incompatible con toda representación física  ya sea en imagen o en palabra . No obstante, el poeta que aspira a lograr esta sabiduría es enfáticamente de este mundo y sufre al intentar sobrepasar sus limitaciones mundanas. Su pecho es suave y su pensamiento, parco. Este juicio del poeta sobre sus propias capacidades no se aparta mucho del retrato que hace Silva de José Fernández, el protagonista de De sobremesa, quien fracasa en sus dos proyectos más ambiciosos: es incapaz de llevar a cabo su programa político y de establecer una relación amorosa trascendental.
El sentido de impotencia que experimenta Fernández al enfrentarse a sus limitaciones humanas dentro del marco novelístico, se ve aún más claramente expresado en el segundo de los dos sonetos de Darío. Ya para cuando lo escribe, ocho años más tarde, después de haber logrado éxito profesional, el Darío del poema confiesa: «pero ¿qué voy a hacer, si estoy atado al potro / en que, ganada el premio, siempre quiero ser otro, / y en que, dos en mí mismo, triunfa uno de los dos?». La respuesta a su dilema sigue estando en las señas en la arena: «En la arena me enseña la tortuga de oro / hacia dónde conduce de las musas el coro / y en dónde triunfa augusta la voluntad de Dios» (5).
Presentaciones concisas de esta tensión entre la materialidad de la existencia y el anhelo de alcanzar lo trascendental se encuentran también en la poesía de Silva. En la novela, sin embargo, la oposición se extiende a lo largo de diversos episodios. Lo que se pierde en cuanto a intensidad dramática se gana en elaboración cuidadosa. Así se desarrolla en toda la novela un profundo descontento con la vida hispanoamericana de fin de siglo. José Fernández llega a representar al intelectual decadente que percibe en la sociedad un proceso de descomposición. Como Aníbal González ha demostrado, la novela examina el esfuerzo del intelectual por sobrepasar su desengaño y por apoderarse de una nueva autoridad en nombre de la literatura que le permita tratar los innumerables asuntos preocupantes del día. González observa:

Como se ve, la problemática fundamental del decadentismo literario era la cuestión acerca de los límites, los linderos, de la literatura: los numerosos «ismos» en las artes plásticas y en las letras del fin de siglo y principios del siglo XX […] son sintomáticos del ansia que entonces sentían los artistas por definir y delimitar la naturaleza de su quehacer.
[…]
Esa meditación acerca del intelectual, en De sobremesa, se centra particularmente […] en torno a la necesidad de definir las fronteras entre el mundo de las ideas  de los textos, de las ficciones  que maneja el intelectual, y el mundo de las acciones concretas (6).

Aunque Fernández continuamente viola los marcos que traza, para Aníbal González su «tragedia» se debe a su incapacidad de encontrar «un marco trascendente, un límite absoluto que le sirva de punto de referencia y que justifique los demás marcos». Su incapacidad, según González, convierte a Fernández en la «imagen del escritor finisecular como un ser que opta deliberadamente por dedicarse a la producción de ficciones y a la contemplación idolátrica de éstas» (7). Esta imagen, sin embargo, desmiente una crítica más extensa planteada por la novela en su totalidad.
La materialidad que parece encerrar a Fernández dentro de un reino de impotencia  por elección o por incapacidad  es la misma materialidad con que lucha el Darío de los dos sonetos citados anteriormente. Aunque Fernández personalmente no logra las metas que se propone dentro del texto, la novela entera  desde los primeros párrafos  asalta las estructuras, los marcos y las convenciones que restringen al artista intelectual.
Para Sonya Ingwersen, Howard Fraser y Alfredo Villanueva Collado la mayor divergencia de las perspectivas tradicionales se encuentra en la incorporación de imágenes y conceptos alquímicos a lo largo de la novela. Esta incorporación, según Fraser, subraya el ímpetu básico hacia el redescubrimiento de la riqueza espiritual que elude a los que reducen la vida a los aspectos materiales (8). Más específicamente Villanueva Collado define De sobremesa como «una novela hermética, que a través de símbolos alquímicos y rosacruces describe una vía de purificación espiritual a la cual el protagonista, José Fernández, se somete bajo la influencia de su amor por Helena D’Scilly quien, junto a su abuela, representa el principio femenino regenerador en la novela» (9).
Aún más importante que los detalles de su análisis, es el reconocimiento por parte de Villanueva Collado de que el recurso a varias doctrinas ocultistas dentro de la novela es en sí un comentario sobre los problemas asociados con la modernidad (10). La transformación de pautas sociales tradicionales, el énfasis cada vez mayor en el materialismo, el pragmatismo, el utilitarismo y la insensibilidad de la burguesía ascendente hicieron que Silva, junto con muchos otros escritores de su generación, explorara modos alternativos de concebir el mundo. La vida ya no cabía dentro de moldes preestablecidos, dentro de marcos probados, y los cambios sociales aceleraron la vulgarización de la cultura ortodoxa. Como resultado, algunos intelectuales empezaron a cuestionar los modelos de pensamiento y de conducta heredados del pasado. El escritor que se convirtió en icono de esta revaluación y ruptura fue Nietzsche, y no es por casualidad que aparece como tal dentro de la novela, en la sección del diario fechada 14 de abril (11).
Desde luego, hay que reconocer que los rasgos nietzscheanos que aparecen en la novela corresponden más bien a una concepción popular de las ideas del filósofo alemán. Como Aníbal González ha indicado: «…un aspecto interesante de la novela de Silva es que testimonia el temprano (aunque superficial) conocimiento que tenía Silva de la obra de Nietzsche en 1896, cuando aún no se había traducido ningún libro del filósofo alemán al castellano, y las noticias sobre su obra, tanto en el mundo hispánico como en Francia e Inglaterra, eran escasas» (12). Por eso, lo importante son las ideas presentadas. Sin embargo, encontraremos que muchas de ellas coinciden notablemente con las de Nietzsche.
En la sección del diario en que se refiere a Nietzsche, la cual  muy sugestivamente  está enmarcada por dos secciones de índole muy diferente, Silva presenta, otra vez, al protagonista completamente dividido. Empieza con una declaración de gran indignación, un ataque verbal contra los esfuerzos de subvertir la situación social y las posiciones morales establecidas. Silva escribe:

Ayer saltó otro edificio destrozado por una bomba explosiva, y la concurrencia mundana aplaudió en un teatro del boulevard hasta lastimarse las manos, La Casa de Muñecas, de Ibsen, una comedia al modo nuevo, en que la heroína, Nora, una mujercilla común y corriente, con una alma de eso que se usa, abandona marido, hijos y relaciones para ir a cumplir los deberes que tiene consigo misma, con un yo que no conoce y que se siente nacer en una noche como hongo que brota y crece en breve espacio de tiempo. Así a estallidos de melinita en las bases de los palacios y a golpes de zapa en lo más profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias, marcha la humanidad hacia el reino ideal de la justicia, que creyó Renán entrever en el fin de los tiempos (13).

Si el tono irónico de estas primeras oraciones no fuera suficiente para subrayar el desdén que guardaba Fernández hacia las acciones y las ideas revolucionarias, aclara en la última frase del primer párrafo su rechazo de los que desean revaluar y reestructurar los modelos de comportamiento y los fundamentos ideológicos tradicionales:

Ibsen y Ravachol le ayudan, cada cual a su modo; cae el primer magistrado de Francia herido por el puñal de Cesáreo Santo, y escribe Sudermann La dama vestida de gris, donde la abnegación y el amor a la familia toman tintes de sentimientos grotescos, sin que el final de cuento de hadas, agregado por el novelista a su obra, como un farmaceuta hábil echaría jarabe para dulcificar una pócima que contuviera estricnina, alcance a disimular el acre sabor de la letálica droga (14).

Las imágenes son claras. El cambio radical sería catastrófico. En vez de escuchar la invitación a la «fraternidad» y la «piedad por el sufrimiento humano» proclamada por Hugo, Dostoievski y Tolstoi, Fernández no oye más que «la voz terrible de Nietzsche (15)». Verdaderamente, Silva crea a un Fernández conforme a la visión filosófica de Nietzsche, pero incómodo al mismo tiempo con sus implicaciones prácticas. En un pasaje largo, Fernández parece convencido por las ideas de Nietzsche que rechazan como eternas las estructuras de creencias dominantes, pero también parece sentir repugnancia por los obreros que cree serían los beneficiarios principales de todo intento revisionario. Una cita breve destaca esta tensión básica en Fernández:

Oye, obrero, que pasas tu vida doblado en dos, cuyos músculos se empobrecen con el rudo trabajo y la alimentación deficiente, pero cuyas encallecidas manos hacen todavía la señal de la cruz, obrero que doblas la rodilla para pedirle al cielo por los dueños de la fábrica donde te envenenas con los vapores de las mezclas explosivas, oye, obrero, ¿nada evocan en tu rudimentario cerebro las rudas sílabas de ese nombre germano, Nietzsche, cuando vibran en tus oídos? (16).

La compasión que tiene Fernández por el obrero explotado que sufre bajo el control de los poderosos se desvanece cuando recurre después a un tono insultante y deshumanizador. No reconoce la relación que tiene la supuesta ignorancia del obrero con las ideologías, tanto seculares como religiosas, que, bajo la influencia de Nietzsche, Fernández acusa de ser falsas:

Es que la humanidad había estado recibiendo como verdaderas, nociones falsas sobre su origen y su destino, y el profundo filósofo encontró una piedra de toque en qué ensayar las ideas como se ensayan las monedas pala saber el oro que contienen. Eso es lo que se llama reavaluar todos los valores (17).

Fernández continúa, en aparente acuerdo con las ideas de Nietzsche, una reflexión sobre el origen de las creencias  la genealogía de la moral . Afirma el protagonista que todo sistema de creencias  desde la conciencia individual hasta la moralidad cristiana  es producto de su formación, un producto que refleja numerosos factores, algunos sicológicos y otros políticos, pero que ninguno se basa en una verdad absoluta e inmutable. La adopción por parte de Fernández de esta premisa nietzscheana le da la base para rechazar las limitaciones de la moral tradicional y para proponer la libertad de autocreación asociada con el superhombre, el Übermensch. Pero esta libertad se presenta en seguida como una espada de doble filo. El diario capta los pensamientos de Fernández:

Si la conciencia son las garras con que te lastimas y con que puedes destrozar lo que se te presente y coger tu parte de botín en la victoria, no te las hundas en la carne, vuélvelas hacia afuera; se el sobrehombre, el Uebermensch libre de todo prejuicio, y con las encallecidas manos con que haces todavía, estúpido, la señal de la cruz, recoge un poco de las mezclas explosivas que te envenenan al respirar sus vapores, y haz que salte en pedazos, al estallido del fulminante picrato, la fastuosa vivienda del rico que te explota. Muertos los amos serán los esclavos los dueños y profesarán la moral verdadera en que son virtudes la lujuria, el asesinato y la violencia. ¿Entiendes, obrero?… (18).

Dentro de esta visión del futuro, Fernández destila las pugnas sociales, políticas y filosóficas que empezaron en el siglo XIX y continuaron a lo largo del siglo XX. El cambio de tono irónico al final de la última sección citada indica una vez más la ambivalencia de Fernández. Al principio parece revelar una simpatía marxista al anunciar su enfado contra la explotación de los obreros que beneficia a unos pocos industriales. Inmediatamente después afirma su menosprecio por las masas y las mentalidades vulgares. No tolera la idea de que las ignorantes masas puedan abusar de las libertades que resulten del esfuerzo nietzscheano de socavar «las falsas nociones» de la verdad y de los valores y de sus deseos de exaltar la voluntad de crear un nuevo sistema de poder (La voluntad de poder). No obstante, hay individuos  y Fernández se incluye entre ellos  que harían buen uso de estas libertades. Todo el plan megalómano propuesto por Fernández nace de esta perspectiva nietzscheana. Así pues, si ve con aprensión lo que harían las toscas y groseras masas si llegaran a redefinir la moral y la conducta, él mismo se siente con todo derecho a romper todas las reglas y normas establecidas.
Al aclarar el origen de este sentido de privilegio, esta sección del diario muestra a la vez mucho de lo que Silva hace en la novela. Silva se afilia con las opiniones radicales sobre la verdad y la realidad, las cuales hacen que muchos identifiquen a Nietzsche como el abuelo del pensamiento posmoderno (y no hago esta referencia a «lo posmoderno» sin reconocer todo lo que connota). La incorporación por parte de Silva de varios modos discursivos, la fusión de historia y ficción, el reto afirmativo de la sensibilidad burguesa, todas estas características de la novela señalan su profunda comprensión de cómo las construcciones sociales, filosóficas y artísticas han restringido y, a veces, cegado a pensadores, escritores, políticos y a todos los individuos que deben tener la libertad de crear su propio camino.
Silva, incluso, se burla  a través de Fernández en esta misma sección  de la fe que ofrecería consuelo a muchos de su generación. Aunque la búsqueda de una cosmovisión trascendental es un aspecto esencial de la novela, su versión popularizada finisecular es objeto de una crítica muy severa:

Mira: del oscuro fondo del Oriente, patria de los dioses, vuelven el budismo y la magia a reconquistar el mundo occidental. París, la metrópoli, les abre sus puertas como las abrió Roma a los cultos de Mitra y de Isis; hay cincuenta centros teosóficos, centenares de sociedades que investigan los misteriosos fenómenos psíquicos; abandona Tolstoi el arte para hacer propaganda práctica de caridad y de altruismo, ¡la humanidad está salvada, la nueva fe enciende sus antorchas para alumbrarle el camino tenebroso! (19).

El poder del cristianismo ha sido minado por el pensamiento positivista y por la revaluación filosófica de la verdad y la moral. Se han buscado alternativas, pero Fernández astutamente reconoce la fuerza corruptora del deseo de readaptar estas alternativas para el consumo popular. La búsqueda de la verdad se ha convertido en un proceso cuasicomercial con centenares de «centros» que aparecen para llenar el vacío espiritual del momento. Con este comentario Silva demuestra una perceptibilidad notable del período histórico en que vivía. Parece saber tomar el pulso de la sociedad, sensible a cada lucha por el poder, a cada reajuste filosófico. No obstante, al proyectar esta perceptibilidad sobre Fernández, Silva no lo libra de sus debilidades humanas. Al contrario, Silva destaca sus limitaciones. Aun las secciones que sirven de marco para estos comentarios reflejan hasta qué punto Fernández es víctima de sus pasiones, sus deseos, sus emociones.
Las entradas del diario inmediatamente anteriores y posteriores a la que hemos venido examinando tienen que ver con el amor de Fernández por Helena. La que lleva la fecha 13 de abril termina con una declaración apasionada: «¡Helena! ¡Helena! ¡Me corre fuego por las venas y mi alma se olvida de la tierra cuando pienso en esas horas que llegarán si logro encontrarte y unir tu vida con la mía!…» (20). La fechada el 15 de abril empieza: «Una oleada poderosa de sensualismo me corre por todo el cuerpo, enciende mi sangre, entona mis músculos…» (21). Así el lector pasa de un torbellino de pasión a las alturas de cuestiones filosóficas y después regresa de nuevo a un torbellino de sensualismo. En este esfuerzo de sobrepasar lo «bestial», Fernández se aproxima al equilibrista que describe Nietzsche en Así habló Zaratustra.
En un momento de esta obra seminal, el Zaratustra de Nietzsche proclama: «El hombre es una cuerda, atada entre la bestia y el superhombre  una cuerda sobre un abismo . Un travesar peligroso, un andar peligroso, un mirar hacia atrás peligroso, un estremecer y un parar peligrosos» (22). Aunque este pasaje refleja el antiguo modo de concebir el mundo que se reduce al concepto de «la gran cadena de la existencia», un concepto modernizado por ideas darwinianas conocidas por Nietzsche, vemos también aquí el mayor obstáculo que tiene que confrontar Fernández, el mismo que describe Darío en los dos sonetos con que empezamos. Tiene que pasar de un extremo al otro. Cuando el equilibrista de Nietzsche se cae al intentar cruzar por encima de la plaza y, como resultado, no logra convertirse en superhombre, Zaratustra ofrece las siguientes palabras de consuelo: «Has hecho del peligro tu vocación; no hay nada despreciable en eso. Ahora pereces por tu vocación: por eso te enterraré con mis propias manos» (23).
Aunque Silva retrata a Femández  recordemos los dos sonetos de Darío  como empujado hacia lo bestial, su meta novelística fue otra. La novela, criticada como fallida, rompió reglas establecidas en su búsqueda de una libertad transformadora que lo llevaría más allá del restrictivo materialismo y de las tendencias políticas del día. Aun si decidimos que Fernández fracasó, empezamos a entender  desde nuestra perspectiva posmoderna  que la novela y el novelista no sufrieron el mismo fin. Aceptaron el desafío de hacer del peligro su vocación.

1. Alfredo Villanueva Collado presenta un resumen de esta opinión crítica; cita los estudios de Baldomero Sanín Cano, El oficio del lector (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978), Juan Loveluck «De sobremesa, novela desconocida del Modernismo», Revista Iberoamericana 31 (1965), t7 32; y Ferdinand V. Contino, «Preciosismo y decadentismo en De sobremesa de José Asunción Silva», en José Olivio Jiménez, Ed., Estudios críticos sobre la prosa modernista hispanoamericana (Nueva York: Eliseo Torres, 1975), 135 72. Véase el estudio de Villanueva Collado «De sobremesa de José Asunción Silva y las doctrinas esotéricas en la Francia de fin de siglo», Revista de Estudios Hispánicos 221.2 (Mayo, 1987), 9 22.

2. Evelyn Picon Garfield, «De sobremesa: José Asunción Silva: el diario íntimo y la mujer prerrafaelita», en: Nuevos asedios al modernismo, Iván A. Schulman, Ed. (Madrid: Taurus, 1987), 262 81. Benigno Trigo, «La función crítica del discurso alienista en De sobremesa de José Asunción Silva», Hispanic Journal 15.1 (1994), 133 46; Alfredo Vllanueva Collado, «La funesta Helena: intertextualidad y caracterización en De sobremesa, de José Asunción Silva», Explicación de Textos 22.1 (1993 1994), 69. Se pueden mencionar también los trabajos de Juan Loveluck, Op. Cit., y de Edgar O’Hara, «De sobremesa, una divagación narrativa», Revista Chilena de Literatura 27 28 (abril noviembre, 1986), 221 27.
3. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, Eduardo Camacho Guizado, Gustavo Mejía, Eds. (Caracas: biblioteca Ayacucho, 1977), 109.
4. Rubén Darío, Poesía, Ernesto Mejía Sánchez, Ed. (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977), 446.
5. Ibid., 449.
6. Aníbal González, La novela modernista hispanoamericana (Madrid: Gredos, 1987), 85 ss.
7. Ibit., 94 y 112, respectivamente.
8. Howard M. Fraser, In the Presence of Mistery: Modernist Fiction and The Occult (Chapel Hill: North Carolina Studies in the Romance Languages and Literatures, 1992), 95.
9. Villanueva Collado, «De sobremesa de José Asunción Silva y las doctrinas esotéricas en la Francia de fin de siglo», Op. Cit., 10. Consúltese también Sonya A. Ingwersen, Light and Larsging: Silva and Darío, Modernism and Religious Heterodoxy (Nueva York: Peter Lang, 1986).
10. Ibid., 20.
11. Silva, Op. Cit., 208 12.
12. González, Op. Cit, 105.
13. Silva, Op. Cit., 208.
14. Ibidem.
15. Ibid., 209.
16. lbidem.
17. Ibidem.
18. Ibid., 210.
19. lbid., 211. Mi subrayado.
20. Ibid., 208.
21. lbid., 212.
22. Friedrich Wilhelm Nietzsche, The Portable Nietzsche, Walter Kaufimann, Trad., Ed. (Nueva York: Penguin, 1954), 126.
23. Ibid., 132.

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DE SOBREMESA Y LA ESTÉTICA DE LA LECTURA

MARÍA DOLORES JARAMILLO

Universidad Nacional de Colombia

De sobremesa, la novela moderna de José Asunción Silva, entrecruza las utopías del mundo de la ensoñación y del ideal con el mundo real de los movimientos y las necesidades económicas; la aspiración a la belleza con los cálculos materiales; el «plan» de regeneración política y educativa del país con los sueños estéticos; el mito de la poesía con el mito del progreso social y económico. En De sobremesa se destaca el carácter politextual y heterogéneo. La novela  diario, confesión íntima, o novela  ensayo, se arma con piezas diferentes, textos breves y largos, diálogos, testimonios, confesiones, reflexiones filosóficas, digresiones estéticas, comentarios críticos, conversaciones de experiencias vividas y leídas. La diversidad textual, la fragmentación y la movilidad espacial le otorgan a la novela un carácter moderno y vanguardista. De sobremesa es sobre todo una novedosa propuesta de escritura y de lectura.
La escritura del poeta moderno surge de la lectura y no de la inspiración como lo creyeron los románticos. El poeta comenta lo leído y son la lectura y sus resonancias, las que conforman la creación literaria. Poesía, ciencia e historia se integran en el diario, que es la relación personal de un intelectual sensible, de un poeta lector con la escritura fundamental de su tiempo, con la producción literaria y el pensamiento iniciado en Europa por los simbolistas y decadentistas en contraposición a los románticos y realistas. Dice David Jiménez:

Leer es entonces, prioritariamente, una actividad estética. Pero a su vez, esta concepción de la lectura implica nuevas exigencias al lector, un nuevo tipo de lector que, para Silva, era imposible encontrar en su medio. José Fernández dice que cuando escribir es sugerir, el lector debe ser también un artista… el poeta es, ante todo, un lector. Es poeta porque lee poesía. La inspiración viene del libro: éste ha sustituido a la musa clásica y a la musa romántica (1).

Los modernistas, como lectores modernos buscan las tradiciones ideológicas y estéticas ! más universales. Lector moderno significa lector de muy diferentes tradiciones, lector del arte nuevo y las nuevas ideas, lector con una nueva sensibilidad afinada como la del artista y lector de las contradicciones intelectuales de su tiempo.
Un tema señalado con amplitud por los estudios sobre el modernismo es el del nuevo lector artista buscado por Silva y los escritores finiseculares. Silva plantea el concepto de «lector artista» para caracterizar al lector de finales del siglo XIX que comprende y vive la obra, se compenetra con los conflictos planteados y es, como el escritor, un creador, un artista con el que se comunica el poeta, un receptor imaginativo y sensible (2).
Si la lectura se concibe como una actividad estética, la novela moderna se entiende como un espacio narrativo diverso y múltiple, como una nueva práctica textual, determinada por los nuevos cánones simbólicos, lingüísticos y estilísticos. En De sobremesa se hace referencia a muchas lecturas y la escritura es una continua alusión y evocación de la literatura y del mundo de la cultura.
Desde el comienzo de la novela, Silva nos muestra el seguimiento y las múltiples relaciones de las lecturas selectas que rodean la vida del protagonista. Lecturas literarias, filosóficas y artísticas y abundantes referencias cultas se enhebran en el texto dándole un carácter dialógico.
José Fernández es un poeta lector lo mismo que lo fue Silva; un lector en la perspectiva de la modernidad, de una infinita cantidad de temas, de un amplísimo interés intelectual. Un poeta que se inspira en otros «textos» más que en la «naturaleza» y que busca en la lectura una forma de vida, una actividad estética que se convierte en característica textual fundamental en la modernidad.
Citas y alusiones a Homero, Esquilo, Dante, Shakespeare, Poe, Goethe, Shelley, Mallarmé, Baudelaire, Verlaine, Rossetti, Leopardi, Swinburne, Victor Hugo, Balzac, Tolstoi, Wagner, Bach y Beethoven, María Bashkirtseff y D’Annunzio, entre otros muchos, se acumulan en las páginas de De sobremesa. El texto es una relectura de muchas obras artísticas que se rememoran a través del relato literario. En este juego de intertextualizaciones de diversa índole, parece que José Fernández nos llevara «de la mano» por las lecturas que más le gustan e interesan. De lo clásico a lo moderno, del romanticismo heroico al confinamiento del arte por el arte.
Así, por ejemplo, recorremos su lectura, con sus comentarios críticos del Diario de María Bashkirtseff (3). Doce páginas de la novela de Silva que son casi una transcripción de las palabras e impresiones de la creadora rusa. Vamos leyendo el Diario a través de De sobremesa con el énfasis y la emoción del personaje lector. El paralelismo se cierra con unos últimos comentarios del protagonista que sentimos como páginas eminentemente autobiográficas:

Hay frases del Diario de la rusa que traducen tan sinceramente mis emociones, mis ambiciones y mis sueños, mi vida entera, que no habría podido jamás encontrar yo mismo fórmulas más netas para anotar mis impresiones (4).

Así, la literatura, la filosofía o la música son formas expresivas que precisan emociones o ideas al lector y del lector, y son un alimento e impulso necesario y fortificante para el poeta. Las reflexiones de José Fernández sobre el Diario de María Bashkirtseff también muestran la importancia de recoger «impresiones» y «sensaciones» a través de las lecturas, más que «ideas». El Diario, dirige al lector moderno hacia las imágenes que transcriben emociones y estado de ánimo intensos.
De sobremesa presenta relación con muchos textos literarios  especialmente europeos  de la época: Valencia señaló hace ya casi un siglo la conexión con el personaje y la vida de Des Esseintes de la novela À rebours de Huysmans, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, la figura, y sensibilidad exacerbada de María Bashkirtseff y el Monsieur de Phocas de Jean Lorrain (5). Estas nuevas novelas manifiestan los ideales fundamentales del intelectual y del artista finisecular, su modo de vida y sus más íntimas aspiraciones. La crítica más reciente ha señalado otras conexiones con Proust, Poe y Yeats.
Algunos de los autores más leídos por Silva (6), y por los modernistas, se entretejen en las conversaciones del poeta José Fernández como alusión, evocación o comentario, señalando al lector las figuras «tutelares» que guiaron a los escritores finiseculares desde la novela de Flaubert con sus planteamientos estéticos al ensayo de Renan, desde la poesía simbolista de Baudelaire, Verlaine y Mallarmé hasta las concepciones estéticas de D’Annunzio o Huysmans, Silva, lo mismo que José Fernández, lee y comenta con sus «pares» lo leído (7).
EL ENIGMA DE emEL TRIUNFO DE LA MUERTE DE D’ANNUNZIO
La crítica ha señalado continuamente la presencia de la novela de D’Annunzio, El triunfo de la muerte (1894), entre los libros que se encontraron en el cuarto de Silva, a su muerte, pero tal vez más como anécdota y sin una explicación de sus nexos. Que Silva tuviera la novela cuando murió, es un dato explicable. D’Annunzio fue uno de los escritores más leídos, no sólo en el siglo XIX, sino en la primera mitad del siglo XX. Y la importante acogida que tuvo no se debió a la invitación al suicidio que puede deducirse del final trágico de La historia de Jorge e Hipólita, los personajes de la novela, o a la conducción de los personajes del escepticismo profundo e irónico hacia el abismo, sino al hecho de contener una moderna propuesta de escritura novelesca, y una novedosa visión de la literatura que para los autores finiseculares era imposible de desconocer.
D’Annunzio aparece en forma explícita al interior de De sobremesa. José Fernández lo menciona a sus amigos y uno de ellos, la italiana Muserallo, es lectora del novelista italiano y su identidad se conoce en la novela como lectora de D’Annunzio y coleccionista de sensaciones.
D’Annunzio expone en el prólogo de la novela algunas ideas estéticas modernas de especial interés. En primer lugar dedica el prólogo a un amigo italiano, Francesco Paolo Michetti, un importante monje superior, a quien leía lo que iba escribiendo. Esta primera guía en el intercambio de lo escrito con un amigo de especial sensibilidad artística e intelectual la sigue al pie de la letra Silva. Su novela es también la lectura de lo escrito a cuatro amigos selectos. D’Annunzio dirá que este «revelar de la obra aún virgen y secreta a aquél que es su igual, a aquél que lo comprende todo» (8), representa el máximo goce al que puede aspirar el artista de fin de siglo.
D’Annunzio sintetiza el desconocimiento de la sociedad burguesa frente al arte , rasgo que Flaubert había señalado como característico de su tiempo, y al cual responden los intelectuales simbolistas y modernistas con una actitud irónica. José Fernández busca amigos con especial sensibilidad e inteligencia y quiere marginarse del mundo inmediato para situarse en el del arte, la literatura y la imaginación. Silva y Darío mencionan con desdén la estupidez e incomprensión intelectual del medio social burgués (Gotas amargas o «El rey burgués«). Al respecto dirá David Jiménez: «En Silva […] la exigencia de un público ideal, de un lector artista, tiene como reverso el rechazo del público real por incompetente para comprender el arte nuevo» (9).
D’Annunzio plantea luego lo que podría ser una concepción de la novela ideal para la modernidad literaria. Dice:

[…] Hemos hablado muchas veces de un libro ideal de prosa moderna que siendo vario de sonidos y de ritmos como un poema, reuniendo en su estilo las más diversas cualidades de la palabra escrita, armonizase todas las variedades del conocimiento y todas las variedades del misterio, alternase con las precisiones y la ciencia las seducciones del sueño, pareciese no imitar sino continuar la naturaleza; libre de los vínculos de la fábula, llevase, en fin, creadas en sí con todos los medios del arte literario, la vida particular  sensual, sentimental, intelectual  de un ser humano colocado en el centro de la vida universal (10).

El prólogo de la novela es un manifiesto estético que Silva leyó con interés, porque condensaba las más vanguardistas de las ideas estéticas finiseculares: las preocupaciones musicales y sensuales concepciones de los simbolistas, el interés por los elementos escénicos, la unión de la poesía y la ciencia, la aproximación de la poesía y la prosa, es decir, un nuevo modelo artístico (11).
Un arte que se alejaba de la fidelidad y el reflejo de lo exterior y objetivo buscado por los realistas, y abría su camino hacia el mundo interior de la imaginación, del misterio de los sueños y las emociones que  recordando a Baudelaire  «transportan el espíritu». En este principio totalizador de lo sentimental y lo intelectual, la ciencia y lo inexplicable, lo variable y lo estable, lo espiritual y lo mundano, se desarrolla De sobremesa. Encontramos sintetizado uno de los principales cánones estéticos de la novela moderna: la anécdota  tan fundamental para los realistas , disminuye o desaparece, para dar campo a otras preocupaciones, como las maneras de narrar, la diversidad de los recursos técnicos, las búsquedas de riqueza y precisión verbal, de sonoridad y ritmo, la fuerza expresiva e impacto de la imagen, la continua sucesión de estados de la conciencia… la introspección de la conciencia… una «fiesta de sonido, de color y de formas» (12). Sólo a la luz de estas teorías narrativas finiseculares se puede entender la novela de Silva. «No existe aquí la continuidad de una fábula bien compuesta pero sí la continuidad de una existencia…», dirá D’Annunzio en su guía hacia la nueva prosa (13).
Se señala la intriga como secundaria y se enfatiza como fundamental la creación de un ambiente, de un espacio «de luz, de música y de perfume» que rodea el asunto principal, la muerte: «He evocado en torno de su agonía las más hechiceras apariencias; he tendido una alfombra de colores bajo sus pasos inciertos. Ante aquél que perece, una hermosa mujer voluptuosa… elevada sobre un misterio de aguas glaucas…» (14).
Al leer los pregones modernos señalados por D’Annunzio, podemos entender el aporte de sus credos estéticos tanto a la novela como a la poesía de Silva. El tema de la muerte, o acaso la obsesión por ella, no tuvo que ser lo que interesó más a Silva de D’Annunzio, sino la creación de una atmósfera especial de sensualidad donde se multiplican las sensaciones.
El novelista italiano buscó «la pura representación estética», «hacer obra de belleza y de poesía, prosa plástica y sinfónica, rica en imágenes y en sonoridades». «Cooperar eficazmente a constituir en Italia la prosa narrativa y descriptiva `moderna» (15). Trazó el camino renovador de la prosa que parece idearse como un nuevo género literario en el cual la preocupación por el lenguaje y las búsquedas filológicas ocuparon un papel fundamental: «La lengua hay que plegarla y tejerla en las guirnaldas más ágiles y en los festones más sinuosos.. » (16).
La novela moderna se aleja de la representación del mundo exterior para volcarse sobre el interior, sobre los «más complicados y raros estados de ánimo», dirá D’Annunzio. El gusto por la novela de la introspección psicológica y del intelectual problemático aparecen tanto en D’Annunzio como en otros escritores de la época, Huysmans o Bashkirtseff, por ejemplo. De la novela social y política, la narrativa se orienta hacia las complejidades de la psicología humana. Recordemos también los estudios de Bourget y Ribot, y la referencia directa en De sobremesa y su amplio interés entre los intelectuales de fin de siglo. El novelista moderno se equipara con un «nuevo psicólogo» y expone, como lo hará Silva a través de losé Fernández, los síntomas, las crisis, la ansiedad, las obsesiones, el miedo a la locura, las experiencias libertinas, raras y morbosas (17), la búsqueda de la evasión, entre otras, y el cuadro psicológico que no logran descifrar sus médicos y que tipifica Silva en la novela como mal del «poeta decadente». D’Annunzio busca unir todos los puntos de vista en la novela moderna: lo religioso y lo laico, e invita al monje a leer a Nietzsche. Esa nueva «prosa musical», sugestiva y emotiva, debe lograr que las cadencias sean como una «lenta caricia» y que «las palabras elegidas resuenen largamente», como los versos de Silva.

1. David Jiménez. Fin de siglo, decadencia y modernidad (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, Universidad Nacional de Colombia, 1994), 136.
. David Jiménez, Op. Cit., 134 755.
3. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. (Madrid: Consejo de Investigaciones Científicas, 1990), 236.
4. lbid., 152.
5. Guillermo Valencia, «José Asunción Silva». El Cojo Ilustrado, 18 423 (agosto 1 de 1909), 418 22.
6. José Asunción Silva. Cuarenta y cinco cartas (78R7 1896). (Bogotá: Arango Editores, 1995), 102. Algunas de las lecturas realizadas por Silva las relaciona él mismo en la correspondencia dirigida a Baldomero Sanín Cano en 1894, desde Caracas.
7. En este sentido, el libro de Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra. (Caracas: Monte Ávila, 1992) es un excelente trabajo explicativo de las lecturas y conexiones francesas y europeas. Véase también Anibal González, «Flaubert y la novela modernista’, en La novela modernista hispanoamericana (Madrid: Gredos, 1987), 147 75.
8. Gabriele D’Annunzio. E! triunfo de la muerte (Bogotá: Ediciones Mundial, st), 5.
9. Jiménez, Op. Cit., 119.
10. Ibidem.
11. Para un estudio de D’Annunzio, su época y sus concepciones, véase Mario Praz. El pacto con la serpiente (México: Fondo de Cultura Económica, 1972).
12. D’Annunzio, Op. Cit., 8. Baudelaire hablará de las correspondencias entre perfumes, colores y sonidos y el primer verso del «Nocturno’, de «perfumes, de murmullos y de músicas de alas».
13. lbid., 6.
14. lbid., 9.
15. lbid., 6.
16. lbid., 7.
17. Sería importante analizar la conexión de Silva con otros textos de D’Annunzio aludidos en la novela. (Fernández menciona a la italiana Muserallo, personaje de E! placer, quien es lectora en De sobremesa).

***

SILVA Y LA POESÍA

GIOVANNI QUESSEP

Universidad del Cauca

«Asombrado y disperso es el corazón del poeta […]. No cabe duda de que este momento del asombro común con el nacimiento de la filosofía, se prolonga en la poesía. Mas no nos engañaríamos creyendo que este estado es permanente, que de él no puede salir el poeta. Pues que la poesía tiene también su vuelo, tiene también su unidad, su trasmundo […] De no tener trasmundo y vuelo, no habría poesía, no habría ni tan siquiera palabra. Toda palabra requiere cierto alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es una liberación de quien la dice. Quien habla, aunque sea acerca de las experiencias, no es enteramente esclavo; quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ha alcanzado ya una suerte de unidad, ya que embebido en el puro pasmo, prendido en lo que cambia y fluye, no acertaría a decir nada, aunque este decir sea cantar. Al decir «cantar», hemos mentado algo muy afín a la poesía con la que ha de tener una relación de gran intimidad, ya que anduvieron tanto tiempo juntas música y poesía. Y en la música es donde más suavemente resplandece la unidad. Cada pieza de música es una unidad y, sin embargo, está compuesta de fugaces instantes. El músico no ha necesitado tener presente un ser oculto idéntico a sí mismo para alcanzar la transparente e indescriptible unidad de la armonía. No ha de ser la misma, sin duda, la unidad del ser a que aspira el filósofo que esta unidad tan asequible alcanzada por la música. Por lo pronto, esta unidad de la música está realizada, es una unidad de creación; con los sonidos dispersos y pasajeros se ha construido algo uno y que se siente como permanente. Así, el poeta en su poema crea una unidad con la palabra, esas palabras que tratan de apresar lo más tenue, lo más alado, lo más singular de cada cosa, de cada instante. El poema es ya la unidad, no oculta sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada […] (1).

Aproximarse a la obra de José Asunción Silva es rozar el misterio de un silencioso y nostálgico hechizo verbal. Ese hechizo es también de la intuición y de la emoción poéticas, que en su palabra quieren referirse a sí mismas, esto es, tomarse como motivo de la creación. La obra de Silva está en La tradición de la poesía que halla su centro en la poesía misma, a la vez como región del mundo y como dirección del espíritu. Poeta para poetas, se diría, con la fórmula clásica, pero no, sino poeta para la dimensión poética que toca a todo corazón humano. Señalemos, en principio, que es la suya una obra casi despojada de anécdota para volcarse hacia su propia tensión interior, una tensión que, efectivamente, y en el marco del arte por el arte, se resuelve en el terreno de las fuerzas mágicas del lenguaje. Entonces, es el estrato musical el que revela y plasma la intuición poética. Esa intuición es también emoción, cercada por un halo de distancia y nostalgia, diciendo al oído del lector que lo poético no está en los contornos visibles de las cosas y ni siquiera en La vida presente. Y la emoción mira hacia el ideal. No se canta en su verso el poeta a sí mismo sino que canta lo que hay en él, no algo que el espíritu ha dejado en sus manos y que, sin saber exactamente qué es, sí conoce que está del lado del misterio de las cosas del mundo. Por ello el poeta se aleja de lo que llamamos comúnmente la vida, para ir a otras regiones o senderos de lo vivo. Es la tensión de lo que no existe aquello que busca originalmente la expresión, y hace ir al poeta, su depositario, hasta un verso que lo convierte en artífice. También digamos que en ese misterio y en el verso que los plasma existe una profunda sacralidad. Sentimiento y arte se hacen uno para la elevación de la poesía como existencia única y última. Estas son algunas de las razones de la intemporalidad de la obra poética de Silva. Al cabo, y por encima de cualquiera otra instancia, estarán las palabras del poema, que son señal de una zona más alta del espíritu, zona en la que alientan la fantasía y la ensoñación o la leyenda que transfiguran a los seres del mundo. El mundo existe para Silva y está delante de sus ojos pero sólo como la duración de lo invisible, una materialización que es efímera y que no conduce a nada por sí misma. Es ante esta percepción cuando el alma se lanza a otras regiones. Así diremos que todo poema de Silva es versión de la poesía como esencia del mundo, por lo cual no es necesario que en él se refiera algo directa o expresamente de los seres, sino que se los señale con las curvas melódicas de la lengua poética. Ciertamente en el caso de Silva estamos cerca de la noción de «poesía pura», que quintaesencia al sentimiento para alejarlo de lo más tangible. Así el lenguaje del poema se carga, no ya de contenidos o de imágenes, sino de silencios significativos, de silencios que a la vez aluden y crean estados de emoción. Esa emoción está hecha a la vez de una percepción de lo poético en sí mismo y de los sentimientos que nacen al contacto del mundo. En Silva están el mundo y su mundo, que si al entrar en conflicto desdibujan la imagen del hombre, instauran la figura del poeta como el poseedor de una sabiduría antigua. En la obra de Silva, en efecto, como en pocas otras de la lengua española, se ponen de presente los dos polos de atracción del poema (polos entre los cuales se debate y su solución crea los estilos de época): uno la poesía misma y otro la expresión poética inmediata. En cuanto a la poesía misma se acerca a lo ideal, y en cuanto a la expresión, a sólo sugerir de la palabra. Ensoñación y sugestión son la imagen final de su obra poética. Silva quiere que por su verso hablen la intimidad, la leyenda, el misterio y el esplendor de lo sagrado, incluidos en ellos tanto el arte como la naturaleza, el secreto del corazón a solas y lo cósmico. Es así como Silva está en la modificación o transformación del verso moderno en la lengua española. Habla de otras formas del mundo, señala su presencia y las convoca. Son lo invisible y lo indecible que en su caso adquieren el rostro de lo próximo. Lo lejano es lo cercano, como hacen su presente los objetos que vienen de otras épocas. Hay que decir que Silva sonó a un mismo tiempo con el alma romántica y la mente moderna, que  y es un giro que puede parecer extraño  su ser de artista impuso su visión a los actos del hombre, y que vivió así mismo más consagrado a la poesía que a la creación poética, lo cual explica la brevedad de su escritura en verso. Oye las voces del silencio, los ecos de las voces y esa única voz de quien se ausculta queriendo encontrarse a sí mismo en el secreto de lo siempre otro, entre lo desaparecido, lo mágico y lo único. En esto último viven los seres de la leyenda que su pasión invoca. Aún quisiera él hacerse uno de ellos, contagiado por una diferencia que es una suerte de pureza, y que traslada a su lengua poética. De aquí la filiación de su obra a la teoría de las correspondencias y a la historia occidental del hermetismo que da en los trovadores  la historia de la lengua poética como parte del verbo de la creación, de ese verbo que era «en un principio» y que encarna el poeta, sin importar que como hombre tenga contacto con las zonas más bajas de la existencia humana. Pero, antes que un corazón que canta, hay en Silva una mente que concibe, por lo cual su obra en verso es una teoría de la poesía. Esa teoría nos dice que lo poético es un estado de tensión y de ensueño, vacío en un comienzo, y que la imaginación debe cargarse de objetos (imágenes, músicas, leyendas, episodios, maravillas de la infancia) para descender hasta el lenguaje. En un doble movimiento, al descender la mente hasta el lenguaje, hace que el lenguaje se eleve a lo mental, esto es, al círculo cerrado de ese «pensamiento puro» que alguna vez pidiera en una de sus definiciones del poema, y en un instante en el que justamente quiere que el poema esté dirigido a todos. Concorde con su ideario, la poesía de Silva no es difícil de leer, así provenga de lo indescifrable. Si su corazón y su mente vienen del misterio, su lengua es un manantial cristalino. De allí la fascinación y la vigencia. O, más bien, por la autenticidad de ese misterio, la claridad de la voz que de él habla en figuras entrañables. La poesía de José Asunción Silva concita lo eterno humano y lo excepcional mágico. El diario vivir halla un reflejo en su lengua, pero visto con ojos que han mirado otro cielo, y hacia su atmósfera quisieran llevarlo. Es poeta de las cosas visibles en cuanto en ellas hay un espíritu eterno, como es poeta de lo invisible de las cosas en cuanto en ellas hay un ser que vive. Por todo y con todo lo dicho, hay que resaltar la naturalidad de la lengua poética de Silva, diciendo, además, que su búsqueda es anterior a las palabras del poema, y aun independiente de ellas. Aquí apuntemos que todo en Silva es dignificante y espiritualización, todo es tensión hacia Lo Absoluto que da cabida al afán inmediato. Silva es también poeta del dolor, un dolor que proviene inicialmente de la sola conciencia de ser y de existir, de la fragilidad y de la incertidumbre. Es dolor del sentimiento que requiere e inquiere, que presagia y que sabe al mismo tiempo, un saber hecho de visiones y de incertidumbres, sean de la otra o sean de esta vida. Hemos hablado de que acercarse a su obra es rozar un universo verbal hecho de nostalgia y de silencios, de silencio y tristeza, de sacralidad y maravilla, de maravilla y sueño, término éste que ha de asociarse a la evocación. En su voz, visión y recuerdo se aúnan, de la misma manera en que todo aquello que ha desaparecido está en la entraña de lo que un día será, de lo que un día vendrá y dará existencia plena a nuestro ser. La poesía como zona del mundo es La misma alma del poeta, es de su misma materia y está cercada por los mismos secretos. Y el alma está también hecha de pensamientos. Es la existencia de la Idea, la diferencia entre la Idea y La forma a la cual debe aplicarse el hombre como artista, tras venir del hombre como poeta y visionario. Con Silva, la música del poema deja de ser sonido para hacerse armonía, ésta revela un estado interior que a su vez indica la dirección del espíritu hacia lo indecible; si las palabras dicen, es algo que pertenece a una región donde el habla no llega, y así los momentos del espíritu han de encarnarse en las figuras de la imaginación, o transmutar la condición íntima de presencias y objetos, de seres y de estancias en que ha de posarse la emoción creadora. Lo trivial se hace mágico y lo imnanente se hace transcendente, en los parcos o débiles sucesos que incorpora al poema. La imagen tiende a lo invisible, el toque de campana a lo inaudible y lo inmaterial se hace un cofre de nácar. Puede también decirse que la obra de Silva es una interrogación a lo infinito, un diálogo con lo inexistente o una parábola de todo lo eterno. Pero está hecha de ellas que ascienden al firmamento del ideal, a un más allá, al presente soñado. Si lo calificamos como poeta de la poesía, es en reclamo de una ensoñación que ha de dar la cifra de lo humano.

Comparo la vida humana  escribía John Keats  a una inmensa casa de muchos aposentos, de los cuales puedo describir dos, pues las puertas de los demás se encuentran cerradas para mí. El primero al que entramos lo llamaremos la cámara infantil o sin pensamiento y en ella permanecemos mientras no pensamos. Allí estamos largo tiempo sin sentir ninguna inquietud y no obstante que las puertas de la segunda cámara se hallan abiertas por completo enseñando su brillante apariencia. Al final, el naciente principio del pensamiento que hay en nosotros nos mueve imperceptiblemente a dejarla. Tan pronto como entramos en la segunda cámara, a la que debo llamar cámara del pensamiento virginal, su luz y su atmósfera nos intoxican de tal forma que no vemos sino placenteras maravillas, y sólo deseamos permanecer allí para siempre gozando de sus deleites. Sin embargo, entre los efectos que produce tal atmósfera se encuentra ese tan terrible que agudiza nuestra visión acerca del corazón y la naturaleza de los hombres, y revela el mundo a nuestra percepción como un lugar de miseria y angustia, de dolor, enfermedad y opresión; cuando esto ocurre, la cámara del pensamiento virginal se oscurece paulatinamente al tiempo que en sus muros se abren de repente muchas puertas, oscuras puertas que llevan a pasajes oscuros […]. Entonces sentimos el misterio (2).

Sabemos que a Keats lo salvaba su profunda creencia en la belleza, y que para él una cosa bella era un goce eterno. En esto cifraba su redención. Nos apasiona abrir El libro de versos, de José Asunción Silva, imaginándolo, reconociéndolo como imaginaba y reconocía el poeta inglés la gran casa de la vida humana. Desde sus poemas iniciales sobre la infancia al «Nocturno» inolvidable hallamos la maravilla y el misterio, lo desconocido y lo nuevo que otorga la imaginación. También Silva, como Keats, hallaba su reino trascendente en la poesía. La primavera terrenal, la primavera de la noche de la vida, muere y resucita en su obra, transfigurada en la primavera fantástica, de éste y del otro mundo, como si fuese una quinta estación de «músicas de alas», o como un lirio que, elevándose de la mano de una muchacha, iluminara las tinieblas. Así transfigurada, la naturaleza aparece ante los ojos del poeta; su corazón, al principio «atónito y disperso», conoce ahora, en plenitud, el vuelo que intenta descifrar los ideogramas de la escritura divina. Sabe la lengua poética que, de acuerdo con la tradición oriental, hablaba Adán en el paraíso: la que el poeta persa nombra «lengua de los pájaros». Y sabe también que la poesía es una danza y que hay un arte de pájaros en el pie de la bailarina. Los ojos del poeta están tejidos de un cristal mágico; en su pasión tienen la esfericidad de los cielos y de su música extremada. A medida que se distancian de lo real, hallan la verdad de la poesía, o la duración de las fábulas, que es el alma. El poeta, que no lo ignora, pone en juego su ser; pero, si quiere perseverar en éste, debe entregarse a la única ley que rige a la creación poética: la palpitación del abismo. Agrava, pues, su destino de hombre sobre la Tierra: Orfeo que resucita la primavera sacrificándose por las primaveras del mundo. Silva enamorado de la belleza, es decir, del abismo; y el abismo es centro del universo. Están en él las constelaciones pitagóricas pero también está la rosa, «espejo del tiempo», como la Luna en la metáfora del místico sufí. Belleza o abismo, palabra y música: encantamiento total, orden del espíritu, que descubre la ciencia de amor y abre las puertas de lo desconocido: el ramo de oro de la Sibila hiere el aire de la noche callada, y nos lleva de resplandor en resplandor, de llama en llama sorteando lejanísimas galerías al Hades y, finalmente, al Elíseo. Silva fascinado, Silva embriagado de un «viejo vino oscuro«: salvación de la vida por el arte, que es la esfera perfecta; círculo idéntico al de la perla, nacida de la unión del relámpago y el agua dentro de la concha marina. El poeta, absorto ante el misterio, contempla inclinado sobre la página blanca; entonces qué milagro: anunciación de lo que únicamente alcanzamos a decir o cantar con los labios cerrados. Su libro deviene unidad absolutoria. Por ello podemos colocar a su entrada, como a las puertas de la casa de la poesía y de La vida, los versos admirables del Paraíso:
legato con amore in un volume
ciò che per l’universo si squaderna (3).
2
3 Nota 1
2 Nota . María Zambrano, Filosofía y poesía (1939). En: Obras reunidas (Madrid: Aguilar, 1971), 125 6.
2

/b 3
2 Nota . «I compare Human life to a large mansion of many apartments, two of which I can only describe, the doors of the rest being as yet shut upon me. The first we step info we call the infant or thoughtless chamber, in which we remain as long as we do not think. We remain there a fong while and, not with standing the doors of the second chamber remain wide open, showing a brigkr appearance, we care no to hasten to it, but are at lengih impercepábly impelfed by the awakening of this thinkirsg principle witbin us. We no sooner get into the secorsd chamóer which I shall cat7 the chamber of maiden thougkt, than we become intoxicated wüh the tight and the armosphere we see wihing but pleasant wonders and fhink of delaying ihere for ever in delighr. However, among the effects this breathing is father of is that iremendous one of sHarpening one’s vision inlo !he heart ond nature of man ~f convincing one’s nerves tkat the wor (d is full of rnisery and heartbreal5 pain, sicl.~ess and oppression, wMereby tkis chamber of maiden tbought becomes gradually darkened and at the same time on all sides of it many doors are set open ~ut ali in dark aIl leading to dark passages (…). We are in the mist°. John Keats, Carta a John H. Reynolds, 3 de mayo de 1818. En: Letters of Johrs Keats, Slanley Gardner, Ed. (Londres: Universiry of London Press, 1%5), 91 2. Traducción de J. Fduardo Jaramillo Zuluaga.

2. Dante Alighieri, Paradiso, XXXIII, 86 87. [Encuadernado con amor en un volumen / aquello que en el universo se desencuaderna].

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JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: SENSUALIDAD ESENCIAL

EVELIO JOSÉ ROSERO

Hay novelas de novelas. Novelas que un día pudieron avasallarnos y de las que, sin embargo, pasado el tiempo, no recordamos nada en absoluto, ni siquiera el esqueleto argumental. Ese tono causa extrañeza: La creación de la obra literaria entraña incluso su propia desaparición. Está sujeta ineludiblemente a la memoria, se difumina o se concreta, adquiere visos distintos a los de su misma concepción, se reafirma, se acomoda con su siglo o es futurista o se transparenta y adquiere la textura y el color de los cadáveres. Pero son las obras maestras, consolidadas por el tiempo, escritas con mirada universal, las que sostienen su andamiaje imaginario y se imponen a la realidad, se conjugan  y conjuran  con ella. Entonces los nombres de los autores palidecen; de una u otra forma sus semblantes y vidas finalizan extendidos en la mesa del erudito, del especializado; Sancho y Don Quijote sí palpitan, rezuman vida; rojos de sangre deambulan por cualquier esquina, o acaso hoy están sentados entre el público; Cervantes sólo nos contempla de vez en cuando desde un retrato académico. Hamlet nos habla, Ulises continúa viajando; Shakespeare y Homero dudan de sí mismos, no se sabe con certeza si existieron, o si cada uno de ellos fueron dos, o tres, o muchos, y eso finalmente a muy pocos interesa. Así, las grandes obras generan la vida de sus personajes, una vida orgánica, y los entronizan por encima de sus autores.
De estas obras resulta  para la mayoría de los lectores  una coincidencia en el recuerdo: el argumento. Y  ya sin que existan más coincidencias  hay por lo general, y con el paso del tiempo, el recuerdo de lo que más nos impresionó de una obra en especial, un pasaje, o dos, una idea, un diálogo, incluso únicamente una frase que se talla en la memoria. Si cierro los ojos y pienso vertiginosamente en Crimen y castigo, aparece en mi recuerdo la imagen de Raskolnikov, tendido en su camastro, en la casona de inquilinato, contemplando fijamente las grietas del techo, durante horas. Se incorpora y se arroja corriendo por las escaleras, con el gran temor de ser descubierto por la dueña del inquilinato que, muy seguramente, le va a cobrar con perversidad varios meses de arrendamiento. No sé cómo se resuelve dicho pasaje con exactitud, si vuelvo a leer la obra, pero ése es mi recuerdo perenne de Crimen y castigo. Y si repito esta especie de juego conmigo mismo y pienso en Madame Bovary, la imagino de inmediato encerrada en su coche con su amante de turno, los caballos veloces y el cochero aburrido dando infinitas vueltas por Rouen mientras, con seguridad, los amantes hacen el amor a puertas cerradas. Cerradas para las gentes de Rouen, pero no para el lector, que con base en esa omisión voluntaria del autor imagina o imaginó con más detenimiento a Madame Bovary tendida en el estrecho compartimiento y, de hecho, se mete él mismo con ella a «pasear» por Rouen a la carrera. Sigo fugazmente y pienso por ejemplo en Los pasos perdidos de Carpentier: una mujer civilizada pone las civilizadas pantuflas a una orilla de la cama donde va a dormir un hombre aburrido que no quiere saber nada de civilización. El Ramayana: un ejército de monos. La Ilíada: Héctor huyendo de Aquiles, ante los mismos ojos de sus padres. La Odisea: Ulises desciende al Hades y habla con los muertos, pero pierde la entereza ante la visión de su madre… Los amigos de Ulises son convertidos en cerdos por Circe… Ulises vuelve a ver a su viejo perro, Argos, que muere después del reencuentro. La Vorágine: «Se los tragó la selva».
En fin, todas estas breves remembranzas para indicar que también antes de leer por segunda vez la novela de Silva, De sobremesa, me puse a pensar qué recordaba de ella, y de inmediato rememoré el instante: primero una breve sensación de olores, algo así como una mujer que olía a pan fresco y a flores, y después la nuca de esa misma mujer, una nuca de vellos rubios escalofriantes. En resumen, olores, flores, colores, de eso se conformaba la sensación. Y es más: el hecho de que una mujer oliera a pan fresco se me antojaba todavía más incendiario que Madame Bovary encerrada en su coche. De sobremesa no estaba nada muerta para mí, enfrente mío, antes de leerla de nuevo y después de unos 25 años… Una nuca de mujer en la memoria, de escalofriantes vellos rubios, un escalofrío originado por las palabras cercanas de alguien, o el aliento de alguien posándose en ella, o en mi recuerdo, y nada más, ninguna escena hilvanada, ni un episodio racional ni argumentado, ni una idea: sólo una imagen y un olor que, de paso, y en su momento, también me estremecieron (como los estremecimientos que sólo después conocería a través de Miller, de Nabokov, de Henry Barbusse). Leí entonces el libro, por segunda vez, para confirmar en efecto lo que considero el mejor episodio de la novela: ese pasaje sutil donde una hermosa muchacha norteamericana es poseída, luego de enarbolar ella misma en sus palabras la más alta moral, la más fina entereza; una especie de atmósfera diabólica de posesión, a través de unas alhajas, unos diamantes.
Y confirmé de nuevo la presencia de ese personaje protagónico del que no recordaba ni el nombre, pero sí que estaba rodeado de sensualidad, sensualidad en el aire, en los olores, en el color, en los objetos, en los vinos y la comida, en las palabras, en las desesperaciones; un torbellino de sensaciones sucesivas que se entrelazaban hasta desembocar en una sola sensualidad esencial, rebelde y sin muchos tapujos, tan rara en los escritores que por entonces rodeaban a Silva, no sólo en Colombia, sino en el continente. Una sensualidad que después de los años, por el solo y simple hecho de su autenticidad, sigue manteniendo a flor de piel su poder visceral  ahora, con la segunda lectura , una velada lujuria que no por ser velada deja de resultar vehemente y sobrecogedora. La mención de Schopenhauer, Aristófanes, Voltaire, Dostoievski, Nietzsche y muchos otros artistas y filósofos y médicos, es sólo una cortina intrascendente cuyo único propósito (¿duda moral de la última hora?) es disfrazar las libertades y pasiones de la carne, o por lo menos el deseo imperativo del narrador de exponer estas libertades y vivificarlas, cuestionarlas, paladearlas, pero siempre disimulándolas bajo un manto acucioso de lecturas y meditaciones y proyectos políticos y empresariales que inútilmente buscan retocar de un halo reflexivo toda esa poesía sensualísima que transita desnuda por sus páginas. Si volvemos solamente a ese intercapítulo que digo que es el mejor episodio de la novela, nos tropezamos desde el principio con un alarde metafórico que hasta la fecha sólo creía propio de los hallazgos descriptivos de García Márquez: la comparación de los ojos de la muchacha  de cualquier muchacha  con los de una venada, comparación que es recurrente en Silva, y cuya primera aparición se da en el fragmento al que aludo:

Con movimientos ágiles y miradas de inquietud, como de venada sorprendida  …  caminó diez pasos, en que al través del vestido de opaca seda negra, ornamentada de azabaches, adiviné las curvas deliciosas del seno, de los torneados brazos y de las piernas largas y finas, como las de Diana Cazadora […] Mi olfato aguzado percibió, fundidos en uno, el olor de pan fresco que emanaba de toda ella, un olor delicioso de salud y de vida y el del ramo de claveles rosados que llevaba en el corpiño. Husmeé el olor como un perro de cacería lanzado sobre la pista, y antes de que pronunciara la primera palabra, ya la habían desnudado mis miradas y le había besado con los ojos la nuca llena de vello de oro, los espesos y crespos cabellos oscuros de visos rojizos, recogidos bajo el gran sombrero de fieltro ornamentado de plumas negras, los grandes ojos grises, la naricita fina y la boca, roja como un pimiento, donde se le asomaba la sangre. Así, sonrosada y fresca, con su olor a levadura y a claveles, parecía una soberbia flor de carne acabada de abrir (1).
En todas las páginas resuena esta campana sonora, impera este clima, el clímax, la ruta a seguir, el objetivo (¿inconsciente?) de una sensualidad que se desborda, que a veces parece como si se hundiera en el barro superfluo que también se sublima. Veamos otros apartes:
[…] quemándome con sus miradas de fuego y mareándome con su olor perverso y sugestivo.
[…] la convulsión divina que enfría las bocas de las mujeres al agonizar de voluptuosidad. […] la furia del goce, la gravedad casi religiosa de todos los minutos consagrados al amor […]
[…] caras marchitas de chicuelas desvergonzadas, corroídas ya por el vicio, y que tienen todavía aire de inocencia no destruida por la incesante venta de sus pobres caricias inhábiles.
[…] viciosas, coleccionadoras de sensaciones, aleccionadas por quién sabe qué predecesores míos, corrompidas por el arte y la literatura y empeñadas cada una de ellas en ver en mí el personaje que les han mostrado como ideal los librejos ponzoñosos que han leído sin entenderlos. ¿Seducción? No; si nadie seduce a nadie. Si es la idea del placer la que nos seduce… Tan ardiente era el deseo en ellas como en mí […] (2).

Y después de tantos vericuetos que a veces se nos antojan vanos como a veces meditativos, de sinceras y hondas especulaciones, la conclusión y la otra búsqueda: «Asco de mí mismo, odio por la grotesca parodia del amor y ganas de algo blanco, como una cima de ventisquero, para quitarse del alma el olor y el sabor de la carne» (3).
Toda esta lucha es constante, y en ella destaca una especie de refrenarse particular a manera de riendas dolorosísimas, que no por eso dejan de ser sugestivas y de persuadir. Es seguro que si a Silva  con sólo 30 años de edad  no se le ocurre nunca hacer caso a la totalidad de los vecinos que lo rodeaban en Bogotá y pegarse un tiro, desembocaba quiéralo o no en la novela, y en una original y futurista concepción de la novela, la novela de sensaciones, de gusto y olfato sensualizados, de elementos acústicos y pictóricos y al mismo tiempo introspectivos, de monólogo. Y no sólo hubiese producido otra sino varias novelas, de las cuales seguramente alguna hubiese alcanzado cotas tan elevadas  en el ámbito novelístico  como las que alcanza su insoslayable «Nocturno». Es natural que él, como poeta, se superó mucho más. Incluso logró, consigo mismo, lo que sólo logran los poetas, decir y desentrañar en seis o doce versos Lo que a veces en esencia procura decir y desentrañar el narrador en doscientas o seiscientas páginas. Su solo poema «Madrigal» (aquél que finaliza con la doncella pidiendo a gritos un hombre) resuelve en su simple décima muchos de los capítulos que adornan la novela De sobremesa, esa travesía de José Fernández por los laberintos de su dolorosa sensualidad.
Pero Silva también necesitaba del desesperado explayarse que es la narración de largo aliento, el indagar por diferentes sitios y con distintas palabras los mismos sitios y las mismas palabras. Seguramente por eso el universo final de su única novela  cuando el creador había estado siempre inmerso en la esencia purificadora de la poesía  semeja una suerte de lienzo que aspira inútilmente a abarcarlo todo, que huele y suena y vibra, remite a un mundo íntimo pletórico de sensaciones repujadas y múltiples, a mil kilómetros por hora y en pleno contrapunteo, a veces como una sinfónica desenfrenada, a veces como susurros en claroscuro  sensualidades diversas que lejos del empalagamiento nunca exasperan . Ésa ha sido mi lectura desconcertada de la novela de un poeta, desconcertada porque, hasta antes de su primera lectura, conocía solamente los poemas, poemas que ~n primera instancia  más que entregarme ideas, imágenes o estados de ánimo, me mecían; su sensación primaria era sonora, un ritmo interno cuyos compases los daba el corazón de la lectura. Después ya vino la degustación  más precisa  de su novela, que me pareció un complemento ideológico de los poemas, pero, sobre todo  y en esto hago hincapié  una prolongación de los mismos poemas, una prolongación naturalmente menos precisa y menos sonora, pero de una sensualidad por fin Liberada, que rinde culto a esas «cuatro entidades grandiosas» que el autor parece asediar indistintamente en sus creaciones, comunes a todos nosotros, y que Silva menciona siempre con pasión, como un estandarte: «El Amor, el Arte, la Ciencia, y la Muerte» (4).

1. José Asunción Silva, De sobremesa, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 325 6.
. lbid., 341, 234, 253, 279, 341 y 213, respectivamente.
3. Ibid., 341.
4. lbid., 258.

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SILVA Y EL SIMBOLISMO

FERNANDO CHARRY LARA

Fue en marzo de 1866 cuando apareció en París el primer tomo de una publicación que llevaba por nombre Le parnasse contemporain. En 1871 salió un segundo tomo y en 1876 el tercero y último. Irían a divulgarse allí principalmente los versos de algunos poetas jóvenes que luego vinieron a ser conocidos como los parnasianos. En la poesía francesa admitieron ellos el magisterio de cuatro figuras: Gautier, Leconte de Lisle, Banville y Baudelaire. Se les sitúa entre el romanticismo de 1820 y el simbolismo de 1885. Casi todos ellos se desempeñaron como funcionarios públicos y, aparte de ser hombres cultos, se distinguían por un temperamento apacible opuesto a la fogosidad que mostraron antes los escritores románticos. Parecen hoy bastante olvidados y entre ellos acaso se recuerda apenas a José María de Heredia, cubano de nacimiento pero llegado a Francia en temprana edad. Los sonetos de su tardío libro Los trofeos, de 1893, no sólo fueron admirados en Europa. Con anticipación, en la prensa o copiados a mano, circularon deslumbrantemente entre los lectores hispanoamericanos de la época.
Quiso la escuela poética del Parnaso, académicamente caracterizada «por la más serena objetividad en el fondo y la más clásica perfección de la forma», una inspiración que nada tuviese de común con el excesivo subjetivismo de los románticos, frecuentemente nacido de situaciones personales. A su sentimentalidad la juzgó fácil y trivial. Entendieron en cambio la poesía de los parnasianos como algo alejado de la efusión de pasiones y sentimientos. La concibieron, ante todo, como fruto de motivos e imágenes culturales. Apartaron así del arte los motivos de la vida corriente. Sus métodos serían la narración y la descripción. Querían ser eruditos y minuciosos. Su más cercana filosofía fue el positivismo. Pretendiendo ser precisos, severos y glaciales, tuvieron en el dominio de las emociones su primer ideal. Por eso les llamaron los impasibles. Soñaban también en la perfección formal de sus poemas. Y en su más llamativa visualidad. Su maestro Gautier había proclamado: «El artista debe ser un buen obrero, conocedor de todos los recursos de la lengua y el verso. Para hacer valer su habilidad técnica debe elegir la forma difícil, la materia dura. Debe guardar su sueño en el bloque resistente. Sólo perdura la forma más fuerte que el tiempo y que la muerte». A los parnasianos de nuestros países, es justo reconocerlo, si bien se propusieron la perfección de la forma poética y la plasticidad del verso, no les cautivó tanto aquella ansiada impasibilidad.
Recordemos, tempranamente, la conocida objeción de Mallarmé:

Los parnasianos aceptan cada cosa tal cual es y así nos la proponen. En consecuencia, carecen de misterio. Privan a la mente de la deliciosa fascinación de saber que está creando. Nombrar un objeto es eliminar tres cuartas partes del placer del poema, el cual se deriva de la satisfacción de adivinar poco a poco: sugerir el objeto, evocarlo, tal es lo que encanta a la imaginación [… les Parnassiens, eux, prennent la chose entièrement et la montrent; par là ils manquent de mystère; ils prirent aux esprits cette jaie délicieuse de croire qu’ils créent. Nommer un objet, c’est supprimer les trois quarts de la jouissance du poème qui est faite du bonheur de deviner peu à peu; le suggérer, voilà le réve». Jules Huret, Enquéte sur I’évolution littéraire (París: Bibliothèque Charpentier, 1901), 60.].

Hacia 1880, se ha dicho, la creciente influencia de Charles Baudelaire (1821 1867) en la poesía francesa, restableciendo el contacto del arte con las impurezas de la vida, originó la reacción contra los parnasianos. Surgen entonces grupos juveniles de cuya inconformidad van a nacer las teorías decadentes y simbolistas. Ambicionaban el refinamiento artístico y se consideraban del todo antiburgueses: su mayor identificación era con la poesía y con la vida de Baudelaire. La obra de Rimbaud sólo irá a ser realmente conocida años después. Y permanecía olvidada la de Lautréamont. Se sentían esos jóvenes vivir una época de decadencia y de transformación, dentro de un ambiente tan racionalista y utilitarista como mediocre y vulgar. Su postura vino a concordar con la llamada crisis de fin de siglo, conjeturalmente heredada del romanticismo.
Con la agitación existencial y artística que suscitaron, apareció lo que vino a denominarse espíritu decadente, precursor del simbolismo. La expresión llegaba de un soneto de Paul Verlaine («Langueur«: «Soy el Imperio al final de la decadencia…» [«Je suis I’Empire à la fin de la décadence», Paul Verlaine, «Langueur»] en el que se memora la postración romana y su mundo de languidez, rechazo de la actividad y certeza de que nada en la vida valdría la pena de ser vivido. Verlaine, tras un período de ausencia, regresa a París y pronto se relaciona con esos jóvenes que van a considerarle, por la nueva sensibilidad que muestran sus poemas, como uno de sus maestros. Había sido empleado el término decadencia en un principio de manera despectiva, pero ya en el siglo XIX fue reivindicado gracias a la atracción por las «culturas tardías y moribundas» que se constituyó en asunto constante del exotismo romántico.
Muchas veces se ha aclarado que el decadentismo no llegó a constituirse en corriente homogénea ni en doctrina de escuela literaria. Quería sobre todo mostrar el estado de deterioro a que había llegado en religión, política y costumbres, la sociedad de su tiempo, señalando que el hombre moderno «no es más que un ser hastiado». Aspiran los decadentes a la expresión de sensaciones y de sentimientos personales, refinados, profundos y únicos. Su sensualidad morbosa, que es también del romanticismo europeo, se transmitió al simbolismo y a los modernistas hispanoamericanos y españoles. El título de decadente era así un rótulo de aristocracia estética. Y había sido Baudelaire el primero en tratar el concepto moderno de decadencia para una sociedad en declinación o próxima a su ruina.
Según Ana Balakian, autora de un notable libro sobre El movimiento simbolista, los decadentes se sintieron profundamente atraídos por el abismo de lo desconocido, anterior obsesión de Baudelaire. Y para ellos, «todas las desviaciones de lo normal, tanto físicas como espirituales, iban a convertirse en el terreno poético por excelencia» [… all deviations from the normal whether physical or espiritual! […]». Anna Balakian, The Symbolist Movement, A Critical Appraisal (Nueva York: Random House, 1967)]. Fue básicamente, aparte de su «extrema percepción sensorial» que dijo Juan Ramón Jiménez, la permanente conciencia de la mortalidad del hombre: el sentimiento trágico de la vida, de Unamuno. Para el decadente, como para el simbolista, ser poeta fue simplemente «tener mucha más conciencia de la crisis espiritual en que estamos sumidos […] Creer que nuestros únicos refugios temporales son el sueño y la dedicación a la obra artística»
El simbolista Gustave Khan puso de presente en 1885 que existían más decadentes que simbolistas, con lo cual se reconoció implícitamente que el verdadero simbolista era el técnico, mientras el decadente sería el apasionado por el arte que respiraba la atmósfera espiritual de la melancolía y el tedio. Según tal apreciación, José Asunción Silva, en cuya obra no hay constante ni preciso dominio de la técnica simbolista, centrada en el culto a la imagen, sino evidencia clara de tal atmósfera, podría entonces ser considerado como poeta cercano al decadentismo. Pero es cierto, como adelante lo diremos, que al extenderse el simbolismo por naciones de Europa y América, sus poetas lo practicaron liberándose del modelo francés, y aun contradiciéndolo, en busca de su propia expresión. Indagando acerca de la ascendencia literaria de Silva, «europeo por decisión intelectual» aunque entrañablemente colombiano, Bernardo Gicovate escribió que su creación de prosa y verso «no permite fácilmente el encuentro de reminiscencias que guíen en el estudio de las influencias extranjeras». Por lo que es necesario,

al analizar la formación y la evolución del pensamiento de Silva, relacionarlo con el conjunto de la decadencia europea, que él había estudiado en la literatura y la pintura, más que con un escritor particular que le hubiera servido de inspiración o modelo. Tanto su interés por los prerrafaelistas como su admiración por Poe y Baudelaire son parte de esta dependencia de su obra que se sitúa por voluntad propia en el círculo de la decadencia que inicia Baudelaire, aunque se distingue de lo europeo y de lo malsano en los momentos más profundos e íntimos de su pensamiento.

Silva, a quien el mismo Gicovate considera «el primer poeta realmente moderno de América [hispánica], el primero que se dedica a pulir la palabra como artista, sin periodismos ni intereses nacionalistas», formó parte, a finales del siglo XIX, junto con los cubanos José Martí y Julián del Casal y el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, de la que se conoce como primera generación del modernismo hispanoamericano [Bernardo Gicovate, «José Asunción Silva y la decadencia europea» (1962)]. Las técnicas literarias europeas que más influyeron en ese movimiento renovador fueron, junto con tendencias afines, las del parnasianismo y el simbolismo. El espíritu decadentista fue, reiterémoslo, antecedente y largo e inseparable compañero del simbolismo.
Se ha señalado que los poetas decadentes aceptaron las métricas y formas tradicionales y que apenas reivindicaron, como necesidad imperiosa de la vida moderna, el uso del neologismo. La tarea literaria de estos neologistas, según Rémy de Gourmont, fue un «verdadero impulso de extravagancia». El y otros comentaristas únicamente salvan a Jules Laforgue (1860 1887) del desprestigio de los restantes poetas decadentes, hoy raramente nombrados. El montevideano Laforgue, desaparecido a los 27 años, incorporó a la poesía un nuevo elemento: la ironía. Se nutrió del habla culta y de la jerga de la calle. Pasaba de la desesperación a lo burlesco, de lo sublime a lo satírico. Sorprendió con su maestría en el manejo del verso francés. Y con su alianza de lo popular y lo refinado. Laforgue, cuyo eco difícilmente se encontraría en el lirismo de José Asunción Silva, que de seguro conoció sus poemas, ha sido ejemplo para poetas de diversas lenguas. T. S. Eliot no dejó de admitirlo refiriéndose a su primera época. Y en Hispanoamérica fue notorio su influjo en el argentino Leopoldo Lugones y en el mexicano Ramón López Velarde. En el tomo quizá más estimulante de Lugones, Lunario sentimental, de 1909, no dejó de advertirse su parecido con La imitación de Nuestra Señora la Luna, de 1886, de Laforgue. Como éste, López Velarde mezcla también lo inusitado y lo corriente, la voluptuosidad y la pureza, el lenguaje literario y el lenguaje hablado.
Si entre los poetas decadentes sólo se reconoce ahora la importancia de Laforgue, entre los prosistas de la decadencia no ha dejado de citarse, en primer término, a Joris Karl Huysmans (1848 1907) quien en un comienzo se mostró partidario de la escuela naturalista por considerar su estilo narrativo como el más propio para describir la sociedad que le era contemporánea. Luego fueron pareciéndole monótonos los temas y los análisis en que incurría; se le agregó una verdadera pasión por la poesía y por la estética de Baudelaire y también su amistad con el antimaterialista y pesimista Villiers de L’Isle Adam, así como la admiración por Stephane Mallarmé y por Paul Verlaine, creadores de una nueva sensibilidad poética, a cuya justa valoración contribuyeron elogios en la novela À rebours, la más difundida obra suya, traducida al castellano con títulos como Al revés o A contrapelo. Antes de escribirla realizó Huysmans un exigente estudio del decadentismo que se editó en mayo de 1884. Su aparición suscitó, a la vez que enorme entusiasmo entre los jóvenes, encendidas polémicas de la crítica. A pesar de incomprensivos juicios, vino a constituir un hecho que convulsionó las letras francesas. José Asunción Silva llegó a París, a sus 20 años, meses después de su publicación. Mallarmé, como se sabe, le obsequió un ejemplar del libro. Debió recorrer vehementemente esas páginas, que estarían en su imaginación por el resto de sus días. Su novela De sobremesa, con idéntico horror por la realidad banal, da testimonio de ello. De modo que si el poeta decadente Laforgue no tuvo ascendiente alguno sobre sus versos, el novelista decadente Huysmans lo ejerció de manera ostensible en su narrativa. Y no exclusivamente en ésta, sino en diferentes aspectos de la visión que de lo real debió formarse el poeta bogotano: «…la Realidad. Lo que (…) llaman así  se lee en De sobremesa  es sólo una máscara oscura tras de la cual se asoman y miran los ojos de sombra del misterio».
Abandonando las pretensiones científicas de los naturalistas, Huysmans se propuso encarnar el espíritu decadente en un personaje literario: el conde Jean Floressas des Esseintes, de alma aristocrática y refinada sensibilidad artística, contrarias al materialismo y vulgaridad de la sociedad surgida con el triunfo del capitalismo. La narración se centra en la aventura espiritual, en el mundo de fantasía de este ser imaginario. Des Esseintes es un decadente, y aunque Huysmans no le asigna este calificativo que otros adoptaron se sirve de él para presentar Las reflexiones del decadentismo acerca de la naturaleza, el arte y la literatura, y también, con toques de un pesimismo idealista, el sentido de la existencia, los problemas de la fe y de la religión, los prejuicios estéticos y la dictadura del racionalismo. Des Esseintes es un protagonista tan original como excepcional que cree en el poder liberador y creador del arte y del artificio; un insumiso que rechaza las convenciones del ambiente social; un solitario que de manera enteramente extraña organiza los días en busca de su identidad personal; un alucinado que, con fundamentos en la filosofía y en las artes, logra vivir al revés su propia vida.
A lo largo del siglo xx la crítica ha venido considerando Al revés como sobresaliente contribución de lo que llama novelas de artistas. Este género de narraciones tiene una larga ascendencia cuyos orígenes se señalan en el romanticismo alemán. En ellas se muestra el conflicto del arte y del artista ante el mundo moderno. Se defienden los valores artísticos y la ambición de quienes a ellos se consagran en medio de la mediocridad y la sordidez del ambiente burgués que les rodea. Especialmente se menciona Al revés como típica muestra, además, de la novela decadente simbolista. Des Esseintes ha sido modelo del personaje de varias novelas hispanoamericanas de estas mismas intenciones, como el José Fernández en De sobremesa de José Asunción Silva. La rara fisonomía de éste pertenece, como la del conde, al tipo finisecular del cerebral y del quintaesenciado que dijo Rubén Darío. Valiosos estudios destacan a De sobremesa como el más fiel eco americano del decadentismo europeo. Entre éstos se destacan particularmente los de Bernardo Gicovate y Juan Loveluck, en el extranjero, y los de Rafael Gutiérrez Girardot y Héctor H. Orjuela, en Colombia. Ellos hacen referencia no tanto a su escaso interés narrativo como al arte de su prosa y a la calidad intelectual y documental del libro. Rafael Maya había puesto de presente que, aparte del poeta, Silva era así mismo hombre de pensamiento («José Asunción Silva, el poeta y el prosista». En: Los orígenes del modernismo en Colombia [1961]).
Unidos a los decadentes, que fueron los primeros en separarse de los parnasianos y formar grupo homogéneo, se encontraban en un principio quienes después iban a ser mencionados como simbolistas. Pero en 1885 Jean Moréas, uno de ellos, destacó que lo esencial de la poesía nueva debía buscarse «no tanto en el tono decadente como en su carácter simbólico»: en su capacidad para confiar a las imágenes la encarnación de un estado de alma. Desde la publicación de Al revés la juventud distinguía a Stéphane Mallarmé (1842 1898) y a Paul Verlaine (1844 1896) como sus nuevos maestros. Tan diferentes entre sí, se identificaban ellos en la concepción de que la poesía no es un discurso, narración o explicación, sino sugerencia de algo que está más allá de la realidad inmediata. Y en septiembre de 1886, en Le Figaro de París, se dio a conocer un manifiesto del mismo Moréas que definió la separación entre simbolistas y decadentes. La intención de la poesía simbolista, dijo allí, es la de realizar un proceso de construcción más que de destrucción, como parecía ser el propósito decadente. Añadió:

Enemiga de la enseñanza, de la declamación, de la falsa sensibilidad, de la descripción objetiva, la poesía simbolista intenta vestir a la idea de una forma sencilla que, de manera alguna, sería un fin en sí misma (…) el carácter esencial del arte simbólico consiste en no ir jamás hasta la concepción de la idea en sí. Por tanto, en este arte los cuadros de la naturaleza, las acciones de los hombres, todos los fenómenos concretos no sabrían expresarse por sí mismos: son simples apariencias sensibles destinadas a representar afinidades esotéricas con ideas primordiales.

La escuela simbolista iría por lo común a entenderse después como aquélla que prefiere, vaga y melodiosamente, sugerir o evocar las cosas y los estados de ánimo mediante símbolos, en vez de nombrarlos de manera precisa.
La gran intención de los simbolistas, que muchos han visto como neorromántica, sería la de rehumanizar la poesía, profundizando en las relaciones del hombre con la naturaleza y del hombre con el hombre. Varias tendencias la animan, antirracionalistas y antimaterialistas, e incluso esotéricas u ocultistas. «La voluntad o conciencia artística es otro principio fundamental del simbolismo», ha escrito J.M. Aguirre. Y cita a Charles Morice: «Un poeta que sabe lo que hace (¿no es ésta la definición del poeta moderno?)» [«([…] un poète sachant ce qu’il fait (n’est’ce pas toute la définition du poète moderne?», J. M. Aguirre, Antonio Machado, poeta simbolista (Madrid: Taurus, 1973), 54.]. Como anteriormente los románticos, con quienes, en un renacer del idealismo, coinciden en diversas pretensiones, los simbolistas aspiran a una interiorización de la mirada poética. Mallarmé aclaró que mientras los parnasianos se vuelcan hacia las simples presencias exteriores, detallándolas por medio de fórmulas expresivas directas, los simbolistas «replegándose sobre sí contemplan la vida interior y sus escondrijos misteriosos, los cuales intentan evocar por procedimientos de expresión indirecta, en particular por el empleo del símbolo». De esta manera el símbolo, en íntima conexión con el estado de alma del poeta, establece las afinidades, las correspondencias entre los objetos y la emoción humana, o entre los fenómenos del mundo físico y las apariciones del mundo espiritual. Así pues, según Cecil M. Bowra, pertenecen a la tradición simbolista todos aquellos poetas que «intentaron manifestar una experiencia inmaterial en el lenguaje de las cosas visibles, y en los que casi cada palabra es un símbolo, ya que está utilizada no según su uso corriente sino por la asociación que evoca con una realidad más allá de los sentidos» [«[…] They attempted to convey a supernatural experience in the language of visible things, and therefore almost every word is a symbol and is sed not for its common purpose but for the associations which it evokes of a reality beyond the senses». C. M. Bowra, The Heritage of Symbolism (Londres: Macmillan, 1951), 5]. La calificación de simbolistas se extiende, con posterioridad a la generación francesa del período comprendido entre 1885 y 1895, cuando culmina el idealismo poético simbolista, a escritores que se adhieren «total o parcialmente a sus principios poéticos o a su orientación mística».
La sensibilidad de los simbolistas mostraría, como la de los decadentes, mucho refinamiento. Transparentaba el mismo ardor y el mismo cansancio. Eran idénticas su finura y su extrañeza. Sus ídolos eran igualmente Baudelaire, Verlaine y Mallarmé: sus creaciones se les aparecieron como de absoluta interioridad creadora, al margen de las realidades exteriores. En una de las páginas iniciales de De sobremesa José Asunción Silva revela sus preferencias poéticas a través del personaje de La novela: «decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne». Allí mismo Silva llama a Baudelaire, entonces discutido y negado por críticos de la época, «el más grande de los poetas de los últimos cincuenta años». Y encuentra a Verlaine entre los exploradores que vuelven con «frutos que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes que entrevieron».
Yendo más lejos que los parnasianos, los simbolistas pensaron que poetizar es mirar adentro de sí mismos, interiorizar el verso, elevarse por encima del simple rostro de las cosas hasta alcanzar la secreta unidad del alma y el universo. Baudelaire lo había previsto: «El poeta está investido del poder casi mágico de deducir y de precisar el sentido que tiene la realidad cambiante de las meras apariencias». Así la poética simbolista no solamente reaccionaba contra el Parnaso. Sino también contra el realismo y el naturalismo. Contra el arte social, científico y objetivo imperante en la segunda mitad del siglo XIX.
Ciertamente, se ha pensado que en esencia el simbolismo fue la reivindicación del misterio de la vida frente al positivismo y a la renuncia de éste a dar cuenta del ser mismo de las cosas. Era, de algún modo, un regreso al romanticismo. Tendía, incluso, a la libertad total de expresión, lo que condujo a la revolución del verso libre, liberador de las métricas tradicionales. El verso libre quiso ser más que una enmienda formal: significa, según el simbolista Francis Vielé Griffin, «una conquista moral, esencial a toda actividad poética; el verso libre no es sólo una forma gráfica, es ante todo una actitud mental» (… Une conquete morale essentielle à toute activité poétique; le vers libre n’est qu’un fore graphique, c’est avant tout une attitude mentale», Yielé Griffin).
Aquella reacción idealista suya contra el positivismo se apoyaba en cierta actitud mística (algo alucinada, se ha supuesto) de búsqueda de lo que está, invisible, en la otra orilla de lo aparente. Por eso el poema simbolista debía contener alguna dosis de incógnita, abstracción y hermetismo. Debía transmitir solamente las sensaciones, intuiciones, emociones, visiones y revelaciones logradas a través del éxtasis poético. Debía ser, como lo quiso Baudelaire, «magia sugestiva». Acaso consista en eso la religiosidad que no ha dejado de atribuírsele. Según el mismo Baudelaire, «hay en la plegaria una operación mágica: la plegaria es una de las grandes fuerzas de la dinámica intelectual». Con razón, Bowra califica al simbolismo como «una forma mística del esteticismo».
Porque el simbolismo coincidió con el idealismo finisecular en su gusto por el misterio, por lo arcano u oculto. Trajo el resurgimiento de una corriente ininterrumpida y subterránea: fue secreta pero profunda, reiterémoslo, su vinculación con el alma romántica. Y, ante una crisis de las creencias religiosas, es contemporáneo de una concepción mística del universo derivada, según se juzga, del neoplatonismo alejandrino, mezcla del pensamiento de Platón y de las ideas místicas de Pitágoras. Platón usaba los símbolos porque «es más fácil decir a qué se parece una cosa, que cómo es». El platonismo, como el simbolismo, había sido una manera de acercarse al reino de lo invisible. Así mismo, se coloca a los poetas simbolistas en la tradición del maniqueísmo indoeuropeo: su teoría era la de que el mundo, creado primero en forma espiritual, recibió del Demonio la forma material, de modo que los fenómenos concretos de las sensaciones terrenales son sólo los símbolos de un universo espiritual perdido.
Es forzoso recordar una vez más el famoso soneto «Correspondencias» de Baudelaire. Piensan algunos que popularizó la teoría de las relaciones o analogías que expuso en el siglo XVIII Emmanuel Swedenborg cuyas especulaciones alimentaron, en el iluminismo, la creencia en que, mediante la concentración, la meditación y el éxtasis, el hombre alcanza el conocimiento de sí mismo y de los secretos de la naturaleza. El mundo de los espíritus, según Swedenborg, está en estrecha relación con el mundo terrestre: éste es un reflejo de lo espiritual y puede entrar en contacto con él. Tal creencia hace posible la conversión en símbolos de todos los objetos que se encuentran en el universo, el cual es contemplado como un texto, como un conjunto de palabras y de frases que continuamente nos dicen algo nuevo. Mediante esos símbolos es posible fundar, como lo hicieron los poetas simbolistas, un nuevo lenguaje lírico. El poeta lee, interpreta, dilucida las plurales realidades del mundo físico. El poema es su copia o su repetición. Esta visión analógica, heredada de los románticos y de los simbolistas, impresionó más tarde al modernismo hispanoamericano.
El poema de Baudelaire se refiere igualmente a la sinestesia o recepción de distintas impresiones al ser estimulado uno cualquiera de nuestros sentidos. Es frecuente en la poesía baudeleriana hallar la conexión de colores, olores, sonidos y sabores. El nocturno «Una noche» de José Asunción Silva, que es ensayo de verso libre, combina así mismo murmullos, perfumes, sombras, músicas de alas, tacto, ruidos y palidez o fosforescencia de luces en la correspondencia interna de diversas y melancólicas sensaciones. Extraños vínculos ligan íntima, indisolublemente, aquello que los sentidos han percibido por separado. La noción de sinestesia, que ha sido corriente en la magia y el ocultismo, estaba entonces fundada en la creencia mística en un lenguaje universal y paradisíaco. Las sinestesias hacen posible establecer estrechas correspondencias entre lo visual, lo auditivo, lo olfativo, lo táctil y lo gustativo, y son importantes en las imágenes simbolistas. En el soneto de Baudelaire el poeta anda por bosques de símbolos donde las cosas materiales corresponden a realidades espirituales que se disuelven en la tenebrosa y profunda unidad del mundo invisible.
Como antes Baudelaire, Paul Verlaine usó la palabra, que al fin y al cabo es la poesía, pensando siempre en su capacidad de sugerencia y de creación de una atmósfera especial, sin tener en cuenta la claridad ni el estricto significado de los vocablos. En De sobremesa el álter ego de José Asunción Silva reitera esa poética: «Es que yo no quiero decir sino sugerir, y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista». Por ello sabemos que un poema tiene no un solo y preciso sentido, sino tantos sentidos como sugerencias o asociaciones despierte en el ánimo de quienes lo lean: innumerables lectores participan de lo que en el momento de su creación fue una experiencia solitaria. Un poema llega a ser así muchos poemas. Se considera que fue muy grande la influencia de Verlaine sobre la poesía europea de fines del siglo XIX y comienzos del XX, se dice que acentuó la calidad musical del verso.
Aclara Ana Balakian que en la poesía simbolista existen tres conceptos diferentes del uso consciente de las propiedades musicales del lenguaje. El primero, en Baudelaire, que «encuentra en las palabras los mismos atributos sugerentes de las notas musicales: evocadoras de un sentimiento, pero sin ningún sentido específico que comunicar» (Baudelaire «finds in words the same suggestive properties that are inherent in musical notes», Balakian). De acuerdo con el segundo, de Verlaine, «no es la palabra aislada la que pone en movimiento asociaciones de imágenes en la mente del lector, o provoca vagas asociaciones como la música, sino que las combinaciones especiales de palabras, que contienen inflexiones de sonido, suenan en efecto como música» («… It is not the single word that sets in motion associations of images in the reader’s mind or stirs vague emotions, as does music; instead, the associations of special combinations of words, containing such recurrences of sounds as «il pleure dans mon coeur», sound in effect like music», Ibidem). A ello debió tender más frecuentemente, en su ensoñación, ritmo y sensualidad, el simbolismo musical de José Asunción Silva, caracterizado, como en sus maestros, «por un sentimiento de lo huidizo, elusivo, indefinido o vago, propicios al nacimiento y renacimiento de la experiencia poética», según ha indicado Evelyn Picon Garfield («La musicalidad en la poesía de José Asunción Silva» [1969]]. El tercer concepto es el que introduce Mallarmé, «simulando en la poesía la misma composición de la obra musical: tema y variaciones, orquestación sinfónica de la frase, pausas  espacios en blanco entre imágenes igual que entre notas, [en donde] la imagen verbal sustituye a la frase musical» («[…] To simulate the very composition of the musical work: theme and variations, symphonic orchestration of phrasing, the pauses white spaces between images as between notes, the verbal image replacing the musical phrase […]», Balakian]. La manera más sencilla y lírica de Verlaine (añade Ana Balakian) fue la que ejerció mayor influencia en la técnica simbolista tanto en poesía francesa como en la española. Esa manera, decimos, se aprecia en algunos poemas de José Asunción Silva, en los que las combinaciones de sonidos de las palabras producen determinadas impresiones musicales. Pero también puede conjeturarse que el empleo de ciertas voces (como reseda en el poema «Ronda«) comparte el sutil propósito de Baudelaire de encontrar, no en varios sino en un solo vocablo, evocador de vagos sentimientos o sensaciones, propiedades tan sugerentes como las de una o más notas musicales.
Los simbolistas que se iniciaron hacia 1886 se dividieron en dos grupos. De un lado los seguidores de Verlaine (a quien se había considerado cercano al espíritu decadente), melancólicos y excéntricos, poetas de imprecisos estados de alma, amantes de los símbolos propios de una expresión directa y sencilla. En el otro, los partidarios de Mallarmé, que se distinguían por un arte más intelectual, consciente, intrincado y sintético. Una norma de Mallarmé fue la de que «siempre debe haber un enigma en poesía» (Il doit y avoir toujours énigme en poésie): cada palabra debería ser «una imagen plástica, la expresión de un pensamiento, la vibración de un sentimiento y el símbolo de una filosofía». Se ha dicho, sin embargo, que el magisterio suyo se cumplió más a través de la plática que de su misma obra poética. El ejemplo de Verlaine fue sin duda más extenso: «Caracterismo evidente de la poesía de la generación [francesa] de 1885 es, en la mayoría de sus componentes  según J. M. Aguirre  la sencillez de la lengua empleada». La sencillez de lenguaje es también peculiar (si exceptuamos a poetas del tipo de Herrera y Reissig) en gran parte de los modernistas hispanos, hispanoamericanos y españoles, próximos al simbolismo. Esta sencillez y profundidad de la dicción es igualmente propia de la poesía de José Asunción Silva, que pareció anticiparse a la sentencia de Machado: «No hay lírica que no sea sentimental» («La metafísica de Juan de Mairena», De un cancionero apócrifo).
Se alcanzó a pensar que sólo un lenguaje poético fundado sobre relaciones y valores simbólicos podía dar realidad a las pretensiones de los simbolistas. Y Mallarmé, soñador de la Gran Obra de explicación órfica de la Tierra, que finalmente no escribiría, fue reconocido por la mayoría de ellos como el sin par maestro de ese lenguaje. Surgió de su ejemplo, empeñado en captar el sentido misterioso de la existencia, una estética cuya nota distintiva fundamental radicaba en apuntar desde todas partes hacia lo inefable. O sea la aspiración de expresar lo inexpresable. Mallarmé adicionaba así al ideal parnasiano de la perfección formal la visión baudeleriana del arte como manifestación metafísica del universo. Para alcanzar ese logro, el poeta debería encontrar el poder de sugestión, mágico, que muestra la palabra en momentos de plena exaltación creadora. Con tal poder de sugestión, hasta las palabras más gastadas y opacas se convierten en algo nuevo, único e inigualable, iluminadas por una energía secreta. Lo dijo Mallarmé: «El verso, fórmula de encantamiento». La poética simbolista suya quiso ser la de esa magia verbal, llevada a un tono de máxima tensión, que deseaba relacionar al hombre con el mundo espiritual perdido [Véase, Hugo Friedrich, Estructura de la lírica moderna, 1956, Seix Barral, 1974)]. Tendería después esa poética hacia la que se ha conocido en el siglo XX como poesía pura, aun cuando esta expresión ya la empleó por primera vez Baudelaire en 1857 en sus notas sobre Edgar Poe, basándose posiblemente en el ensayo El principio poético (1850) del poeta estadounidense. La más sencilla definición de la poesía pura la dio quizá uno de sus principales teóricos, Henri Bremond, al considerarla «un fluido misterioso entre las palabras».
Es natural que el gran obstáculo para la práctica de la poética simbolista quedase identificado con la razón, con lo razonable, y específicamente con la racionalidad del lenguaje, que encadena las palabras a situaciones concretas e inmutables. El lenguaje de la poesía, dijeron los simbolistas, no puede ser el de la razón. Ni el de la verdad. Ni el de lo verosímil. Debería obedecer a otras normas, enteramente suyas. Ser un tejido de símbolos que establezca la relación de lo físico con lo espiritual. Ser, ante todo, sueño y canto. El nexo lógico sintáctico de la prosa se cambiaría, en la poesía, por uno lírico musical. Era la época del gran entusiasmo por la música de Wagner. El compositor alemán insistía en las relaciones recíprocas entre los vocablos y la música. Constituyeron elementos vitales del lenguaje poético las correspondencias de un sonido con otro, las asonancias y consonancias, las aliteraciones, las rimas interiores.
Poetizar fue también «tomar de la música su tesoro» (Paul Valéry). Pero la música poética que querían los simbolistas es la de una sensación más espiritual que sonora. La sola sonoridad de los parnasianos había quedado atrás. Paul Valéry contó que los poetas de aquel tiempo salían abrumados de los conciertos y anhelaban escribir una poesía que despertara las mismas sensaciones de la música. La rigidez de la sintaxis cedió, así mismo, en beneficio del ritmo poético. La puntuación se vio muchas veces eliminada. Además, la poesía simbolista se despojó de cuanto no fuese imagen sensorial (predominantemente auditiva, a veces visual) a través de una verdadera alquimia del verbo, transmutadora, evocadora, desdeñosa del estricto sentido de las palabras y enriquecida con las proximidades a la música. El lenguaje llegaría entonces a ser viva encarnación del alma o, según el aforismo de Hölderlin, «el alma convertida en palabra».
Los discípulos de Mallarmé, en oposición a los de Verlaine, repudiaron la intención de manifestar sentimientos en el poema. Por eso sus textos parecieron fríamente hermosos, construidos con trabajada pureza mediante la sabia combinación de sugestivas palabras. Había conjeturado su maestro que la poesía es «la expresión sabiamente concertada de un esfuerzo intelectual hacia la belleza pura». Y pensaba que ella debía crear una atmósfera, un ambiente, un hechizo especial que originara en el lector un «estado idéntico a la cosa misma que estaba leyendo». Mallarmé desechó la emoción y en especial cuanto fuese patético en el verso. Su poesía forzosamente llegó a ser un tanto hermética, por lo desprovista de sentido directo. Se admiró en cambio su predilección por la elegancia, la exquisitez y el enigma. Se había propuesto la creación de un instrumento poético impecable. Pero, según se ha objetado, el aspecto técnico semejó absorber por completo toda humanidad en el poema. Concediéndose, sin embargo, que en sus más memorables instantes vendrían con Mallarmé «iluminaciones del alma antes desconocidas».
Cuando hablamos de imágenes simbolistas las referimos a sensaciones sentidas por el hombre. El poeta las expresa como experiencias sensoriales suyas absolutamente personales, únicas, recónditas. Según William Risley, «el verdadero núcleo de la técnica simbolista es la comunicación indirecta mediante símbolos que sugieren y evocan complejas emociones o estados de ánimo, creando así ambigüedad, misterio y multiplicidad de sentidos» («Hacia el simbolismo en la prosa de Valle Inclán, `Jardín umbrío’). No se trata, por tanto, de alegorías, que son la representación de ideas abstractas por medio de figuras, o sea la personificación de conceptos. El objeto de la alegoría no pertenece a las cosas sensibles, sino a las inteligibles. Lo propio del simbolismo, en cambio, es su extrema susceptibilidad para recibir y exteriorizar sensaciones o experiencias afectivas y emotivas, enteramente personales. Dijo J.M. Aguirre que «el mayor pecado de un poeta simbolista no es otro que el de emplear alegorías en vez de símbolos». Aclarando que «el símbolo debe nacer de, y servir para evocar lo inefable, lo puramente intuitivo». Con toda razón Antonio Machado insistía en el solo valor intuitivo de la verdadera imagen poética («Poética»).
De acuerdo con la crítica moderna debemos entender por simbolismo poético dos cosas distintas y frecuentemente complementarias. La primera, de orden técnico, es el empleo de imágenes simbólicas como modo de expresar sensaciones irrepetibles, por fugaces y por personales, relativas a estados de ánimo o a maneras de captar la realidad. Otro modo de entender el simbolismo es el de considerarlo como verdadera y completa cosmovisión, ya que implica una determinada percepción del mundo. En este segundo caso el empleo del símbolo ya no es, como en el primero, condición fundamental ni forzosa. Los elementos que conforman la cosmovisión simbolista proceden en gran parte, depurados y engrandecidos, de la cosmovisión romántica, llena de intensidad, exaltación y embriaguez espiritual. A pesar de la evolución del gusto estético, los simbolistas heredaron de los románticos un entendimiento del universo no extraño a la fantasía de éstos. Punzantes líneas de José Asunción Silva nos revelan su particular, su desolada visión del ser y de la realidad: la sombra, en esta misma y en sus innúmeras denominaciones, se presenta como mortal destino de todas las cosas, como mundo exterior, que sólo existe en cuanto refleje la propia vida interior del poeta, y que aparece en su eterno proceso de hacerse y deshacerse, yendo siempre a la disolución, el exterminio, la muerte. Pos romántico fue, como ineludiblemente lo fueron los simbolistas y los modernistas hispanos. Sin embargo, Alfredo A. Roggiano aclara: «Silva posee un fondo romántico, pero de un romanticismo razonado y consciente, distinto, por tanto, del romanticismo europeo de 1830» [«José Asunción Silva (Aspectos de su vida y de su obra). Cuadernos Hispanoamericanos, 9 (junio, 1949)]. Contemplador de la sombra, le obsesiona «lo que fue y ya no existe». «En su visión del mundo  escribió Rita Goldberg  la realidad consiste en una existencia que en su totalidad abarca tanto el ser como el no ser» («El silencio en la poesía de José Asunción Silva» [1966]).
La cosmovisión simbolista, teñida de sueño y de misterio, es, según Ernest Raynaud, una gran mezcla de elementos entre sí concordantes: el decadentismo, el esteticismo, el idealismo y el impresionismo, entre ellos. Temas clásicos del decadentismo fueron la complacencia en lo morboso, lo crepuscular y lo agonizante, estetizados junto al refinamiento verbal, la valoración positiva de todo aquello en vía de extinción. El embeleso en los estados terminales (la enfermedad, la muerte, los declinares de la historia) por lo aristocrático: el final de los seres, las cosas o las épocas acompañado del lujo estéril. El principal motivo estético del decadentismo fue tener al arte como negación de la naturaleza y a la naturaleza como negación del arte. El arte fue así concebido como un especial artificio humano: incluso la belleza femenina, según el «Elogio del maquillaje» de Baudelaire, es artificio, adorno, confección. El decadentismo, tal como se advierte en los poemas de José Asunción Silva, representó en definitiva una nueva sensibilidad existencial y artística.
Entre los elementos que integran la cosmovisión simbolista hemos mencionado el esteticismo. Su primera característica radica en el predominio, en una obra de arte, de la belleza formal sobre otras cualidades. Mezclado con el decadentismo, el esteticismo crea la belleza mórbida, la sensualidad enfermiza. Supone el interés por aquello que es, al mismo tiempo, bello e inútil. Como el decadentismo, el esteticismo considera al arte superior a la vida. Tuvo el esteticismo sobresaliente desarrollo poético en Inglaterra, culminando hacia 1885 en las creaciones de Dante Gabriel Rossetti, poeta y pintor inglés cuyo nombre es continua referencia en De sobremesa de Silva. Vino a ser el prerrafaelismo, que conlleva un renacimiento de la poesía y la pintura de la Edad Media, una vaga religiosidad y una evasión de las turbiedades de la vida, con predilección por la música del verso.
El idealismo entra igualmente en la cosmovisión del espíritu simbolista. Desde luego, se habla más del idealismo en el terreno de la filosofía, pero existe también en arte una actitud idealista que se define en la inclinación a lo velado u oculto. Y de manera simultánea, en la creencia en absolutos místicos como la Belleza, la Lujuria, el Deseo, el Mal. Implica el idealismo una reacción contra el positivismo, una exaltación de los valores espirituales y estéticos.
El impresionismo interviene también en esta cosmovisión. Literariamente, designó la tendencia a reducir todo valor poético a la pura sensación. Hace ver o sentir las cosas como matices, como uniones fugaces de diversas percepciones. La cohesión suya con la música se relaciona con el anhelo de expresar lo inefable. De modo que si el impresionismo poético se enlaza idealmente con La pintura de Monet, Renoir, Degas y Cézanne, también lo hace con la música de Debussy o de Ravel.
Como principios íntimos que animan al poeta simbolista los comentadores han advertido, como si estuvieran refiriéndose a la vida y a las creaciones de José Asunción Silva, la rebeldía hacia la realidad, el ensueño, un dominio de lo aristocrático espiritualmente hablando, el aburrimiento, el fastidio, el hastío, el deleite en lo estético y lo misterioso, el individualismo, la exquisitez. Todo ello como medio de alcanzar la manifestación de sensaciones únicas, por personales, raras, fugaces e irrepetibles.
El ensayista norteamericano Edmund Wilson destaca a Edgar Allan Poe como profeta del simbolismo. Sobre todo, por el deslumbramiento con que sus obras iluminaron a Baudelaire, quien en 1852, a sus 31 años, comenzó a traducir parte de ellas al francés. Desde entonces, de acuerdo con Wilson, la influencia de Poe desempeñó preponderante papel en las letras francesas. Sus textos críticos (afirma) «fueron la más temprana biblia del movimiento simbolista» («Poe’s critical writings provided the first scriptures of the Symbolist movement». Edmund Wilson, Op. Cit.). Estos son principalmente Filosofía de la composición (1846) y El principio poético (1849). Recordemos ahora cómo el legado que José Asunción Silva recibió de los simbolistas franceses debió venirle originalmente de aquellos ensayos. Silva que, según su amigo Sanín Cano, era conocedor profundo del idioma inglés (así lo sugiere en varios lugares, i.e., «Una hora con Sanín Cano», El Tiempo, 30 de mayo de 1937, sección 2,1), leería a Poe en su propia lengua, si no lo hizo en la versión de Baudelaire. De él le seduciría particularmente el parentesco que precisó entre magia y poesía  el hechizo del nocturno «Una noche» se explica como hallazgo de las fuerzas mágicas del lenguaje y la conjunción, que es también del decadentismo simbolismo, entre la belleza y la muerte, lo que le insinuó el erotismo fúnebre de varios de sus poemas . Y en cuanto al influjo directo que recibiera de la poesía de Poe, acaso sea cierto que algunas veces, como en «Una noche» y «Día de difuntos», ensayó una adaptación al verso español de los recursos musicales utilizados por el autor de «El cuervo».
Las ideas de Poe de que el dominio de la poesía es la belleza, entendida como el efecto que lleva a una pura e intensa elevación voluptuosa del alma; de que la melancolía es el tono poético más auténtico; de que sólo el poema breve puede tener unidad y producir honda excitación; de que el tema más poético es el de la muerte; de que el estribillo debe conservar la monotonía del sonido pero, a la vez, provocar variaciones en el pensamiento; de que el poema será tomado como un todo y no por sus elementos integrantes, indudablemente determinaron, en algún grado, el arte de Silva. De Poe leería el bogotano esta definición de poesía: «Creación rítmica de la Belleza».
Volviendo a Edmund Wilson en su Libro El castillo de Axel, anotemos tres de sus aseveraciones. Primera: «Es tarea del poeta hallar, inventar el lenguaje especial y único que convenga a la expresión de su personalidad y a sus sentimientos. Tal lenguaje debe recurrir a símbolos: no se puede transmitir directamente algo tan peculiar, fugaz y vago, con afirmaciones o descripciones, sino únicamente mediante una sucesión de palabras, de imágenes, que servirán para sugerírselo al lector». Segunda: «El simbolismo puede definirse como un intento, por medios meticulosamente estudiados  una compleja asociación de ideas representadas mediante una mezcla de metáforas , de comunicar sentimientos personales únicos». Tercera: «La historia literaria de nuestro tiempo es, en gran parte, la del desarrollo del simbolismo y de su fusión o conflicto con el realismo». Por su parte, Cecil M. Bowra en La herencia del simbolismo encuentra en éste un carácter fundamentalmente místico, de protesta contra el arte científico y objetivo, el parnasiano, de una época que había perdido la creencia en la religión y esperaba hallar su sucedáneo en la busca de la verdad. La esencia del simbolismo la encuentra «en su insistencia en un mundo de belleza ideal y en su convicción de que ésta se realiza por medio del arte» (33). El simbolismo de los poetas franceses  señala Bowra  difiere del simbolismo religioso tradicional en un importante aspecto. La Iglesia tiene sus propios símbolos (sus alegorías, más exactamente), familiares al creyente a través de siglos de arte devoto. En cambio, «el poeta que exterioriza su enardecimiento tiene que encontrar, suyos, los símbolos con los cuales lo manifiesta, y a sus lectores puede serles difícil apreciar el sentido de éstos» (34). Sería esa la causa de que muchos poemas simbolistas resulten francamente herméticos.
Bowra habla igualmente de que el simbolismo, extraño a las emociones vulgares y concentrado en las visiones de sus poetas, se aisló en gran manera de la vida y fue la tarea de unos pocos hombres cultos. Su desdén levantó una barrera entre la poesía y la vida. Esa pudo ser la primera dificultad que suscitaban las doctrinas de Mallarmé. La segunda, la enorme importancia que ellas atribuían a la música. Mallarmé  piensa Bowra  estaba engañado al establecer una estricta analogía entre la poesía y la música. Porque las palabras no son sonido puro sino siempre tienen sentido, hablan a la inteligencia. Otra cosa es que existan afinidades entre el mundo de los sonidos y el del pensamiento (35). Bowra sospecha que de esas dos debilidades  el apartamiento de la vida corriente y la creencia en que la música es el fin de la poesía  fueron conscientes los discípulos de Mallarmé, quienes, queriendo al cabo ser más poetas que simples virtuosos, trataron de corregirlas.
Sin embargo, acepta el escritor inglés, así fuesen dificultades o debilidades, ellas habían traído ventajas (36). El aislamiento, es cierto, aguzó la sensibilidad de los poetas. Y también la poesía se apropió de algunas cualidades y efectos de los sonidos. Consecuencia de la musicalidad del lenguaje poético fue la revisión de la métrica francesa que culminó, al finalizar el siglo, en la introducción del verso libre. Es verdad que los simbolistas aparecidos después de 1890 se preocuparon menos del refugio en la torre de marfil y de la aproximación a la música, y que abandonaron entonces, en parte, la estética de Mallarmé, sin olvidar que ella había dado una gran vitalidad a la poesía y estimulado el desarrollo de sus obras según sus personales inclinaciones. La pasión y el rigor que Mallarmé alcanzó a imponer no han llegado a ser desconocidos, ni tampoco aquella esperanza suya, citada por Bowra, que concretó diciendo: «Pienso que, con una literatura mejor, el mundo será salvado» («Je pense que le monde sera sauvé par une meilleure littérature», Mallarmé, citado por Bowra, Op. Cit., 15). En adelante, como señaló Thibaudet, el simbolismo habituó el oficio literario a la idea de ser siempre una revolución permanente. Y en particular, inició el «vanguardismo crónico de la poesía» [«L’avant gardisme chronique de la poésie», Albert Thibaudet, Histoire de la littérature française, de 1789 à nos jours (París: Stock, 1936), 487; Trad. Luis Echavarri (Buenos Aires: Losada, 1939)]. Además, celoso de sus dominios, dio autonomía no sólo a la experiencia poética sino también al lenguaje poético.
En la lectura de los poemas de José Asunción Silva no se advierten esas dos dificultades en que incurrieron Mallarmé y sus discípulos. En general, en el modernismo hispánico no se registró el extremo hermetismo que acompañaba a Mallarmé y a Rimbaud. Los versos de Silva, nada distantes de la vida sino, por el contrario, sumergidos en ella y en sus zozobras, se muestran diáfanos y son, casi diríamos, del todo comprensibles. Tampoco abusaron de los recursos musicales. Su indudable raíz romántica, que era la de todos los modernistas hispanoamericanos, fue también, no tan secretamente, el indiscutido fondo de la aventura simbolista. En Silva, acaso, el ascendiente romántico salvó a su poesía de los dos escollos. Rafael Maya se refirió a la temática de ella y a la manera modernista (simbolista, en sus mejores momentos) con que supo presentarla:

Lo moderno estuvo en la forma con que dio cuerpo a ese vago mundo de sugestiones románticas, rejuveneciendo algunos temas, elevando a categoría aristocrática el bajo linaje de muchos otros, y, sobre todo y principalmente, situando en el plano de la pura y simple sensibilidad lo que antes había sido objeto del sentimiento. Allí estuvo el núcleo vital de la gran renovación iniciada por Silva. Ese fue, en general, el sentido nuevo que el modernismo trajo al arte y a la literatura. Silva enfocó la vieja temática del romanticismo con espíritu revolucionario y disolvió lo que había en esa temática de excesivamente personal y anecdótico, en fórmulas más libres y universales de captación estética (Op. Cit., 92 3).

De tiempo atrás se ha llamado la atención sobre el carácter universal que, desde los últimos años del siglo XIX, alcanzó el movimiento simbolista, sin limitarlo a su exclusiva irradiación francesa. Dos principios suyos siguieron vigentes: la valoración de la palabra como elemento esencial de la poesía y la importancia concedida a la imagen poética. Se recuerda que poetas de diferentes lenguas y naciones tuvieron presente, en sus comienzos, el modelo francés simbolista. Pero, como un escritor de esa nacionalidad lo reconoció, al realizar su obra se liberaron de él, contradiciéndolo incluso, para imponer su personalidad en la creación propia: Ese escritor es Henri Peyre, quien advierte que dentro de la literatura simbolista mundial aquello que debe ser señalado es la originalidad de la técnica, del lenguaje, de la prosodia y de la inspiración en cada país [«Dans une histoire du symbolisme européen, c’est l’originalité de technique, de langue, de prosodie et d’inspiration qui devrait, pour chaque pays, étre soulignée», Henri Peyre citado por José Olivio Jiménez, «La conciencia del simbolismo en los modernistas hispánicos» (algunos testimonios), José Olivio Jiroénez, Ed., El simbolismo (Madrid: Taurus, 1979), 46.]. «Lo que después [de 1895] se conoció con el nombre de simbolismo (indica Ana Balakian) no estuvo basado en el simbolismo francés, sino en una traducción o versión de éste que de hecho fue una mutación del original» [«… Much of what was to be known as symbolism abroad was based not on French Symbolism but an a translation or interpretation of French Symbolism that was in fact a mutation of the original». Balakian, it. Op. Cit., 9.]. Tal fue el caso, entre otros poetas del simbolismo que se extendió por Europa y América, de José Asunción Silva.
En un estudio sobre el simbolismo hispánico el profesor José Olivio Jiménez, al analizar este tema, indica que entre los hispanoamericanos se habló «primero de decadentismo (en la década de 1880 y gran parte de la del 90), y sólo después, hacia la segunda mitad de esta última, comenzó a predominar la [denominación] del simbolismo» (Op. Cit., 47). Frecuentemente se usaban unidos los dos términos para referirse a los escritores de esas dos o de esa sola tendencia, si ello se admite, calificándolos como «decadentes y simbolistas», a la vez. Se impuso al cabo el término simbolista, sin acompañamiento de la otra palabra que parecía inseparable, aun cuando algunos siguieron pensando en la voz decadentismo como más expresiva de la exasperada y singular sensibilidad colectiva de ese tiempo. Pero, descartando del decadentismo sus connotaciones con lo anormal, extraño o artificial, prefirieron hablar de espíritu decadente.
Los orígenes del simbolismo español se remontan, según historiadores y críticos, a un simbolismo tradicional que se dio, si no antes, en la segunda mitad del siglo XVI. San Juan de la Cruz, en el prólogo a su Cántico espiritual, anotó que «no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas» [San Juan de la Cruz, Prólogo al «Cántico espiritual». En: José Olivio Jiménez, Op. Cit., 9]. Este hablar por rodeos, correspondencias, aproximaciones y relaciones o, como lo dice el santo, «en extrañas figuras y semejanzas», no queriendo o no pudiendo manifestarse en términos directos, es el procedimiento de la escritura simbolista, la cual se sustenta en la evidencia de que existe lo inefable, lo difícil o lo imposible de expresar. De modo que el simbolismo escrito en español semeja haber estado influido, de un próximo lado, por los simbolistas franceses del siglo XIX y, del otro, por la antigua existencia en la propia lengua de un simbolismo tradicional.
En 1958, poco antes de morir, declaró Juan Ramón Jiménez: «que haya simbolismo hoy como ayer en lo íntimo de mi escritura es natural, ya que soy un andaluz (¿no es igual la poesía arábigo andaluza al simbolismo francés?)». Señaló también que el simbolismo, en oposición al parnasianismo, era «más gótico y oriental, más medievalista y más mágico, porque procedía de la mística española, la música alemana y la lírica inglesa del mejor romanticismo, con el intelectualista sentimental Poe a la cabeza». Lo cual concretó, otra vez, así: «Más que alemán por la música, o que inglés por la lírica, como se dice, el simbolismo es, por San Juan, español» [Ibid., 58, 59]. El simbolismo de lengua castellana muestra algunos caracteres propios que lo distancian del simbolismo francés. El ya citado José Olivio Jiménez, con referencia a nuestra literatura modernista, los ha precisado: «[un simbolismo] más comunicado, abierto y sensorial, menos abstracto y con menor proclividad a la experimentación prosódica o técnica […] tanto como menos atraído al talante intelectual y al hermetismo de ciertas zonas del francés, en correspondencia al genio natural de nuestra raza. Y aun, en los poetas más hondos y entrañables, dotado de una vocación singularísima hacia la interiorización y la profundidad» [Introducción, Ibid., 16.].
Y si se ha traído acá de Juan Ramón Jiménez la afirmación de que existió un original simbolismo español, sin desconocer tampoco la doctrinaria ascendencia francesa del siglo XIX, recordemos igualmente que fue el maestro de Moguer, desde su juventud hasta sus últimos años, admirador constante de la poesía de José Asunción Silva. No nos referimos al discutido retrato, desconocedor de aspectos de su vida, que de él hizo en su libro Españoles de tres mundos. Sino a testimonios que dejó como catedrático y crítico, exigente a la vez que mordaz, o como actor y excepcional testigo del movimiento modernista que Hispanoamérica llevó a España. Entre las numerosas menciones que Juan Ramón Jiménez consagró a Silva en su curso sobre el modernismo de 1953, en Puerto Rico, principia por llamarlo modernista natural en contraste con los modernistas exotistas como Rubén Darío o Guillermo Valencia. Luego, a lo largo de las lecciones, desarrolla la terminante aserción de que, entre sus compañeros de principios del modernismo, al terminar el siglo XIX, «Silva ya es simbolista» [Juan Ramón Jiménez, El modernismo. Notas de un curso (1953) (Madrid: Aguilar 1962), 64]. Fueron igualmente elogiosas, en varios escritos, otras referencias suyas a nuestro poeta. En uno de ellos reitera la intimidad con que podía escucharse su poesía «por ser un fino y hondo hermano contrario de Poe y de Bécquer, José Asunción Silva, el colombiano ansioso de órbitas eternas» (Ibid., 176). Hallándole entre los más entrañables acentos del simbolismo universal.
Juan Ramón Jiménez, ésta y más veces, enaltece la afinidad de Silva con Gustavo Adolfo Bécquer. Era el sevillano, según dibujaron su estampa, «moreno hasta la exageración, sombrío hasta la grosería, soñando despierto». Lo que es verosímil si se recuerda su confesión: «Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido». Nombres y apellido germánicos nos insinuarían que su genuina ascendencia poética era de los románticos alemanes, quienes en las postrimerías del siglo XVIII comprobaron la validez del sueño en nuestras vidas. Sus Rimas son lírica desnuda y concentrada para la que el mundo exterior no existe sino cuando profundamente ha penetrado el espíritu del poeta. Son lírica que quiso ver a la poesía «desembarazada dentro de una forma libre». Y en ella se empeñó en oponer a la resonancia la levedad de lo cadencioso; a la manifestación escueta, la reticencia; a la descripción, la sugerencia; a la línea, el matiz. La figura de Bécquer se nos presenta así, visionaria, en el umbral del simbolismo. Estaba él iniciando en castellano el camino que llevaría más tarde la aspiración del poema, entre analogías, correspondencias y símbolos, a comunicar sensaciones o sentimientos personales únicos, a llegar a la expresión de lo inefable, a alcanzar el sueño simbolista. Gracias a su conocimiento de poetas alemanes e ingleses, la poética adivinadora de Bécquer fue similar a la de fin del siglo XIX francés: se ha llegado a sospechar, por ello, que pudieron ser esos mismos poetas los que, en Francia, impulsaron la estética del simbolismo.
La lectura de las Rimas de Bécquer, a las que llamaron «fuego escrito», la haría José Asunción Silva hacia sus quince años. Esa lectura, con la que íntimamente coincidió, le dirigiría primero al entendimiento de las doctrinas de Poe y en seguida, inevitablemente, a la afinidad con el decadentismo y el simbolismo. Su recorrido lírico empezó en Bécquer y en su ejemplo que han sintetizado como de «sencillez expresiva, goce en lo misterioso y valor de lo sentimental». Dijo Joaquín Casalduero: «Bécquer está anunciando y preparando el mundo simbolista e impresionista. Su poesía todavía no canta la fugacidad del presente, ni tiene como base la sensación, ni se eleva a símbolo, pero quiere ser fugaz como el presente, y leve como la sensación, y secreta como el símbolo». Sí, en las Rimas y en otras páginas suyas asoman testimonios de la subterránea fuerza que por adelantado, de modo acaso inconsciente, llevaba la simpatía de Bécquer hacia las creencias simbolistas que después otros sustentarían.
Uno de los primeros críticos de la poesía modernista hispanoamericana, el polígrafo Rufino Blanco Fombona, la entendió como manifestación de «el pesimismo, el refinamiento verbal, la exaltación de la sensibilidad, la rebeldía y el culto de la belleza». Quiso posiblemente con esta caracterización sintetizar las numerosas y aun contradictorias inclinaciones que guiaron a sus diferentes poetas. Sin embargo es presumible que ella se refiere sobre todo a la manera simbolista y, principalmente, a lo que fue su antecedente e iría a ser su largo y tenaz acompañante: el espíritu decadente. Es él, junto con la vaguedad, la perfección, la sugerencia y la música, aquello que más claramente determina la filiación de José Asunción Silva a la poesía simbolista. El decadentismo, con su melancólica atmósfera y su «extrema percepción sensorial». Con su despiadada conciencia, ante la fugacidad de todo lo existente, del apremio con que acosan el tiempo y la muerte. Casi un año después de la estancia de Silva en Europa se produce la escisión entre decadentes y simbolistas. El espíritu decadente, libre en su caso de lo morboso y lo artificial, siguió tutelándole como a buena parte de los creadores del simbolismo.
La poesía de José Asunción Silva aspiró a la interiorización de la mirada poética, siguiendo la lección simbolista. Su mismo temperamento romántico, que no era extraño en modo alguno al espíritu del simbolismo, lo afirmó en la concepción de que el poema demandaba para sí ser expresión del misterio de la vida. Las más representativas de sus composiciones profundizan en la relación del hombre con el universo y con sus semejantes. Y, alejándose de las simples exterioridades, evocan idealmente un presentido, un entrevisto fondo de ensueño distante de lo inmediato. Más que a través de imágenes o símbolos, la manifestación de sensaciones personales únicas, propia de la escuela, se logra en sus mejores líneas por medio de una cosmovisión en la que predominantemente se juntan las huellas del decadentismo y el esteticismo.
Pero el lirismo simbolista de José Asunción Silva es disímil del reconocido modelo francés. Ya se ha insistido en que el simbolismo de lengua española ostenta calidades menos abstractas, menos intelectuales, menos herméticas, pero tal vez más sensoriales y sin que ello (tengamos por ejemplo presente, aparte de su obra, la de Antonio Machado) aminore la hondura de su acento. Hemos conjeturado que Bécquer le encaminaría inicialmente a la comprensión de Poe y de los que fueron, como Baudelaire y Verlaine, los maestros del simbolismo. De éstos y de sus discípulos se mostró afín a las maneras de expresión más directas y sencillas. Le encaminaría también Bécquer, primeramente, hacia una contemplación impregnada de sobrerrealidad y de sonambulismo, que, hechizada y singularizada mediante una gran diversidad de lenguajes de creación y de revelación, va a ser luego, en su plenitud, la visión que del mundo ofreció universalmente la poesía simbolista. Y en ella, en su lejanía suramericana, la trémula palabra del colombiano José Asunción Silva.

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JOSÉ ASUNCIÓN SILVA Y LA SOCIEDAD DE SU TIEMPO

MALCOLM DEAS

Universidad de Oxford

Nadie resiste una invitación a hablar en el centenario de un gran poeta, y esto a pesar de la conciencia del peligro y de la falta de méritos propios, sobre todo si se trata de un poeta de otra lengua, no del país de uno, y peor aún si uno no es poeta ni crítico literario. Vanidad: ¿qué puede ofrecer un lector común inglés, conocedor parcial de la historia de Colombia, en el centenario de la muerte de José Asunción Silva?
Manejo, en la crítica literaria, un vocabulario que a algunos puede parecer paleolítico. Además, no pretendo el minucioso conocimiento de la sociedad bogotana en la época de Silva que muestran sus biógrafos más recientes y en cuyas obras se han hecho los mayores avances en la historia social de esos tiempos (1). Con sus páginas han dejado atrás a los meros historiadores, y han abarcado esferas y temas que la mayoría de nosotros hemos hecho a un lado después de que aparecieron las a veces demasiado discretas notas de Cordovez Moure, nacido en 1835, y cuyos cien años de muerto seguramente conmemoraremos en 2018 (2).
¿Cuáles esferas y temas? Clase alta, apellidos viejos, gente bien, gente bien prosperando a las buenas o a las malas, gente bien yendo a menos, venida a menos, familias oficiales y no oficiales, antioqueños intentando cobrar y santafereños tratando de no pagar, enredos de testamentos y notarías; ritos de pasaje, de nacimiento, matrimonio y muerte, viajes al exterior; patrones de consumo, materiales y culturales… Y tantas otras cosas que, francamente, no me atrevo a tomar posición sobre lo que pasó esa última noche de Silva, y mucho menos en presencia de… Enrique Santos Molano. ¡Cómo penetra de hondo su libro en una sociedad tan mal recordada y desconocida, y cómo la desentimentaliza! Es evidente que sólo hasta hace muy poco y por causa de la vida y muerte de Silva, la historia de la sociedad bogotana de ese entonces empieza a ser estudiada de nuevo.
He titulado mi trabajo «José Asunción Silva y la sociedad de su tiempo». Tal vez he puesto al revés lo que me pedían   «La sociedad en los tiempos de José Asunción» (recuerdo ahora un libro sobre otro poeta colombiano, Hernando de Bengoechea, que vivió la mayor parte de su vida en Francia: lo compré porque llevaba una foto titulada solemnemente «Los Campos Elíseos en tiempos de Vengoechea» y en ella se apreciaban los anchos y vacíos emChamps Elysées, indiferentes a la ausencia física y a la presencia metafísica de ese poeta colombiano (3)). No voy a hablar, pues, de manera general sobre la sociedad de entonces, no voy a presentar ningún panorama detallado.
Me corresponde, para no ser completamente incumplido, evocar la ciudad en que vivió Silva: ciudad de alrededor de ochenta mil habitantes, la grandísima mayoría de ellos pobres; poca distancia física entre los distintos estratos: en casas con tiendas en los bajos, esa distancia podía tener la anchura de una pared; mucho mendigo; mucho mal olor buenas descripciones, de mediados de los años ochenta, las de los literatos y diplomáticos Martín García Merou (argentino) y José Antonio Soffia (chileno) (4) . Existen guías y almanaques de esa época en los cuales el lector puede medir con toda precisión esa poca distancia física entre damas distinguidas (pocas) y lavanderas y vendedoras (muchas); entre doctores y comerciantes, de un lado, y artesanos y leñadores, de otro; y en esas páginas, en sus sucesivas ediciones, se puede seguir la carrera peripatética del negocio de «emR. Silva e hijo«: artículos de fantasía, pianos, emcheviots finos, etcétera. Hay también un catastro, y con su ayuda se puede identificar y ubicar, más o menos, a los ricos y medir su riqueza poco espectacular, poco líquida. Para vivir bien, al estilo burgués occidental común, Bogotá era una ciudad cara, cara en bienes importados y cara en el precio de los alquileres. Los años ochenta y noventa fueron décadas difíciles y no muy prósperas; no fueron ciertamente buenos tiempos para los importadores de artículos de lujo y fantasía, y no iban camino de mejorar: si Silva se hubiera matado dos años después, tendríamos sin duda un biógrafo que relacionara su muerte con la caída del precio del café.
Había, además, una fuerte presencia clerical: al llamar por teléfono al número 1, contestaba el Ilustrísimo Señor Arzobispo, o su capellán; y, en cambio, el número telefónico del palacio presidencial era el poco distinguido 106 (el número de la casa de José Asunción Silva era el 375, el de su almacén, el 362… Hacia 1891 había unos 400 suscriptores a la empresa de teléfonos (5)).
Durante la vida de Silva: gobiernos de la Regeneración  Rafael Núñez, Carlos Holguín, Miguel Antonio Caro ; y al final de su vida, gobiernos de la Regeneración en decadencia, degenerándose, como nos recuerda Santos Molano: escándalos del Perit Panamá, de las emisiones clandestinas, el tumulto artesanal de 1893; las guerras civiles de 1885 y 1895. Una ciudad aislada, ensimismada. Provincia, periferia.
¿Importa, me pregunto, dónde nace un poeta? ¿Esos poemas son bogotanos? Hay provincia por todas partes, no importa si se lee a Flaubert o si se piensa en Leopardi. La provincia donde nací, Dorset, produjo al mejor poeta lírico inglés del último siglo, Thomas Hardy, quien en cierto modo no dejó de ser provinciano hasta el fin de sus días… ¿Importa dónde nace un poeta? Sí y no…
En esta breve especulación homenaje, mi propósito es explorar la condición de la poesía en esa sociedad, la naturaleza criolla de esa cultura y cómo me parece que eso se refleja en Silva, en su peculiar condición de dandi local y refinado.
Mucho poeta. Es un lugar común. Tú me lees, yo te leo…
Así como a nadie le perjudicaba en esa sociedad atender al público detrás de un mostrador  y eso siempre fue el caso en el imperio español , así tampoco a nadie le perjudicaba escribir versos. Es verdad que no se ha cuantificado, hasta donde yo sé, esta aseveración, ni se ha probado que Bogotá tuviera más poetas emper cápita que Caracas o Buenos Aires, Santiago o Lima; por otra parte, la presencia de mucho poeta, y de mucho poeta malo, no garantiza la aparición de ningún poeta bueno  ya se sabe que la relación de Silva con los poetas de su tiempo fue más distante, menos estrecha, de lo que uno supondría en esa sociedad tan pequeña . Pero insisto: mucho poeta, y mucho poeta con un prestigio que no siempre derivaba de su poesía.
Consta en los nombramientos y actuaciones de los diplomáticos ya mencionados, Soffia y García Merou, este último secretario de otro escritor, Miguel Cané, quien también conocía la eficacia de la alabanza literaria al tratar con los altos personajes de Colombia (6). Ambos, pues, el chileno y el argentino, en ese inusitado despliegue de energía diplomática que siguió a la guerra del Pacífico, sabían que la ruta al corazón del gobierno colombiano era el elogio a la poesía de sus miembros soffia, incluso, pidió una subvención especial de la cancillería chilena para publicar una antología de poemas escritos por personas influyentes, alegando que no había mejor modo de ganar sus simpatías (y el pequeño libro fue editado, sin agradecimientos al gobiemo chileno) (7) . Además de ser poeta desde temprana edad, Silva no fue un hombre sin ambiciones mundanas. Probablemente tuvo demasiadas.
Hace poco, tuve la oportunidad de leer un grueso álbum de recortes de prensa, compilado en Bogotá en esas últimas décadas del siglo pasado por el crítico, sabio y agente revolucionario cubano Rafael María Merchán, una figura bastante conocida en la sociedad bogotana de ese entonces (8). Merchán, muy metódicamente, recortaba poemas, y sólo poemas, en ese volumen. En menos de veinte años coleccionó recortes, según mis cuentas, de ochenta y ocho poetas publicados en periódicos de Bogotá, Cúcuta, Bucaramanga, Santa Marta, Barranquilla, Tunja, Guayaquil y San Salvador. La gran mayoría eran poetas colombianos. Están los más conocidos: Pombo, Isaacs, Flórez, Fallon, Núñez, Caro, Marroquín  tres de ellos presidentes poetas o, para ser más precisos, un presidente y dos vicepresidentes en ejercicio . Pero también están los nombres de otros menos conocidos como poetas  El orador y político radical J. M. Rojas Garrido, por ejemplo  y de personas simplemente desconocidas como Roberto de J. Díaz, Zapatoca, «Celia» de Río Hacha y «R. C.»  Rafael Celedón, obispo de Santa Marta (9) .
Hay en el álbum ciertos temas sorprendentes: «La bicicleta» publicada en emEl Rayo X del 2 de julio de 1898; seis estrofas de Santiago Pérez Triana, enviadas desde Londres en 1896, dedicadas a Rafael Uribe Uribe y aparecidas en el emDiario de Santander, incitándole a emprender otra guerra civil; un soneto «Al Señor Doctor Don R. N. después de leer su libro emLa Reforma Política en Colombia«:
¡La palabra en tus labios es metralla!
Tu pluma, espada que en lid chispea
Y la prensa, tu campo de batalla.
Hay también un diálogo poético sobre la adjudicación de tierras baldías, y un poema sobre el veterano primer ministro inglés Gladstone. Hay, además, traducciones de Heine, Hugo, Feuillet, D’Annunzio, Barrès, Bjorkman (hecha del sueco), Moore (por Candelario Obeso), Musset, Lamartine, Longfellow, Sully Prudhomme, Schiller, Byron, Shakespeare, Verlaine, Ella Wheeler Wilcox, Nietszche…. Y todo allí tiene rasgos de un vetusto lujo finisecular: Golondrinas y gaviotas de una era anterior y extinta. Gran cantidad de teclados. Poemas sobre la indiferencia de la naturaleza y la frialdad de la ciencia; sobre «el amor anatómico«; y bastantes gotas amargas  Silva, recortado de esa misma prensa, y elogios a su memoria, de Julio Flórez, 1896 ; y poemas de Luis R. Palacio y de Juan C. Ramírez, en 1898, y de Clímaco Soto Borda, en 1901:
Oh las curvas de núbiles senos
Que inspiran un bajo relieve!
¡Oh del Norte los lagos serenos
En que bogan las cisnes de nieve!
Tumbas, murciélagos, arpas vibradoras… ¿Cuántos poetas malos se necesitan para rodear a un poeta bueno? Esa sociedad produjo ciertamente poetas malos, regulares, buenos y, además, a José Asunción Silva. Fue una sociedad capaz de producir poesía, una poesía medio pública, que circulaba mucho. En efecto, como se sabe, los periódicos se copian entre ellos, y muchas veces Merchán pegaba en su álbum el mismo poema aparecido en distintos lugares. Y esa naturaleza semipública de la poesía no dependía entonces del rito de la declamación, al estilo de Darío o de Barba Jacob; Silva, alguien ha anotado, decía sus versos, no declamaba. La poesía estaba muy presente en esa sociedad, era muy apreciada. Y al mismo tiempo se trataba de una sociedad incapaz de producir novelas, ni siquiera a través del cerebro del autor de emDe sobremesa.
Debo explicarme: soy de la vieja escuela que considera a De sobremesa como una novela fallida, aunque  perdónenme el vocabulario  algunos la consideren un objeto interesante; para mí, si textos de la misma índole fueron los que se perdieron en el naufragio de emL’Amérique, ese barco no se hundió en vano. Si solamente hubiera escrito De sobremesa, ¿estaríamos haciendo un homenaje a su memoria? No.
Y sin embargo, la sobrevivencia de emDe sobremesa me sirve de puente para una segunda línea de especulación  en la primera he señalado una posible relación entre el destino de Silva y la proliferación de poetas en esta república . La segunda línea trata de su refinamiento, su exquisitez, su naturaleza de «dandi».
Recuerdo que la primera edición del libro de viaje de Ernst Rothlisberger, emEl Dorado, contiene una serie de fotograbados de colombianos de varias razas y de varios oficios, y entre ellos hay uno de un joven bogotano educado y muy elegante, que posa en un interior de lo más civilizado e importado, y al pie del grabado el autor o su editor ha puesto como título, con toda la brutalidad positivista de la época, la sencilla palabra «emcreol», criollo, casi como «chibcha» o «huitoto» o «guambiano» (10). «Pobre señor  decía yo  ¿cómo pudo pensar usted que ese disfraz tan a la moda y tan moderno, tan completo y europeo, iba a confundir el ojo científico del viajero suizo, del editor alemán o del lector del Viejo Mundo?».

Silva fue un dandi criollo. En cualquier parte, ser dandi es una carrera bastante exigente y peligrosa  los dandis terminan temprano o envejecen mal , pero ser dandi criollo es un asunto aún más complicado: se tiene entonces menos compañía, y el hielo del patinador tropical  ya sé que se trata de una metáfora climáticamente inepta  resulta más delgado. La oferta de modas es demasiado amplia.
Un dandi inglés o francés, aun italiano (hay pocos alemanes, y muchos menos norteamericanos, sobre todo en su tierra nativa), puede hacer carrera dentro de las tradiciones de su nación. El criollo no puede. Está condenado, además, al eclecticismo, a ese cosmopolitismo que, en su ensayo sobre De sobremesa, en El deseo y el decoro, Jaramillo Zuluaga cuenta que Bourget (escritor mediocre, sea dicho de paso) criticaba en Turgenev (escritor mucho mejor) (11). Los rusos del siglo pasado, tan similares a los criollos en tantos aspectos, me parece que manejaban mejor este reto, y además fueron capaces de escribir una alta proporción de las mejores novelas del siglo XIX, por razones que no discierno con toda claridad quizás cierta «masa crítica» de riqueza, una estabilidad social, aunque cuestionada, de grandes fortunas y malas conciencias, suficientes lectores ociosos, algo en fin que no existía por estos lados . El cosmopolitismo de Silva me parece desesperado, glotón, indigesto; los rusos tenían más plata y sistemas digestivos más fuertes.
El refinamiento… En el exagerado refinamiento, ¿no hay acaso un presagio del no refinamiento? (aquí tomo prestada una famosa frase de mi colega, el historiador Jaime Jaramillo Uribe, tan útil para calmar de antemano los ánimos: «estamos analizando, no estamos criticando«). Recuerdo otro libro, raro y extraordinario, de los tiempos de Silva, escrito por otro poeta colombiano, que andaba en el exilio por Caracas, las tierras de Carreño, el autor inmortal de esa emUrbanidad que todavía se vende en las calles.
El libro es emDiez años en Venezuela, 1885 1895, de Alirio Díaz Guerra (12), y en él refiere el autor su fuga de Colombia después de la guerra civil de 1885, y su llegada a Caracas sin recursos. Mientras contempla el suicidio en una modesta pensión, un venezolano caritativo lo contrata para enseñar gramática en su colegio  siendo colombiano debe saber de gramática . Poco después, en la distribución de premios del colegio, en el Teatro Guzmán Blanco, declama unos versos de agradecimiento a la Venezuela hospitalaria, y allí, sin que él lo sepa, en el palco presidencial, está el presidente, el general Joaquín Crespo. Esa misma noche, ya muy tarde, llega a la puerta de su humilde alojamiento un equipaje espléndido y del mejor gusto, traído por un edecán igualmente bien presentado y quien le extiende una invitación para visitar de inmediato a un alto personaje, el presidente nada menos; Crespo, de manera muy gentil, le ruega entonces aceptar el puesto de secretario privado de la presidencia. De ahí en adelante todo en la vida del autor es exquisito: las damas, los restaurantes, el nuevo hotel, las flores, las recepciones, los bailes, las finas atenciones del presidente y de su encantadora familia, el buen gusto en cada detalle.
El lector estudioso de Silva recordará esa descripción que hace Pedro Emilio Coll del poeta en su hotel caraqueño con la fila de pares de zapatos ingleses en la alcoba. Leyendo a Díaz Guerra, tuve que darme un pellizco mental, para recordar que el general Crespo, encantador en la intimidad como posiblemente lo era, también fue un general de pelea, del Llano, que murió en una guerra civil y cuyo gobierno no fue, digamos, precisamente un derroche de garantías democráticas, así como su casa privada, hoy Palacio de Miraflores, no es de ninguna manera un ejemplo de buen gusto. En esas circunstancias, la insistencia sobre el refinamiento universal, aunque tiene algo de conmovedor, resulta también enfermiza.
Hacer carrera de dandi criollo implicaba correr con gastos y riesgos excepcionales. Todo cuesta más y el precipicio está más cerca. Y si, además, se es escéptico, como lo fue Silva, se corren más riesgos todavía. El escepticismo de periferia es más intenso que el escepticismo metropolitano. La periferia produce un escéptico que cree en su propio escepticismo, y con tal fervor, que pronto se convierte en un arquetipo para la literatura europea sobre estos países, y no sólo en las novelas de artistas. En la literatura inglesa, escasa en temas latinoamericanos, aparece poco después de la muerte de Silva en el emNostromo de Joseph Conrad, en la figura de Martín Decoud, joven recién regresado de París, periodista ocasional en las columnas de emEl Porvenir, a veces enamorado, a veces convencido luchador, ornamento del puerto de Sulaco en la República de Costaguana, quien se mata de un certero balazo «pagando el precio de su audacia intelectual». emNostromo es de 1904. Seis u ocho años me parece que fueron necesarios, en ese entonces, para que la noticia de un buen suicidio literario bogotano hallara eco en la literatura europea (13).
¿Cómo relacionar estas observaciones con los méritos literarios de Silva? Conrad, hablando de la política de Costaguana, esa república imaginada que no ha logrado «su posición debida entre la comitiva de las naciones», habla de una «nota de pasión» que allá se oye, una nota que no se escucha en el Viejo Mundo, la expresión de aspiraciones, infantiles quizás, pero urgentes, inmediatas  como las «ganas» que detectó el olvidado conde de Keyserling . He señalado el eclecticismo del criollo, su facilidad para tomar lo que se le antoja de aquí y de allá, sin, por así decirlo, pagar la cuenta por el proceso histórico que produjo lo que le apetece. Hay veces en que el habitante del Viejo Mundo mira ese eclecticismo con cierta envidia, pero hay otras en que le choca por su falta de matiz y de ironía vital. «Mire quisiera decirle uno  no trague tan entero; ésas son modas; y las modas pasan y nadie, ni siquiera quien las inventa, cree tanto en ellas, ¡no sea tan literal!».
Casi no me atrevo a decirlo, pero la intensidad del sentido de lo bello en lo mejor de Silva, me parece criollo. En otra esfera, es la «nota de pasión» de la cual habla Conrad. Por momentos hay una falta de escepticismo, una frescura, que es de aquí. Pienso por ejemplo, en «Al pie de la estatua», poema sobre el monumento a Bolívar en Caracas. ¡Qué aburrición de tema y, sin embargo, qué resultado más milagroso!
Y no más especulación literaria. Ahora la coda del historiador: Hemos tenido a varios Silvas. La primera vez que yo encontré a Silva no fue en sus poesías, sino en emLa danza de las sombras del historiador, novelista y diplomático boliviano Alcides Arguedas, quien en su diario comentaba el traslado de los restos del poeta al cementerio católico, allá por 1930 (14). Aquello debió significar un cambio de actitud en esta «tierra monacal»  como la llamaba Vargas Vila, escritor no en todo tan distante de Silva y autor también de «novelas de artistas» (15). Hemos tenido, pues, al Silva ortodoxamente condenado y al Silva ortodoxamente alabado y reconocido como «superior al medio». Y más recientemente, sus biógrafos y editores nos han mostrado un Silva mucho más complejo.
«¡Vean la situación en que nos ha dejado ese zoquete!» Esa frase de su madre, con la cual Fernando Vallejo abre su biografía esteto nihilista emChapolas negras, señala una nueva irreverencia, una nueva exploración de la leyenda y de la figura verdadera del poeta y, por esa vía, también, de la verdadera sociedad de su tiempo.
¿Y en cuanto a los poemas que nos han reunido a todos nosotros aquí? emThey will look after themselves.

1. Me refiero a las biografías recientes de Héctor H. Orjuela, La búsqueda de lo imposible. Biógrafa de José Asunción Silva (Bogotá: Kelly, 1991); Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1992); Enrique Santos Molano, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva (Bogotá: Nuevo Rumbo, 1992; Bogotá: Planeta, 1996) y Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995).
. José María Cordovez Moure, Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Elisa Mújica, Ed. (Madrid: Aguilar, 1952). Cordovez Moure fue un historiador extraordinario, menos romántico y «chocolatero» de lo que su vena nostálgica haría pensar, pero por razones obvias su público impuso límites, si no a su curiosidad, sí a sus revelaciones.
3. Darío Achury Valenzuela. Cita en la trinchera con la muerte (Bogotá: Colcultura, 1973).
4. Martin García Merou, Impresiones (De Buenos Aires a París. Recuerdos de Venezuela. Recuerdos de Colombia), (Madrid: Librería de M. Murillo, 1884); Ricardo Donoso, Ed., José Antonio Soffia en Bogotá (Bogotá: Caro y Cuervo, 1976).
5. J. Cuervo M., Enciclopedia de bolsillo arreglada para uso de las colombianos (Bogotá, 1891), 97 115.
6. Miguel Cané, En viaje, 1887 1882 (París, Gamier Hermanos, 1884). 7. El romancero colombiano (Bogotá, Imprenta de «La Luz», 1883).
8. Debo este favor a la gentileza de Patricia Urrutia; descendiente de Rafael María Merchán. Sobre Merchán, ver Donoso, Op. Cst., 29 31; Merchán fue un escritor prolífico, sus Estudios críticos fueron publicados en Bogotá en 1886.
9. Bastante humorista, este obispo Celedón. Merchán recortó entre otros su poema «Histórico», de junio de 1888, a bordo del vapor Confianza:

Iban Roldán y Reinales
En misión al extranjero
Después de seguir Camargo
Proscripto por el gobierno;
De repente se encontraron
Las tres en un misma puerto,
Y después de saludarse
Cual cumplidos caballeros,
Dijo Reinales: «Amigos,
Todos vamos al destierro,
Con la sola diferencia
Que Camargo va sin sueldo».

10. E. Rothlisberger, Reise ursd Kulturóilde aus dem südarrserikanischen Kolumbien (Bema: Schmid & Francke, 1898).
11. Eduardo Jaramillo Zuluaga, El deseo y el decoro (Bogotá: Tercer Mundo, 1994), 61.
12. Caracas: Élite, 1933.
13. Conrad derivó en parte su novela de la separación de Panamá, y uno de sus informantes fue Santiago Pérez Triana. No es aventurado pensar que Pérez Triana, poeta, autor de esos versos para levantar el alma bélica de Uribe Uribe, le hubiera hablado de Silva. No es cierto, pero tampoco resulta aventurado. Pérez Triana, además, tuvo fama de conversar demasiado.
14. Alcides Arguedas, La danza de las sombras. Apuntes sobre cosas, gentes y gentezuelas de la América Española [1934]. Obras completas (Madrid: Aguilar, 1959), 1, 855 61.
15. La calificación de Colombia como «tierra monacal» está tomada de su discurso ante la tumba (caraqueña) de Diógenes Arrieta.

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JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: EL VERSO ENFERMO

OSCAR TORRES DUQUE

Universidad Javeriana

Inicio esta meditación con una autorreferencia: he publicado dos textos sobre Silva y alguien me acusaba alguna vez de haber incurrido en lesa contradicción del uno al otro: en el primero afirmaba yo que Silva era un poeta idílico y en el segundo decía que era un escritor decadente, un discípulo de De Quincey por lo del opio y lo del crimen llevados a valores estéticos (1). Pues bien, si los conceptos de lo idílico y de lo decadente pueden no tener mayor significación (en particular el primero), me propongo aquí encadenar las dos nociones y, claro, hablar de la poesía de José Asunción Silva.
Si varío tácticamente (pero erróneamente) el abstruso y personalista concepto «idílico» hacia el de «intimista», la dualidad que he presentado se hace más clara: no son pocos los que han entrevisto en la obra poética de Silva dos por algunos llamadas «etapas«: la intimista y la irónica: «Irónica» tampoco equivale a «decadente» pero yo confieso que por ahí va la cosa. Por lo demás, los ensayos míos a que he aludido, uno se refería a la poesía y el otro a la prosa de De sobremesa. Con lo cual, yo hubiese podido defenderme de mi acusador diciéndole: claro, una cosa es la poesía de Silva y otra muy distinta su «novela» (esta última palabra está entre comillas). Pero vayamos más despacio; en cierto sentido, su poesía y su «novela» son esencialmente lo mismo.
Quienes hablan de poesía intimista y de poesía irónica, se refieren, eso lo sabemos todos, a lo que va de Intimidades y el Libro de versos a ése que se ha vuelto apéndice del Libro de versos que son las Gotas amargas. Por el no siempre objetivo testimonio de Sanín Cano sabemos, o creemos saber, que Silva no concebía que en el Libro de versos tuviesen cabida los poemas de Gotas amargas (2). Desde entonces, quiero decir, desde Sanín Cano, que fue el primer agente literario post mortem de Silva, nosotros tendemos a pensar  quién no  que las Gotas amargas son otra cosa, algo que no podría hacerse encajar dentro de la unidad que le da vida al Libro de versos.
Yo me pregunto: ¿poéticamente son tan distintas las Gotas amargas del resto de la poesía del bardo bogotano? Yo digo que no, aun a riesgo de ser tan miope en no ver que en Las Gotas amargas hay una cáustica ironía que no hay en los otros poemas. Lo cáustico sí me parece nuevo; pero, ¿de suerte que no hay ironía en la Llamada «poesía intimista» de Silva? Yo diría que desde el comienzo, y me voy al poema que abre su primer libro manuscrito Intimidades  escrito por este muchacho de 14 años que parece tener la cabeza llena de románticos mitos germánicos: el poema se llama «Las ondinas» y sus dos primeros versos  no hay que ir más lejos  dicen, perdón, cantan así: «emEs hora en que los muertos se levantan / mientras que duerme el mundo de los vivos» (3). Si allí no hay ironía, yo todavía no sé lo que ésta sea; pero además yo insertaría esos versos entre otros de Gotas amargas, de no ser  solamente por eso  por su evidente mas no perfecto culto al endecasílabo, que en la Gotas… sólo aparece para diluirse en combinaciones nuevas, es decir, ha sido desterrado. Pero de ninguna manera voy a alegar o sostener aquí que Silva es un poeta irónico; me parece que en su poesía, toda, la ironía es lo de menos o, mejor dicho, casi se anula para estar al servicio de un menester más importante.
Lo que ocurre es que Silva utiliza siempre el mismo material (que uno tiene la tentación de considerar irónico o contestatario y mucho más en las Gotas amargas): ese material es  mas no mensaje : la enfermedad del «mundo» (y he puesto «mundo» entre comillas, espero explicar por qué). En este punto sí voy a hacer una distinción entre la llamada «poesía intimista» y Gotas amargas: la enfermedad del «mundo» en la primera se llama, muy concretamente, melancolía (parece que la melancolía tiene mucho que ver con la intimidad); pero la enfermedad del «mundo» en Gotas amargas se llama, menos concretamente, y plagiando el plagio de Silva (quien plagia de la bohemia romántica francesa): el «Mal del siglo». Y el «Mal del siglo» no parece tener mucho que ver con la intimidad sino con la exterioridad, con un ir por las calles  por el «mundo», de nuevo entre comillas , armado arquetípicamente de hambre y de arte; o mejor, de arte y de hambre, pues por algún extraño silogismo el primero conducía al segundo (perdón, la primera a la segunda); pero mucho mejor, y para nuestro caso, de poesía y de hambre. ¿Y quién dijo que la poesía y el hambre son dos cosas externas, visibles, físicas? Tal vez los poemas y la consunción lo sean. Pero tanto en una como en otra  y me disculparán este ataque de paremiología  «la procesión va por dentro». Luego es posible que el «Mal del siglo»  ese spleen, ese hastío, que sólo sienten ciertas personas muy, valga la redundancia, sensibles  sea también un material «intimista». Como es posible que la melancolía sea una pose para que los demás me vean llorando o, para ser más exactos, «ensoñando», que se presume es una pose en que el hombre luce bello. Si ustedes recuerdan que cuando Petrarca «ensoñaba» con Laura también nombraba, «ensoñando», el laurel, y que Laura era, claro, su laurel  de poeta coronado, se entiende , tal vez sepan de qué estoy tratando de hablar, tratando de empezar a hablar. Quizá también empiece a entenderse por qué la melancolía  esto es, la poesía  nos puede poner a ayunar o a aguantar hambre: esto es, a no comer del «mundo» sino del ensueño, de los fantasmas, de las sombras. Conque, el hambre es puro ayuno espiritual. Todos sabemos que el elegante señor Silva nunca tuvo hambre de la otra.
Melancolía y «Mal del siglo», una misma enfermedad del «mundo». Voy a decir ya a qué «mundo» entre comillas me refiero, a qué «mundo» podía referirse  odiar  Silva: se trata del mundo histórico, del devenir humano a través del tiempo y en sociedad. Y va entre comillas porque la noción de «mundo» original es la que fue nombrada con el vocablo griego xóapos, que nada tiene que ver con la historia, ni siquiera con la sociedad, pues el griego prehomérico no vive fundamentalmente entre otros hombres sino esencialmente entre otros seres de la naturaleza física, cuyas leyes respetan y representan un orden universal y sagrado, un orden inmutable. Si Silva pensó en la humanidad, en el mundo  y claro que lo hizo siempre  fue bajo esa especie griega, no bajo la especia histórica o social. No quieran hablar de la «sensibilidad social» de Silva porque eso es un cuento chino, no griego.
Melancolía y «Mal del siglo» son, sin embargo, dos nombres para una misma actitud frente al mundo histórico o social: diríase una actitud de evasión o de choque: huir del mundo cotidiano a través del ensueño parece una propuesta de Intimidades y aun del Libro de versos; escupir y ridiculizar el mundo histórico  capitalista, utilitario, científico y burgués  pasece la de Gotas amargas. Yo prefiero pensar o creo ver que antes que una actitud evasiva o crítica, Silva procura asimilar algunos elementos del mundo  serían entonces elementos valiosos  para consolidar su propio mundo, este sí sin comillas, enteramente ajeno a aquél pero por él conseguido. Silva no es un soñador ni un poeta fantástico; es un poeta melancólico que conoce las ventajas de la melancolía, es decir, de vivir en este mundo.
Veamos algunos ejemplos; primero, del ensueño melancólico que venera las leyendas, los umbríos de los bosques y las ternuras infantiles ajenas aún a los intereses del mundo; la leyenda, el bosque o la infancia no son refugios de un soñador, sino sitios (y nombro con ello una de las partes en que se divide el Libro de versos): que están ahí, frecuentes y cercanos en el mundo cotidiano: las abuelas (no sería precisamente Mercedes Diago) que en las viejas casonas contaban historias de duendes y de hadas y estas mismas historias, que además eran cuentos populares (como siempre particularmente apreciados por la aristocracia); los paisajes de bosques, ríos y montañas que en la pequeña y sucia Bogotá de entonces estaban al alcance de los pasos, a unos cuantos pasos; y la infancia, bueno, creo que Silva nunca pasó de su infancia como ese tiempo feliz en que escuchó los primeros cantos (su obra, no lo olvidemos, es una colección de cantos), en que escuchó desde muy temprano hablar de literatura, en que fue educado en la distinción (esto es, fue educado), pero también, pero no vale el pero, en que supo de la muerte precozmente, llegada a su familia y a familias cercanas, y vivida con una excepcional naturalidad. El «mundo» con comillas le ofreció, pues, a Silva, desde temprano valiosos materiales, bellos y plácidos materiales, ni más ni menos que para vivir, para amar la vida; es decir, para hacer su propio mundo, su torre de marfil. Y ésta es su obra, ante todo una obra plácida, a pesar de La conciencia que en ella campea de la fealdad o grotescidad del mundo histórico y social, ganado por la injusticia, la miseria y los sueños inútiles de progreso.
Ahora sí, los ejemplos de esa primera «manera» que es la melancolía: en el que dicen algunos que es su primer poema, «La primera comunión», por supuesto habla de niños y de este evento sacramental, al que mira con total respeto; los niños escuchan «las voces interiores de otro mundo / sonoras y tranquilas». Por supuesto, están ensoñando, porque además Silva creía que el niño es el ser más apto para hacerlo (de manera que no debe sorprendernos cuando en varios momentos de su obra aparece explícita la equivalencia del poeta con el niño); no están alegres pero están felices: el momento es grave, sacro, mas no solemne o sublime, pues hasta los santos se sonríen, no desde el cielo (el cielo no existe en la obra de Silva) sino desde los lienzos de la iglesia. Esta es una forma de melancolía: estar escuchando (esto es sensorial) voces de «otro mundo», pero voces de otro mundo que se escuchan «sonoras», y voces que están en este mundo, es decir, en esta iglesia, que es una construcción con un espacio interior propio para el recogimiento; si se habla aquí de «otro mundo» es porque el «otro» es el mundo histórico y social que aquí no se escucha; sin embargo, la primera comunión es un evento social: lo era, ahora es un evento íntimo gracias a la ensoñación; en realidad, ahora es un evento estético, como veremos.
Pero veamos más: la melancolía está tipificada en su contexto en estos versos de «Crepúsculo» (también de Intimidades): «emBajan sobre las cosas de la vida / las sombras de lo eterno / y las almas emprenden su viaje l al país del recuerdo» (5). El crepúsculo es por excelencia el instante de la melancolía y del ensueño, pero lo es justamente porque en él se unen las sombras de la noche  que aún no existe  con las claridades del día  que ya no existe . No importa de dónde bajen las sombras «de lo eterno» (de nuevo: lo eterno no existe, es nombrado por ausencia): importa que esas sombras caen, envuelven y acarician a «las cosas de la vida«: son cosas, palabra que es poesía en Silva en ciertos momentos estelares de su obra y que es por tanto muy significativa: «emLas cosas viejas, tristes, desteñidas… «; «frágiles cosas que sonreís» (en «La voz de las cosas«); «Como Naturaleza, / cuna y sepulcro eterno de las cosas«; «emLe prohiben las cosas dulces, / le aconsejan la carne asada» (6); son «cosas» porque en Silva «la vida» no es una abstracción sino el disfrute o el roce o la contemplación de cosas, seres físicos  no digamos objetos  que se imponen por su belleza, por su incontaminación con los vanos afanes de los hombres. Y luego viene, después del sitio de la ensoñación (que en todo caso es la ensoñación misma, crepúsculo con cosas), el contenido de esa ensoñación, que también es típico de la melancolía: el recuerdo. Uno tiende a creer que el recuerdo nos saca del aquí y el ahora; pero Silva trabaja, en muchos poemas, y emblemáticamente en «Luz de luna», poema que pasó de Intimidades al Libro de versos y en que la luz de la luna es una sola alumbrando dos historias distintas, a dos amantes distintos para una misma mujer, Silva trabaja, decía, magistralmente la descripción, en un solo instante y en un solo sitio, de varios tiempos y lugares diversos (también recuerdo aquí el famoso «Nocturno«). Con el recuerdo, y a pesar del «viaje», no nos movemos de donde estamos, de donde está el poeta: el pasado es valioso y por eso es presente: lo que se recuerda se vive donde se recuerda, no donde sucedió. Quien anda melancólico recordando, pues, no está «ido«: está en lo que está: contemplando un crepúsculo que le recuerda…
La melancolía no es un estado negativo sino positivo en Silva, tal como lo era en Petrarca (poeta que, por lo demás, debió de haber leído Silva en italiano): y quiero decir, y con ello paso al tema del «Mal del siglo», que es, de hecho, una enfermedad. Con lo cual ya estoy advirtiendo que la enfermedad, aquélla que obsesiona a Silva (y que sólo vemos de manera explícita en De sobremesa y Gotas amargas), no es entonces un elemento negativo sino positivo, que era lo que explicaba en mi ensayo «La enfermedad como una de las bellas artes». La enfermedad es estar enajenado del mundo histórico y es por eso que la especie que obsede a Silva es la de la enfermedad mental; pero el enajenamiento no conduce a «otro lado» o a «otro mundo» sino que es una forma de estar en el mismo mundo, apropiándoselo de manera peculiar. Silva quiere decirnos que un loco  digamos, un melancólico  no vive en otro mundo sino que vive el nuestro a su manera. Me desdigo entonces de la expresión «enajenamiento«: porque, en este sentido, enajenar es apropiar: es decir, enajenar para sí, incluyéndose a sí mismo. Gracias a la melancolía se regresa a la infancia: pero la infancia es algo propio, algo inevitable, algo histórico; gracias a la melancolía se escucha el sonido del viento o de una ronda pastoril o de un poema, pero el viento, la ronda y el poema son presencias reales en el mundo, acaso despreciadas por el  diría Silva  «vulgo«; el mundo humano  su tráfico, sus negocios, sus convenciones sociales (en tanto convención y no educación) aburre infinitamente al poeta, lo entristece, lo pone melancólico, enfermo; puesto así, puede vivir con más intensidad su propio mundo.
Es una fortuna que los más recientes y abarcadores trabajos biográficos sobre José Asunción ya no lo miren con la lupa sucia del psiquiatra, buscando su desequilibrio, su inmadurez, su desadaptación, su locura fáustica, o incluso su «delicada y frágil alma de poeta» (7). La enfermedad de Silva es para Santos Molano haber tenido cierta familia asesina o haber sido nieto de uno de los hombres más ricos del país; es para Cano Gaviria su selecta y refinada educación estética (de esta enfermedad estoy hablando yo); para Fernando Vallejo la enfermedad  muy contraria a la que le endilgan  de ser una «joyita» para el manejo del crédito, pues ya parece estar muy claro que no fue él el culpable del desastre financiero de la familia (culpable no, aunque responsable sí, justo porque era un hombre responsable: lo era, encargado ya del comercio de importación, desde los 18 años).
He mencionado a estos tres biógrafos, aparte de para rendirles aquí el reconocimiento de mi deuda con ellos, para reforzar la idea de que el meollo de la actitud que genera la poesía de Silva radica en haber sido éste, como lo fue, un «hombre de mundo«; en cambio no un «hombre de su época», pues toda su vida constituye la más fiera respuesta, por indiferencia, a los sueños positivistas, liberales y burgueses de quienes abanderaron por entonces «el progreso». Es en ese sentido que Silva piensa en un mundo y un hombre enfermos, y es en esa coyuntura que concibe la poesía como único espacio habitable posible. Primero urdió versos melancólicos, pero sensualmente melodiosos, plácidos; después, y ya estamos en Gotas amargas, ensayó versos rítmicamente semejantes pero en los que su desprecio por el «mundo», antes melancólico, se volvía sarcástico, hablando, por vez primera, de las «cosas» feas; miento, en Gotas amargas Silva ya no nombra las «cosas», que son el único «decir»  para parafrasear a Unamuno (8)  de su poesía, el único contenido: mariposas, crepúsculos, ventanas, misales, crucifijos, luciérnagas, inciensos, luna, sombras…, y música, mucha música, que Silva sabía bien que también era una «cosa», pero una cosa material tan fugaz y deleznable, que en ella residía el misterio de la belleza de las otras cosas del mundo. Decía que en Gotas amargas ya no hay cosas: hay situaciones, máximas y recetas, todas negativas, pues todas surgen de las promesas irrisorias del mundo moderno al hombre fatigado y enfermo de su tiempo. Pero, ¿no es la burla de lo negativo una manera de nombrar lo positivo? Este es, claro, el principio de la ironía, pero en Gotas amargas hay mucho más que eso; veamos:
Pobre estómago literario
que lo trivial fatiga y cansa,
no sigas Leyendo poemas
llenos de lágrimas.

El mal del siglo… el mismo mal de Werther,
de Rolla, de Manfreda y de Leopardi

La tierra, como siempre, displicente y callada,
a1 gran poeta lírico no le contestó nada.

Apenas le apuntaba el bozo, cuando
muy dado a Lamartine
hizo de Rafael, con una Julia
que se encontró en Choachí.

Luego, desencantado de la vida,
filósofo sutil,
a Leopardi leyó, y a Schopenhauer
y en un rato de spleen,
se curó para siempre con las cápsulas
de plomo de un fusil (9).
Es palmario en todas estas citas que el protagonista del «Mal del siglo» es el poeta  digamos, el literato , y más aún, el poeta romántico, aunque éste para Silva bien puede ser el simbolista o el modernista: un poeta que confía, con la poesía, tener un puesto, una definición en el mundo. Quimera tan vana como históricamente perseguida por poetas de todas las pelambres. Las Gotas amargas de Silva son una respuesta, no tanto al mundo moderno como a las «estéticas» (entrecomillo) pretendidamente modernas, las que, desde el romanticismo, pretenden pelear contra el mundo y su devenir histórico y social en busca de un mundo mejor. Silva era un reaccionario (esa palabra tiene su traducción, en estudios literarios, en la palabra «clásico«), lo que para entonces coincide con el concepto de decadente que ya habían puesto de moda Paul Bourget en sus Essais sur psichologie contemporaine, y Max Nordau en su Enrartung o Degeneración, esto es, un artista que pretende ponerse al margen de la vida productiva de las sociedades, rindiendo en el aislamiento un culto enfermizo («degenerado», dice Nordau) al yo y creando para este yo un universo artificial lleno de objetos y ambientes exóticos. Sólo en lo del exotismo, la definición no toca a la realidad de Silva, pues Silva es un poeta de lo familiar, de lo hogareño, casi de lo santafereño, o de lo cosmopolita propio de toda una clase social adinerada colombiana; lo más exótico que hay en su obra en verso son sus referencias  para él familiares  a una terminología científica novedosa («zoospermos», «éter de Clertán», «Psicoterapéutica», «locomotora», «nihilista», «avariosis», «profilaxia«). En lo demás, Silva es un decadente (llámese reaccionario 0 clásico), pues desprecia olímpicamente toda pretensión moderna y lo hace, a veces, como en Gotas amargas y en De sobremesa, devolviéndole al mundo, pero convertidas en arte, todas sus vanas pasiones y todos sus inútiles conocimientos. Convertir en arte los desechos del mundo histórico  los avances científicos, los objetos suntuarios como las joyas o los perfumes, las telas finas, las mujeres venales, pero también la pobreza, el hambre, las incertidumbres morales, las neurosis..: es una manera como el artista decadente enajena o se enajena del «mundo» entre comillas para apropiarse de su propio mundo.
El mundo del que vengo hablando, el de la poesía de Silva, no es otro que el mundo estético, concepto que también merece un par de matices, pues la frase parece una perogrullada. Lo que yo reclamo como fundamental en una lectura de la poesía de Silva  y que no he hecho aquí, porque ésta no es una lectura de su poesía . es atender a la formación estética del poeta bogotano, esto es, a su educación. Aferrado a una infancia feliz, a un hogar de costumbres más bien aristocráticas y a distinguirse por la temprana frecuentación de la literatura universal, Silva es, ya desde la adolescencia, un poeta que desprecia las modas e indaga entre los poetas del pasado (que incluye de manera especialísima el pasado inmediato) para conseguir su propia expresión (esto, lo de su propia y personalísima expresión, es lo que muchos exegetas han confundido con «lo moderno» en Silva; una cosa es «moderno» y otra «lo nuevo» que puede resultar  cosa que dudo  que Silva sea nuestro primer poeta en lograr su propia expresión; piénsese a ver: si Silva inaugura una poesía moderna, ¿quiénes son sus continuadores? Salvo algunas cosas de Aurelio Arturo, en Colombia ningún poeta se parece, siquiera remotamente, a Silva). Pero volvamos al poeta: decía que sigue siendo trabajo fundamental, y porque ciertamente se trata de una obra de un gran poeta, el de desmenuzar, lejos de la ya aplastada retórica del discurso de las influencias, las presencias básicas que alientan en la poesía de Silva; es decir, volver a su formación: sus lecturas, sus principios y el poco testimoniado que hacer de los versos. Como José Asunción no fue ensayista, en realidad no tenemos fuentes de primera mano, salvo la propiamente poética de sus poemas y de su De sobremesa, donde, sin lugar a equívocos de que José Fernández sea el mismo Silva, encontramos no pocas afirmaciones que son declaraciones de una estética; también está su biblioteca (¿alguien pudo hacer el inventario de su biblioteca?) y las lecturas compartidas en tertulias y conversaciones informales; de manera especial, cabe acudir a la prensa de la época, que era un medio de expresión y de relación de los hombres de letras: al respecto, he podido comprobar, que, pese al desprecio de Silva por la prensa (abro aquí un paréntesis: no me parece plausible el cuentico de Sanín de que Silva no publicara por temor a ser catalogado «de poeta» por sus colegas comerciantes y acreedores; más: Santos Molano nos da una versión que la sensatez debe acoger: que Silva es un auténtico carpintero de su obra y que por respeto al lector, es decir a sí mismo, no publicaba lo que no consideraba: ni digno del Dante ni igual a los versos de Ricardo Carrasquilla o de Temístocles Tejada, por mencionar dos de los preferidos de los principales periódicos de los ochenta) (10).
Pero decía que pese al desprecio de Silva por la prensa, y pese a los temores de hacerse aprisco o «generación» con otros poetas menos que mediocres, es a través de ella, y sin duda por las múltiples relaciones periodístico literarias de su padre, que Silva se interesa en algunos poetas, colombianos y extranjeros, que circulan en folletines o en rinconcitos tímidos de columna: entre los nacionales valora a Diego Fallon y a Isaacs, aunque sabe que ésa no es su línea. En cambio, leyó, con un interés que desconoció su medio, a Bécquer, quien sin duda hace parte de su educación. Es cierto que a veces se ha exagerado el gusto becqueriano en Silva, pero nunca se enfatizará suficientemente lo que significa que pertenezca a su misma línea poética, a su misma sensibilidad. Se trata de la línea y de la sensibilidad de la después llamada «poesía pura» (por algo «mataba» a Juan Ramón Jiménez): esto es, la de una depuración de la poesía hacia la marcación nítida de los elementos sonoros que la componen, que ya en Bécquer pero con mayor logro en Silva era una marcación del verso, tanto en su autonomía sonora como en su encabalgamiento narrativo con los otros. Ricardo Gullón ha destacado en sus varios trabajos sobre el modernismo, una un tanto oscura relación de estos poetas (en ese costal, como tantos otros lo han hecho, mete a Silva) con el pitagorismo, entendido por su aspecto más esotérico de contemplación de un ritmo universal (11). Sin tener nada que ver con el modernismo, menos con el esoterismo y probablemente tampoco con el pitagorismo, la poesía de Silva es, ella sí, toda transcripción de un ritmo universal: Silva lo define, al modo simbolista, en algunos de sus poemas y en De sobremesa, como la «música de las cosas» (aunque no antes de Las cosas, como decía Verlaine), como una voz que viene del misterio y enlaza todas las cosas que nos rodean. Pues bien, yo no percibo ningún misterio en la poesía de Silva pero sí la voz; furibundo enemigo de lo abstracto, Silva sólo puede nombrar el misterio como «cosa» o como situación, como mundo circundante, a la manera del mejor paganismo. Esto es misterio en Silva: «Pálido lirio que te deshojas», «burbujas de oro de un viejo vino oscuro », «Tabla en que se deshace la pintura» o el «derruido muro l de la huerta del convento» (12). Lo único misterioso allí es que un hombre se fije en esas cosas, pero eso no es misterio sino excepción; ¿quién se ha puesto a contemplar un gancho de colgar la ropa (que no sea el de un cuadro de Santiago Cárdenas)? Si mirar un gancho de colgar la ropa es misterioso, entonces es, hay misterio, mundo más allá, en la poesía de Silva.
Pero no, no lo hay, y es por eso que el ritmo universal no es un concepto esotérico allí; Silva busca la música, y ya no solamente la del verso sino la de otro tipo de sonoridades en el poema (combinaciones métricas, alteraciones, asonancias suaves), porque para él la poesía es eso, sólo eso: una educación del gusto y del oído (¿será verdad que era un error el verso «Mi oído fatigado por vigilias y excesos«?).
Ahora bien, dije que Bécquer no fue un poeta muy asimilado por la comunidad literaria bogotana de entonces, y puedo dar fe de su escasa difusión  aunque sí la hubo  en la prensa local; pero en cambio uno de sus antecedentes españoles, Antonio de Trueba (1819 1889), tuvo un relativo despliegue en los periódicos costumbristas que tienen su cuarto de hora entre el 60 y el 80. Trueba había publicado en España su Libro de los cantares en 1851, que era un rescate  y su modelo alemán es Heine  de la copla popular y la cancioncilla. Yo no conozco ese libro  lo busqué en vano  pero pude leer los poemas, no pocos, que se reprodujeron en los periódicos colombianos. Bastante sonsonetudo, sin embargo, se diferencia claramente de los dos grandes modelos verbosos de la segunda mitad del siglo: Victor Hugo y Núñez de Arce. También por la línea «coplista» (que tiene mucho que ver con la «purista» de que hablo), Silva pudo leer en los muchos periódicos que llevaba Ricardo Silva a casa, los tan calumniados versos de Campoamor. Sanín Cano menciona como una «influencia» posible de Silva, en especial en las Gotas amargas, a Joaquín María Bartrina (1850 1880): si bien es cierto que es un pesimista y un escéptico irreconciliable, los versos de Bartrina son, leído su libro Algo, incomparablemente torpes al lado de los de Silva. De todos modos, cuando se habla de copla popular en Occidente debe pensarse en jarcia, en poesía provenzal y en dolce stil nuovo; entonces en Cavalcanti, Guinizelli, Dante y Petrarca. Silva leía el italiano. Hay tradición por este lado.
Termino con otro par de suscitaciones de la misma índole: desde mediados de los ochenta, el mejor crítico literario que hubo en Colombia en el siglo pasado, esto es, el colombocubano Rafael María Merchán, increíblemente desconocido por nuestras historias literarias, realizó varias antologías de poetas cubanos de la hora en algunos periódicos, en especial en La Luz, de propiedad de Rafael Núñez, su amigo: allí figuran algunos poetas que tuvieron que haber despertado el interés de Silva, como sabemos de algunos: Juan Clemente Zenea, Joaquín Lorenzo Luaces, y en especial Julián del Casal y José Martí. A Casal se le hizo un relativo eco en la prensa colombiana después de su muerte, acaecida en 1893; Fernando Vallejo nos recuerda la anécdota de cómo lo conoció Silva  quiero decir, a su poesía, a través de su poemario Nieve, prestado por el hipocritongo y ventajoso Ismael Enrique Arciniegas ; algo hay en la actitud de Casal (y hasta en su propia vida) que es muy similar a Silva, pero como poeta es esencialmente un parnasiano. Silva, y a pesar de que para él también valga el lema de l’art pour l’art, está muy lejos del parnasianismo. En cambio, en José Martí, especialmente en los poemas de versos sencillos, puede encontrarse una tendencia desenfadada a la canción popular que no dudo que Silva disfrutaría.
Finalmente, y visto que no puedo hallar una música cercana a la de Silva en poetas franceses (ni Hugo ni Gautier ni Guérin se le parecen, aunque los haya traducido), he buscado entre los poetas de lengua inglesa que se conocieron y difundieron aquí. Pombo y Merchán tradujeron a Longfellow, pero los poetas ingleses que pretendían conocer todos los poetas bogotanos eran los «románticos» Byron, Keats y Wordsworth; sobre todo Byron. Silva tradujo aTennyson, y no sé si lo tradujo del inglés o del francés, pero es un hecho que leía en inglés. Todo este preámbulo viene a que siempre se pasa por alto la presencia de Poe como poeta en los poetas hispanoamericanos del siglo XIX. Poe es un poeta, en inglés, ineludiblemente comparable a Silva por su sentido musical, su trabajo de las resonancias y de la narratividad del verso, y en esto último es en donde yo veo el meollo del arte de Silva, pues sus poemas, casi siempre, desarrollan pequeñas historias.
Encontré, entre tanto papel y tanto autor, sólo una traducción  sin siquiera el nombre del traductor  de Poe en la prensa colombiana; es posible que se me hayan escapado otras. Ya pronto conoceremos, gracias a los buenos oficios de Rafael Gutiérrez Girardot, algunas de las traducciones que Carlos Arturo Torres, contemporáneo de Silva y su compañero en la antología La lira nueva, hizo del poeta de Boston. Silva lo leyó y lo leyó en inglés, o se lo hizo leer, como recuerda Sanín Cano que lo hacía con algunos poemas en otras lenguas. Termino, pues, leyendo dos fragmentos poéticos, uno más conocido que el otro:
Una noche
una noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas,
una noche
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas
Y empieza «El cuervo», de Poe:
Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,
over many a quaint and curious volume of fogotten lore
while I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
as of some gently rapping, rapping at my chamber door (13).
1./bstrong Óscar Torres Duque, La poesía como idilio: La poesía clásica en Colombia (Bogotá: Colcultura, 1992); «La enfermedad como una de las bellas artes», Senderos 5, 27 28 (diciembre, 1993), 708 17.
b . Baldomero Sanín Cano, «Notas 5» [1914?]. Rpd., Fernando Charry Lara, Ed., José Asunción Silva, vida y creación (Bogotá: Procultura, 1985), 239.
3. José Asunción Silva, «Las ondinas», Intimidades, Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Barcelona: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 129.
4. «La primera comunión», Ibid., 147.
5. «Crepúsculo’, lbid., 154.
6. Versos que corresponden, respectivamente, a poemas de EL libro de versos  ‘Vejeces» (39), «la voz de las cosas» (36), «Resurrecciones’ (41)  y de Gotas amargas  «Avant  propos» (73).
7. Enrique Santos Molano, El corazón del poeta: Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva (Bogotá: Nuevo Rumbo, 1992); Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (Caracas: Monte Ávila, 1992); Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995).
8. Miguel de Unamuno, Prólogo (1910], Rpd., con el titulo «José Asunción Silva». En: José Asunción Silva, vida y creación, Charry Lara, Op. Cit., 79.
9. Versos que corresponden, respectivamente, a «Avant propos» (73), «El mal del siglo» (74), «La respuesta de la Tierra» (75), «Lentes ajenos» (76) y «Cápsulas» (78).
10. Baldomero Sanín Cano, «José Asunción Silva; Guillermo Valencia» [19421, Rpd., Escritos. Juan Gustavo Cobo Borda, Ed. (Bogotá: Colcultura, 1977), 431. Santos Molano, Op. Cit., 513.
11. Véanse, entre otros, los estudios de Ricardo Gullón, «Pitagorismo y modernismo: caminos de perfección», Mundo Nuevo, 7 (1967), 22 32; «Ideologías del modernismo’, Ínsula, 25.291 (febrero, 1971), 1, 11.
12. Versos de «La voz de las cosas» (36), «Ais» (38), «Vejeces» (39) y «La calavera» (706), respectivamente.
13. Silva, Op. Cit., 32. Edgar Allan Poe, «The Raven», The Complete Poems, J.H. Whitty, Ed. (Boston: Houghton Miftlin, 1977), 7.

***

SILVA, LA VOZ DE LAS COSAS

JUAN MANUEL ROCA

Silva estudia en el boulevard Montmartre las nuevas decoraciones […]
¡y cómo va a influir luego en sus versos todo esto de las tapices y las lámparas!
Alejandro Vallejo (1)

Hay un inmemorial deseo del poeta por atrapar el tiempo en sus páginas, y con ello las formas, los objetos, quizá de manera inconsciente recordando cómo las cosas sobreviven a sus dueños. Nuestro José Asunción Silva  y no seré el primero en anunciarlo como un rarísimo anticipo de la novela objetalista en su De sobremesa  crea un espacio literario y poético donde el ámbito, las atmósferas, resultan tal vez más importantes que los episodios anecdóticos que envuelven. En la primera página de esta novela hay gasas, encajes, lámparas, carpetas, tazas de China, frascos de cristal tallado, bujías de piano, y un largo listado que más que un bazar persa es la reflexión del hombre en las cosas. Pero no sólo en esa novela que podría haber gustado a Robbe Grillet y sus epígonos objetalistas, sino en su poesía toda, Silva traza más de una naturaleza muerta y una poética de las formas de las cosas. Bastaría recordar el poema que da título a esta charla, «La voz de las cosas«: «¡Si os encerrara yo en mis estrofas / Frágiles cosas que sonreís / Pálido lirio que te deshojas / Rayo de la duna sobre el tapiz / De húmedas flores y verdes hojas / Que al tibio soplo de Mayo abrís / Si os encerrara yo en mis estrofas. / Pálidas cosas que sonreís!».
Hay allí un arte poética que una y otra vez cruzará los versos de Silva; una lírica del espacio, para decirlo con Bachelard, que busca en la humildad de las cosas un coto de caza para la reflexión eterna de la poesía: el hombre en el tiempo, suerte de una «filosofía del tener» (2). Quiso Silva poseer el espíritu de las cosas con una febril ansiedad antes de su prematura muerte que nos recuerda algo inquietante expresado en el Talmud: «un hombre no debería vivir lo suficiente para verse morir», algo que resulta de una amarga ironía religiosa. Una especie de panteísmo de las cosas se hace manifiesto en la poesía de José Asunción Silva. Un tramado de correspondencias secretas, en la vieja percepción de los magos y los pensadores que suponen un universo entrelazado y vivo en sus ocultas analogías, signos que parecen cargados de un eslabón de sentidos no siempre visibles, es el diálogo que establece nuestro poeta en y con las cosas. El viejo y bien habitado almacén de imágenes y de signos, todo el universo visible de que hablaba su maestro Charles Baudelaire, «bosque de símbolos» (3), coloquio con el mundo, puente entre lo humano  que también es naturaleza  y lo objetal.
Dijimos la peligrosa palabra mago que ronda la desprestigiada palabra magia, pero ella nos remite al sentido que a esto otorgaba Tommaso Campanella en su obra Del sentido de las cosas y la magia: «las invenciones del arcabuz y de la prensa fueron cosa de magia, pero hoy, que todos saben, el arte es asunto vulgar. Así también el arte de los relojes y las artes mecánicas pierden fácilmente la reverencia». Pero ocurre que algunas veces llega un poeta  en este caso José Asunción Silva  y renueva el asombro y el infantil animismo de las cosas, para trazar escondidas simpatías entre opuestos, vastas correspondencias que entrelazan «los pensamientos / cual pájaros que aletean l de la jaula entre los hierros», según sus versos. Esos pensamientos como pájaros sólo se liberan en el rapto poético, en la palabra en libertad.
Aquello que algunos teóricos denominan el objeto mediador es algo que sirve a Silva para expresar los límites de su yo y el espacio limitante de las cosas. No se propone este liviano ensayo censar o rastrear en la poética de José Asunción Silva la presencia de la totalidad de las cosas que él ennoblece en su palabra, pero sí señalar ese fecundo diálogo del poeta con un paisaje de naturalezas muertas, convertido tantas veces en una suerte de artista como Morandi, en un pintor de quietudes en la palabra. Y la plasticidad con que los realiza, como en su poema «Infancia» donde atrapa «El recuerdo vago de las cosas / Que embellecen el tiempo y la distancia» (4). Algo que un teórico anarquista de la estética, el agudo y puntilloso Herbert Read, llamaría «las fronteras del yo» donde evoca a Paton y la idea de cómo podemos observar un color, tal vez una mesa, pero no «observar el arte de observar». La «distinción entre el yo y los objetos  agrega Read  o la conciencia de los objetos debe surgir sólo en un yo que haya reflexionado». Esa reflexión en las cosas le permite a Silva ver la mano de una mujer «como una mariposa sobre una lila», volando sobre el teclado del piano en un poema que debió seguramente leer muchas veces Aurelio Arturo, porque después encontraremos en el poeta de Morada al sur sus resonancias: «A veces cuando en la alta noche» (5).
Pero también en Silva, es la suya, frente a los objetos, una reflexión en y sobre el tiempo. Y sobre la silenciosa dignidad y la sencilla existencia de las cosas. Siempre que leo su poema «Vejeces» me resulta imposible no pensar en la requisitoria que le hiciera Gastón Bachelard al filósofo Henri Bergson cuando este último hablaba desdeñosamente de los humildes cajones (6). Allí nos dice Silva de la emoción del tiempo detenido: «Colores de anticuada miniatura l Hoy, de algún mueble en el cajón, dormida» (7).
El mismo Bachelard afirma que «el armario y sus estantes, el escritorio y sus cajones, el cofre y su doble fondo, son verdaderos órganos de la vida secreta» (8). Y no es de otro asunto de lo que nos habla Silva en «Vejeces». Así lo hace cuando realiza un prontuario de las cosas venidas de un tiempo otro. «Las cosas viejas, tristes, desteñidas, / Sin voz y sin color, saben secretos / De las épocas muertas, de las vidas / Que ya nadie conserva en la memoria» (9)  toda una puesta en marcha de una teoría de objetos memoriosos, de cosas que narran en silencio un tiempo ensimismado, así como el viejo espejo familiar es un álbum de ausencias.
No quisiera desvertebrar, disecciónar su poema, pero sí reiterar en él lo que es el propósito de este texto: toda la poética de José Asunción Silva es un coloquio con las cosas, una traducción de ellas conducida por los vasos comunicantes del poema.
Si miramos lo que encuentra el poeta en el secreto de lo que enuncia como el cajón de «algún mueble», más allá de la mirada taxidermista de un anticuario, encontraremos una serie de signos inequívocos del tiempo, de símbolos que hacen una coral de voces que muestra la unidad del universo. Los científicos han descubierto que ante la inminencia del rayo se abren los granos del trigo y hasta llegamos a pensar que talar un árbol puede perturbar a una estrella. Valdría la pena recordar qué encuentra Silva en ese corazón de un mueble que es el cajón. Encuentra una vieja miniatura que él percibe «dormida» y como no la describe en su minuciosidad podemos imaginarla despierta en el pasado, en la evocadora mano de alguien que quizá haya sobrevivido a su primer dueño.
¡Qué poder especulativo nos nace al contacto de los objetos: en qué lugares estuvieron, quiénes los acariciaron, cuántos ojos asombrados o mustios se han posado sobre ellos, cómo desentrañar la voz muerta de seres que fueron vivos! Encuentra también en el cajón un «cincelado puñal», una «tabla en que se deshace la pintura», «misales de las viejas sacristías», «espejos que en el azogue de las lunas frías l guardáis de lo pasado los reflejos», un crucifijo, una sortija «y los perfumes de las cosas viejas». Cada signo, un universo. Cabe a la imaginación ver ese mismo puñal hiriendo o abriendo una carta sellada con lacre, el pensamiento de un cuadro en el que bajo la piel de la pintura duerme otro cuadro, hojas de misales que pasaron en los dedos morosos de un sacristán durante las horas del rezo, espejos que fueron visitados por Legiones de fantasmas, un crucifijo que señalaba los cuatro puntos cardinales de la muerte. Y todo, envuelto en el paisaje del olor de un tiempo ido (10).
Me parece que el poema antes mencionado resume casi toda la poética de Silva, me parece que resulta una síntesis de su ideario estético, el epicentro de sus preocupaciones que se dan en ondas concéntricas y a la vez movedizas hacia otras vertientes temáticas.
El poeta tiende a ver el reverso de las cosas, a otorgarle a ellas un animismo propio de magos o de niños, asunto que a los espíritus de presunción racional les resulta tantas veces sospechoso. El poeta no se conforma con la precaria realidad de los sentidos. Se trata en el caso de nuestro rastreado poeta de una dubitación frente a las cosas más sencillas. De esta manera se preguntaba Saint John Perse en torno a los pequeños asuntos: «Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta, ¿bastará para este fin?  Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre» (11).
Ese podría ser un sentido esencial de la poesía: el acuerdo del hombre y las cosas, aunque a veces a riesgo de confundir o de fundir la realidad y la ficción, tan tenues como son sus límites. El riesgo que corre el poeta es como el de esos hombres que cruzan el Niágara a través de una cuerda, en bicicleta. Sólo que lo hace sin Niágara, sin cuerda, sin bicicleta. ¡Cómo le ocurren de cosas en la esfera mental! Así afirmaba Franz Kafka sobre su cercanía al mundo de los objetos, él que precisamente vivía la extrañeza del cuerpo, ese campo de rehenes en que nos vemos con sorpresa enfundados: «tengo el deseo  decía el formidable escritor checo  de ver las cosas tales como son antes de que yo las vea. Deben ser muy hermosas y tranquilas».
No es de ese orden la percepción de José Asunción Silva. A él le resultan las cosas quizá en extremo serenas, frente a la absorción que hace el tiempo de los hombres que creyeron poseerlas. El tema de las vejeces, leitmotiv de la obra de nuestro poeta nocturno, donde hay un arte de vánitas, una impresionista visión pictórica, vuelve a darse en el poema que tituló «Taller moderno». De nuevo en él hay una atmósfera creada desde el mundo objetal:
Por el aire del cuarto, saturado
De un olor de vejeces peregrino,
Del crepúsculo el raya vespertino,
Va a desteñir los muebles de brocado.

El piano está del caballete al lado
Y de un busto del Dante el perfil fino,
Del arabesco azul de un jarrón chino,
Medio oculta el dibujo complicado.

Junto al rojizo orín de una armadura,
Hay un viejo retablo, donde inquieta,
Brilla la luz del marco en la moldura,

Y parecen clamar por un poeta
Que improvise del cuarto la pintura
Las manchas de color de la paleta (12).
La sutileza de Silva en estos versos encierra una paradoja. El final del poema clama por quien escriba el color de un cuarto que podía ser en sí mismo una pintura. Pero entretanto, ya lo ha hecho en las estrofas anteriores: su don de minucioso observador, casi minimalista, su capacidad descriptiva, han realizado desde su paleta melancólica un cuadro escrito, una obra plástica realizada con el pincel de su palabra. Silva resulta así como un pendolista de lo visual. Y todo esto encerrado en el gran poder musical, eufónico, de sus versos. Es, creemos entender, lo que Coleridge llamó «imaginación orgánica». Las cosas le sirven a Silva para poetizar desde un ámbito plástico pero también musical. Se trata de una puesta en escena de un lugar de intimidad. «Los poetas nos ayudarán a descubrir en nosotros un goce de contemplar tan expansivo, que viviremos, a veces ante un objeto próximo, el engrandecinriento de nuestro espacio íntimo», señalaba Bachelard (13).
Cuando se celebró el centenario del nacimiento de José Asunción Silva en la bostezante Bogotá  es bueno recordarlo ahora en el centenario de su muerte  un buen poeta ecuatoriano, Jorge Carrera Andrade, trazó unas líneas que no sólo sirven para señalar los finos acentos traídos por Silva a la poesía colombiana, sino la tragedia de un cosmopolita, de un dandi en una aldea adormilada y en un país donde cada guerra venía después de la posguerra. Decía Carrera Andrade:

A la creación poética de Silva, enriquecida por la filosofía y un natural refinamiento, puede aplicarse la frase de uno de sus biógrafos, al referirse a una de las causas de la ruina de su negocio: trajo tapices finísimos para una ciudad que alfombraba sus casas con esterillas. Aunque la angustia que roe el corazón del poeta es incurable como su insatisfacción romántica, no por eso deja de volverse hacia las cosas, a las que reconoce un alma (14).

Ante lo anterior no deja uno de pensar en nuestro gran Rubén Darío que cruzaba por un gallinero de Managua pero veía cisnes, entre mujeres desdentadas pero veía princesas de una corte lejana, damas de un salón de Versalles, o en Julio Herrera y Reissig y La torre de los panoramas, feroces transformaciones de la realidad, artes encantatorias que evocan a Don Quijote que veía hordas de soldados en un rebaño de ovejas (aunque podamos creer que esto tenga asidero real si pensamos en la obediencia arrebañada de las tropas) o gigantes donde había molinos de viento o belleza femenina donde no la había. En el caso de Silva y de los modernistas, deformación y simbolismo van de la mano. ¿No hay en el fondo de todo esto un simbolismo satírico? Objetos y situaciones que los más notables modernistas americanos trocaban desde la heráldica de un movimiento que devolvió las carabelas hacia España, cargadas de un nuevo sentido de la lengua. Y la lengua, lo dijo Martin Heidegger, es la casa del ser (15).
Son muy escasos los poemas de José Asunción Silva donde no aparecen los objetos. En ello hay una red de correspondencias: la ventana hace accesible la idea de la mirada; la lámpara se vuelve emisaria del día en plena noche; el corredor sombrío evoca un viento helado; el «húmedo musgo» atrapa un tiempo en fuga; las campanas «hablan a los vivos de los muertos«; los armarios oyen subir la savia del bosque que fueron  todo un panorama de procedencia fantástica, de estirpe fantasmal que en Silva nos recuerda a Poe y a Baudelaire . Lo mismo ocurre con su crónica, con su ajustada y virtuosa prosa en «El paraguas del padre León», el excéntrico cura de paraguas inmenso y rojo, portador de una también singular linterna verde. Una figura casi irreal y colorida en la gris capital «de mula herrada» y de espantos, símbolo de una época de tránsito remolón entre dos siglos, le sirve a Silva para un propósito: que el documento humano esté signado por sus objetos de uso cotidiano, casi una sicología de las cosas. Estas palabras de Marcel Raymond parecen también pensadas para Silva:

El conocimiento de un sentido verdadero, único real, de las cosas, que no son más que una parte de lo que significan, permite a algunos privilegiados ~n este caso el poeta predestinado  introducirse y moverse con soltura en el más allá espiritual que baña el universo visible. Porque todo lo visible  dice Novalis  descansa sobre un fondo que no puede oírse; lo tangible, sobre un fondo impalpable (16).

Pero lleguemos a la relación de Silva con las cosas amargas, con los objetos del abismo. En 1896, año de la muerte del poeta, al pie de una de las tantas guerras de ese siglo en el país, el Estado aplastaba una revolución. Curiosa sintonía con la revolución inconclusa iniciada por José Asunción Silva en la poesía colombiana, aplastada también por la incomprensión. Recuérdese que el obituario publicado en un periódico bogotano anunciaba la muerte de Silva agregando: «parece que hacía versos» (17). No es gratuito señalar la pugna de este poeta con su estrechísimo medio conventual y perverso a un mismo tiempo.
Ese año, como ocurre hoy en este país que parece morderse siempre la cola, se armó con toda suerte de lo que en esos tiempos eran armas modernas  será eso lo que llaman nuestra entrada en la modernidad  al ejército recién organizado bajo la tutela de un coronel norteamericano de apellido Lemly.
El poeta que reconocía una alma en las cosas también la reconoció en un arma: el envejecido Smith & Wesson con el que alojó una bala en el dibujado mapa de su corazón.
Qué irónico y a la vez qué atrayente asunto para los cazadores de premoniciones recordar el poema de Gotas amargas («Zospermos«) donde habla de ese espermatozoide que pudiendo llegar a hombre quizá hubiera sido «un Werther» y al que traza un posible sino trágico como el suyo. A lo mejor, dice en el poema, ese hombre «se hubiera suicidado con un Smith y Wesson». Porque algo de crisis de wertherismo pudo haber en la sumatoria trágica que lo llevó al suicidio, como se preguntaba en un texto de los años cuarentas Eduardo Zalamea Borda (18).
Seguramente ese negro objeto de la muerte de Silva habrá sobrevivido a otros dueños, como reafirmando en su tragedia la visión del poeta de Gotas amargas. Con él se oyó un balazo que resuena aún más allá de nuestros habituales linderos del olvido.
Todavía hay quienes se preguntan por la causa de su intempestivo suicidio. Como si fuera poca cosa vivir en un país que desde siempre ha estado de espaldas a sí mismo. Lo dijo alguna vez Pedro Gómez Valderrama: Silva «amó tanto el alma de las cosas, que el alma de la noche lo cubrió» (19).

1. Alejandro Vallejo, «Silva y el `Nocturno«’ 11946]. Juan Gustavo Cobo Borda, Ed. Leyendo a Silva (Bogotá: Caro y Cuervo, 1994), I, 365 6.
. Gastón Bachelard, La poétique de l’espace [1957] (París: Presses Universitaires de France, 1967).

3. » (…) Fotéts de symboles», Charles Baudelaire, «Correspondances», Les Fleurs du mal, (Euvres complètes (París: Gallimard, 1951), 85.
Nota 4. José Asunción Silva, «Infancia», Obra completa, Héctor H. Orjuela, Ed. Colección Archivos (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990), 8.
5. Silva, «A veces cuando en alta noche», Op. Cit., 27.
6. Véase Gastón Bachelard, La poétique de l’espace [1957] (París: Presses Universitaires de France, 1967), 79 ss.
7. Silva, «Vejeces’, Op. Cit., 39.
8. «L’armoire et ses rayons, le secrétaire es ses tiroirs, le coffre et ses double fond sont des véritables organes de la vie psychologique secrète», Bachelard, Op. Cit., 83.

9. Silva, Op. Cit, 39.
10. Ibidem
big.
11. «Nota à l’énergie nucléaire, la lampe d’argile du poète suffira t elle a son propos?  Oui si d’argile se souvient l’homme». Saint John Perse, «Poésie. Allocution au Banquet Nobel du 10 Décembre 1960», (Euvres complètes (París: Gallimard, 1972), 447.
Nota 12. Silva, «Taller moderno», Op. Cit., 47.
13. «Les poètes nous aideront à découvrir en. nous une joie si expansive de contempler que nous vivrons parfois, devant un object proche, l’agrandi,rsement de notre espace intime», Bachelard, Op. Cit., 181.

14. Jorge Carrera Andrade, «En un centenario: José Asunción Silva, el novio de la muerte» [1965], Cobo Borda, Op. Cit., II, 155.
Nota 15. En diversos lugares se refiere Martín Heidegger a esta idea; véase por ejemplo, su ensayo «¿Para qué ser poeta?», Sendas perdidas, Trad., José Rovira Armengol (Buenos Aires: Losada, 1979), 256.

16. «La connaissance de ce sens véritable, seui réet, des choses, qui ne sont qu’une partée de ce 9u’elles signifient, permei à quelques privilégiés ~n I’espèce au poète prédestiné de s’iniroduire eide se mouvoir à t’aise dans I’au delà spirituel qui baigne f’univers visible. `Car tout le visible, dit Novalis, repose sur un fond invisibfe, ce gui s’entend sur un fond qui ne peut s’entendre, ce qui est tangible sur un fond impalpable«’, Marcel Raymond, De Baudelaire au surréalisme (París: 1. Corti, 1966), 22.
Nota 17. Alberto Miramón. José Asunción Silva: Ensayo biográfico con documentos inéditos (Bogotá: Revista de las Indias, 1937), 172.
18. Eduardo Zalamea, «José Asunción Silva» [1946], Cobo Borda, Op. Cit., I, 408.

19. Pedro Gómez Valderrama, «Noche oscura del alma: interpretación de la poesía de losé Asunción Silva» [19481, Cobo Borda, Ibid., II, 95.

***

VIVIENDO CON SILVA O SILVA Y LOS POETAS

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

Tengo 47 años y desde que me recuerdo he vivido con Silva. Me interesó primero, cómo no, el suicidio romántico: luego el sarcástico crítico de las Gotas amargas. Admiré más tarde la música de «Midnight Dreams» y recopilé varios volúmenes críticos sobre su obra. Desmenucé con tal motivo su novela pieza por pieza. Y en mi Historia portátil de la poesía colombiana remonté el río de su lírica hasta su fuente en Intimidades.
Estoy seguro entonces de que en el siglo XXI volveremos a escuchar los versos donde el idioma se hace carne. Se vuelve niebla palpable y armonía lúcida que no cesará de encantarnos a nosotros, y a sus futuros lectores que ya deben estar descubriendo sus propios Silvas, nuevos y sugerentes… los otros muchos Silvas que aún nos falta por conocer.
Lo veo, hacia atrás de su origen, en un brusco turbión de sangre, donde se mezclan asesinato y suicidio, traiciones y deudas, quiebra y exilio. También la figura bondadosa del padre dedicándole el único libro que escribió y la madre antioqueña que manejaba a su arbitrio las riendas de la casa y convocaba a veladas donde, con la aquiescencia o resignación del hijo, invitaba incluso a quienes podían resultarle molestos por haberlo demandado judicialmente.
La lectura que de él hago ahora es la de un precario equilibrista sosteniéndose sobre el frágil hilo de la poesía mientras a sus pies rugen los acreedores y la turbia mezquindad de aquella aldea grande que anhela envidiosa que se rompa la crisma. Quien está detrás de un mostrador en la Calle Real sabe bien los límites de ese cotarro en que se halla inmerso. Su dudoso buen gusto y su reiterada costumbre de no pagar las deudas. Las cartas a su padre, cuando éste se halla en París, tienen un único leit motiv, como en ésta de mayo 23 de 1886:

Las deudas pendientes a nuestro favor están hoy más difíciles que nunca de hacer efectivas. De las tres con que contábamos para el mes de abril (Brigard, Marroquín y Gracia) he recibido por todo $350, a pesar de haber buscado todos los medios de hacerlas cubrir (1).

Sólo que la recíproca también era cierta. Todos sabían aparentemente quién era Silva, el estado de sus finanzas, su ropa y sus apuntes, los desplantes que pudo hacer en algún momento y la mejor forma de herirlo, cuando fuera el caso. Era un perfecto duelo de espadachines, con un Silva sablista que vivía pidiendo dinero prestado a diestra y siniestra, de Rufino José Cuervo a Rafael Arrázola, con acreedores y fiadores que cobraban con tan poca clemencia como pretendían mantener el barniz social de las buenas maneras y la tela de araña donde todos en alguna forma terminaban por ser parientes en sospechosa contigüidad física. Un pequeño infierno de quisquillosas ruindades y amarguras infinitas.
De ese magma municipal y espeso y del cual con tanta sorna se ríe Fernando Vallejo (2), brota la límpida fuente de su poesía. Por más que le obligasen a comulgar, casi que a la fuerza, en pos de su imposible redención moral y económica, la culpa no se aliviaba en el confesionario, sino que se convirtió en ese chorro de música con cuya elegante certeza verbal todavía podemos regocijarnos física y espiritualmente. Todo ello en medio de las guerras civiles, la Regeneración, el cambio de las reglas de juego con el papel moneda de curso forzoso, y la sempiterna pobreza sustancial a nuestro medio.
En contra de ello, su clarividente penetración lunar en lo nocturno, la palpitación sensorial de ese olor a reseda que lo define, esos rayos de luz que flotan detenidos en la quietud de un aire inmóvil, la fina sensualidad, bullente de imágenes, «tu olor de lilas», «tu voz velada» (3), que animan su escritura y la conservan congelada para cada nuevo lector que quiera vivificarla con su simpatía, y redescubrir así las múltiples sugerencias de su trazo estricto: horizontal en el óleo de una sabana extendida hacia el infinito; vertical en la tinta china de una ciudad con sus iglesias de piedra colonial y el bronce de sus campanas dejativas mientras la cernida lluvia fina de sus versos a todos nos empapa el alma con su exactitud metálica no exenta de conturbadora melancolía. Era un poeta: no tenía más remedio que decirlo. El propio idioma le impedía mentir y permanece allí, tan seco y dulce como en el momento mágico en que logró convertir su sentir en escritura. Por ello, me gusta verlo ahora como un pintor que difumina opacidades y brumas, nácares y grises, sobre el fino esqueleto de su dibujo. No es extraño entonces que en su carta abierta a Rosa Ponce de Portocarrero de 1882, hable de «la claridad que dora las tinieblas rojizas de Rembrandt», y de «la diáfana luz extraterrestre en que baña Murillo sus apariciones», y oponga así «el sortilegio misterioso del arte» a la prosa banal de cada día (4). Como gran poeta, veía con ojos de pintor: un lienzo prerrafaelista nos da la clave De sobremesa. Pero los lectores de Silva no vemos hoy tanto al niño precoz, ni al dandi presuntuoso, ni al suicida impecune, sino a esa vertiginosa conjunción de realidades dispares que termina por cristalizar en un instrumento muy humano, la lengua en la medida pausa de un verso. De allí donde se desprenden esas perlas cuyo oriente se hace cada día más denso y sugestivo, De sobremesa, ese collage abierto de diario narrativo y ficción ensayista, se ahonda en alusiones esotéricas fin de siglo, de Papus a madame Blavatski, con todas las implicaciones que las musas rusas del exilio trajeron al espíritu cosmopolita de un París tan abisal como la propia novela de Proust.
Pero si éste es un vector europeo, qué decir de aquel otro americano donde Rubén Darío se cruza con Martí, y los muchachos de Caracas, Rufino Blanco Fombona, Pedro Emilio Coll, con su Cosmopolis y su Cojo ilustrado, le rinden homenaje sincero. Me interesa ese Silva leído por Ventura García Calderón y Alfonso Reyes, Jorge Carrera Andrade y Salomón de la Selva, Guillermo Valencia, León de Greiff y José Emilio Pacheco. Me interesa el Silva que interesa a los poetas. Pacheco escribió lo siguiente:

A diferencia de Casal y Gutiérrez Nájera, Silva no fue periodista y pasó algunos años en Europa. Su formación no fue exclusivamente francesa: leyó a Poe y a los románticos y victorianos de Inglaterra, así como a los filósofos alemanes. Heredó el comercio de su padre y se obstinó en importar objetos lujosos de venta difícil. A la muerte de su hermana Elvira (1894) publicó en una revista de Cartagena el «Nocturno» que es el mejor y el más célebre de sus poemas. Perdió en un naufragio los manuscritos de dos libros poéticos, uno de cuentos y la novela De sobremesa que reescribió poco después. Todo esto se sumó al repudio que provocaba en él la sociedad en que vivía y a un nuevo desastre en los negocios para hundirlo en una depresión sin fondo. Pidió a un médico que le marcara el lugar exacto del corazón y se disparó un tiro. No había cumplido aún 31 años.
Silva no se consideró a sí mismo parte del modernismo y se burló de quienes llamaba «rubendariacos». No obstante, en sus poemas y en su actitud entera es tan representativo del fin de siglo como Casal. Entre el disgusto de la vida y la angustia de la muerte, Silva halló nuevas formas para convertir en poesía su experiencia del «mal du siècle». Fue nuestro Poe y nuestro Baudelaire: el horror de la belleza y la estética de la carroña (5).

¿Por qué no repasar, en consecuencia, un Silva leído por los poetas? Gonzalo Arango, el fundador del nadaísmo, publicó en 1965 una larga crónica, su glosa a un trabajo de X 504 (Jaime Jaramillo Escobar) su compañero de luchas. En ella descubre y revalúa un Silva distinto al patético y fúnebre Silva por culpa del cual un amigo de juventud se suicidó, con un tiro de revólver en la boca, en una velada lírica en el Teatro Minerva de su pueblo natal (Andes, Antioquia), Luego de recitar el «Nocturno» por antonomasia. ¿Que encuentra ahora Gonzaloarango?

Descubro como una revelación «de otro mundo», a un Silva resucitado de su lecho de escarabajos, de su siniestro romanticismo; un Silva que se desgarra los sudarios de poesía de muerte, y nos exhibe, cara a la vida, un rostro viril, vehemente, en lúcida rebelión contra las calamidades de su época y los conformismos morales de su generación.
En este Silva nadaísta descubierto por X 504, desenterrado de su catafalco retórico, rescatado de la triste leyenda de sus amores inconfesables y su narcisismo baudeleriano, en este Silva revivido resplandece un coraje, una dignidad, una lucha de hombre en pugna con su destino y con las miserias morales de su tiempo; un soñador de sueños no soñados por sus contemporáneos, y quizás no interpretados en todo su valor por una posteridad reverente y fetichista que, después de un siglo, en vez de comprenderlo en su totalidad humana, con su agonismo y su rebelión, ha preferido arrastrarse servilmente ante un mito falsificado por los embellecedores de cadáveres y los idealismos morales, para así, descarnado, elevarlo como alma pura, como poeta puro, al Olimpo de nuestra literatura, en calidad de cadáver exquisito, pero muerto definitivamente en su gloria póstuma por el exceso de virtudes y de perfecciones que en vida nunca tuvo (6).

Este es el Silva que Gonzalo Arango redescubre, a setenta años de su muerte y cien de su nacimiento: el Silva que quiere asaltar el poder, espada en mano, para establecer una dictadura; el Silva que no quiere pensar sino gozar. El Silva que realiza una idea, encarnada en él.
Por su parte, Pere Gimferrer (1945), el poeta catalán, recuerda a Silva, en 1966, dentro de la más pura y genuina tradición romántica. «A Silva como luego a Eguren, pertenece la astral flor azul de Novalis», dice. Y luego añade:

Infancia desde dentro de la infancia: un mundo visto con ojos aún puros, transfigurado, nimbado, mágicamente acariciado por ellos. Incomprendido diletante, brillante e irónico, le transpasaba interiormente una espada de luz: cuanto amaba aquel mundo suyo, lo amaba solo, como Poe de niño.

Para concluir:

Esta obra dispersa, fragmentaria, mutilada, inconclusa, es, sencillamente, la de un gran poeta. Un ojo que ve poéticamente el mundo, acompasando su latido al gran corazón invisible de lo visible.
(…) A esta luz, sus versos  no siempre esperanzados, sino más bien teñidos de cierto nostálgico nihilismo  muestran su verdadero color y volumen. Hieren, dan frío (7).

Todos los poetas que han escrito sobre Silva, desde el curioso «Ejercicio de prosa automática en honor de José Asunción Silva en el cincuentenario de su muerte», del gran poeta cubano Gastón Baquero (1918), hasta los textos de los colombianos Rafael Maya, nacido en 1897 y Eduardo Carranza, de 1913, destacan, antes que la hipocondría de Silva o sus libros de contabilidad, el papel decisivo que la infancia juega como motor de su poesía. En 1965 Maya decía: «La muerte, el pasado, los niños, las campanas, los paisajes brumosos, la nostalgia de amores imposibles, todo eso palpita en el fondo de su ser y aspira a encarnar en formas artísticas» (8).
Por su parte, Eduardo Carranza, en su «Elegía de José Asunción», imagina la infancia del poeta en la hacienda de Hatogrande y sueña la siguiente escena:

El poeta está solo, solo hasta ese extremo en que la soledad se parece a la muerte. Pero hay en su vida un recodo de placidez y hacia él vuelve los ojos que un momento resplandecen de ternura. El poeta piensa en su infancia, en las mañanas luminosas de Hatogrande. En los trigales navegaba el viento como un barco transparente. Los niños corren y triscan por el campo. Tapiales blancos y tejas bermejas. Los niños juegan a la rueda rueda. Tal vez haya uno que, retraído, se queda aparte un rato para escuchar la verde estrofa del viento entre los árboles (9).

Ese niño que escucha al viento, en la preciosa imagen, tan explícitamente poética de Carranza, se transformará luego en el poema de Eduardo Cote Lamus, en otra imagen también profunda y esclarecedora: no la del sosiego sino la de la lucha; no la de la armonía con la naturaleza sino la de la confrontación consigo mismo, con su instrumento de trabajo, y con el entorno que no sólo lo circundaba sino que también parecía asfixiarlo. Escribe Cote Lamus en su «Silva«:
Lo imagino con la rabia como un hacha entre los dientes
queriendo abrirse paso entre la vida, de tan densa,
tratando de inculcar en la sociedad que acompañaba
el obrar noblemente y el buen gusto; pero ellos, hijos
de las masturbaciones y de la vanagloria,
sólo sabían de las sílabas a golpes de dedo
e ignoraban la armonía y el mundo de las palabras (10).
De ahí que también haya intentado mi propia lectura de Silva, desde la escritura, y haya intuido su perfil uno y múltiple. La definitiva importancia de Silva radica hoy en día en que todos somos Silva. «J.A.S.«:

Un cigarrillo turco, un té chino,
los versos de Baudelaire
y todo ello en la ciudad conventual
que tirita de frío.

Cuánta amabilidad fingida
en estos bogotanos untuosos y relamidos.

Se encerrarán en sus casas
y murmurarán pasito:
«Allí va, José Presunción, el niño bonito».

En esto ocuparán sus días.
Y en hablar de política.

Al final, inseguros,
recordarán antepasados
a los cuales, cómo no,
el Rey de España ennobleció sin límites.

Por esta raza menguante y cínica murió Bolívar.

Silva. entre tanto,
con pluma de oro y fina caligrafía.
compone su «Nocturno».
2dl Nota 1. José Asunción Silva, Carta a Ricardo Silva, 23 de mayo de 1886, Cartas (1881 1896), Fernando Vallejo, Ed. (Bogotá: Casa Silva, 1996), 31.
. Fernando Vallejo, Chapolas negras (Bogotá: Alfaguara, 1995).
3. Silva, «Madrigal», Poesía y prosa, Juan Gustavo Cobo Borda, Santiago Mutis Durán, Eds. (Bogotá: Colcultura, 1979), 87.
4. Silva, Carta a Rosa Ponce de Portocarrero, noviembre de 1892, Cartas (7887 7896), Cit, 174 y 178, respectivamente.
5. José Emilio Pacheco, Poesía modernista (México: Sept Unam, 1982), 71.
6. Gonzalo Arango, «El Silva de X 504», EL Tiempo, Lecturas Dominicales (12 de septiembre de 1965), 4.
7. Ínsula 21.232 (marzo, 1966), 5.
8. Rafael Maya, «Cuatro estampas de Silva», Boletin Cultural y Bibliográfico 8.3 (1965), 338.
9. Eduardo Carranza, «Elegía de José Asunción», Los amigos del poeta (Bogotá; Banco Popular, 1572), 43.
10. Eduardo Cote Lamus, «Silva’ [1.959], Rpd., Silva. Poesía y prosa, Cit., 670.

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2 comentarios sobre “JOSE ASUNCION SILVA. OBRAS Y ESCRITOS SOBRE SU OBRA

  1. INTERESANTE RECOPILACION. PERO SUGIERO DE SER POSIBLE PONGAN LAS FECHAS EXACTAS EN QUE SE ESCRIBIO CADA UNA DE ESTAS OBRAS QUE ESTAN EN LA LISTA

    1. El objetivo de la entrada es presentar las obras de los autores en forma directa. No era hacer un analisis o reseña de las mismas. Su idea es valida aun. Pero como entenderas, requiere algo de trabajo que por el momento no tengo el tiempo para hacerlo.

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